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ORTHEZ

Lasserre dijo:

—Sí, lo sé, el viejo me llamó por teléfono. Tenemos algún equipo para aguas poco profundas, y puedo conseguir más de la gendarmería. El material para profundidades lo tendremos que pedir prestado a los bomberos.

—Necesitamos buceadores —dijo Orthez.

—No necesitamos buceadores —dijo Lasserre, como si se dirigiera a un niño pequeño.

—Bien, si tenemos una escafandra, yo puedo bucear.

—No puedo tenerlo instalado antes de mañana por la mañana —siguió sin prestarle atención—. Y para saber exactamente cómo está el agua, qué profundidad, qué tipo de corrientes, necesitaremos un ingeniero de Caminos y Puentes. De estar en tu lugar, Castang, hoy mismo tomaría el coche y utilizaría la luz que queda en hacer un reconocimiento. Si entiendo lo que piensa el viejo, no puede haber demasiados sitios. ¿Parándose para mear y escondiéndolo entre los arbustos? ¿O lanzándolo por encima del parapeto mientras pasa a toda velocidad? Y el fondo cuenta, ¿no? Piedras o arena, como se llame…, guijarros, grava, y tienes unas aguas poco profundas relativamente claras. Pero si hay lodo o arcilla, y nuestro submarinista aquí presente va dando saltos por encima con su traje de buceo, ¿es así como se llama, verdad?, todo lo que hará es volver el agua más turbia de lo que ya es. Hablaré con los de Caminos y Puentes y con un equipo de submarinistas para las profundidades; roguemos al cielo que no sea necesario, pero si para mañana por la mañana has señalado los lugares posibles, eso puede ayudar mucho. Llamaré al garaje; tendrán el material listo para vosotros.

—Aún no lo tengo claro —dijo Orthez una vez estuvieron en la autopista—, qué es exactamente lo que estamos buscando.

Castang, que conducía, tuvo un momento de irritación. ¡Típico de Orthez, el que nunca sabía nada! Al mismo tiempo se dio cuenta de que el comentario era sensato y simple, no estúpido. El asunto lo habían discutido entre Richard, Lasserre y él mismo. Orthez no sabía por qué no se le había explicado.

—Un bulto con ropas. Posiblemente con un peso añadido, o también lastrado únicamente con botas y un bolso. Un impermeable. Quizá todo junto, quizá en pequeñas cantidades. Tenemos una descripción, y podríamos obtener una identificación porque la vieron en Caen. Vinieron de Tours y por esta carretera. Si tuvieron algo que ver con su muerte y no hay nada que lo demuestre, el jefe piensa que pudieran haberse deshecho de sus ropas. Si las encontramos lo demostraría. Quod erat demonstrandum.

Erit —dijo Orthez—, tiempo futuro.

Castang le miró anonadado, sorprendido.

—No aprendí demasiado —dijo Orthez con sencillez—, sólo un poco en la escuela. Sin embargo, se me quedó en la cabeza.

Castang pensó que nunca había sabido que nada se le quedara en la cabeza alguna vez, y que no estaba mal saber cuándo uno se equivoca.

—Realmente vinieron por aquí. El jefe me envió a comprobar donde habían puesto gasolina.

—Cierto, lo recuerdo. —Redujo la velocidad para salirse de la autopista—. ¿Quieres que cambiemos de sitio?, tú eres mejor conductor.

—No. Sirvo para esto. Tú vigila la carretera y yo controlaré el paisaje.

Y servía para ello; tenía una extraordinaria vista para el terreno. Decía «para», y mientras Castang hacía retroceder el coche, «parecía un rincón apropiado», y ahí estaba un bonito pedazo de bosque con una conveniente depresión, donde uno quedaba oculto del tránsito.

—No podemos estar seguros de que fuera una corriente de agua.

—Es verdad.

—Sería más fácil yendo en el otro sentido. Pero si tú estuvieras detrás, mirando por el lado, sería en este sentido.

—Podría.

—Nunca he subido a un Rolls-Royce.

—Tampoco yo.

Había muchas corrientes de agua, y puentes que las cruzaban, pero tal como Richard pensó, no demasiado apropiadas para arrojar paquetes. Un puente en el centro de un pueblo, rodeado de miradas, no tentaría a nadie.

—Para —dijo Orthez—. O a la vuelta no tendremos luz.

