EL DIÁLOGO SE CONVIERTE EN MONÓLOGO
—No… comí pan, una salchicha…
—¿Sed?
—Sed… sí…
—¿Una cerveza? ¿Agua mineral? —sugirió Lucciani.
—Una botella de… naranjada…
Los dos policías se miraron el uno al otro. ¡Naranjada! Nadie le daría un sopapo en las orejas. Nadie le hablaría ni siquiera con aspereza. Un saco de huesos… uno apenas tenía el valor de llevar a cabo un interrogatorio normal. Naranjada… propio de un niño de seis años, e incluso entonces… no bebas esa cosa pegajosa, cariño; te dará más sed.
—Tendremos que enviar a buscarla.
Se podía comprender por qué Goltz pasaba inadvertido. Incluso cuando iba aseado y elegante, era una persona que pasaba inadvertida. Ahora que estaba mugriento y sin afeitar, el traje arrugado, la camisa suelta, parecía más encogido e insignificante que nunca. Un saco de huesos…
El chico de la oficina trajo una bandeja de la taberna de enfrente. Dos botellas de un refresco gasificado. Se suponía que había zumo de naranja y de pulpa ahí dentro, junto con los colorantes y aditivos autorizados, y ácido cítrico sintético. Cervezas para la poli. Un bocadillo de salami que nadie había pedido, y que al final se lo zampó Lucciani; ese chico siempre estaba hambriento.
—¿Por qué me disparó? —preguntó Castang de repente—. En cualquier circunstancia es algo tan… Es una estupidez.
Se le hablaba como si fuera un niño, un antipático y torpe niño gordinflón, no muy brillante, y desagradablemente astuto y malicioso, que olía mal y se echaba pedos nerviosos.
¡Se había sentido acorralado! Seguido por todas partes, aplastado, rodeado. Por el tranquilo, lento y apacible monsieur Bianchi, que se sacudía la ceniza de encima y se sacaba las gafas para limpiarlas. Tan discreto como se podía desear y sin perseguir a nadie, pero Goltz, suspicaz por naturaleza y siempre asustado, le había visto como un tigre. Y de repente había dos tigres. Había estado fisgando por el edificio… No estaría listo nunca. Cuando pudiera reorganizar la última parte del crédito, tener un apartamento arreglado y amueblado como muestra, entonces quizá vendería algo. Tenía un buen capital congelado, pero era liquidez lo que necesitaba desesperadamente. Bianchi había estado en lo cierto, todo el tiempo.
—¿Admite usted, entonces, haber hecho los disparos?
Increíble. Les había visto entrar en el café para tomar un bocado, al dejar su coche. Se había ido a casa y cogido un arma. Se desharía de los tigres. Madre mía…
—Y admite usted el asesinato del clochard… No recuerdo su nombre. Pero usted sabe, perfectamente bien, a quién me refiero.
—Me estaba haciendo chantaje. Quería dinero.
—Sí. ¿Y monsieur Auguste?
—También me hacía chantaje.
—Cuidado con sus respuestas.
—Me amenazó con denunciarme.
—No es exactamente lo mismo, ¿no es así? De hecho, sí le denunció.
»¿Admite, entonces, finalmente, que incendió la casa?
Realmente no importaba si lo hacía o no. Se retractaría de todo después, o su abogado lo haría por él. ¿Pero por qué era tan insignificante?
—Hábleme de usted, monsieur Goltz. Sus principios, por ejemplo, su juventud. Cómo empezó.
Colette Delavigne, a quien Castang conocía bastante bien y eran más o menos amigos —era más amiga de Vera que suya, aunque no se habían visto demasiado, recientemente— era el juez instructor, y ella preguntaría todo esto. De manera más detallada y profunda, y pediría el dictamen médico. Dos como mínimo, y la defensa pediría más. Pero él también lo preguntaría. Uno tenía derecho a saber sobre el hombre que por poco le había matado a él y a un compañero.
