ALREDEDOR DE LA MESA DEL ALMUERZO
Estaba claro que esperaban ver a Richard, y que habían quedado a la vez desconcertados e indignados ante su no aparición. Para ellos Castang era un subordinado y Larkins tenía un rango equivalente al de comisario de modo que se sintieron desairados, y con toda seguridad se lo iban a tomar como una actuación hostil. El hombre del consulado, Greene, una persona agradable, se había sentido violento, y se había esforzado para ser conciliador, pero después de meter la pata estaba en desventaja. Ahora se habían refugiado todos en el consulado como en una fortaleza de valores británicos y estaban bebiendo té y conspirando.
¿Dónde diablos estaba Richard? Fausta juraba que no lo sabía; mintiendo sin duda, pero él no podía hacer nada. Los tópicos corteses estaban muy bien alrededor de la mesa del almuerzo, y los ingleses se lo pasaron en grande comiendo y bebiendo; pero el ambiente se fue apagando. Greene había escogido un lugar típico para ir a comer, ligeramente caro y un poquito falso. Demasiados cuchillos y tenedores, una atención excesivamente pretenciosa a las especialidades regionales. Y le habían acosado bastante ostentosamente con bebidas. Los ingleses habían bebido una gran cantidad de vino, aunque sin embotar la inteligencia de Larkins, y eso que tenía mucha.
Habían estado en una mesa redonda, grande, a propósito para cinco porque Richard también estaba invitado. Una mesa de conferencias, pues se suponía que el almuerzo iba a poner fin a las ambigüedades.
Dejaron translucir su opinión de que Castang se callaba demasiadas cosas. Menos claramente, pero con más detalle, que no les hacía ninguna ilusión cualquier suposición o insinuación referente al juez y a su familia. Hubo comentarios concisos sobre este tema por parte de los dos policías ingleses. ¡Había sido tan incómodo como escuchar a Richard! Castang se marchó sin tener ninguna duda sobre ello; legalmente cualquier «caso» contra aquel irresponsable personaje era tan endeble que un buen puntapié lo echaría todo a rodar. El mero hecho de que el cuerpo hubiera sido hallado en el Rolls-Royce, era para ellos (y secretamente para él también) más que suficiente para demostrarlo.
—Has matado a una persona y vas cargado con el cuerpo —dijo Townsend, con claridad a pesar de tener la boca llena (debía de ser una habilidad de los ingleses)—. ¿Vas a cargarlo en tu propio coche e irte de excursión con él en el maletero? Estúpido.
—Como si esto no fuera suficiente —dijo Larkins en una voz que disimulaba la ironía—, tienes el coche más llamativo que se pueda imaginar, aterrizas en el lugar más llamativo que se pueda escoger, a saber, un restaurante de tres estrellas en plena hora del almuerzo, y allí lanzas un enorme chillido. La fundamental improbabilidad de todo esto…
—Hemos de tener en cuenta que son las extraordinarias circunstancias las que están molestando a monsieur Castang aquí presente —dijo Greene apaciguador—. Se encuentra ante unas circunstancias que son difíciles de explicar. Intentando explicarlas, uno busca en todas direcciones.
—Él busca en la dirección obvia —dijo Larkins—, a saber, que alguien tuvo la suerte de encontrar este coche abierto gracias a un malentendido con el personal del hotel. ¿Quién?: ahí hay un amplio campo. Esta chica era especialista en entablar amistades casuales. Laetitia, ¿no significa eso «alegría»? ¡Un nombre apropiado! Una «chica alegre» es lo que era.
—Está muy callado, Castang —dijo Greene, jovialmente.
—Estoy comiendo. Y escuchando. El juez de instrucción es consciente de estos argumentos; son los suyos. Es un magistrado capaz y con experiencia, y pueden estar seguros de que no llegará a conclusiones prematuras. Estará ansioso por escuchar las suyas. Creo que no me equivoco si digo que querrá verles mañana. A propósito, en cuanto al juez y su familia, señor Greene, usted iba a averiguar todo lo que pudiera sobre ellos.
—¡Válgame Dios!, no hay mucho que yo le pueda decir. Tribunal Supremo, por lo tanto tiene el título de caballero, y pronto ascenderá probablemente, el equivalente a su Tribunal de Casación, lo que le convertirá en lord. Aparte de eso le busqué en el Who’s Who. Lo copié. —Buscó un pedazo de papel en su bolsillo—. La información podría ser en su mayoría arcana para un oído no inglés; quiero decir los clubs a los que pertenece y todo eso.
»Marlborough; Trinity College, Cambridge. Sirvió durante la guerra en los Fusileros, llamado al Colegio —significa que se convirtió en abogado— en tal año, tomó la toga, eso es bastante técnico; intentaré explicárselo.
—No se moleste —murmuró Castang, añadiendo en silencio «al cuerno» para sí—. Vara de Oro, Perseguidor del Unicornio.
—Se casó con Rosemary, hija de… usted sabe todo eso. Un hijo, una hija, también lo sabe. Condecoraciones y distinciones. Ocupaba su tiempo de ocio en paseos por el campo, la botánica y los pájaros; interesante aunque por el momento no sea útil. Un piso cerca de Sloane Street y una casa en Egham.
