A QUEMARROPA
Le habían dado pero no le habían paralizado; podía moverse, y era mejor que lo hiciese y rápido. Podía ir en dos direcciones. La hormigonera era el mejor refugio, y el montón de sacos de cemento, que podían detener cualquier bala, era aún mejor, pero ambos estaban demasiado lejos. Efectuó una violenta contorsión hacia el otro lado y apareció detrás del coche. Castang tenía el tipo de un gimnasta, y lo había sido algunos años atrás, pero el almuerzo y el exceso de Auxerre le hacían ser lento. La tercera bala penetró en el montón de arena justo cuando lo abandonaba.
Para entonces ya había sacado su revólver. En su mayoría, la PJ va equipada con una moderna arma americana, la Magnum del calibre 357 que se lleva en una pistolera justo detrás de la cadera. Las sobaqueras pertenecen al folklore; hoy en día un policía se pone desodorante en el sobaco, y no revólveres. Castang no hubiera podido ser un gimnasta sin fuerza en la muñeca y en el antebrazo, pero no era de constitución fuerte y encontraba que la 357 era, sencillamente, demasiada arma para él. La suya era menos maciza pero era uno de los clásicos modelos sencillos, un arma eficiente, de merecida fama: el Smith and Wesson del 38 de auténtico policía, con un cañón de cuatro pulgadas. El dos y medio es demasiado inexacto y el seis demasiado incómodo. Acabada en azul, sin niquelar, la empuñadura de auténtico nogal y no de ese asqueroso plástico. Disparó dos veces sujetándola con las dos manos, desde detrás del coche, al alféizar del balcón del primer piso tan sólo a diez metros de distancia, donde había visto que se movía la cubierta de plástico. Más tarde no supo si había visto realmente el cañón del rifle; pensó que lo había visto y luego de nuevo que no. Una figura humana, no. El sol le daba en los ojos y las cubiertas de plástico son semiopacas y producen extraños reflejos.
No había motivo para seguir disparando. Se apuntaló en la aleta trasera, sosteniendo el revólver a su nivel, e intentó abalanzarse hacia los toscos escalones de hormigón, creyendo que tenía una excelente posibilidad de hacerlo. Se movió hacia la derecha para logar una mejor posición, lejos de aquel maldito montón de arena. Se había olvidado de monsieur Bianchi, el cual detestaba profundamente las armas y así lo decía. Pero debía llevar revólver según las ordenanzas, y ciertamente sabía cómo manejarlo.
Bianchi estaba tumbado sobre su espalda, intentando moverse, con un leve movimiento del brazo. Su rostro aparecía cansado y distorsionado, y los secos labios abiertos. Algo rosado, como goma de mascar, rezumaba por la comisura de la boca torcida. Le han dado, pensó Castang, o más bien sintiéndolo, como si le hubieran dado a él mismo en el pulmón.
Si el hijoputa no hubiera huido inmediatamente, e incluso si lo había hecho, había aún alguna posibilidad de cogerle. Ese es el deber. Quizá es extralimitarse en el deber pero no importa. No voy a dejar a Bianchi aquí para que se muera. El hijoputa ha cometido dos asesinatos pero no va a conseguir otro más.
El instinto le decía que aquel cabrón había huido en cuanto se había encontrado con un policía frente a él, en pie y contestando a sus disparos. Había tendido la emboscada perfecta, dos patos inmóviles a quemarropa, soñolientos y confiados. Uno no había tenido ninguna posibilidad; le habían disparado donde estaba, con todo el tiempo del mundo. Para el segundo había tenido que accionar el mecanismo, cerrojo o palanca, cambiar el ángulo; había fallado. Castang había olvidado que no había fallado, pero por el momento eso era una cuestión sin importancia. El oído de Castang había comparado automáticamente el seco golpe del segundo disparo con los dos suyos. Un rifle largo de cartuchos del 22. Un rifle a poca distancia es poco efectivo, y el gordito que lo sostenía se habría puesto nervioso al fallar al segundo pato, asustado y trastornado.
Estoy seguro de que puedo cogerle, dijo Castang para sus adentros. Pero el policía herido era primero.
