COLIN
—¿Comprobaste los periodistas?
—Se han ido —dijo Lucciani—. Con eso no hay ningún problema.
La noticia es una cosa graciosa, pensó Castang. Se echa a perder más deprisa que el pescado. Todo el mundo pregunta qué pasó, pero muy pocos tienen la paciencia de esperar y preguntar: «Y ¿qué pasó después?». Estaban por supuesto los semanarios. Pero el juez instructor les había desanimado; había hecho pública una declaración tan sosa como para haber desalentado a cualquiera. Castang sentía cierta admiración por este juez. Una figura —cualquier figura— que no aprovecha una oportunidad para salir en la prensa, que no se pavonea y exhibe su vanidad con la mayor complacencia. Se considera que el estar satisfecho de uno mismo es un prerrequisito esencial para alcanzar el éxito. La prensa, simplemente, había llegado a la conclusión de que el juez de instrucción, habiendo tenido que aceptar de mala gana que no había motivos para presentar cargos contra ningún miembro de esta familia inglesa, no podía resignarse a confesarlo. Eso hubiera sido desprestigiarse. Una información complementaria, ¡por Dios!, una maniobra para salvar las apariencias. El comisario Richard dividía su tiempo entre una persona lamentable llamada Goltz y partidos de golf, ya que el tiempo era plenamente primaveral.
El tiempo era en verdad primaveral, y Castang, con las costillas aún doloridas, se había comportado de manera más bien galante dejando que Vera se llevara el coche y saliera a dibujar al exterior, por primera vez aquel año. No tan galante como todo eso; alguien que deja una bicicleta en la entrada de cocinas de un hotel es realmente discreto.
—Siéntase como en su casa, señor Armitage.
Un nombre curioso. ¿Sería quizá «eremita»?
—Este individuo que parece un camarero es monsieur Lucciani. Es un inspector de la PJ, pero para nuestros fines es un camarero. Le traerá cualquier cosa que desee, además de cuidarse de que no nos molesten. A monsieur Malinowski ya le conoce.
Colin estaba relajado, seguro de sí mismo, simpático. Un joven apuesto. Era comprensible que las chicas le adoraran.
—Ya sabe lo de las cintas.
—Oh, sí. Estoy bien informado. Bien aleccionado —sonrió abiertamente.
—Tengo su declaración anterior aquí, lo cual nos evita toda la cuestión de la identidad. Usted dio como profesión la de diseñador; ¿quizá es un poco vago?
—Trabajo en un estudio de interiorismo.
—¿No le tentó la abogacía? ¿Seguir los pasos de su padre? Es una profesión bastante hereditaria.
—No.
—¿Y usted no conoce a una mujer llamada Laetitia Toth?
—No.
—¿Nunca la conoció? ¿Puede estar totalmente seguro? Involuntariamente. Trabajaba como periodista y a veces para revistas femeninas. La decoración es una profesión en la que a menudo se conoce a una chica como esa, sin reconocerla o recordarla necesariamente.
—Estoy totalmente seguro.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—La razón es sencilla. La policía de mi país investigó. No encontraron ningún indicio de que ella me hubiera conocido. Son muy minuciosos. Así que pienso que es posible que no nos conociéramos nunca. De ese modo el que yo lo recuerde o no, no parece realmente relevante.
—Usted mencionó que pasó la noche en un hotel de campo; que no podía recordar el nombre.
—Eso es cierto.
—Nosotros lo encontramos, y el hotelero le reconoce por la descripción que se le dio. ¿Quiere ponerlo en duda o rebatirlo? Es un hombre ocupado y no queremos arrastrarlo hasta aquí para una cuestión tan trivial, a menos que usted lo desee.
—Le dije que no lo recordaba. Si él afirma que me vio, me atrevería a decir que es así.
—Bajo el nombre de Maxwell, ¿no es verdad? ¿Por qué el nombre falso?
—¿Es ilegal?
—No es ilegal a menos que haya un intento de despistar deliberadamente una investigación judicial.
—Llámelo discreción, entonces.
—Aclárelo un poco. No hay necesidad de ser suspicaz. Se le han dado instrucciones para que mantenga sus respuestas cortas y objetivas. Muy posiblemente se le ha advertido de que intentaré hacerle hablar. Verá que no tengo ninguna intención de serle hostil. El dar un nombre falso sin una razón aparente es lo bastante inusual como para considerarse como una rotura del esquema. Eso atrae nuestra atención. Hacemos preguntas sobre ello.
—¿Da alguna vez un nombre falso, señor Castang?
—Sí. Cuando hay motivos para ser discreto.
—Bien, entonces.
—Usted no quería comprometer a alguien. ¿A sí mismo? ¿A su familia? ¿Entonces a otra persona?
—Usted no debe de ser duro de mollera, ¿verdad? Yo no voy por ahí rompiendo los matrimonios de los demás.
—Puede estar seguro de que seremos discretos, en cuanto nos demos cuenta de que no tiene nada que ver con nuestra investigación.
—No sé su nombre.
—Entonces, ¿cómo sabe que no era Laetitia Toth?
—¿Qué le hace pensar que lo era?