—¿Egham, Surrey? —preguntó Castang sin darle importancia.
—Exacto. ¿Hay otros? Puede que sí, supongo, es el único que conozco, de todas maneras —vació su vaso—. Le daré esto si lo quiere. Sir James Clarence Gregory, usted obtuvo todo esto de su pasaporte.
—¿Dónde he oído hablar de Egham, Surrey? Es cierto; la señorita Mary Johnson. Ahora tenemos a Laetitia, la había olvidado.
El señor Larkins que había estado comiendo unas cuantas patatas fritas que quedaban en el plato, cogiéndolas con los dedos una a una con aire meditabundo; se aclaró la garganta y dijo:
—Recuerdo, Castang, que usted usó las palabras «fortuita» o «gratuita» antes. No me gustaron demasiado entonces, aunque no sabía por qué. Esta chica, Toth, sobre la que estamos todos de acuerdo en que es un poco extraña, podríamos preguntarnos qué estaba haciendo aquí. Yo no le di mucha importancia. La región del Loira, los castillos y todo eso… un centro de turismo. Y usted dijo que había encontrado rastros suyos en Caen, eso es Normandía, ¿verdad?, otro centro natural de turismo. De modo que todo podría ser pura coincidencia, aunque sí que me pregunté si no habría estado siguiendo a la familia por algún oscuro motivo. El que diera esa dirección falsa lo confirma en cierta manera. Usted se acaba de dar cuenta; la dirección del juez está a la disposición de cualquiera que se tome la molestia de buscarla. Es del dominio público. Y ella era una especie de periodista. Hace sospechar si no estaba intentando…
—¿Llegar hasta él por alguna razón? —sugirió Townsend.
—¿Para intentar conseguir una entrevista para algo que estaba escribiendo? —preguntó Castang, quien aún no había mencionado a monsieur Robin.
—¿De vacaciones? —dijo Greene, lleno de dudas—. ¿Por qué en Francia?
Larkins le miró pensativamente, y más aún, un poco fastidiado porque hablaba demasiado, pensó Castang, con el suficiente sentido policial para no demostrarlo.
—Nuestros jueces, señor Greene, no son muy dados, como usted sabe, a conceder entrevistas. Es pura hipótesis, pero es una posibilidad. Para conseguir prestigio para ella o para su periódico, podía haber tenido la esperanza de entablar una amistad casual, para lo cual son propicias las vacaciones, cuando la gente resulta más accesible que en casa.
—Ya lo entiendo —dijo Townsend—. Una joven convincente podía pescarle en un momento de desahogo y hacerle hablar.
—¿Oficiosamente, sin duda? —objetó Greene.
—Nada es oficioso si te presentas como periodista.
—¿Lo haría? —se preguntó Larkins—. Yo mismo lo he experimentado. Un periodista de buena reputación no se saltaría las normas, no puede permitírselo. Pero estos impacientes freelances, que viven esperando algo que puedan vender a un periodicucho escandaloso, muy a menudo no tienen escrúpulos, y pueden planear una amistad en el extranjero, donde los ingleses están más unidos, algo que sería impensable en casa.
—¿No son demasiadas molestias para ella? —preguntó Greene.
—A menudo lo hacen, cuando buscan exclusivas. Pero tal como yo lo veo, fue un acontecimiento fortuito, en el sentido que utiliza el señor Castang. Digamos que el coche le llamó la atención en el ferry; un poco de fisgoneo le permitiría identificar a los pasajeros. Piensa que vale la pena llevarlo adelante.
Castang estaba más impresionado de lo que demostraba. Él sabía que había algo en todo esto, mientras que ellos no.
—Para nosotros quizá vale la pena profundizar más. Pero ¿por qué él podría ser una buena exclusiva? ¿Tenía algo especial?
—Podría haber presidido recientemente en un juicio, una causa célebre —ofreció Greene—. Podemos mirarlo en los archivos de los periódicos, pero seguramente, ustedes lo sabrían —se dirigió a los dos policías.
Se encogieron de hombros.
—No uno de los nuestros —dijo Larkins—, pero él es muy conocido. Es un juez duro. Les deseo mucha suerte.
Le recordó algo a Castang.
—¿Infligiendo penas de muerte? —preguntó interesado.
—Ya no las tenemos. Es el tipo que lo haría, si pudiera. No todos son buenos como el pan.
—Nosotros tenemos el mismo problema. De todas maneras, nada de esto nos acerca más a saber por qué la mataron.
—Desde luego que no —dijo Larkins enérgicamente—, pero no he oído nada aún que me haga cambiar de opinión de que una mujer que está en posesión de armas de fuego puede tener socios criminales, y me parece a mí que es al menos plausible, que quien la mató pudo estar al corriente de su interés por el juez, y quizá buscó crear un desconcierto, debido a un espíritu vengativo. Sería interesante —intencionadamente— saber el punto de vista de monsieur Richard.
—Probablemente, ahora ya estará de vuelta —dijo maldiciéndole interiormente—. ¿Van a volver al consulado? Haré que les llame, en cuanto le vea.