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SIGNIFICATIVO DIÁLOGO CONTINUO

—Señor Goltz —dijo de nuevo—. Estoy aquí solo. No tengo deseos de perseguirle o de dispararle. Usted me disparó y me hizo daño. Ahora la herida me duele mucho, pero no me siento tan vengativo como eso. De modo que entraré, si me permite.

Ascendió el peldaño, hizo sonar el rígido y viejo picaporte con la mano izquierda, empujó la chirriante puerta, y entró en una atmósfera oscura, dulcemente mohosa, de miedo y manzanas podridas. Algunas de estas chozas son chalets completos, e incluso tienen lugares para dormir, pero el ferroviario vivía sólo a medio kilómetro más atrás, al otro lado de la vía, un paseo de diez minutos, y sólo se había preocupado de poner un techo sobre su cabeza para no mojarse cuando llovía. Una habitación, a la vez cocina y dormitorio (un viejo diván la convertía en dormitorio); vivía y comía en la terraza mirando a la orilla, resguardada del sol por los sauces, solitario y privado, pero ¿no le molestarían los insectos? Así pensaba Castang que se había criado en la ciudad, pero aquí a nadie le preocupaba un detalle tan trivial. Goltz no solamente se había criado en la ciudad, sino que era un burgués, y no poseía ninguna de las aptitudes necesarias para sentirse cómodo en una choza. Sin puños limpios y pantalones con raya se sentía deshecho. Incluso seguía llevando la corbata. Castang colocó la pistola sobre la mesa y se sentó.

—Húmedo —dijo—, y sigue haciendo frío por la noche. ¿No se atrevió a encender un fuego? Bien, tampoco hubiera durado más de una o dos horas más. Hoy, con seguridad, monsieur Cantoni hubiera llegado, cayendo sobre usted con bastantes menos cumplidos que yo. Esta es su familia después de todo. Ambos lo descubrieron con bastante sorpresa. Eso es lo que yo argüí, y lo que estará arguyendo monsieur Richard. La sangre es la sangre. Estoy hablando de la suya, no de la mía.

»Llegué aquí el primero, tan sólo porque estaba herido, y al estar más o menos fuera de funcionamiento podía perder el tiempo con gran cantidad de detalles.

»Su hermano, técnicamente, es culpable de encubrir a un fugitivo, esconder información, conspirar para entorpecer el funcionamiento de la ley, a la que yo encarno, pero probablemente, y dadas las circunstancias, el juez no lo considerará como algo demasiado grave.

»Usted tiene problemas, por supuesto. Está monsieur Bianchi, a quien usted hirió. No está muerto, y a menos de que le invada alguna extraña infección postoperatoria, estará perfectamente, una vez que deje de fumar. De modo que no es homicidio. Pero sí que hay otras acusaciones de homicidio. Eso será asunto mío, al estar monsieur Bianchi en cama. El viejo Auguste, ¿eh? Y el clochard cuyo cuartel de invierno estaba en aquella casa que usted incendió. Pero no quiero hablar; hablar me cansa. Andar también me cansa. ¿Tiene la llave del candado? No me hace ilusión volver a pasar por encima de esa cerca. Aquí hace muchísimo frío, también. De modo que vamos, ¿quiere? Pediré un coche desde la taberna.

Goltz se parecía a Jonás después de que la ballena le hubiera escupido fuera, porque su gabardina sabía mal. Enlodado. El hombre aún no había dicho una palabra. ¿Pero qué podía decir?

Castang tuvo un instante de extrema fatiga en la taberna. Estaba acostumbrado a ello; era la reacción, era el aflojamiento de los nervios tensos. Sin embargo… contemplar ese… andrajo, era una decepción. ¡Diablos, todos los medios policiales de la ciudad puestos en pie para capturarlo! Le pidió a la vieja un vaso de vino negro, se volvió encogiéndose de hombros, medio a regañadientes, hacia el hombre que estaba ahí silencioso con los hombros caídos, sin causar problemas.

—¿Quiere algo?

—No bebo.

—¿Un cigarrillo?

—No fumo.

Castang masculló algo inaudible, levantó el teléfono, dijo las menos palabras posibles a la centralita, en su tono más conciso. Lucciani llegó allí con un coche, cuando se había bebido el segundo vaso y fumado el cigarrillo hasta el filtro. Miró con curiosidad a la avergonzada pareja, mientras subía, y sacó un par de esposas; Castang se encogió de hombros.

—Para en la rue des Acacias. Retrocede bajo el puente… a la izquierda, aquí. Espérame.

Había acacias podadas para dar sombra a un terreno baldío cubierto de maleza, donde jugaban los niños. Casas sólo en uno de los lados; una hilera, de singular aspecto inglés, de diminutas casitas del tipo chalet cuyas ventanas eran demasiado pequeñas, construidas antes de la guerra. Casas para los empleados del ferrocarril. Pequeñas verjas de madera, minúsculos jardines frontales con diminutos senderos de grava y absurdos céspedes, todo muy limpio y bien pintado; todas las cortinas de tul inmaculadas. El número dieciséis tenía una pérgola con rosales trepadores que iba desde la verja a la puerta principal, formando un túnel. En el número diecisiete había lilas.

—¿Madame Goltz? Policía judicial, Castang.

