LATIGAZO
Castang preguntó, sin demasiada seguridad:
—¿Hotz?
—Goltz —respondió con dificultad a través del cigarrillo.
—¿Español? —preguntó Castang.
—Algo de español. Algo de alemán, algo de francés, algo de yugoslavo. Un poco de todo. Vive en la casa de al lado. Probablemente nunca te habrás fijado en él. No es el tipo en el que uno se fija. Grande, pequeño, gordo, delgado, calvo, peludo, un poco de todo. Facciones sin forma, de las que no es fácil acordarse o describirlas o dibujarlas.
Castang entendió.
—¿Qué tipo de coche lleva?
—Un Ford. Grande pero no enorme. Cómodo pero no espléndido. Una especie de color chocolate.
Castang dijo que nunca se había fijado en él.
—¿No es eso lo que te estaba diciendo? Él es así.
No había matiz turquesa u opalino, ni nada ostentoso…
—¿Familia?
—Casado con una mujer que ha sido cajera en el mismo banco durante veinte años. Y ella no revela gran cosa… Él es un buen cliente de ese mismo banco, y tiene amigos ahí. Eso es todo lo que hay, excepto un hermano, pero el hermano se le parece como el día a la noche. ¡Ferroviario! No se hablan, no se ven. Es un mundo diferente. No hay niños de por medio. No existen lazos entre los miembros de la familia.
—¿Qué hace, este Goltz?
—Mineralogista.
Castang empezó a reírse.
—¿Quieres decir que vende guijarros? —preguntó divertido.
—Exacto. Tiene una pequeña oficina en la ciudad; un edificio agradable, nada llamativo. Una mujer trabaja para él: mediana edad, respetable. Como un dentista y su secretaria. Una vitrina pequeña y discreta en el vestíbulo con objetos llamativos, rosas del desierto y ágatas; nada de valor. Un negocio tranquilo y seguro, con ganancias tranquilas y seguras. Nada excesivo, y todo en perfecto orden con el inspector de hacienda. Ni un rumor o un soplo de escándalo o murmuración; ni drogas ni chicas ni nada. Tanto la casa como la oficina, limpio como una patena. No hay mucha diferencia entre ambos, si vamos a mirar.
»He hablado un poco con la esposa, porque he conversado con cada inquilino del edificio y de no hacerlo hubiera parecido extraño. Pura rutina: ¿estaban en casa, habían observado alguna cosa, alguna ruptura en los patrones normales de comportamiento? Nada que hacer. Totalmente corteses, pero nada más. Ni temor, ni agresividad, no sentían inquietud ni curiosidad. Simplemente viven ahí. Uno tiene que vivir en algún sitio. Les gusta la vida tranquila.
Monsieur Bianchi extendió las manos, con las palmas hacia arriba para demostrar lo limpias que estaban, metafóricamente…
—La parienta se cuida personalmente de la casa. Sólo un sencillo piso de tres habitaciones, han estado allí desde que se casaron. No hay animales ni pájaros, nada que moleste. La puerta es blindada, una cerradura falsa. Hice el comentario normal, es agradable ver que toman precauciones, y ella dijo sencillamente que no tenían artículos de gran valor, pero que no tenían ningún deseo de que les destrozaran la casa. La oficina es igual, bien protegida y con una buena caja de caudales. Escogí un momento en que él no estaba allí; generalmente no está por las tardes, y dije que era de la compañía del gas.
—¿Entonces, qué hace por las tardes?
—Hay que tener cuidado aquí —dijo monsieur Bianchi, que no quería hacerse un lío—. Es un poco demasiado bueno para ser verdad, si me comprendes. Las otras personas del edificio dicen que no se relacionan, siempre corteses, pero que nunca dan confianzas. No hay escándalo, apenas tienen visitas o amistades. Salen por las noches tres o cuatro veces a la semana. De modo que cómo conocer sus aficiones, cómo y a qué se dedica sin que se fijara en mí… o que alguien le dijera después que había un tipo tomando notas.