Para asegurarse envió dos balas más contra la ventana, volvió a cargar velozmente, se arriesgó a descubrir su brazo y un costado, retrocedió deliberadamente dando la vuelta al montón de arena hacia el refugio de la hormigonera. Nada se movió, se había quitado de encima al mal nacido.
Enfundó el revólver, y se volvió. Una muchedumbre puede reunirse alegremente para cualquier película del oeste, pero sólo cuando la cámara está filmando; no había ni un alma en la calle. El propietario de la taberna estaba refugiado detrás de una de sus mesas de hierro, como si fuera Rudolf Rassendyll, ignorante de que una bala podía atravesarles a ambos, a él y a ella.
—Levántate idiota —dijo Castang—. Mantén a los mirones apartados.
Los bebedores del bar se sentaron mirándole boquiabiertos; él era Rupert de Hentzau. Cogió el teléfono del bar, marcó el número de la policía, la ambulancia Samu. Eso era lo primero. Lo siguiente la PJ: treinta-treinta-treinta.
—Castang, le han disparado a Bianchi, café Tres Coronas, rue de la Scierie. Richard, necesito a Cantoni.
Permaneció donde estaba. Podía ver sin conocerlo la parcela de terreno llena de desperdicios en un ángulo de la parte trasera del edificio, atestada con la grúa, los montones de ladrillos y techado. Hacía rato que el cabrón se había dejado caer ahí, torpe y con el estorbo del rifle metido en la pernera del pantalón, pero perfectamente capaz de desempeñar el papel del que lucha por su libertad con una rodilla rígida hasta llegar a una discreta callejuela, donde habría dejado su furgoneta marrón. Un rastro como el de un camello, con toda seguridad tendría testigos; Cantoni conseguiría todo eso. El hijoputa se había convertido en un bobo, ahora. No importaba excepto lo que dijera el hombre de la ambulancia. Salió hacia donde estaba Bianchi, apartando al propietario. Un tipo señaló sin palabras a su estómago; él miró con indiferencia. Su camisa y la parte superior de los pantalones estaban empapados en sangre. Curioso, había pensado que se trataba de sudor. Se arrodilló. Bianchi respiraba. La baba de los líquidos corporales que rezumaban cubría su afeitada cara y le bajaban por el cuello. Castang no se atrevió a moverle, pero intentó sostener la cabeza algo levantada para despejar la jadeante tráquea; rezó. A lo lejos podía oír las dos sirenas de la ambulancia y del coche de la policía; las dos sirenas dobles, fa-sol y sol-la, abriéndose paso airadamente a través del tráfico que volvía al trabajo del mediodía.
Richard estuvo allí antes que nadie, mirándole a la cara, los dos ojos azules totalmente incandescentes. Cantoni detrás de él, los pies separados, el rostro apretado. Todos habían llegado en el mismo coche. Cuatro Magnums 357 para hacer pedazos esa estúpida caja de ladrillos.
—Salió por detrás —dijo Castang sacudiendo la cabeza—. Buscad un Ford marrón. Lleva un rifle del 22.
Intentó levantarse y resbaló hacia atrás sobre su trasero.
—Ocúpate tú Cantoni.
Las manos de Richard le sujetaban por los sobacos, poniéndole en pie. Policías de uniforme, armados hasta los dientes, estaban saltando de la furgoneta patrulla. La ambulancia, un Citroën blanco, montó suavemente sobre la acera, equilibrada sobre su suspensión hidráulica, a una pulgada de su nariz. Sintió que se le cerraban los ojos y los abrió violentamente. La policía estaba apartando a la ahora envalentonada muchedumbre de mirones. Los chicos de blanco levantaban a Bianchi. Cantoni se había ido. Richard le sostenía en pie con los músculos tensos.
—Chico, estás sangrando como una cañería de desagüe.
—No es nada en absoluto, me rozó. ¡Eh!, arriba —dijo sentándose.
—Siéntate —dijo Richard sacándole la empapada camisa—. Aquí señorita —dirigiéndose a la enfermera de Samu—, tapone esto, rápido, está perdiendo mucha sangre, y dele una inyección para el mareo.