—¿Qué quiere? Estuvieron aquí ayer. ¿No me creyó entonces? ¿Por qué nos molesta de nuevo?

—Mire en el coche.

—Es mejor que entre un momento. No voy a hablar en la calle.

Casas diminutas, pero espacio desperdiciado. Un vestíbulo y sala de estar al lado. La cocina en la parte trasera y un baño añadido después. Arriba, un diminuto descansillo y tres pequeños dormitorios, padres, chicos y chicas. Recién empapelado con un dibujo de rosas en un emparrado. ¿No tenían ya bastantes rosas? No se le permitió entrar más allá del vestíbulo. Había espacio para los dos: el hombre con su impermeable, un poco más voluminoso de lo normal en la cintura, y la mujer con su delantal de cocina, más gruesa también alrededor de las caderas, pero realmente hermosa; sin atractivo pero con facciones bien moldeadas que imprimían carácter y bondad.

—Mi marido está fuera, por algún tiempo. De vuelta… Le han cogido entonces. ¿Dónde estaba?

—Escondido en su glorieta, en su parcela.

—El tonto buenazo. Dejarse involucrar. Tendría que haberlo adivinado. Estaba extraño anoche antes de irse. Consideré que estaba simplemente trastornado. Ese crápula…, bien. Ahora tendremos problemas.

—¿No lo sabía?

—No. Cuando vino el poli no tenía ni idea. Si lo hubiese sabido hubiera mentido para proteger a mi marido. Lo hubiera sabido hoy, aunque no me lo hubiera dicho. Bien… supongo que habría hecho lo mismo si hubiera sido mi hermano. A fin de cuentas…

—No se veían.

—Ni una vez. Año Nuevo, Todos los Santos, nada. Nunca, ni siquiera para nuestra boda. Nos despreciaba. No estaba mal. Nosotros también le despreciábamos. Pero al final…

—Eso es todo. Ha terminado por ahora. Probablemente recibirán una citación del juez, pero sólo como testigos seguramente. No puedo estar seguro pero dudo que el tribunal quiera causarles problemas. Los jueces también son humanos.

—Sí. Supongo que sus familias también se mantendrían unidas.

Fue un comentario que se clavó también en la mente de Castang, mientras volvía por el pulcro sendero bordeado de ladrillo para mantener la grava fuera del césped.

Richard estaba en su oficina, con aspecto cansado y pálido, pero vestido con el traje de trabajo más nuevo, y con una pajarita, como para mostrar más distintivos.

—¿Estás bien, Castang? Entiendo, pero no lo reabras; no nos ayudará ni a ti ni a nosotros… Siéntate. Saca las esposas, Lucciani. Coge tu cuaderno. Anótalo en taquigrafía. Pídele a Fausta cuatro tazas de café, Castang, ¿quieres?… Soy el comisario de división. Usted es Goltz, Étienne. ¿Correcto? Usted está bajo arresto, tal como le ha comunicado monsieur Castang. Hay graves acusaciones contra usted. Algunas las dejaré de lado, por ahora. Por el momento, se le acusa de haber cometido un acto de bandidaje armado, estar al acecho de dos policías, dispararles desde una emboscada, herir gravemente al inspector Bianchi, que aún sigue entre la vida y la muerte en el hospital, y herir ligeramente al inspector Castang aquí presente. ¿Admite la autoría de este acto?

—Lo supongo.

—Usted lo supone. Bien. El que lo admita o no tiene poca importancia. Se encontró su arma con sus huellas dactilares cerca del lugar. Testigos oculares testificarán que le vieron huir. No habrá problema en ese punto, se lo puedo asegurar, no importa las declaraciones que haga, si se retracta o si intenta arrojar dudas sobre ellas. Cualesquiera que sean los sentimientos de las personas de este edificio hacia usted, le comunico formalmente que se le tratará exactamente igual que a cualquier otro supuesto malhechor; esto es, le interrogará monsieur Castang aquí presente, o cualquier otro abogado de oficio que pueda designarse para ese propósito. Cualquiera que sea el resultado, hay evidencias suficientes para pronunciar su acusación formal por los motivos expuestos. Después de que haya hecho su declaración, se le presentará en la forma debida al magistrado instructor, madame Delavigne, y, me satisface decir que el asunto quedará entonces fuera de nuestras manos. ¿Lo ha comprendido? No mueva la cabeza únicamente; se necesita su respuesta para el expediente.

—Sí.

—Muy bien. Tendrá más que decir, buen hombre. Esto no es una amenaza; aquí no se toleran brutalidades. ¿Puedes arreglártelas con esto, Castang? Lo preferirás, creo. Muy bien entonces. Vete a casa cuando quieras.

Castang se levantó torpemente.

—Empecemos —dijo.

Se sentó de nuevo en su silla, pesadamente, pues se sentía cansado e incómodo. Se hizo el silencio. Lucciani esperaba tranquilamente con el cuaderno sobre la rodilla. Goltz permaneció sentado. En medio del silencio, Lasserre abrió la puerta, se quedó allí de pie, miró a Goltz, se encogió de hombros y se marchó de nuevo, por una vez, cerrando la puerta tras de sí. Castang se sacó las palabras a la fuerza.

—Lucciani, harás los preliminares después, la cuestión de la identidad. Anota sólo la hora y que voy directamente al interrogatorio sobre los hechos… ¿Tiene hambre?