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EL MAGISTRADO INSTRUYE

De ninguna manera era tan estúpido como Richard se había imaginado. A la policía le encanta fingir que los jueces de instrucción son una pandilla de pesados. Aunque también es verdad que estos conceptos se invierten (los jueces de instrucción piensan lo mismo de los policías). Son como la policía, algunos son buenos, otros menos. Son mucho menos burgueses de lo que acostumbraban ser, y la policía lo es mucho más. De jóvenes tienden a ser de izquierdas, y con la edad se decantan hacia las derechas, pero eso lo hace mucha gente. Les encanta enfatizar su independencia de las ramas legislativa y ejecutiva, especialmente cuando han parecido serviles. La mayoría de los jueces son…

Monsieur Lhermite tenía unos treinta años, era alto, bien proporcionado, elegante. De rancia familia, hecho evidente en los rasgos, tan bien cortados como las ropas y llevados con la misma seguridad y sencillez, y en sus excelentes modales. Clase de los pies a la cabeza; sin arrogancia o afectación. Camisa de villela, abotonada. Traje medio azul, medio gris. Ninguna joya, excepto una alianza. Ni distante, ni afable; tan cortés al escuchar como al hablar. Famoso por su severidad, principalmente basada en aversión por la hipocresía, y una antipatía por el lloriqueo.

Todo eso, al menos, es lo mejor que tiene, pensó Richard. Aunque para hacerle justicia, lo peor en él no era mucho peor. Cuando al final de un largo día está cansado y agobiado, y trabaja doce horas, se pone irritable y puede comportarse tontamente. A veces pienso que guarda su lado peor para la policía. ¡Pero hoy no!

El señor Larkins, a pesar de su experiencia, estaba un poco anonadado. ¿Había esperado más anglofobia o filia? Quizá se hubiera podido enfrentar mejor con cualquiera de las dos. Sus palabras fueron un poco demasiado tajantes y categóricas en lo referente a Derecho Romano.

—Nada en ninguna ley —dijo el juez—, me permite abrigar sospechas. La policía puede y lo hace. Ellos me preguntan: ¿Hay un caso para solucionar? Si existe una presunción, la examinaré. La única que existe en este asunto es que se ha cometido un crimen. No existe una imputación en cuanto a la autoría. Supongamos que existe una. Un testigo que quizá se comporta de manera evasiva o ha huido; evidencia material de aparente gravedad. Estoy facultado para citar a esa persona a declarar. Si rehúsa presentarse, yo puedo perfectamente presumir, no antes. Ustedes tienen un procedimiento, es su país, por el que si una diligente y paciente investigación policial parece demostrar que hay un caso para solucionar, se envían las pruebas al representante de la Fiscalía Pública. Este puede decidir basándose en la evidencia escrita que tiene ante sí. Yo, al contrario, requiero que esa persona se presente ante mí. En lo referente al Derecho Romano, ciertamente, tiene muchas características poco satisfactorias, que, al fin y al cabo, también las tiene cualquier sistema. Estoy seguro de que no necesito recordarles que Timothy Evans fue juzgado basándose en pruebas policiales, condenado apresuradamente y ejecutado sumariamente.

—Lo siento —dijo el señor Larkins—, si parezco un poco demasiado fogoso o demasiado precipitado. En efecto, hay muchos ejemplos clásicos en los que el caso parecía abrumador, y se llevó a personas a juicio injustamente. Soy tan consciente de ellos que puedo haber parecido hipersensible. Nos gusta creer realmente lo que creemos, que los procesos criminales se llevan a cabo con tal cuidado e imparcialidad que es muy raro un error. Estoy de acuerdo en lo del caso Evans; el juez del proceso resultó más tarde que tenía una salud cuyo deterioro no era evidente entonces, pero que murió poco después. Usted siente lo mismo que nosotros. No pueden haber conclusiones en base a unas pocas indicaciones materiales superficiales.

—Una al menos fingió de manera excelente —dijo el magistrado sonriendo.

—Implicaba a dos mujeres acusadas de secuestrar y maltratar a una jovencita. Llevaban una vida solitaria y excéntrica, lo que prestó una falsa credibilidad a la historia. Pero cualquier presunción, incluso de peso, contra los que ocupan un cargo público de gran confianza y responsabilidad, se encuentra con una barrera. Según palabras de un eminente jurista de su país, cualquier persona tiene derecho a una incredulidad inicial que crea una gran predisposición a su favor.

Y con esto el señor Larkins tuvo que darse por satisfecho.

El juez de instrucción le había tomado la delantera limpiamente, pensó Richard, ofreciendo las bebidas del aperitivo. Montaron la comedia del «Bulldog Británico», gruñendo vigilante ante cualquier señal de que los inocentes turistas fueran intimidados y tiranizados por polis franceses de negro corazón. La —hasta ahora— no mencionada amenaza, que a ser posible debía evitarse, era informar a todos los periodistas ingleses y ofrecer una rueda de prensa que desencadenara una «cacería del zorro».

—A la salud del Habeas Corpus —dijo alegremente, levantando su vaso.

—Entiendo, comisario, ¿no habrá ningún obstáculo para que tengamos acceso al resultado del laboratorio sobre los dos coches?

—Absolutamente ninguno.