—Reservó habitación aquella tarde en un hotel de Caen. No ocupó su habitación. Desapareció y ya no se le vio más. Hasta que reapareció en un coche en Tours. Dejando algún equipaje en Caen.
—No sé nada sobre eso. Vi el cadáver de una mujer aquí, usted estuvo ahí entonces. Pelo negro y largo. Entonces no vi su cara. Pero sabía que no la había visto nunca. Algunos días después leí en el periódico que había sido identificada como una tal Toth. No me dice nada.
—Déjeme que lo ponga en claro. Usted admite que pasó la noche en ese hotel con una mujer. Dice que no podía haber sido Laetitia Toth porque esta otra mujer no tenía el pelo negro y largo. Pero no sabe el nombre de esta mujer. ¿De acuerdo, hasta aquí? Estará de acuerdo en que parece un poco extraño para el que lo oye.
—Mire, ¿duda usted de lo que digo?
—No, no. Le diré con toda franqueza que la camarera que limpió la habitación después de que usted se fuera, tuvo la impresión de que había estado una mujer allí con usted. Ahora, usted me dice que no sabe el nombre de esta mujer.
—Es verdad. No tiene nada que ver con su asunto.
—Puesto que ninguno de los dos está seguro de su nombre, no podemos tampoco estar seguros de eso, ¿no es así? Pero le aseguro mi discreción; puede seguir adelante con total confianza. Qué aspecto tenía, cómo la conoció, qué le dijo. De hecho, todo sobre ella.
—No sé nada de ella. No hay necesidad de todas esas anticuadas tonterías morales. Nos conocimos por casualidad en el Casino. Nos gustamos el uno al otro. Así que nos citamos. Nos daba lo mismo a los dos, diría, si nos volveríamos a encontrar alguna vez. Posiblemente, tanto mejor.
—No digo que no sea así, señor Armitage. Deseamos desenredarle de esta coincidencia, de que Laetitia Toth estuviera en Caen, y he aquí que aparece en el coche de su padre un día o así más tarde. Bueno, se encontró con esta dama misteriosa en este hotel según lo convenido. Lo que usted declaró aquí es que escogió el hotel al azar.
—Admito que eso no era la verdad. Pero véalo a mi manera, podía imaginar que me haría muchas preguntas sobre dónde estaba y lo demás. Así que pensé que era mejor cubrirme. Una mujer así, recogida, bien, me dio la impresión que no era la primera vez que lo hacía.
—¿Cómo entró en el hotel?
—Descorrí el cerrojo de la salida de emergencia… No había nadie por allí a la hora de la cena.
—Muy romántico por su parte el buscar todas estas complicaciones. Podían haberse inscrito como marido y mujer; nadie hubiera dicho una palabra. Lo que me preocupa es todos estos líos. Atrajeron mi atención.
—Sí, bueno, pensé en ello. Llegué a la conclusión de que era una mujer a la que le gustaba correr este tipo de riesgos. Como si hiciera una apuesta consigo misma. Quizá, de que no la viesen. Románticamente estúpido, estoy de acuerdo. Pero, en cierto modo, hizo más atractiva la aventura.
—¿Forma parte de su carácter comportarse de manera romántica?
—En absoluto, yo diría —fríamente—. ¿Pero por qué no dejar que lo hiciera a su aire? Entonces no lo vi. Pensé que era conocida en ese lugar y tenía una buena razón para no dejarse ver.
—Muy bien —dijo Castang. Como dijo hace un momento, no hay necesidad para las anticuadas tonterías morales. Su familia es un poco así ¿está usted de acuerdo?
—Mi padre, sí supongo. Mojigato y muy recto, pero eso lo comprendo. Lo consideraría una estupidez e hipocresía a mi edad, pero es otra generación, y esas ideas le fueron inculcadas de manera muy rígida; usted no podría imaginarse lo conservador que es el Colegio de Abogados. Es natural para ellos.
—¿Y su madre y hermana?
—Fingen ser bastante tolerantes y modernas, pero la verdad es que tienen una mentalidad totalmente convencional. Con todo, no tengo nada que decir sobre ellas. Después de todo son mi familia.
—Sí. Entiendo.
—Y ¡oh! Usted comprende, mientras estamos en el tema, quiero decir que no tengo ningún interés particular en mantener este asunto privado por lo que a mí respecta, ya ve. Pero quisiera, tan sólo, saber lo antes posible que usted no va a ir a contarles todo lo que he dicho. El viejo tiene una posición social que proteger. Ese tipo de la Embajada no es de mi estilo, pero puedo entender su punto de vista. Si eso se hace público a él no le haría ningún bien y a mi madre la trastornaría. Por eso di el nombre falso. Lo hago a menudo, cuando trabajo. El ser el hijo de un juez no es necesariamente la gran ventaja social que usted podría pensar. No en mi círculo. ¿De acuerdo? He sido honesto con usted.
—No se preocupe, no iré contando chismes sobre usted.
—¿Lo entiende? Por eso me mantuve separado de ellos, durante las vacaciones quiero decir. Tan sólo vine aquí por la manduca, y mire adónde me ha llevado.
Sí, pensó Castang. Parece verdad. Y en cuanto al resto de la historia, ¿es lo suficientemente ridícula para ser verdad? Lo veremos, ¿no es así?