«A FAVOR DE FRANCIA SE MANTUVO EL VIENTO»
«Lastimosa ignorancia» fue lo que demostró a la mañana siguiente el comisario Richard en su actitud de colapso físico total, que era señal de furiosa actividad cerebral. Para los subordinados, no era exactamente una señal de peligro, pero no había que dormirse. Se había hundido profundamente en su silla, inclinándola hacia atrás y sujetaba al extremo del escritorio con el empeine de su zapato, sus ojos fijos en el extremo más alejado del techo.
—Esto es… en conjunto, lamentable… Más si consideramos que tú has construido un caso muy interesante. Referente a… lo que pasó en Tours, tal como están las cosas probablemente no es de gran importancia. Hablaré con Philippe Benoît y le convenceré… pero no necesito recordarte que no se trata de un caso jurídico; tu desconcierto era aparente en cada palabra que me escribiste anoche. Que, desde luego, no he leído hasta esta mañana…
La voz se fue apagando casi hasta extinguirse. Hubo una larga pausa, que Castang tuvo el buen sentido de no interrumpir.
—Muchos de mis medios están ocupados…, por no decir malgastados…, en este estúpido atraco. Ayer un granjero removiendo la tierra en Ferrières sacó a la luz un cráneo y algunos huesos. No parece que se correspondan con el asunto Martínez de hace dos años, del que te acordarás…, pero aún sigue «bajo instrucción» y contribuye a… una reanimación del interés. He tenido que enviar a Davignon allí.
»¡Todo lo que necesitamos ahora es que algún árabe vengue el honor de su familia en algún lugar remoto y tendré que enviar a Orthez! Muy bien —volvió al tema con una sacudida—, debemos dejar que esto fermente en la mente del juez. Me parece que se sabía de antemano que tu chico Armitage está ocultando si no toda, gran parte de la información pertinente, e intenta utilizar la respetabilidad llovida del cielo de sus familiares como un paraguas. Puesto que la chica…, su hermana…, escogió un extraño momento para abrir el maletero y lanzar un enorme chillido, podemos quizá asumir que la familia no sabía nada…
—Si lo hubieran sabido —dijo Castang—, seguramente hubieran tirado a la llamémosla señorita Johnson en una zanja, como a la abuelita del carnicero.
—Exacto. Se me ha dicho, sin embargo… que cualquier intromisión en la vida del juez o de su familia sería considerada por la Embajada británica como una actitud hostil: se ha convertido en un síndrome clásico. El juez de instrucción ha descubierto los expedientes de tres casos así en los últimos diez años…
»Nosotros, no me refiero a la PJ sino a la República Francesa, estamos en una mala situación para quejarnos o protestar. Los ingleses ronronearían y señalarían dos casos recientes de una persona estrechamente complicada antes y después del hecho, si es que no era el verdadero asesino, que no pudo ser llevada ante la justicia, y la protección en las altas esferas se convirtió en un asunto de notoriedad pública. Sinceramente espero que me comprendas, Castang. El juez piensa como yo. Nos harían pedazos y nos triturarían.
»Sin una indicación de material realmente convincente, el juez no te dará orden para interrogar, y mucho menos de arresto. Es joven… y ambicioso.
»No vamos a dejar que el asunto se pudra mientras hablamos de su maduración. Veo pocos motivos de alegría por el momento. Tus dos mayores esperanzas; bien, podemos olvidarnos de los ingleses: ¡no van a decirnos mucho! Benoît puede encontrar algo en el coche: le pediré que haga una amable solicitud para que este como-se-llame, este Brillant, cese de ser distante y engreído.
»Bueno, este asunto lo verás más claro a la luz del día. Podría sugerirte… ¡No es terriblemente significativo que quienquiera que abandonase el coche en ese aparcamiento, dejara el ticket y la llave! ¿Quién dio gato por liebre a quién? Ya habrás captado que no tengo demasiado tiempo o inclinación para especulaciones… Monsieur Bianchi aún no ha vuelto a salir a la superficie, y no se toma a bien que le den prisas. Trabaja mejor cuando le dejan a su aire y confío en que tú también… ¡Oh!, antes de que te vayas, Castang, Fausta recibió un mensaje del CID en Londres. Dicen que tienen una identificación. También dicen, lo cual supongo que es muy amable y de buenos vecinos por su parte, que tienen intención de enviarnos a un oficial experto y con experiencia para ayudarnos en nuestras investigaciones. En otras palabras, tienen intención de atarnos con la correa del perro y ponernos el bozal también… Menciono esto para prevenirte de que si ves acercarse a cualquier adiestrador de perros, no empieces a mostrar síntomas clínicos de tener la rabia, ¿de acuerdo?
