EL INVÁLIDO QUEJUMBROSO
Cuando hieren a un policía, nadie en el departamento dispone de tiempo. Policías ingleses, jueces y funcionarios consulares podrían no haber existido nunca. Se siguen llenando formularios; una gran cantidad de papeleo había sido despachada en dirección a Niza y Grenoble, y ahora un magistrado instructor estaba extendiendo una orden de arresto contra un cierto monsieur Goltz bajo la acusación de agresión y heridas con intención de causar la muerte. Con una de homicidio en reserva hasta que monsieur Bianchi se recuperara de la anestesia y las heridas. Pero francamente, a nadie le importaba un comino el magistrado instructor. Lasserre ya tenía las carreteras, los trenes y los aeropuertos cubiertos, y Cantoni estaba organizando la caza del hombre. El comisario Favre de la policía urbana había cancelado los permisos de todos sus hombres: el prefecto estaba sacando a la calle a la gendarmería y a una compañía de los CRS.
Goltz había desaparecido. Cantoni encontró su rifle, su coche, y un agujero en su cuenta corriente. El magistrado vomitó mandamientos judiciales; registraron su casa y su oficina, y encontraron gran cantidad de papeles, que fueron enviados a Massip. A madame Goltz se le pidió que fuera a la oficina para una entrevista. Pero parecía que Goltz había tenido un refugio preparado. Podía tardarse un día o así en encontrarle…
Envuelto en su «pilpul axial» y un montón de porquerías —refunfuñando—, cubierto con el impermeable de Richard (la administración no facilitaba sudarios), y asiendo un paquete de ropas rotas y manchadas de sangre, transportaron a Castang a casa.
—Menuda posibilidad tengo de que me reembolsen esto.
—Haré lo que pueda —dijo Richard comprensivamente—, pero ya conoces al tesorero. «No debe crear precedentes —imitó un quisquilloso tono administrativo—, o les tendremos pidiendo un traje nuevo cada vez que crucen una cerca de alambre de púas. Que se considere afortunado si la Seguridad Social le devuelve la piel». Bien, tienes una reclamación de peso contra este Goltz.
—No me hagas reír, me duele.
Le pusieron en la cama. Vera estaba muy tranquila, como siempre en los momentos de angustia. Podía oír el tintineo de tazas de té; Richard siempre prefería el té a un aguardiente. Todo el mundo te ofrece aguardiente, pero ¿dónde puedes obtener una verdadera taza de té? Respuesta: de Vera. Richard estaba hablando mucho en un murmullo tranquilizador, en un tono demasiado bajo para que Castang pudiera oírlo. Estará trastornada por lo de Bianchi, pensó, con un indicio de autocompasión. Quería dormirse. Demonios, su vejiga estaba llena. Llevar a cabo la pesada rutina de vaciarla resultó una auténtica lata. Estaba anquilosado y dolorido, y le hacía sufrir mucho.
Oh, el egoísmo mezquino y la vanidad del ser humano. Bianchi estaba peor. Mucho, mucho peor. Posiblemente —con renovada autocompasión—, pero eso no elimina mi dolor.
Se durmió, aún contrariado con Richard y Vera por reír tontamente y conspirar en la habitación de al lado. Maldita sea, podía oírles reír a los dos. ¿De qué se reían?
Se despertó cuatro horas más tarde, sintiéndose perfectamente, o perfectamente si no fuera por ese espantoso esparadrapo que aquellas mujercitas habían colocado demasiado tirante. Un ligero dolor de cabeza, hormigueo en las puntas de los dedos y oscuros calambres en un pie, pero un par de aspirinas lo solucionarían todo. Lo que quería ahora era una copa de abundante aguardiente y un cigarrillo. Olía a sopa en el cuarto de estar.
—Vuelve a la cama —dijo Vera, escandalizada.
—Nada de cama. Todas estas nutritivas sopas y caldos, ¡medicina checa! Le disparan a un tipo, se ponen unas cuantas telas de araña en la herida para asegurarse que cura adecuadamente, y se le llena de caldo de legumbres. ¡Un buen escocés es lo que hace falta!
—Deja de decir tonterías —dijo bastante contrariada por los groseros comentarios sobre la sopa.
Hombres… o bien estaban a las puertas de la muerte o quejándose todo el tiempo, cuando se suponía que simplemente tenían que estarse quietos y dejar que se formara el tejido cicatrizante. Puede tomarse un buen aguardiente, pero no con el estómago vacío.
—Te pondré una almohada detrás y puedes mirar la televisión.
—No quiero mirar la televisión. Hagamos el amor.
—Idiota —dijo ella—. Recuerda que si vuelve a sangrar empapará hasta la sábana. Tscha —dijo en checo, cuando la abrazó.
Se despertó al amanecer, quejándose. No había pegado ojo. Tenía un asqueroso sabor de boca. Esas chicas idiotas le habían puesto el vendaje mal; se dio cuenta de que eran unas incompetentes. ¿Por qué sabía este café a detergente? Dando vueltas de esta manera uno simplemente coge estreñimiento; sentarse en el lavabo ya es bastante doloroso tal y como están las cosas. ¿Qué estás intentando hacer, envenenarme?
