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FIN DE ETAPA DEL TOUR DE FRANCIA

El comisario Richard, un Aries nacido el cuatro de abril, a primera vista tenía poco en común con su subordinado Castang, un Piscis nacido un mes antes (y ¿qué es más irritantemente fantasioso que un Piscis?), pero tenían un vínculo importante: sentido del ridículo. En ocasiones generalmente importantes y pomposas se miraban el uno al otro y tenían que reprimir risitas sofocadas. La pequeña chispa de ingenio de Richard fue recordada por ambos; la llegada del señor juez Armitage a la ciudad sí se pareció —de una manera idiota— a la llegada del Tour.

El final de una etapa del Tour de Francia constituye un espectáculo para una multitud que ha esperado durante varias horas, aguardando a que suceda algo. Intoxicada por el intenso parloteo de los comentarios jadeantes en la radio y la televisión, la muchedumbre estallará en aplausos frenéticos ante la llegada de los coches de escolta y los policías motorizados. El zigzag del sprint, trescientos metros en línea recta, tarda veinte segundos. ¿Por eso han esperado pacientemente todo el día, sentados bajo el sol abrasador? Los que no se han enterado se vuelven hacia sus vecinos, las esposas hacia sus maridos, como el pequeño Peterkin. ¿Pero quién ganó, por fin? ¿Puede decirme por qué esa fue una victoria famosa?

El ganador de la etapa, sudoroso y sonriendo abiertamente, sube a un podio desvencijado para que le abrace una chica bonita y le entregue un enorme ramo. (¿Quién compra esas flores? ¿Qué pasa con ellas después?). El corredor con la camiseta amarilla del líder, sube a su vez para que le entreguen la camiseta limpia de ese día. Aplausos frenéticos. Y un incontenible torrente de reporteros, micrófonos fálicos inclinados y preguntas estúpidas hechas a gritos, rodea a todos los corredores de importancia y a algunos que no tienen ninguna. ¿Cuándo atacará? ¿Cuándo atacarán Blouc, y Bloggs y Bobby? Los corredores experimentados se ocupan de ello como si lo hubieran hecho desde que nacieron.

Este circo es parte del Tour, y ningún amante del Tour se lo perdería por nada del mundo. Radios portátiles y aparatos pequeños de televisión llenan incluso las oficinas de la PJ durante el mes de julio. En algunas ocasiones, cuando el Tour pasa por nuestra ciudad, estamos ahí en carne y hueso además de en espíritu.

Empezó cuando Castang, indolente en un sofá, envió a Vera a comprar un montón de periódicos, incluyendo los ingleses, cuando ella salió a hacer sus compras de la tarde. Castang «el Piscis» debería haberse sentido avergonzado de sí mismo, revolcándose ociosamente, mientras la devota esposa cojeaba con valentía ayudándose con sus muletas. Debiera haber estado empujando el carrito del supermercado, disimulando las punzadas alrededor del diafragma. Pero la verdad, es que a Vera le gustaba ir de compras.

Los periódicos eran muy divertidos. Al igual que cualquier día del Tour, estaban repletos de sabiduría y perspicacia al tiempo que seguían siendo impenetrablemente ignorantes, imbéciles y propensos a los tópicos. Nos enteramos de que a Blouc le han llevado literalmente en una butaca hasta los pies de los Alpes. Bloggs (que tuvo un pinchazo en una rueda) ha sido aplastado por una auténtica catástrofe.

Le Monde empezaba diciendo quejumbrosamente que por qué un asunto de esta importancia había permanecido ignorado por el público durante tanto tiempo; Castang lo dejó malhumorado en busca de noticias más serias. Fígaro, en prosa refinada, pensaba que todo era bastante extraño y esperaba devotamente que se esclareciera dentro de poco. Humanité no estaba enormemente interesado, ya que la policía judicial era la marioneta del ministro del Interior, un viejo fascista, y un juez inglés también, naturalmente. El periódico local hablaba de un auténtico bombazo, y sugería que monsieur Richard debía de estar literalmente atónito ante aquellas sorprendentes revelaciones, que estaban calculadas para desintegrar en perplejidad infinita al desdichado público, ya en sí agobiado por los escándalos municipales (ver nuestras Páginas Regionales).