Castang asintió con la cabeza. Un problema perfecto para Bianchi; una cosa para la que servía incluso demasiado. Por muy incoloro que fuera el señor Goltz, por muy discretos que fueran sus movimientos, monsieur Bianchi pasaría igual de inadvertido. Castang encendió un cigarrillo y removió su café. El chico tenía una automática en el armario; permanecía sobre su mesa cuando trabajaba. No se preocupaba de tener cenicero, utilizaba la papelera para disgusto de la mujer de la limpieza. Había ceniza por toda la mesa, e iba por su quinta taza. Incluso el teclado de la máquina de escribir estaba lleno de ceniza…
—No es fácil llegar hasta un hombre así, en especial cuando se está constitucionalmente alerta, y así se lo dije a Richard. ¿Por qué preocuparse, podrías decir? Él era todo lo que tenía, al principio. Y es justamente demasiado intachable para mi gusto. Juega al ajedrez por las noches y también al bridge. Lo único que hay en esto es las amistades que hace. Y hace amistades. No bebe, no fuma, pero sabe cómo ser agradable y hospitalario en el club. Juega al tenis en verano; una buena pareja para un dobles mixto. Ese es él; una buena pareja; no te deja tirado. De modo que tiene cantidades de… no son amigos, pero ¿cuál es el nombre…? Hombres que saben que eres un buen tipo en el club. De todo tipo. Ayuntamiento, tribunales, negocios, bancos. Así poco a poco… El hombre es un negociante honrado en cierta manera, digno de confianza, seguro, intachable. También es un ladrón. Un ladrón legal. Durante años, retrocediendo a sus principios, ha ido comprando alguna casa. Baratas porque estaban mal situadas, en malas condiciones, derrumbándose. Las arregla lo mínimo, y explota los alquileres. Hablando claramente, es un casero de barrios bajos. Nada ultrajante, no lo que tú llamarías especulación. Pero por dos veces ha hecho un buen negocio especulando con el valor del terreno. Deja que se derrumbe, y cuando ha sacado a todos los inquilinos la vende a un traficante de fincas para hacer un pequeño edificio de apartamentos. Comprando al coste, ¿comprendes?
Desde luego que Castang lo comprendía, era algo común.
—Pero nunca demasiado codicioso, nunca con prisas, espera hasta casi haber superado el límite legal para la compra y la venta. Nunca intenta forzarlo, se contenta con socavarlo pacientemente, contento con un porcentaje bajo. Nada remotamente ilegal. Consulté todas sus transacciones durante veinticinco años en el Registro de la Propiedad. No son tantas. Hice una lista, y se la llevé a Massip. No hay fraude. No es diferente a jugar en la bolsa.
»Al llegar a este punto, estaba dispuesto a abandonar. ¿Dónde estaba el crimen? Porque tu viejo, el tío que colgaron, Auguste, eso es, dijo que había un crimen y que podía probarlo. Bien, en qué medida está implicado ese Goltz, y cómo.
»Pero no tenía nada mejor…
Pura obstinación, pensó Castang.
—«No tienes ninguna esperanza», dice Massip. Pide prestado barato, por ejemplo de sus parejas de bridge, y presta caro. Tiene un buen margen. Nada que le preocupe, excepto el inconveniente típico: no tiene liquidez; por ejemplo, si quiere capital no lo tiene porque cada penique está fuera del ámbito donde pueda ganarlo de prisa.
»De acuerdo, abreviaré. Tenía dos casas adyacentes, en el barrio viejo detrás de Saint Paul. Ambas en muy mal estado. Consigue que una se la expropien, eso es estupendo, porque hay un programa para volver a urbanizar el distrito; se ha de ensanchar la calle, hay que construir el nuevo edificio un paso más atrás; en diagonal, ¿de acuerdo? Y con la casa de al lado está atascado. Le pertenece, claro, pero hay un anciano matrimonio que posee el piso superior del que no puede librarse, y ellos simplemente no quieren vender. De modo que tienen que esperar hasta que se mueran. Y ellos mueren, a causa de un incendio.