Vera empezó a dar pacientes explicaciones. Dormías como una rosa. Pero como te dolía al darte la vuelta, pasaste mucho tiempo boca arriba. De ahí los horribles sueños, los fuertes ronquidos, y eso es lo que hace que tengas mal sabor de boca. Tu temperatura ha bajado; tienes un color ligeramente verde, pero no peor. No le pasa absolutamente nada al café. No puedes ducharte, pero aféitate, límpiate los dientes; entonces te sentirás mejor. Comportarte de esta manera irresponsable sólo te perjudica a ti. La herida no tiene ninguna oportunidad de cicatrizar si sigues dando saltos. Lee el periódico tranquilamente mientras te hago la cama. Puedo hacer que estés más cómodo.
Miró el periódico durante diez segundos; estaba lleno de porquerías sobre la caza del hombre. Lo lanzó al otro lado de la habitación, lo que hizo enojar a Vera. La maldijo, ella le observó con dignidad y se encerró en el cuarto de baño. Él miró al suelo durante un rato, recogió el periódico y lo alisó, lo dobló cuidadosamente, lo dejó sobre la mesa, se vistió con dificultad, poniéndose incluso la cartuchera, y cerró suavemente la puerta principal tras él. Nadie le persiguió o gritó desde el balcón. Su coche estaba aparcado entre los álamos, un poco más abajo de la calle, en la dirección en la que monsieur Souche había encontrado el clochard. El día era frío y lluvioso; con su impermeable abotonado hasta arriba se sintió como el anuncio de la Michelin, un Bibendum con neumáticos de abrazaderas de acero, en capas alrededor suyo. Entrar en el coche fue un asunto complicado. Cuando la mitad inferior de Vera quedó paralizada, él acostumbraba a levantarla en brazos, pero incluso colocar su ligero peso en el coche era un proceso complicado.
Había empujado muchas veces su silla de ruedas. Juntos habían explorado los caminos apartados de las afueras de la ciudad. Había crecido enormemente, esta ciudad. Hace veinte años, incluso hace doce, cuando llegó por primera vez aquí aún inexperto y pensando que lo sabía todo, se la podía reconocer como una ciudad francesa de provincias con el sabor de los años anteriores a la guerra intacto en su mayor parte. No solamente había doblado su tamaño desde entonces, sino que había cambiado radicalmente: se había convertido en una ciudad europea. Ahora era mucho más anónima, sin sabor, un lugar que podía estar en cualquier sitio, pero fue un cambio para mejorar. Le había gustado —y aún le gustaba— el viejo corazón medieval y la grandiosidad renacentista del antiguo ducado, pero no le había gustado nada la ridícula mentalidad de la monumental ciudad del siglo diecinueve, dedicada al mal gusto y a la mezquina avaricia. Francia se ha vuelto irreconocible, pensó, al salir del coche; salir era aún peor que entrar. Esto ya no es una ciudad de provincias. Se ha convertido en una gran ciudad, casi una metrópoli, una capital regional de una grande, variada e interesante parte de Europa. Su mitad inferior ya no está paralizada. Se mueve, piensa, flexiona los músculos; es un buen lugar.
Lasserre le miró sin especial alegría. ¿Qué estaba haciendo aquí? No había nada útil que pudiera hacer, se le suponía un héroe fuera de servicio, no entraba dentro del esquema organizativo de Lasserre, podía perfectamente volverse a casa y meterse en la cama. Lasserre había estado levantado toda la noche. Había reunido todos los hilos en su mano, desatados, y corriendo suavemente como riendas entre sus dedos. No, aún no habían cogido a Goltz. Pero estaban completamente seguros de que no había conseguido escapar. El lugar estaba sellado y Goltz embotellado. Las cosas habían quedado en suspenso temporalmente mientras se cambiaban los turnos y se relevaba a los policías que habían estado de servicio. Eran tan sólo las siete y media. Antes de las ocho llegarían Richard y Cantoni, se darían todas las explicaciones necesarias y él, Lasserre, que lo había planificado todo, sector por sector se había asegurado de que era infalible, se iría a casa, a la cama. De todas maneras, nadie le daría las gracias; nunca se las daban. Castang haría bien en irse a casa, también; no había nada que pudiese hacer, carreteando su estómago por todas partes como un pingüino con exceso de peso.
—¿Qué hay del hermano?
—¿El hermano de quién? ¿De Goltz? No seas imbécil, fue uno de los primeros sitios que comprobamos. Ridículo, no se han visto o hablado el uno al otro durante treinta años. ¿Qué tendría un hombre así en común con el revisor de tren? Uno de los chicos de Cantoni estuvo allí, registró la casa y el vecindario, naturalmente, pero pura rutina, se podía ver que estaban asombrados. Se me ocurre que son totalmente respetables y que pretenden continuar siéndolo. «No le hemos visto ni tenemos intención» dijo la esposa. Si se les cruzara en su camino, le apartarían. Pero no lo hará. Sabe perfectamente que no sacará nada de ahí.
—¿Dónde viven? —preguntó por vana curiosidad.
—Allá en Saint-Loup. Desaparece, Castang, ¿quieres?; si Richard te encuentra aquí, me culpará a mí.
—De acuerdo —dijo Castang, suavemente.