Y su cálculo fue exacto; caía la noche cuando volvieron a la autopista. ¿Qué tenía que ver ser sagaz con ser un buen policía? No era la primera vez que Castang se había hecho la pregunta. ¡Él era bastante bueno en las cosas para las que servía! Como Orthez…

—Espera un momento —dijo, frenando en el acceso a la autopista—. No fueron por aquí. No se dirigían a la ciudad, iban a casa de Thomas. Vi un letrero.

Hizo girar el coche volviéndolo a dirigir hacia el cruce. No era mucho más que un camino, zigzagueando a través de los pueblos del valle, pero estaba señalado en el mapa, y ahorraba más de veinte kilómetros de carretera y tener que atravesar la ciudad.

—Bobo —dijo Castang, refiriéndose a sí mismo.

—Yo también —dijo Orthez—, porque acostumbraba venir a pescar por aquí. Conozco un buen lugar, el mejor. Porque lo ves al entrar, ¿me entiendes?

Cinco minutos más tarde le ordenó detenerse.

—Demasiado oscuro.

—No. Para aquí. Lo verás.

Castang obedeció, apagó las luces, y cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra lo vio.

El arroyo de la colina, que se unía al río en algún lugar de la ciudad, serpenteaba aquí por el valle, caudaloso ahora debido al agua de lluvia invernal. El antiguo puente que lo cruzaba trazaba una peligrosa curva en forma de S y había provocado numerosos accidentes hasta que la administración lo arregló construyendo un nuevo puente quince metros río arriba. El macizo arco de piedra del paso abandonado había sido un problema demasiado grande para ocuparse de él, y se veía claramente.

—Tienes razón —dijo Castang—, y no hay demasiado tránsito por aquí.

El agua se precipitaba bajo el arco, ensanchándose hasta convertirse en un estanque de unos seis o siete metros.

—Miraremos por la mañana.

—Mierda, no tiene más de un metro de profundidad y hay muchas posibilidades de que si era poco pesado hubiera sido arrastrado hacia la playa de guijarros de ahí. —Y como Castang vacilaba, debido a que no tenía grandes deseos de chapotear en aguas glaciales en la oscuridad, continuó maldiciendo—: Me gustaría escupirle a Lasserre a los ojos, él y sus buceadores —sabiendo que entre los dos no existía un gran cariño.

—Vamos entonces.

Forcejearon con la enmarañada masa de material a la luz de la linterna. El rechoncho Orthez se metió gruñendo dentro de unas botas altas impermeables. Manipular en la oscuridad una red aunque fuera en aguas poco profundas era una tarea que ambos desearon no haber empezado. Soltaron muchas palabrotas, sobre todo cuando el agua pasó por encima de las botas de Castang y lo dejó empapado; y más aún cuando Orthez golpeó una bicicleta oxidada en mitad de la corriente. Pero tenía la habilidad de saber manejar las argollas de la cadena y los cables de alambre que dejaban los dedos de Castang llenos de pellizcos y sangrantes. Al fin consiguieron colocar la red, después de tener problemas con los troncos sumergidos de los sauces en la parte poco profunda. Se hicieron con un botín fangoso, desteñido y desagradable bastante considerable, que se tradujo en una vieja batería de coche, algunos sacos de plástico que antaño habían contenido fertilizante, bloques de cemento, un pala rota, dos trampas oxidadas de cazadores furtivos y una gran cantidad de materia vegetal en descomposición.

—Joder —gritó Orthez, al encontrar un rollo de alambre de espinos liado con hilo de pescar viejo y una punta de cebo rota—. ¡Eh!, la linterna, deprisa.

La empapada bolsa de tacto grasiento hubiera ido río abajo, quizá, de no haber sido por el peso de su interior.

—Tranquilo —aulló Castang—, manéjalo cuidadosamente.

Tiempo atrás había sido perfumada, suave piel italiana.

La llevaron hasta el coche, cogiéndola por la correa. Buscó el botiquín de primeros auxilios que llevan todos los coches de policía. Castang estaba mojado hasta la cintura, y Orthez hasta los sobacos. Se remendaron los dedos con esparadrapo, y mirándose el uno al otro con júbilo.

—Un trozo de roca —dijo Orthez— para evitar que flotase. Pero lo tenemos.

Se fue a buscar el equipo, y Castang se dio cuenta al palparla de que no era una roca. Se envolvió la mano con un trapo y abrió el cierre metálico.

Era una pistola Luger, lo bastante pesada como para estar cargada.