—Pero…
—No, no. Esperó años. No ejerció ninguna presión sobre ellos, demasiado astuto. Ellos tenían una orden del tribunal para que no se les molestara, y lo dejó así. El fuego no fue demasiado espectacular o demasiado repentino como para que la gente malpensara. No había el pretexto de un seguro elevado. Desde luego, la compañía efectuó una investigación, siempre se hace. Hablé con el perito. No estaba contento, pero recibió las instrucciones de arriba —¿sabes?— de dejarlo pasar. Oficialmente las instrucciones fueron que habían rechazado otras dos reclamaciones en el barrio, y no querían tener reputación de malos pagadores; su negocio de incendios va bien y es muy rentable. Así que de acuerdo, no hay investigación. El perito estaba dolido, pero no quiso reabrir el caso. Es su trabajo, ¿entiendes?
—¿Y este anciano matrimonio murió en el incendio?
—Exacto; asfixiados por el humo que venía de la escalera. Te lo resumiré. El incendio empieza en el sótano. Es una casa muy vieja y desvencijada, solamente hay un piso con inquilinos, y los squatters o los hippies habían reventado la puerta, que, nuestro señor Goltz, generalmente un hombre tan cuidadoso, no había hecho arreglar con su eficiencia habitual. El anciano matrimonio se queja, pero su alquiler es realmente bajo, razón por la que no quieren moverse. Había clochards acampados en el sótano. Esto fue hace un año. El invierno pasado. Y un clochard vuelca una vela o algo y envuelve en llamas la paja y los trastos.
—Un clochard —dijo Castang pensativamente—. ¡Ja!
—Sí —dijo monsieur Bianchi—. Iremos a echar un vistazo. No es que haya mucho que ver. Pero para que te hagas una idea. La taberna que hay en la calle no está mal. ¿Te gusta la salchicha de tripa a la parrilla?
—Sí —dijo Castang.
Y telefoneó a Vera.
—¿Qué tienes para comer?… ¿Puedes guardarlo hasta la noche? No, no estoy atascado, sólo que estoy ocupado con monsieur Bianchi, ¿comprendes? Hay una barbaridad de detalles. ¿De acuerdo? Él dice que te dé los buenos días. Estaré de vuelta esta tarde temprano, ¿vale?
Monsieur Bianchi aparcó el coche en la misma calle, frente al terreno en construcción, junto a la pared de toscos tablones de madera que se suponía evitaba que la porquería cayese sobre el inocente viandante, y el rutinario aviso cortés que decía: «peatones, por favor, utilicen la acera opuesta». Castang pasó por encima de un montón de arena como si fuera un gato, porque no quería que se le estropearan los zapatos. Bianchi apartó con el pie unas bolsas de plástico, cerró el coche por su lado y agitó la mano como sin darle importancia en dirección al edificio; el típico montón de cajas de zapatos abiertas. El lugar estaba aún en la primera fase de construcción; todavía no se habían colocado las ventanas ni los balcones; algún enlucido interior protegido por sábanas, pero la obra parecía parada: el lugar estaba desierto y la hormigonera se inclinaba vacía. Hacía ya algunas semanas que el tiempo ya no era tan frío como para no verter hormigón, y Castang así lo dijo.
—Dinero —dijo Bianchi, frotándose el pulgar con el índice—. Nuevo contratista. Quería encargarse él mismo esta vez, hacer una buena operación en lugar de ver cómo los grandes beneficios van a parar a otro tipo. Pero como digo, no tiene liquidez. Atado por falta de efectivo. Tiene que conseguir un nuevo préstamo, y eso no se hace en un día, aunque tengas muchos amigos. Quizá justamente por esa razón, son camaradas, uno no puede apresurarlos. Pero es lo suficientemente inteligente para no tener prisa nunca. Esta vez lo tiene seguro. Está aquí, y aún estará cuando vuelva dentro de una semana o dos.