—¿Qué quieres que le diga a la prensa?
—Oh, yo diría… que viene de ese lugar con el que estamos hermanados por aquello de las relaciones públicas. Cóctel en la Cámara de Comercio. Intentaré que el alcalde ofrezca una recepción cívica en el Ayuntamiento, aunque está de un espantoso mal humor a causa del nuevo atraco a este banco del demonio. Yo mismo mostraré un espíritu complaciente… Si tuviera un momento… quiero a Cantoni, intenta buscármelo.
Era típico de Richard introducir la parte de información que más le había molestado como un negligente desperdicio final.
Castang se mantuvo ocupado redactando cuidadosamente un télex para Tours, y otro para Caen, y luego sacó la declaración hecha por el joven Colin Armitage. Había intentado desdibujar la noche, y esto era importante, en que el resto de la familia había dormido en Tours. Según él, a la mañana siguiente había conducido por la autopista hasta París, tenía el deseo de probar el celebrado pollo de monsieur Thomas, imaginaba que su familia podría estar allí con la misma intención, y se apresuró con la esperanza de conseguir que papá pagara la cuenta.
Todo ello había parecido perfectamente plausible, hasta que uno caía en la cuenta de que, de hecho, había dejado Deauville veinticuatro horas antes, después de pasar la noche con una nana. Hum, lo de la nana era muy discutible, dependía de la «experiencia» de Mary y del hecho de que una nana real, basada en hechos (esta había sido vista), no había ocupado su habitación en Caen.
Hasta ahí había llegado, sentado balanceándose en su silla como Richard con el pie en el escritorio, pero su silla era mucho menos cómoda, cuando la puerta se abrió y apareció Fausta. Una aparición exquisita como siempre, ojos que se arrugaban ante regocijantes pensamientos secretos, el pelo Rapunzel-Rapunzel, la sorprendente boca, cuyo labio inferior se torcía ligeramente cada vez que enarcaba las cejas. Totalmente deliciosa.
—¿Estás presentable? Tengo visitantes muy importantes para ti. Verás, el comisario ha tenido que ir a una conferencia en la Prefectura.
Endemoniada chica; lo estaba encontrando muy divertido.
—Haz entrar a las visitas. Por favor, di a Orthez que no queremos ninguna interrupción.
El CID londinense estaba representado por la típica sociedad Babcock and Wilcox, de un inspector-jefe de homicidios y un sargento detective.
—Mi nombre es Larkins, y este es el señor Townsend.
Un francés muy cuidado y correcto, voz sosegada, sonrisa alegre, modales discretos. No respondían clichés. Los trajes no eran ni de tweed peludo ni de buena sarga azul marino con el trasero brillante por el uso, sino de grueso estambre, uno gris, otro marrón. Nada excéntrico, bucólico o totalmente acatólico; ni sombreros hongo, ni impermeables sucios. Dos hombres reservados, serios, razonables, que pasarían inadvertidos aquí, en casa, o en Buenos Aires. El señor Larkins era calvo pero no excesivamente; el señor Townsend tenía una larga nariz; ambos tenían las facciones irregulares y desiguales que imprimen carácter al rostro inglés, pero sin extravagancias. Castang acercó sillas, y dijo las típicas frases de cortesía.
—Aquí decimos «¿Hubo buen viento?».
—Oh, el viento se mantuvo bueno para Francia. No, eso no suena del todo correcto.
—«A favor se mantuvo» —intentó Townsend.
—Mejor, pero no resulta muy diplomático. Sin duda, Enrique V y la batalla de Agincourt difícilmente podrían considerarse una buena forma de presentarse.
—De todas maneras —dijo el señor Townsend—, Enrique V era un zafio imbécil sin ningún interés.
—Por regla general, ellos forman parte de nuestro negocio —dijo el señor Larkins suavemente.
—El viento es bueno —dijo Castang—. Estoy encantado de verles. Estamos bastante ocupados en estos momentos, con gran número de investigaciones entre manos, lo cual explica dos cosas: me alegro de poder recibir cualquier tipo de ayuda, y por la misma razón monsieur Richard me ha pedido que haga todo lo posible para que su visita sea agradable a la vez que interesante, porque teme no poder tener tanto tiempo como desearía. Intentará reunirse con nosotros para el almuerzo.
Quedaba patente que se habían sentido un poco incómodos, porque después se animaron.