Castang sintió la aguja, pero no estaba como para molestarse en preguntar qué le estaban inyectando. Como si una bala no fuera suficiente.
—Rebotó en la costilla. Vivirá.
—Iré con ustedes —dijo Richard.
—Lo siento, no hay sitio.
—Estos son mis chicos —dijo Richard claramente.
—Oh, de acuerdo entonces. Apretújese.
Los ojos de Castang se habían vuelto a cerrar, pero sintió la presencia del brigada de la furgoneta patrulla.
—Tome las declaraciones —dijo la voz de Richard, con claridad—. Acordone el espacio. Cuando lleguen los chicos de la PJ dígales que busquen las balas.
—En el montón de arena de ahí —dijo Castang, con la cabeza repentinamente clara debido a lo que fuera que le habían disparado en su sangre, sintiendo que le cogían por las rodillas.
—Quítenle la cartuchera —dijo la enfermera con paciencia—. De acuerdo, chicos… todos a bordo.
Oyó cómo el motor se ponía en marcha.
Se desvaneció, o se durmió, en la furgoneta y despertó en la sala de reanimación, tendido sobre una mesa, sin ropas, con una aguja en su vena dándole fuerzas. Richard estaba a su lado en una silla.
—¿Qué es toda esta mierda?
—Un cóctel, yo diría. Sangre pura; quizá algo de sangre de dragón salina o patentada mezclada con ella. Un poco de salsa Worcester. Te pondrá en forma en veinte minutos. ¿Puedes sujetar este tazón?
—Sí, desde luego que puedo. ¿Bianchi?
—Está aquí. El doctor está trabajando en él. Se está defendiendo, y dicen que sus constantes son invariables; no le dio a la arteria principal. Así que estamos bastante optimistas. Es un chico duro. Pero si la bala hubiera sido mayor… No hablará por algún tiempo. No volverá con nosotros, pienso. En cualquier caso está cerca del retiro. Pero no le dio en la columna, gracias a Dios. Ya no sabremos nada más, hasta después de la operación… Ahora tú. No te hizo demasiado daño; como tú mismo dijiste, sólo te rozó y tiene peor aspecto de lo que realmente es. Perdiste piel, algo de carne, desgarró algún músculo. Aparte de la sangre que te están reponiendo con la transfusión, no hay para tanto. Me siento profundamente satisfecho de poder decirlo.
Castang se bebió el té.
—Sabía que sólo era un rasguño. Cuando van en serio, duelen menos… ¿tienes las notas de Bianchi?
—Sí, pero en gran parte son ilegibles.
—Su nombre es Goltz. Vive al lado de mi casa. Tiene una oficina en la ciudad.
—Es verdad. Bianchi me dio un informe, ya sabes. Fausta tendrá la mayor parte.
—¿Entonces para qué estás perdiendo el tiempo aquí? —preguntó Castang con irritable desconfianza.
—¡Para cerrarte tus estúpidos ojos! Lasserre está ahí; nuestro Titi funcionará; no te preocupes. Cuando estés en condiciones te llevaremos a casa.
Un cirujano entró en la habitación acortinada, le hizo una mueca, quitó la sábana, silbó con admiración, dijo algo que sonó como «Chernonsky» a sus acompañantes, añadió algunas instrucciones, palmeó ligeramente a Castang en el estómago, y dijo:
—No hay motivo para escribir a tu madre a casa. Un cosaco te golpeó con su látigo. Te han dado un bloody mary, pero ahora ya puede desconectarse; las chicas te limpiarán, te vendarán y podrás tomar un taxi. Olvídate de los revolcones de primera hora de la mañana hasta que haya tenido tiempo de cicatrizar. Pide esto en la farmacia —garabateó en su bloc de recetas— y vuelve a verme dentro de cuatro o cinco días; para entonces se habrá cerrado. Bien, comisario, tendrá que buscar a otro para que haga los saltos de palanca durante un tiempo.
—Sí —dijo Richard bruscamente—. ¿Y?
—No, y me temo que como mínimo durante otro par de horas. El doctor les verá entonces. ¿De acuerdo? —Terminó de lavarse las manos, levantó la mirada, y dijo—: Creo que los tres tienen motivos para congratularse.