De acuerdo, de nuevo. Un muchachito impopular, desagradable incluso. Buscaba favores, iba en pos de la popularidad y al no alcanzarla se sentía agraviado. Daba coba a los jefes. No estaba dotado ni para el trabajo académico ni para el deporte; un muchacho que caía antipático, y que en el mejor de los casos era soportado por sus profesores. ¡Pero que deseaba tanto tener algún tipo de posición social! No hacía falta que gustara, si se le respetaba. El hermano caía bien. Lento y torpe, también, pero un chico paciente y honesto. Cuando tenía que estar en primera línea agachaba la cabeza y avanzaba. Y era generoso. Para él, generosidad era una palabra extranjera.
—Su modelo de vida, monsieur Goltz, tal como lo observó y describió monsieur Bianchi, muestra una preferencia por la compañía masculina, una predilección, una búsqueda, incluso. ¿Está usted de acuerdo? ¿Por qué cree que es así?
Bueno, las mujeres nunca habían sentido interés por él. Desde luego, habían presentido instintivamente que era un personaje que había que evitar. Y por parte de él, miedo de nuevo, desconfianza. Los loqueros profundizarían en eso; la madre; la abuela; los primeros esfuerzos hechos, quizá, en la búsqueda de prostitutas. Algún comentario hiriente. «Esa cosita pequeña que tienes ahí no sirve de gran cosa, ¿verdad? ¿Qué pasa, no puedes levantarla?».
—¿Y su esposa, monsieur Goltz?
—Siempre me odió.
Era demasiado monótono; Castang se sintió cansado y desalentado para seguir adelante. No había integridad, no había honestidad. No había fondo, ni centro, ni arena. Sentado ahí sorbiendo esa papilla anaranjada y mirando al vacío con aquellos ojillos inexpresivos. Es el típico individuo que aún está conmocionado por el pensamiento de la persecución, de la caza del hombre. El saber que todo ha ido mal, que todo está perdido. Solo en el frío y la oscuridad, en aquella pequeña choza mísera donde otros eran felices pero no él. Asilo y comida dados medio con vergüenza, medio con desprecio, de mala gana y el obligado consejo del hermano. Seguro, puedes quedarte aquí esta noche. Vendré mañana cuando regrese de Metz. Pero no puedes quedarte, ¿sabes? No ayudaría. Piénsalo, arréglatelas tú solo. Es mejor que te entregues, libremente, porque seguro que te cogerán. No te preocupes, no se lo mencionaré a mi esposa. ¡No!
Pero un día o así en chirona y se sentirá animado de nuevo, con diez mil sistemas de defensa y quejándose de la comida. Goltz. Carraspeaba, y lo escupía.
—Más o menos le abandoné —admitió Castang—. Me disculpé; dije que me molestaba la herida, lo cual supongo que era cierto. No podía soportarlo más. Lucciani puede terminarlo.
Richard estaba en su usual actitud de meditación, con la silla hacia atrás e inclinada, el pie apretado contra el escritorio, el rostro bajo y la barbilla contra el cuello de la camisa. Se subió la pernera del pantalón para rascarse.
—¿Ningún problema para que hablara?
—Todos los problemas del mundo para conseguir que se callara, y todo sobre él. Y uno sigue sin entender nada al final. Colette Delavigne puede que le entienda, yo no.