—Bien —siguió con una acogedora sonrisa—, no necesito decirles cómo avanzan las investigaciones de este tipo; a un ritmo lento a menos que uno tenga suerte. Un crimen amateur, con unos cuantos intentos de aficionado para despistarnos. Querrán saber brevemente cómo me ha ido, e imagino que no han venido hasta aquí sin alguna información que nos ahorre el tener que andar escarbando en dirección equivocada. Me he ocupado, principalmente, de los movimientos de ella; ahora, si ustedes pueden decirme algo de sus antecedentes.
La puerta se abrió «¡Oh!, no»; ¿sería Orthez, impulsado por su inimitable mezcla de curiosidad y falta de tacto? La única cosa que es aún más dura que su piel, es su mollera. Hubo una expectante pausa y entró Fausta, reluciente, con tres vasos de té; un platillo con terrones de azúcar, un platillo con rodajas de limón. Salió sin el menor contoneo.
—Qué chica más maravillosa —dijo Townsend, muy impresionado.
—Ella es con mucho lo mejor que tenemos por aquí. Bien, ella (perdón, la otra) tuvo un mal final en la zona de Tours, y nuestros valiosos colegas de allí al no tener una pista directa, se verán obligados a proceder por eliminación. En un hotel lleno de personal y de huéspedes, eso es pesado. De modo que he estado reconstruyendo sus pasos, esperando encontrar una conexión que pudiera arrojar alguna luz sobre su inexplicable aparición en el maletero de un coche. Encontré rastros suyos en Caen, de modo que la buena gente de allí va a intentar rellenarlo un poco. Tengo un coche, que está examinando la brigada técnica. Las ropas que llevaba se han desvanecido; me gustaría encontrarlas. El Rolls-Royce y sus ocupantes, el juez y su familia, parecen ser una pista falsa gratuita. No estoy seguro de tener el adjetivo justo. ¿Fortuita? ¿Ingenua?
El señor Larkins tenía su entrada. Había estado observando su té, servido en una jarra de cerveza, como si se preguntase por qué hervían la cerveza allí. Ahora, rebuscó en su maletín, extrajo una pipa y una lata de Gold Block, y un par de pedazos de papel. Probó el té y empezó a cargar la pipa.
—Conseguimos una identificación suya sin demasiadas molestias realmente, sin necesidad de los datos odontológicos; apreciamos el envío del excelente y completo expediente. Asumiendo que era inglesa, supusimos que habría abandonado el país recientemente, nos concentramos en ello y encontramos petróleo con bastante rapidez. Pagó su viaje con un cheque, de modo que fue pan comido. Una tal señorita Letitia, no, Laetitia Toth, con una dirección en el oeste de Londres.
—¡Ah! —dijo Castang, sonriente—. Yo tan sólo la conozco como señorita Mary Johnson, de Egham, Surrey.
—¿De verdad? ¿Egham en Surrey? Una imaginación fértil. No importa; no sonaba particularmente inglés, aunque nunca se sabe; no obstante, naturalizada desde la infancia —miró su pedazo de papel—, el padre tenía algún derecho a la nacionalidad británica: malayo. La madre era francesa, por extraño que parezca; aquí dice nacida en Niza. Estos son tan sólo unos breves apuntes que el Ministerio de Gobernación nos ha conseguido amablemente. Los padres ya no viven. Estudios de segunda enseñanza, estudios adicionales sin orden ni concierto, hasta un nivel no muy alto. Un trabajo con la BBC, trabajillo de script; durante los últimos tres años más o menos periodista freelance, trabajo en el que parece haber tenido un moderado éxito. No hemos profundizado en todo esto; lo haremos, naturalmente, si es que tiene alguna relación. Desde luego, en Londres hay una población marginal de esta clase que puede llegar a un par de miles. Sin antecedentes penales. Vivía sola, más o menos, en un pequeño apartamento en las afueras de la zona de Holland Park. No muy bohemia según los vecinos; algunas veces había ruidosas reuniones de amigos o lo que fueran, pero no para quejarse. —Se interrumpió para encender la pipa.
—¿Se drogaba? —sólo para decir alguna cosa.
—Alguna pastilla, algún porro, sin duda. Nada extraordinario. Lo que nos ha traído aquí… La mataron aquí, posiblemente tenía amigos, parientes, no sé; una investigación en Niza puede producir familiares… pero —apagó la cerilla agitándola— echamos una mirada por el apartamento, naturalmente. Cartas y cosas así. Encontramos una o dos cosas raras. Estas crearon una imagen, ¡oh!, muy indefinida, pero por su naturaleza creí que quizá sería mejor asomarnos por aquí; aparte de que es un placer, desde luego…
»El comisionado adjunto estuvo de acuerdo. ¡Oh!, nada especial en lo que se refiere a rarezas, pero tenía dos armas de fuego no declaradas y ciertamente no registradas. Dime otra vez qué eran.
