LOS AMOS DE LA NOCHE
Richard había salido. Cantoni también. Maldita sea, incluso Lasserre había salido. ¡Castang no había atinado en que llegaría un día en que le apenaría oírlo! Quería que alguien le dijera: «Mira chico, es terriblemente simple». Porque por estúpido que le pareciera todo, estaba seguro de que era sencillo. Las cosas lo eran. Era la gente la complicada. Esa mujer que había dejado el bebé en el aparcamiento… ¡las mujeres sencillamente no hacen tales cosas! ¡Oh!, sí que las hacían…
Maldición, había olvidado anotar la lectura de los indicadores del coche de policía. El interventor no estaría demasiado interesado en lo que había encontrado en Caen, después de todo, pero era capaz de crear un interminable alboroto sobre la cantidad de gasolina que había utilizado. El patio de la PJ parecía bastante vacío, y también la oficina.
—¿Dónde están todos? —gruñó al hombre del escritorio.
—¡Oh! —dijo sin expresión—, ¿no lo sabías? Han vuelto a atracar en la Caja de Ahorros. La que está en Sainte Claire.
—Es la tercera vez en seis meses.
—Es cierto. Cantoni se ha ido echando pestes. Aún no habían instalado un sistema de alarma.
Y aunque lo hubieran hecho, la cámara estaba invariablemente demasiado alta, demasiado baja, o se había quedado sin película en el momento crítico. ¡Había que cerrar los bancos! ¡Abolir el dinero! Con tristeza Castang pasó su informe a máquina; todo parecía más estúpido sobre el papel que en la realidad.
Se escondió en un rincón, procurando no llamar la atención. ¡Nadie debía saber que estaba aquí! Esto era absolutamente infantil, puesto que el hombre del escritorio le había visto (pero quizá pensaría que había vuelto a salir… con optimismo). La oficina del alcalde debía de estar llamando, pidiendo todo tipo de información y unas cuantas mentiras útiles para el público (le recordaba al nuevo embajador americano que había dicho, agradablemente: «la técnica para este trabajo parece muy simple; aprender cómo mezclar lo tópico con la falsedad»). El periódico local debía de estar telefoneando, pidiendo detalles más sanguinolentos. Fausta estaba allí para cuidarse de todo aquello; super-Fausta era mejor que cualquier otra persona.
Cuando terminó, caía la noche. Las cosas habían regresado, más o menos, a la normalidad. Se escurrió con su asqueroso texto mecanografiado, que comentaba someramente una diversidad de detalles, como su imaginación mientras estaba en la piscina de Deauville, cuando se dio cuenta de qué día era. Podía oír a Lasserre en su oficina echando una bronca a alguien. A Richard no se le veía por ninguna parte. Fausta se había ido a casa. Se fue a casa. Un policía que volvía a casa era, después de todo, muy parecido a cualquier hombre de negocios que regresaba al hogar. En el momento de entrar por la puerta uno se ponía la cara de estar con la familia: todo era «ja, ja, ja», y «¿han sido buenos los niños, y han terminado ya sus deberes, y qué hay para cenar, querida?». No hablaba de los trucos sucios que había estado haciendo durante el día, mucho más sucios que cualquier cosa que hiciera la policía. A menudo pensaba en el hombre que escuchando una larga queja sobre lo mucho que se pagaba a los hombres de negocios, contestó: «Es totalmente justo; considera lo horrible que es el trabajo que hacen». (No es que fuera ningún consuelo).
Ni siquiera le asaltaron de camino a casa.
Vera a la luz de una lámpara era una visión encantadora. Su extrañamente modelado rostro eslavo era bonito sólo en ocasiones, y algunas veces muy vulgar, pero a menudo era sorprendentemente hermoso, como ahora. Toda ella se iluminó al verle, y se hubiera levantado de un salto, sólo que saltar ya no era una de sus habilidades.
—Qué maravilloso. No sabía si vendrías pero hay algo en la nevera. —Le besó sonoramente.
—Hay un olor muy peculiar aquí dentro —dijo Castang suspicazmente—, como si fuera de pipa. ¿Quién es este nuevo amante que tienes?
Parecía ridículamente atrapada en una mentira, sonrojándose y mascullando.