Nada servía. De hecho, nada mínimamente fuera de lo normal y no se le movió ni un cabello. Caballeros del lado inglés, ¿les importaría disparar primero?

Esto también fue una decepción. The Times era vagamente gracioso, con un aire de que aquello era demasiado sencillo para malgastar ingenio en el tema. El Daily Telegraph estaba apenado ante las afrentas a la amistad internacional, que únicamente podían servir a intereses divergentes y conflictivos, aunque nuestro corresponsal en París estaba bastante enterado sobre las costumbres de los parisinos cuando pasaban los fines de semana en los lujosos antros de perdición a lo largo del lascivo Loira.

Cuando Castang cogió los periódicos vulgares, aquellos que Nancy Mitford decía que antaño eran apropiados para leer en el cuarto de los niños, se armó la de Dios. Albión aullando en demanda de sangre francesa. Por supuesto, France-Dimanche hacía exactamente las mismas insinuaciones, prácticamente cada semana, sobre la realeza británica. Los alemanes se sentían aliviados de que por una vez no era cosa de sus incompetentes policías, pero negligencia y Französich eran más o menos sinónimos.

Para obtener el auténtico jugo se tendría que esperar a los semanarios. Pero era un buen principio. Ningún reportero del Tour que hubiera descubierto que Bobby está en baja forma a causa de los furúnculos en el trasero, lo hubiera hecho mejor. Castang telefoneó a Fausta. Richard estaba fuera, pero ella había disfrutado muchísimo con todo ello.

—¿Cuándo se espera que llegue el Tour?

—Esta tarde, creo. La última noticia es que estaban en Lyon.

—Acabaos vuestro delicioso pudin, niños.

Estoy totalmente ausente, pensó Castang, diciéndose a sí mismo con voluptuosidad lo enfermo que estaba; ¿no dan esta noche por la televisión algún agradable partido de fútbol de la copa de Europa? También los policías, cuando se les derriba en la zona de penal, se revuelcan fingiendo un dolor atroz, haciendo muecas y dando alaridos.

De hecho, la llegada fue un acontecimiento pacífico, y un poco como un anticlímax. El Rolls Royce depositó a sus pasajeros frente al Hôtel d’Albion. El señor juez Armitage cruzó el vestíbulo con una expresión particularmente nada comunicativa; la recepción se llevó a cabo con tanta afabilidad como fue posible. Rosemary, acompañada por el mozo de equipajes, bajó con el coche por la rampa hasta el garaje y subió con el botones en el montacargas, saltándose completamente el vestíbulo. Patience, que llevaba el equipaje pequeño, se detuvo en el mostrador el tiempo necesario para decir:

—No queremos visitas ni llamadas telefónicas.

En un claro acento inglés que llegó lo suficientemente lejos como para que lo oyeran todos los que rondaban por allí.

El señor Martin Greene había estado encerrado en el despacho del gerente durante casi tres cuartos de hora. Había salido con su usual aspecto enojado y sonrisa atormentada, y había dado a conocer que haría un comunicado a la prensa en la sala de conferencias pequeña. Su voz, como siempre, sonaba tranquila y apologética.