»Todo perfectamente legal —siguió, dejando que Castang pagara dos vasos de vino blanco y añadiendo agua al suyo—. Para mi estómago… Bien, lo viste. Ahí hay veinticuatro apartamentos, desde un estudio de una habitación a tres habitaciones. Bien situado, en la parte pobre pero central y aumentando de valor día a día. Esta vez es una mina de oro. Financiado por un banco, pero el permiso de construcción está a su nombre. Lo busqué en la oficina de la Vivienda. Está metiéndose en un buen negocio, y eso es motivo suficiente para chantajear a cualquier testigo, por muy pequeña o dudosa que fuera la prueba. ¿Estás de acuerdo? ¿Qué es lo que el clochard, quizá, o el viejo Auguste, o entre los dos descubrieron? Nunca lo sabremos, probablemente, pero si podemos… de acuerdo, es algo quizá trivial, quizá sólo habladurías, pero sí lo suficiente para interrumpir la construcción, provocar que la prensa chismorreara… Está pagando todo ese tiempo, y ya no puede permitírselo por mucho más tiempo. Tiene que conseguir salir de esta —sostenía su tenedor de hojalata como si fuera un arpón y apuñalaba el pan con él—. No puede permitirse ninguna interrupción. El banco se hace cargo (los amigos son sólo amigos, pero el negocio es el negocio) y ve que se le escapa el premio. Se ha hecho polvo montando el paquete, ¿y se comerán el pastel de cumpleaños? A mi modo de ver, eso es lo que no puede soportar, y constituye un motivo suficiente para ese tipo de hombre, para cometer dos asesinatos… No tanto perder dinero como ver que otros lo ganan a sus espaldas.
El lugar era destartalado y ruidoso. Mesas de madera sucias, sillas baratas de madera torcida, un salvamanteles de papel y una camarera de piernas arqueadas y barriga prominente. Un jaleo considerable; una ofensiva mezcla de desagradables olores de cocina. La comida llegó en seguida, burda, abundante, recién hecha. El propietario, en la puerta de la calle, dejó ir un repentino berrido:
—Un poli quiere saber de quién es el coche que está mal aparcado frente a las obras.
Un gruñido de mofa y algunos silbidos brotaron de la boca de los reunidos.
—Ignorante hombrecillo —dijo Bianchi suavemente, tirando su tenedor y saliendo con la boca llena.
La PJ recibía tantas multas de aparcamiento como el consulado Nigeriano… Castang estaba de buen humor. Buen morapio local; se había convertido en una rareza. La manduca no había salido de algún asqueroso congelador. Un nuevo Bianchi; no únicamente uno que comía, y de buena gana, sino que hablaba, incluso locuaz. Era una buena compañía. Y estaba descifrando un caso verdaderamente interesante, demostrando que podía ser difícil, pero claro. No un paso adelante y dos atrás mientras se hacían reverencias a los ingleses. Envió a la chica a por otra copa; el vino procedía de Auxerre, dijo ella, del cuñado del patrón. Una comida pausada, despreocupada. El caso estaba ahí, pero ¿cómo conseguir estrecharlo, sin que Goltz lo advirtiera?
Afuera hacía sol y calor. Ambos habían comido y bebido un poquitín demasiado. Castang puso la mano sobre la caliente plancha polvorienta del techo del coche y eructó ligeramente. Monsieur Bianchi no podía recordar en qué bolsillo había puesto las llaves del coche, y las buscó sin rencor: no había ninguna prisa.
El primer disparo fue confuso. Estaban poniendo en marcha un dos caballos y su motor aceleró con un enorme estrépito, contaminando toda la maldita calle. Pero inconfundible. Castang se dejó caer pesadamente sobre el estómago instintivamente y sin importarle ese montón de arena sucia. Estaba intentando descubrir de dónde venía el disparo, cuando el segundo le hirió levemente. Quizá su movimiento le salvó la vida, o quizá la inclinación del montón de arena. Su oído le dijo que era un rifle, a poca distancia. Le golpeó como un látigo, incidiendo en su lado derecho justo por encima del hígado; el latigazo le dio una sacudida que detuvo su rodar por el montón de arena.