—Una pistola americana —dijo Townsend, sin necesitar notas—, un Ivor Johnson del 32 y un enorme Llama del 45. Cargados, además.
—Bien, los hombres hacen colecciones de armas de fuego, incluso ilegalmente, pero tal cosa es una rareza, y más en una mujer joven, a menos que tenga relaciones con criminales, ¿quizá? Hasta ahora, no le conocemos ninguna, pero hay que investigarlo más a fondo.
El señor Larkins era del tipo metódico, que se tomaba tiempo para exponer sus sucesivos puntos, y no tenía sentido intentar apresurarle. La pipa no tiraba a su satisfacción. Y Fausta, esa rareza entre las mujeres europeas, vertió agua caliente sobre una bolsa de té Lipton.
—Además, esas armas no eran viejos desechos oxidados. Estaban muy bien cuidadas. Las confiscamos, desde luego. El informe de balística, espere un segundo, dice que no las han disparado recientemente, pero que estaban a punto para usarlas. Las balas que disparamos para analizarlas no corresponden a ningún crimen conocido que implicase armas de fuego; como bien sabe, tenemos un gran número de problemas en nuestro país a causa del IRA. Sin embargo, la Brigada especial no le dio a esta mujer una importancia especial, pendiente de un estudio más detallado de sus asociados. ¿Me explico? No obstante, podría estar relacionada con terrorismo, ¿o quizá esta es una expresión demasiado fuerte en este país? Ustedes pueden tener bretones y tipos que dinamiten objetivos; el punto al que quiero llegar es que parecía demasiado endeble, y al mismo tiempo demasiado pertinente, para sólo mascullarles algo por teléfono. Veamos ahora sus escritos. —Tomó el tercer pedazo de papel—. Como periodista, tiene un montón de notas y borradores y copias, quiero decir que es lo que uno podría esperar. Material relativamente de calidad para revistas femeninas, no únicamente cómo deshacerse de las espinillas o evitar las quemaduras del sol. Sin embargo, a cualquier nivel hay cosas fuera de lugar; voy a citarle: «La Luger es un instrumento perfecto para matar, lo que la hace una perfecta obra de arte. La estética es del todo satisfactoria, puesto que la muerte es clímax», ahí se interrumpe. Muy extravagante para una revista femenina. Pensamos en una novela naturalmente: ¿un guión, una historia corta, una novela?, pero nada del resto del material corresponde a esto. Bien, era una nota para algo muy reciente o… En cualquier caso, sentía una especie de malsana preocupación por las armas de fuego.
—O por la muerte —dijo Townsend—, por este o por otros medios.
Castang no dijo nada sobre la experiencia de Robin en Caen, porque uno soltaba su capital lentamente, en especial cuando no tenía demasiado. ¿Tenían algo que decir los caballeros del CID sobre el juez? Se preguntaba cómo enfocar aquel tema tan espinoso cuando sonó un discreto golpe en la puerta. Contestó «pase», y las afables facciones apuestas de Martin Greene aparecieron tímidamente.
—¿Les interrumpo? —preguntó.
—No, no. —Castang efectuó las presentaciones.
El señor Greene sonrió a todos. Vaya cuadro que hacían, pensaba: la respetable firma Babcock and Wilcox, apostadores, en busca de una buena información por parte del entrenador. Castang, con un aspecto equino, un poco raro pero de todas maneras apropiado. Su colección de sombreros y gorras para todas las ocasiones decoraba el despacho. Teniendo en cuenta cómo son los funcionarios franceses, era agradable y extraordinariamente franco. ¿Brillante? Eso no contaba, por desgracia eran generalmente brillantes. Nada fuera de lo común. Más bien una mente independiente. En cualquier caso no era una persona a la que se pudiera ignorar, y esperaba que ese Larkins fuera lo suficiente agudo como para darse cuenta. Suponía que ellos habrían enviado a alguien eficiente. ¿Podía confiar en eso? Cuando trataban con los odiados franceses eran capaces de demostrar a veces una asombrosa estupidez.
—El consulado tiene una grata tarea —dijo—. Tengo instrucciones de hacerme cargo de los gastos de estos caballeros; déjenme tener el placer de invitarles a almorzar.
Todo el mundo protestó para guardar las apariencias, y aceptó graciosamente el que se hiciera caso omiso de sus protestas.