—Tan sólo quería decir, o más bien pedir (rogar, si ustedes lo prefieren) en nombre de la familia, que se respete su intimidad. Son unos viajeros totalmente inocentes que han tenido la desgracia, mientras estaban de vacaciones, de verse complicados por una desdichada coincidencia en un crimen brutal, que únicamente ha atraído la atención debido a esta implicación fortuita. No podemos descartar totalmente la posibilidad de un propósito malicioso contra una figura pública, pero parece improbable. Debido a que este punto no está claro, y únicamente por eso, el juez instructor que investiga el caso ha rogado, debo decir que muy amablemente y sin ninguna indicación de presión, a la familia que interrumpan sus vacaciones para efectuar una breve pausa aquí, de manera que sus testimonios en algunos puntos pormenorizados puedan utilizarse para verificar las declaraciones de otros. A lo cual la familia ha consentido, por supuesto, en aras de la justicia.

»Me han pedido que sea su portavoz, para que comunique que no concederán ninguna entrevista ni harán ninguna declaración, porque tal cosa sería impropia en un asunto que está sub judice, y además porque, francamente, se niegan a que les importunen. Es definitivo y concluyente, me temo. Mañana celebrarán una entrevista privada con el juez, y después habrá un comunicado de prensa en el Palacio de Justicia, sobre los aspectos legales de la cuestión. Lo siento, no hay más preguntas.

El comisario Richard, que regresaba a casa tras su jornada laboral, pareció sorprendido al encontrar periodistas que le esperaban.

—¿Qué quieren? ¿Han llegado? No, nadie me lo dijo. ¿Por qué no habrían de venir? Aceptaron hacerlo; ¿por qué no habrían de mantener su palabra? Su presencia no me concierne. Hicieron unas breves declaraciones sobre las circunstancias en las que se descubrió este crimen, en su día, y se fueron a ocuparse de sus asuntos. Ahora van de camino a casa. El juez, como es perfectamente natural, espera que puedan facilitar un poco más de luz sobre cosas descubiertas desde entonces… Desde luego, las antenas de la PJ aquí y en Tours recibieron comisiones rogatorias para investigar; es nuestro trabajo. Nosotros pasamos información y testimonios al juez; su trabajo es cribarlo. Estas personas pueden ayudar a verificar ciertas declaraciones. Eso es todo. ¿Por qué arman este alboroto? Se me ha dado a entender que el Consulado británico va a facilitar la información que ustedes necesitan para sus ediciones. Si mañana el juez desea hacer alguna otra declaración, eso es cosa suya. Me voy a casa ahora, de modo que cállense, si no les importa.

Colin, que se registró pacíficamente en el Holiday Inn, una milla más allá, atravesó el vestíbulo y subió a su habitación sin ser reconocido; allí encontró a un caballero en el pasillo.

—Bienvenido —le dijo el caballero con una sonrisa amistosa—. Me alegro de que haya podido evitarse el comité oficial de recepción. Pensé que un poco de auténtica hospitalidad sería admisible. A propósito, Henk Boldoot, Newsweek. ¿Le apetece un trago?, mi habitación está más abajo.

Colin le devolvió la sonrisa.

—Bueno, es una sugerencia. ¿Hubo un bla, bla, bla?

—No estuve ahí. Imagino que sí. ¿Whisky con agua está bien? ¿Demasiado hielo? Cónsules y todo eso, todo un poco ostentoso. Dejemos eso para los ingleses, pensé. Los franceses se fueron a perseguir al capitán de policía, ¿de qué les sirve? No tengo ninguna intención de sonsacarle; el periódico pensó que podía echar una ojeada por aquello del ángulo insólito; me parece que es un engaño.

—Lo es. Al principio me divirtió. Mi familia es muy decente, ¿sabe?, y me hacía gracia observarles mirando a todos esos polis desaliñados con el rostro demudado de terror. Me aburrí y me fui a esquiar. No serviría de nada, aunque usted quisiera sonsacarme; poca cosa sé yo del asunto. No estuve en Tours, vine aquí por la manduca de tres estrellas y aterricé en medio de esta broma del descubrimiento del cadáver, que fue una juerga, pero aparte de eso…

—De modo que nunca se encontró con la encantadora Laetitia, ¿no es verdad? Sírvase usted mismo.

—No la vi en plena forma —dijo Colin sonriendo abiertamente.