—Oh, debe de ser monsieur Bianchi. Viene a pasar un rato y le preparo café.
El viejo hijoputa sabe organizarse. Desde luego, no podían ser más que sus terribles Boyards de papel de maíz.
—¿Qué noticias hay?
—Oh, no me quiere contar nada de eso, pero me explica las cosas más extravagantes. Tenemos largas e interesantes charlas. ¡La de cosas que no sabía sobre la policía!
Castang se sintió ligeramente contrariado. No sabía por qué. Era como si pensara que Vera podría ser corrompida de alguna manera por aquel viejo canalla mezquino. Tan ridículo como ilógico; indudablemente monsieur Bianchi sabía muchas cosas vergonzosas, de manera que sus memorias podrían titularse Cuarenta años de negligencia policial. Era inimaginable, sin embargo, que alguna vez las escribiera. Y Vera tenía la sorprendente cualidad de la inocencia; era lo más sorprendente en ella, pero en ningún caso podía confundirse con ignorancia. La «vida resguardada» no había impuesto ningún límite a su visión, y su inteligencia no se sentaba en una silla de ruedas. ¿De qué hablarían?
—Tiene un poco de solterona —dijo con un deje de malevolencia.
—En absoluto, y eso es cometer un error muy tonto, lo que demuestra que nunca lo has considerado adecuadamente —con tono bastante cáustico.
Se sentó altivo en un sillón, puso los pies sobre la mesita del café, se sacó los calcetines y meneó los dedos de los pies voluptuosamente, como maniobra para salvar las apariencias.
—Lo siento —dijo—. Estaba siendo malévolo. Es bueno estar en casa. No es sólo curiosidad; estoy interesado. Nadie sabe nada sobre monsieur Bianchi.
—Dice que la policía es un colchón elástico entre el gobierno y los gobernados.
—Un terreno entre dos ruedas de molino, diría yo —refunfuñó Castang.
—No puedes compararla con otras administraciones, como correos o los ferrocarriles, porque se ocupa de valores humanos y no de los técnicos. El error ha sido dejar que se convirtiera en demasiado técnica. Elástica…, utiliza a menudo esta palabra. Se puede comprimir y doblar, pero no se rompe. Las cosas técnicas son rígidas.
—Y tanto que se la puede doblar —murmuró.
—No, estás equivocado. Dice que el adagio «el mal que hacen los hombres permanece más allá de sus muertes, mientras que el bien lo entierran con sus huesos» es totalmente al revés. Asegura que su experiencia demuestra lo contrario; ha conocido a policías realmente pésimos pero que singularmente dejaron muy poca huella tras ellos, y algunos muy buenos que ejercían una influencia, un «rayonnement», lo llamó, que siguió existiendo durante años después de que se hubieran ido; retirado o incluso muerto.
—Puede que tengas razón.
—Elástica también entre el bien y el mal. La ley es más malvada y la criminalidad menos de lo que la ley es capaz de aceptar, porque «los casos difíciles hacen a la ley mala», y la función de la policía es absorber tanto ruido como sea posible.
—Totalmente cierto, supongo, excepto que es mejor que no le pesquen diciéndolo, pues todas estas generalizaciones sonoras no llevan a ningún sitio; es como esos clichés sobre la compasión.
—También dice eso. Todo ese parloteo sobre justicia social y los derechos del hombre; puro egoísmo repugnante disfrazado de sollozante retórica sentimental; leyendo a Victor Hugo en lugar de a Baudelaire.
—¿Lee a Baudelaire monsieur Bianchi? —preguntó divertido.
—Oh, sí, y especialmente sus textos de crítica de arte. Pero sólo quería decir que su conversación es interesante. Me dijo que en Venecia a los policías se les llama «Los Amos de la Noche».
—Bien —dijo Castang, saboreando la frase, cogiéndole cariño.
—Muy mal, hubiera pensado yo. El peor tipo de policía política. Dijo que no sabía, pero que pensaba que eran una pandilla de hijoputas; era el calificativo lo que le interesó, porque, ¿qué es la noche?
En Castang empezaba ya a hacer cierto interés.
—De modo que dije que para un pintor la noche era sólo un tipo especial de luz. Él dijo que no, que la noche era un antiguo espíritu del mal, que la noche es la cólera.