—Eso te sigue acosando. Esta manía de querer entender… Si fuera alguien interesante podría comprenderlo. Pero no lo es. Es un tonto demasiado torpe para ser un horrible hijoputa. No siento ningún sentimiento hacia él, y mi deseo es sacarlo de este edificio tan rápido como sea posible. La familia inglesa abandonó Cannes esta mañana, de camino a casa. Lenta y decorosamente. Como en una de esas etapas del tour de Francia en las que nadie tiene interés en ofrecer un espectáculo, porque se quedan con lo que ya tienen. ¿De acuerdo? Puedes irte a casa. Has hecho un buen trabajo. Pero ahora olvídate de que sucedió en tu casa y de que te lo tomaste como una afrenta personal. Es hora de dejar de ser un profesional. Espero que Lucciani comprenda que sólo quiero hechos. En un día así le disparé aquí al «viejo polvoriento». No importa por qué. Todo lo que hay en realidad es una investigación de la maraña financiera, y cuando el juez pida información suplementaria, eso es cosa de Massip.
—No hay nada consecuente, nada coherente, y no hay centro.
—Vete a casa —dijo Richard pacientemente.
En el patio, bajo los plántanos aún sin hojas como en mitad del invierno, se encontró con el sargento Townsend, que también se dirigía a un coche aparcado. El hombre del CID no sabía si hacerse el despistado o saludarle, pero al fin se le acercó.
—Le hirieron, he oído.
—Es cierto. Poca cosa.
—Me alegro de oírlo. Desde el punto de vista humano, ya me comprende. Me dijeron que usted trajo al tipo.
—Sí. Nuestras cifras para los porcentajes de crímenes graves resueltos son muy parecidas a las suyas. Más del noventa por ciento de los homicidios, incluso teniendo en cuenta la interferencia política.
Townsend lo consideró, y decidió dejarlo pasar.
—Hay cosas peores que ser herido en el curso de una investigación. ¿Ha visto los periódicos de la mañana?
—No.
—Los periódicos ingleses no llegan mucho antes del almuerzo. Bien espero que su monsieur Bianchi se vaya a recuperar. Por cierto, el comisario Lasserre, el subjefe o lo que sea, ¿voy desencaminado si le tengo por un considerable mal nacido?
—La opinión es compartida en numerosos círculos, no todos criminales.
—Ah. Ya lo pensé. Hemos de volver a Londres. No está claro si habrá motivos para ulteriores investigaciones sobre nuestro expediente. Por si no le vuelvo a ver, Castang, le deseo una rápida recuperación. Hablo por el viejo Larkins, también. Puede que usted le considere un poco mala pécora. Pero todos somos profesionales, ¿no es verdad? No vamos a tratarnos con animosidad.
—No —dijo Castang, preguntándose de qué iba—. Les deseo que tengan un buen viaje.
—Igualmente —dijo en tono irónico, alejándose.
No pensaba que hubiera nadie en casa de los Goltz. Esperó obediente después de tocar el timbre, y ya se alejaba cuando le sorprendió una voz que decía a través del interfono:
—¿Sí? ¿Quién es?
Sonaba inexpresiva, pero no se pueden juzgar las voces a través de los sistemas de intercomunicación.
—Inspector Castang. PJ.
—Oh, sí —sin interés.
La cerradura chasqueó y entró.
En el rellano esperaba una mujer, con un delantal de cocina. Le miró con ojos indiferentes, un fastidio ligeramente irritable, como si él le pidiera la firma para una carta certificada que reclamaba un pago vencido y que amenazaba con acciones judiciales.
—Estoy haciendo la comida. Pero entre.
Miró su reloj, sorprendido de ver que eran las doce y quince.
—¿Ha ido a trabajar?
—Desde luego que he ido. La gente cuenta conmigo.
Siguió rallando apio. Sobre la mesa había una chuleta lista para ser cocinada. Castang no tenía respuesta alguna.
—He venido simplemente para informarle de que han cogido y arrestado a su esposo.
—Tan sólo podía ser una cuestión de tiempo —dijo mientras bajaba el gas al empezar a hervir la cacerola.
—En este momento está siendo interrogado en las dependencias de la policía judicial. Esta tarde se le presentará al juez de instrucción, quien firmará una orden para que se le encierre en la prisión local.
—Era de esperar, supongo.
