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LA GEOLOGÍA DE MONSIEUR BIANCHI

El juez de instrucción no depositó su confianza en Castang. Los oficiales subordinados de la policía judicial no se relacionan íntimamente con jueces de instrucción. Podía adivinar que se reunirían varias cabezas de las altas esferas, porque en realidad, este bolso y este vestido, ¿qué prueban exactamente? Por razones hasta ahora desconocidas, ¿había procurado esta zorra descalza seducir y atrapar a un miembro de la familia del juez? Ese oscuro testimonio de un policía de Caen, aparte de no ser concluyente, ¿sugería la posibilidad de algún delito menor por parte de él? ¿Qué pruebas había que demostrasen que el joven Colin Armitage había estado cerca de Tours? ¿Qué podía decirse con certeza para contradecir su perfectamente razonable y plausible declaración de que había conducido de Deauville a París?

La policía de Tours, cansada de todo aquello, dijo que en su opinión el descubrimiento de las ropas hacía innecesario que hicieran más investigaciones por su parte, las cuales implicaban la persecución de gran número de personas inocentes. ¿No era así? Les fastidió que se les pidiera que siguieran con acrecentado celo la posible pista de testigos oculares de los revoloteos crepusculares de una chica en un Toyota rojo y quizá los de un joven de pelo claro en un Triumph azul de dos plazas.

El señor Larkins incluso había encontrado aliados que apoyaban un complejo e ingenioso argumento basado en pistoleros. Estaba aceptando, pensó más bien, la teoría de que fuese un crimen profesional, una hábil maquinación. Sus compañeros del CID no habían descubierto evidencia alguna de que esa tal Toth tuviera contactos criminales en terreno británico, pero podía muy bien haberlos tenido en el «continente», una palabra aún sumamente despectiva para el oído inglés.

Admitía que superficialmente, los asesinos profesionales no llamaban la atención sobre lo que hacían, colocando cadáveres en coches. Lo que en sí indicaba un ingenioso engaño, una pista falsa intensificada por el hecho de ir dejando prendas en lugares obvios para que las encontrara un ingenuo policía inexperto. Coloca una cosa, la más difícil y puedes colocar muchas más. Esa carretera principal desde Tours, la transitaban diez mil coches al día, que podían tirar objetos de los que pensaban deshacerse.

Estaba simplemente postulando la existencia de posibles alternativas a estas extrañas ideas que parecía abrigar el magistrado instructor, o que corría el riesgo de abrigar. Cuando hay una posible alternativa, se tiene un elemento de duda razonable, ¿no? Y si existía cualquier duda razonable, sin duda no podía haber un caso que solucionar. ¿No funcionaba así la ley francesa? Él no pretendía ser un experto, pero sería muy fácil pedir al asesor de la Embajada que consultara la opinión de expertos en la materia.

Monsieur Richard estuvo completamente de acuerdo, por principio. Aunque, más que permitirse hipotéticas personas desconocidas para las que no había ninguna evidencia, seguramente sería más fácil y cortés pedir al juez y a su familia, los testigos más fiables y concienzudos, que testificaran si ellos o alguno de ellos había visto alguna vez a Laetitia, una personalidad bastante memorable. Correr por todas partes buscando testigos periféricos —argüía su colega de Tours— no era demasiado lógico, mientras se pasara por alto a los testigos centrales. ¡Oh!, claro, habían efectuado declaraciones en el sentido de que nunca habían puesto los ojos en la chica antes de ahora. Pero eso había sido en medio de la emoción, incluso del ligero sobresalto, de descubrir una muerte. Varios pequeños detalles les podían haber venido a la mente desde entonces. Nadie podía imaginar nada injurioso en el hecho de ser citado como testigo por el juez de instrucción. No había necesidad de apelar al Consejero de la Embajada: el código era inequívoco.

Castang, a quien se le había ahorrado todo aquello, había encontrado un rincón junto con monsieur Bianchi. No era un rincón tranquilo, sino agitado por la vuelta al trabajo del joven Lucciani, después de estar un mes de baja con —quién lo iba a pensar— ictericia. Pero monsieur Bianchi hacía que fuera tranquilo. Hacía caso omiso de toda turbulencia física o nerviosa. Las alarmas y las excursiones no entraban en su estilo; había en él una gravitas romana. No le decía a Castang «qué joven que eres» pero sí sus ojos. Marrones y apagados, los ojos de una enfermera de plantilla a la que Castang había hablado una vez, una mujer que había cerrado los ojos de muchos otros.

El recuerdo se situó donde debía; había estado hablando sobre la muerte. Hubiera sido una buena lección para Laetitia…

—La muerte… —había dicho ella—, la gente muere de la manera en que ha vivido. Algunos se ocupan de todo, especialmente aquellos que siempre se han enfrentado a sus responsabilidades. A otros les entra pánico.