—¡Vaya!
—Sí; sostuvimos una discusión bastante animada. El solo no tiene ningún interés sin la sombra; un ser humano es como un dibujo, no puede existir sin contrastes; mire este aguafuerte de Rembrandt: hay tanta luz como oscuridad incluso en las sombras. De modo que hice una especie de Matisse, ya sabes, con enormes piscinas negras para rodear las formas blancas. Lo miró durante mucho rato y después sólo dijo: «la tinta china me asusta». Así.
—Pero creo que sé lo que quiere decir —dijo Castang.
—Yo también. Está en Goya. Nos pusimos un poco teológicos.
Sonrió con una mueca. Vera siempre lo hacía.
—Cuando se fue, se volvió hacia mí y dijo: «No salga entre la puesta y la salida del sol». Le dije que nunca lo hacía, y asintiendo con la cabeza contestó: «En épocas anteriores esto se daba por sobreentendido». Es un buen hombre.
—No tenía ni idea —dijo Castang, encantado—. La luz eléctrica es un buen invento, pero, como la mayor parte de la tecnología, oscurece tanto como ilumina.
—No empieces de nuevo: la cena está lista.
—Jo, jo —dijo cinco minutos más tarde, con una cuchara llena de sopa de tomate a medio camino entre la escudilla y la boca; estaba muy caliente—. Los Amos de la Noche. ¿Quién lo hubiera sospechado de Bianchi? Nunca dice nada normalmente. Posees toda clase de aptitudes.
Vera dejó de soplar en la suya para decir:
—¿Por qué a Satán se le llama Lucifer? ¿Por qué uno que trae-la-luz? ¿Existe una luz negra?
—No sé. Llevamos una existencia muy primitiva. Quiero decir que hemos tenido una civilización tan sólo durante dos mil años, lo cual es muy poco, y en su mayor parte se basa en ideas muy simples, como que el sol es bueno. Apolo. Pero esa es sólo una insignificante estrellita, ¿no es así? Y estamos empezando a adivinar la existencia de otras cosas misteriosas ahí fuera. Los agujeros negros, por ejemplo. ¿Qué son los agujeros negros?
—No lo sé, y no lo quiero saber.
—Y justo acabamos de descubrir el uranio, lo suficiente como para saber que hace algunas cosas extremadamente peculiares. ¿Cuántos más hay ahí, me refiero a los elementos, de los que aún no sabemos nada? ¿Por qué no una luz negra?
—Materia, pero la materia empieza a dejar de ser materia, y entonces puede que deje de ser tan aburrida. Como las matemáticas. Mientras uno y uno hagan dos, las matemáticas son un aburrimiento, pero aparentemente no lo hacen siempre. Como en el arte. La definición más simple del arte siempre ha sido que es aquello donde uno y uno hacen tres. Quizá ahora empezaremos a penetrar en Apolo y descubriremos cosas sobre Dios. Dame el pan.
—Cuando no sabemos nada, decimos «Dios sabe», ridículamente satisfechos de nosotros mismos.
—Exacto. Él no va a decírnoslo, ¿sabes? Tenemos que descubrirlo nosotros. Nosotros mismos.
—Cuando ni siquiera sabemos demasiado sobre la materia, ¿cómo demonios se supone que vamos a comprender cosas realmente complicadas, como los seres humanos? Es mejor que consigamos más policías —concluyó Castang, frívolamente—. O más del estilo de Bianchi.
—Y más como tú —dijo Vera—. Contemplando las flores y la tinta china, y dibujos de una silla de Van Gogh. Y puestas de sol.
—No salgas entre la puesta y la salida del sol. Tiene toda la razón.
—Sí. ¿Qué es la noche? Un elemento transuraniano, quizá. Quiero decir, decimos crimen, vicio, locura y seguimos intentando hacer retroceder ignorancia, enfermedad, miedo.
—Hay elementos metafísicos a la vez que físicos. ¿Qué es este queso, parmesano o pecorino?
—No lo sé, cogí el que me pareció más duro. Venecia…, la policía de Venecia debe de haber sido extraordinaria. ¿Por qué somos tan mezquinos y provincianos?
—¡Somos tan lastimosamente ignorantes…! Se exclamó Castang.