—Sí. El juez le permitirá verle durante unos momentos. Es madame Delavigne. Tendrá que preguntarle a ella si se permiten visitas.
—¿Qué podríamos decirnos el uno al otro? —dijo limpiando la mesa con cuidado.
—Eso —dijo Castang— lo han de decidir ustedes.
Se sentía muy cansado, e incluso se le había agotado la curiosidad normal. No quería ni molestarse en mirar a su alrededor. Había un reloj con un fuerte tictac. Fue la única cosa que observó durante su visita.
—Le sería de ayuda, sin duda, que le preparara un paquete con ropa y cosas para lavarse. Podría llevarlo al Palais. Desde luego, el portero de la prisión se ocupará de ello.
—Sí, haré eso. ¿Es eso todo? Quiero preparar la comida.
Cerró la puerta de la nevera y se volvió con una lechuga.
—Eso es todo. Tendrá noticias del juez, con objeto de que dé su testimonio.
—Mientras se dé cuenta de que yo también soy una mujer trabajadora, que tiene que ganarse la vida —dejó correr el agua sobre las hojas de la lechuga—, y no espere de mí que ande rondando por los pasillos. Parece que se mueve usted de una manera un poco rígida. ¿Es usted el herido?
Se volvió de nuevo, lentamente.
—El que fue herido ligeramente. Otro día más o así, y no se notará. Podría dejar una leve señal.
Pero ella ponía las hojas de lechuga en una cesta y untaba una parrilla para la chuleta. Parecía una comida insípida.
—Mientras no se vea —dijo sin levantar la vista.
Castang volvió a meterse en el coche sin apenas dolor ni esfuerzo. No se sentía satisfecho, pero sí profundamente aliviado por haberse deshecho de la familia Goltz.
También Vera estaba haciendo ensalada de apio. La miró con tristeza, no queriendo decirle que se le quitaba el apetito.
—Dame un beso —dijo ella—. Me comporté un poco como una cochina. Pero tú también. ¿Te vas a quedar en casa?
—Sí. Le encontré. En la glorieta del hermano. En uno de los jardines de la vía del ferrocarril en Saint-Loup.
—Son tan bonitos.
—Sí, fue una sorpresa descubrir que las plantas ya habían brotado.
No esperó contestación, pero Vera era una chica indiscreta cuando había algo que le preocupaba y a lo que no podía encontrar respuesta.
—No puedo entender a ese hombre. ¿Por qué te disparó?
—Le estorbaba. Lo tendrá todo justificado en su cabeza. El mundo le debe la vida. Ya había matado a dos personas, tan sólo porque eran un poco molestas. Ni siquiera pensó que podría haber un considerable alboroto si disparaba contra dos policías. O si se haría la emboscada en el edificio de su propiedad… es un loco. ¿De un tipo que se pueda alegar?… Tendrás que preguntárselo a Colette.
—Sólo locura moral —dijo Vera secamente.
—Exacto. Así que, cómo juzgas a una persona que no sigue las reglas porque no tiene ninguna, excepto una devoradora necesidad de adquirir cualquier cosa: riqueza, posición o influencia. A quien las personas que le estorban le importan tanto como le importa a una hiena la cría recién nacida que está devorando.
»Supongo que a la hiena la controla alguna selección natural, o si no ¿por qué no está la sabana infestada de ellas? Quizá tengan dificultad en criar… también la tienen estos Goltz, afortunadamente. No hay niños, y la esposa sólo es Goltz de nombre.
—Qué desgracia —dijo Vera, sin precisar a quién se refería.
—La desgraciada es Colette —replicó Castang.
—La ley la ata, pero la controla su propio sentido común.
—Su fama en el Palais varía, pero se dice que a madame Delavigne no se la engaña fácilmente.
—Goltz en un jardín —dijo Vera, intentando imaginarlo—. Una visión extrañamente incongruente. Nadie esperaba encontrarle ahí. Que es por lo que tú lo hiciste.