Monsieur Bianchi buscó en sus bolsillos, se puso las gafas, volvió a encender su cigarrillo con una cerilla (que estaba dentro de una pulcra caja de metal con un dibujo de la Catedral) y sacó su agenda. ¿Dónde la había conseguido? Era una especie de diario del primer año del bebé, un obsequio de algún fabricante de espinacas enlatadas, cubierto de anuncios, de falsas autoalabanzas y lleno de observaciones útiles sobre el peso y las defecaciones. Su brillante encuadernación de plástico estaba cuidadosamente remendada con cinta adhesiva…

—Sí —dijo con una lentitud exasperante—, una investigación de distrito…

Castang había llevado a cabo las suficientes como para saber que era como cavar una zanja en terreno arenoso. Vas demasiado de prisa, cavas demasiado hondo, das una sola pateada imprudente, y todo se te desploma encima antes de que puedas encontrar algunos tablones viejos para apuntalar los lados. Bianchi había cavado una zanja a través de la casa de Castang. Y, también, de las casas que había a cada lado. Y a cada lado de esas. En la parte superior había muchos restos de basura; donde se podía hundir todo el brazo, sacando paletadas cada vez, carretillas llenas. Pero con sorprendente brusquedad se podían alcanzar capas fuertemente incrustadas de mayor interés, material primitivo del Mioceno o del Plioceno, arrastrado cerca de la superficie por alguna actividad volcánica. Por aquí era donde monsieur Bianchi obtenía el resultado apetecido. Empezaba a dar golpecitos por todas partes —pero de una manera muy delicada— con su martillo; era su sentido del tacto lo que le servía más que cualquier otra cosa. Cualquier persona, incluso un chico como Lucciani, podía ver la diferencia entre rocas ígneas y metamórficas, o impresionar al ignorante con jerga sobre el período Jurásico, pero se necesitaba al viejo Bianchi para examinar un guijarro, palparlo con los dedos, hacer una estimación rápida de su dureza y densidad, saber qué deducciones sacar de su excavación, saber dónde encontrar su punto de escisión…

En presencia de un crimen —dos crímenes, pero él creía, al igual que Castang, que eran uno y el mismo— nadie hablaba. Nadie había visto, oído u olido nada. Los pobres se negaban a hablar con los policías por temor a ser tiranizados por el Estado. Avoir des histoires significa perder tu trabajo o tus prestaciones familiares, que te digan de repente que tu hogar no reúne condiciones higiénicas y que tu coche no puede circular por las carreteras, que no te paguen la Seguridad Social… La policía sabe cómo comportarse como un mal nacido.

Los burgueses tienen miedos diferentes, especialmente de que los polis vayan detrás de sus ingresos, ya que siempre hay algunos que no han sido debidamente declarados a las autoridades fiscales. El perder prestigio o perder posición social, todo se reduce a perder ingresos. Para el pobre, la poli representa la fuerza, pues tiene siempre medios para fastidiar en gran manera al justo. Para el burgués, que lo hace constantemente, la poli también puede pescarle en eso. Un derecho que era al mismo tiempo poderoso; qué horrible pensamiento.

Sin que Richard le diera prisas, sin que le acosara la prensa, o el juez de instrucción o cualquier funcionario meticuloso (en su vocabulario victoriano «los de los manguitos»). Monsieur Bianchi había separado pacientemente masa de cuarzo sin valor, tiza o feldespato, palpando cualquier guijarro con su amarillenta uña, levantándose las gafas y bizqueando a causa del humo del cigarrillo de papel de maíz, que no se separaba nunca de su sucia boca; sus cuchillas de afeitar estaban tan estropeadas como su cepillo de dientes. Inspirando confianza a las mujeres; gracias a las mujeres descubres las cosas. Volviendo fuera de su horario, para encontrar a los hombres menos irritables, después de cenar y antes de sentarse ante el televisor. No rehusando jamás una bebida, pero nunca bebiéndola realmente. Se había convertido en una figura tan familiar en la calle como el cartero; se habían acostumbrado a que estuviese allí; el desasosiego y la hostilidad habían disminuido gradualmente. El problema entonces era hacerles callar, en lugar de intentar separar sus apretadas mandíbulas. Monsieur Bianchi se había convertido en un experto en cada una de las menopausias del bloque, en cada restreñimiento, en cada pequeño Alka-Seltzer; era como si hubiera revuelto en el armario del cuarto de baño.

Guijarro tras guijarro había sido dejado a un lado. Un rastro quizá de sodio o de flúor, cosas que no merecía la pena mencionar, que eran interesantes tan sólo en grandes e inesperadas cantidades. Buscaba metales preciosos. Finalmente había encontrado un guijarro interesante. Bianchi se lo había puesto en el bolsillo del pantalón. Mientras andaba por ahí o se sentaba, sin que nadie lo advirtiera —o eso creía y deseaba— lo había sacado para mirarlo de vez en cuando. Había efectuado unas cuantas pruebas elementales y lo había vuelto a colocar en algodón, dentro de una caja para evitar el polvo. Quería ver qué pensaba Castang de ello. No se habían hecho pruebas sobre corte o escisión. Tenía características interesantes. Con seguridad era radiactivo. Oh, probablemente nada exótico, nada transuránico. Algo por encima del ochenta, entre el polonio y el torio.

El nombre de este guijarro era Goltz.