ABAJO EN LOS JARDINES DE ARBUSTOS
Siendo un policía, Castang consideraba que conocía su ciudad muy bien. Pero era en los suburbios donde se movía mejor, y esto se lo debía agradecer a Vera.
Vera había estado paralizada en su mitad inferior durante unos dos años y medio, a raíz de su accidente. Paraplejia es un término vago. Gracias a Dios, siempre había habido esperanza y más que esperanza de que se pusiera bien. Su columna estaba dañada, pero no destruida. No había quedado paralizada, y de ello hay que dar gracias a Dios. Un par de semanas después, parecía cualquier cosa excepto un vegetal. Era todavía una minusválida a la que se empujaba por los pasillos del Hospital Universitario, pero estaba segura de que se pondría bien; podría controlar su vejiga y sus intestinos. La cirugía había funcionado. Había habido el terriblemente largo sufrimiento —más de seis meses— del horrible centro de fisioterapia. Era penoso mirar a aquellos chicos, la mayoría de ellos tan lamentablemente jóvenes, que habían sufrido accidentes de coche, y que ahora flotaban impotentes en la piscina climatizada.
Y de vuelta a casa, en la silla de ruedas y continuamente levantándose de ella, cayéndose al suelo y siendo incapaz de volver a levantarse; también había habido una larga época de tristeza durante la cual había estado secretamente convencido de que aquello era así, que ella nunca progresaría. Pero lo había hecho; sus primeros pasos tambaleantes, cogida a las cuerdas que él había extendido por la habitación, los había dado sola: él ni siquiera estaba allí.
Durante ese tiempo, y después durante más de medio año mientras aprendía a andar de nuevo, había deseado por encima de todo una cosa: salir del piso; no estar encerrada, no permitir ni a las piernas ni a la cabeza que aceptaran el límite de esas cuatro paredes. Durante todos sus días libres, con lluvia o sol y todas las tardes de verano hasta que oscurecía antes de meterse en casa, la había llevado sobre los hombros escaleras abajo y entrado en el coche; había vuelto a buscar la silla plegable, metiéndola en el maletero, y la había conducido a algún sitio donde pudiera «andar». En los caminos poco frecuentados, donde escaseaban las personas y los coches, donde la población estaba compuesta de ancianas, perros, y hombres en mono de trabajo montados en motos que tomaban atajos para llegar a casa desde el trabajo.
El crecimiento de una ciudad es ilógico, derrochador, desordenado, mal planificado; todo cosas buenas reconfortantemente saludables.
Un campo, una granja, un pueblo entero pueden borrarse bruscamente. Los viejos nombres de los lugares permanecen durante una generación o dos, mientras que la población campesina sobrevive. Marius buscando a Cosette en los alrededores desérticos de París, se pasea por el Champ de l’Alouette, el Campo de la Alondra. Pero esto no es París, ni siquiera el París de Victor Hugo, y en el centro de un suburbio, a dos pasos de una propiedad municipal cuyos campos de hormigón crían periódicos viejos y carretillas abandonadas de supermercado, uno encuentra fragmentos de un pueblo. Vera tenía en común con Victor Hugo ese amor por la periferia de la ciudad. Cercas de alambre oxidadas hundidas bajo el peso de enredaderas en flor, que encerraban extraños pedazos de terreno baldío donde las bardanas gigantes sobresalían entre la ambrosía, eran su delicia.
Hoy en día, un barrio nuevo se planea como una entidad, con sus carreteras de circunvalación que les sirven de enlace, sus centros comerciales y zonas peatonales, sus escuelas y sus centros deportivos y su horrible parque, todo sobre el papel antes de que lleguen las excavadoras. Pero Saint-Loup no era así. Estaba hecho en algunas zonas a la buena de Dios, construyendo unas cuantas yardas cada vez alrededor de fábricas de ladrillos y aserraderos, y canteras de grava. Era como una tela de araña, con arroyos y arroyuelos, como cuando se derrama un cubo de agua sobre diez metros cuadrados de enladrillado desgastado. Había extraños afloramientos de fachadas horrendas en el falso gótico del mil ochocientos ochenta; había pequeños callejones con diminutos chalets amorosamente restaurados a un alto coste, había huertos donde la hierba crece a la altura de la cintura; había sorprendentes jardines abarrotados de malvarrosas y espuelas de caballero. Había jardines por todas partes.