—Creo que también es hora de que examinemos el motivo de estos acontecimientos, que como usted reconocerá son en su mayoría alegaciones. —Richard dio expresivas muestras de alegría: Philippe Benoît en Tours estaría menos encantado, empero—. Puede que también tengamos que solicitar favores, bueno no es esta la palabra exacta, mejor facilidades.

—Estoy entre la espada y la pared, desde luego —dijo Larkins con aire de franqueza—. Me doy cuenta de sus dificultades.

—Es la gente de allí —dijo Townsend confidencialmente— quienes empiezan a sentirse inquietos. Debido a que esta chica, Toth, es ciudadana nuestra… probablemente temen que aparezcan parientes y provoquen jaleos.

—No ha atraído demasiado la atención de nuestra prensa —dijo Richard—, el primer día era como aquello del perro mordido por un hombre. Se consideró divertido que se encontrara un cadáver en el coche de un juez. Imagino que su gente de la embajada en París no despegarían los labios. Un juez del Tribunal Supremo no estaría muy satisfecho de encontrar que su vida privada es tema para comentarios especulativos en el «Daily Chisme». Se mostró bastante susceptible con el señor Greene, aquí presente.

—Realmente creo que después de todo pediré este bistec, ¿qué significa «poêlé»?

—No asado a la parrilla; poêlé es una especie de sartén.

—Mejor eso que el fuego —dijo Townsend riéndose a carcajadas—. Con una deliciosa salsa pegajosa. ¡Nam!

—Deben ir a Thomas —dijo Richard— y probar su comida. Tienen una buena excusa, ya que toda esta tontería empezó en su zona de aparcamiento.

—Sin duda alguna…

Los dos coches de la gendarmería se habían encontrado aproximadamente a mitad de camino. Habían estado dragando toda la mañana, sin encontrar nada de lo que querían. Quedaba el mismo Loira; un fastidio, como lo es siempre en esta época del año. Encontrar allí las ropas de una mujer, francamente —bien, nadie quería hacer vaticinios—. Sin embargo, los más pequeños, tranquilos como el Cher… Castang había aprendido más de lo imaginable sobre ríos desconocidos.

La gendarmería, hambrienta a causa de sus esfuerzos, se había ido a casa a comer, dejando a Castang y a Orthez en un pueblo horrible, que no mencionaba ninguna guía turística ni lo haría jamás. El caballo puede ser muy bueno para comer, pero parecía un caballo muy viejo, alimentado con el maldito suelo pedregoso.

Iban a volver sobre sus pasos hasta el punto de partida aquella tarde, pero nadie estaba realmente entusiasmado. Los ingenieros de Caminos y Puentes contaban historias espeluznantes sobre el peculiar comportamiento del Loira.

—¿No es aquí donde pusieron gasolina aquella vez? —preguntó Castang fijando la vista de manera aburrida en una calle muy ancha con una vista de surtidores de gasolina.

—Cierto —dijo Orthez que estaba absorto, y parecía interesado en el periódico local—. El empleado de la gasolinera les recordó, porque nunca había visto un Rolls antes, y más aún porque le sacó el polvo esperando una buena propina y no la consiguió. Permanecieron unos diez minutos; las dos mujeres vinieron hacia aquí (para ir a los lavabos; lo pregunté) y el viejo se paseó por la carretera para estirar las piernas. Pero aquel tipo estaba limpiando el parabrisas, el coche no se quedó solo, y él no metió a nadie en el maletero. De todas maneras, como puedes ver está a plena vista. Uno no lleva un cadáver en el bolsillo y lo tira como sin darle importancia en la papelera.

Castang consultó su reloj; un gendarme de campo odia que le hagan hacer la digestión de prisa. Salió a dar un paseo por la calle. Las tiendas del pueblo no eran demasiado atractivas. También se dio una vuelta por la carretera; tampoco lo era la gasolinera. Posiblemente nunca ocurriría nada en un lugar como este, a menos que el duque de Mantée apareciera con su escopeta; estaba petrificado. Empezó a andar de un lado para otro. El agua del cubo que utilizaban para limpiar los parabrisas necesitaba que la renovaran.

Se detuvo en un extremo del área de servicio y miró fijamente a un hombre que había decidido hacer limpieza total mientras le ponían gasolina al coche. Vació sus ceniceros por el suelo; típico. El empleado de la gasolinera protestó. El hombre se encogió de hombros, y anduvo lentamente hasta el cubo de la basura con un puñado de pieles de plátano. Castang fijó la vista en el cubo de la basura, que era un viejo bidón de aceite. Se dirigió hacia él y miró en su interior. Estaba lleno en tres cuartas partes de trapos grasientos, periódicos viejos y restos de comida pasados.

Orthez estaba en la acera bostezando, rascándose el estómago y volviéndose a colocar la camisa dentro de los pantalones.

—¡Hey! —llamó Castang.

El hombre del plátano recogió su cambio y se marchó en el coche.

—¿Cuándo se vació el bidón? —preguntó Castang al empleado.

—Jesús, no lo sé. Hace quince días, quizá.

—Ayúdame —le dijo a Orthez.

—Vuélvanlo a poner dentro —dijo el hombre de la gasolinera con repugnancia—. ¡Policías!

A medio camino del fondo, manchado de grasa, sucio, delicioso, había un vestido de mujer de lana hecho un lío. Con rigurosa exactitud policial, Orthez pidió prestado el recogedor y el cepillo para barrer los mendrugos de pan seco. Los franceses podrán saucissoner sobre tu lápida, y, además, dejar las cáscaras tras ellos.