Los planificadores no pueden hacer nada. Es un enclave ligado a la ciudad sólo por dos anchos bulevares polvorientos que apestan con el humo del diesel. Por los otros tres lados y gran parte del cuarto, está separado de la ciudad, aunque sigue estando dentro, por una barrera más impenetrable que la alambrada o el agua: por las vías del ferrocarril. La era del ferrocarril, espléndidamente pródiga y presuntuosa, cortó grandes fajas de terreno de medio kilómetro de anchura, las llenó de ramales y apartaderos y vías muertas; hay altos terraplenes, profundas zanjas, macizos puentes de caballete. Nueve décimas partes están ahora en desuso, y jamás se volverán a utilizar. Pero la SNCF, que nunca tira nada, lo guarda todo. Quién sabe, quizá puede llegar a servir.
Ningún municipio, por grande y poderoso que sea, puede hacer nada con la SNCF. Es una república dentro de una república.
Día tras día, Castang había empujado la silla de ruedas de Vera a través de aquellos pequeños senderos entre ortigas y cardos. A lo largo de las vías de ferrocarril crece en verano una sorprendente variedad de flores silvestres. El balasto pelado por el invierno produce una fiebre escarlata de amapolas, una locura de dedaleras, exquisitas achicorias silvestres.
La SNCF tiene el jardín más grande y hermoso de Europa.
Castang detuvo el coche donde una magnífica calle ancha bordeada de tilos, con otra hilera doble bajando por el centro, terminaba abrupta y gimoteantemente ante un puente de ferrocarril, que tan sólo podía albergar un doble carril de carretilla. Durante los últimos veinte años la ciudad había tenido vagas esperanzas de cruzar hasta Saint-Priest, el siguiente barrio más allá, pero había dejado de intentarlo. Caminó hasta el pequeño puente que cruzaba el canal donde las mujeres del pueblo, treinta años atrás, aún habían lavado sus ropas. Castang escupió en el agua. No la estaba contaminando más de lo que ya lo estaba.
A ambos lados del gran canal y de los adyacentes, había jardines. Los jardins ouvrières; trozos de terreno que pertenecían al municipio, algunas veces a las administraciones estatales como el ferrocarril o la electricidad. Pop art. Vera dijo que los amaba; en el auténtico sentido de la palabra. En ninguna otra parte se muestra el lado bueno de Francia de manera tan ventajosa, la pasión por la individualidad, el sentido de la proporción, la destreza, el gusto instintivo. Nunca pudo entender cómo podía ser tan horrible el interior de sus casas: aquí no hay nada horrible. Aquí no hay gnomos de yeso. Incluso cosas que por sí mismas son feas, como el hierro ondulado o los revestimientos de amianto, aquí son hermosas y buenas. Cada glorieta, toda hecha de chatarra de construcción y sin obedecer a nada más que a la fantasía del propietario, es un grito de alegría.
Uno tiene que observarlas durante todo el año. En verano cuando cada cerca está poblada de rosales trepadores, cada terraza cubierta con vides, uno sólo puede adivinar encantos escondidos. A principios de primavera, cuando todo está desnudo, incluso los herrerillos del año anterior y las botellas de cerveza vacías, la belleza es más humilde y más conmovedora.
Sólo habían brotado los azafranes. Los sauces a lo largo de la orilla estaban cultivando su suave piel verde. Las verdes púas de los tallos de los narcisos se mostraban en los senderos. Contrastaba con los oscuros abetos que crecían en el empinado terraplén del ferrocarril.
Castang fue a la taberna, una miserable cabaña valientemente llamada El Cazador Verde, con un lavabo en el exterior y un pequeño espacio polvoriento entre dos plátanos, justo lo suficientemente grande para jugar a petanca, tan gracioso y encantador como el resto. Hay seis mil jardines de estos en la ciudad y sus alrededores. Cerca de mil quinientos en Saint-Loup, una zona enorme acantonada en seis o siete municipios.
No se veía a nadie; podía haber cogido toda la taberna y cargarla en el coche. Finalmente encontró a una vieja, enojada, sorda y maloliente, pero que lo sabía todo; en esos lugares siempre hay viejas.
El camino pasaba por debajo del puente del ferrocarril y desaparecía abruptamente. Había un cementerio de coches, que añadía un color de óxido otoñal al paisaje; una colección de bobinas gigantescas en las que se enrolla cable aislante. Un sendero, o pista de bicicletas, conducía a una cabina del cambio de agujas de gran exuberancia arquitectónica, encaramada como un depósito de agua, dominando la que una vez fuera estación de aparcamiento. El sendero se convirtió en traviesas de madera, negras y resbaladizas, para cruzar los raíles, y pasar por debajo de un puente de metal que sostenía la vía principal. Castang los siguió, y se tropezó con una escena extraordinaria. Cien metros adelante estaba el siglo veinte, el cruce de la autopista levantado sobre pilotes, que descendía siguiendo un diseño de cruce en trébol que no permitía al ojo, absorto en su curva cerrada, ni un momento de descanso para que el conductor pudiera contemplar el paisaje. Castang había pasado por allí unos cientos de veces sin ver nunca el cuadro que ahora se extendía a cada lado; un Corot.
Otro de los arroyuelos corría por el otro lado del ferrocarril; los sauces de la orilla más alejada eran enormes, doblándose sobre las chozas en forma de glorieta. No necesitarían más sombra durante el verano: los peldaños de piedra que cada propietario había construido hasta la orilla y el desembarcadero de su batea estaban mohosos y llenos de agua. Un propietario había convertido todo su terreno en un jardín acuático y su refugio reposaba encima como si flotara.
El sendero hasta la puerta principal de estos jardines pasaba formando un ángulo con el agua, de manera que las porciones de terreno se acortaban pero se hacían más profundas. Avanzó unos cien metros así, con los jardines ahora a ambos lados de manera que su cabeza se movía de derecha a izquierda como un árbitro de tenis, y encontró uno que era un huerto. No había hortalizas sino césped perfectamente segado; los troncos de los frutales cuidadosamente encalados. Vera, que era checa, hubiera podido distinguir sólo por las ramas desnudas el manzano, el peral, el ciruelo; su ignorante ojo parisino sólo pudo distinguir el cerezo. No había flores, pero la glorieta junto a la orilla estaba cubierta de ramas trepadoras entrelazadas que se transformaban en rosas y clemátides. Vera, una estudiante aplicada, decía que en estos jardines se veían rosas antiguas que ya no se vendían en ningún vivero. Castang, que no diferenciaba una banksia de un malmaison y había encontrado la puerta sólidamente cerrada con un candado, estaba interesado principalmente en pasar por encima de una alta cerca de espinos sin destrozar un nuevo par de pantalones, y sin que la herida, que ardía con fuerza bajo el vendaje, se le abriera de nuevo. Tardó sus buenos cinco minutos, pero allí no había nadie para gritarle. Descendió cautelosamente, pisando los tallos de los narcisos; era una lástima, pero había muchos más. Anduvo lentamente sobre el húmedo césped nuevo. Cuando llegó a la choza se desabotonó el impermeable y colocó la pistola en su mano sin apretarla. No iba a necesitarla, pero podía ahorrar esfuerzos que sin duda afectarían a los destrozados músculos de su estómago.
—Señor Goltz —dijo suavemente.