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DÓNDE ESCONDER UNA HOJA

Castang decidió que ya no iba a rondar más. Estaba convencido de que en algún lugar la señorita Mary Johnson había tenido un contacto por muy fugaz que fuera con la familia inglesa. En la catedral, o contemplando el tapiz de Bayeux, o en el museo en Arromanches. Si el juez estaba de acuerdo en llevar el asunto más allá, sería un trabajo para Robin y sus chicos de Caen.

Lo mismo podía aplicarse a cualquier encuentro anterior. La señorita Johnson se había inscrito en un hotel en Caen a primeras horas de la tarde, y luego se había ido con su coche, conduciendo durante media hora como máximo. El joven Colin, divirtiéndose en Deauville, había escogido un hotel al azar —o eso decía— en Port Lo-quesea, a media hora de viaje de Caen. Si pasaron la noche juntos, debían de planificar algún acuerdo en algún punto dentro de esa órbita. Pero toda la maldita trama, reconoció, estaba montada sobre suposiciones. «Avec des si, on construit Paris…».

En lugar de revolotear sin objetivo (una mariposa alrededor de una llama) debía concentrarse en un hecho tangible e inalterable. ¡Algo que constituyera una prueba! Conocía únicamente uno: el pequeño coche rojo de la señorita Mary Johnson. En cuanto a la afirmación de Colin de que había ido a París… no, no, no, tenía que dejar al chico fuera de ello. La señorita Johnson, según evidencia médica, había encontrado la muerte alrededor de medianoche y en un corto espacio de tiempo había sido colocada en la parte trasera de un Rolls-Royce no muy lejos de Tours. Razonable hipótesis número uno, que ella llegó allí en su propio coche; dos, que su coche está por aquel lugar en algún sitio. La policía de Tours, además de enfocar su desgracia de una manera comprensiblemente lenta, no había buscado este coche: no sabía que existía. Él sí.

Los argumentos de Castang eran toscos. Si pudiera encontrar este coche, sería una recompensa a un viaje largo, aburrido y molesto. Le haría quedar muy bien ante los ojos de la policía de Tours, que no sentía ningún entusiasmo y nadie podía culparles por ello, y que con toda certeza arrastrarían los pies esperando a que algún otro aclarase el misterio. En general, le haría quedar muy bien ante los ojos del departamento de policía; una raza con tendencia a despreciar lo que ellos llamaban «intelectuales». Gente que no hace nada, que «tiene ideas». Su eterno lema era: «¿Para qué sirven las ideas? Uno tiene que ser práctico, siempre práctico».

Los «banqueros», como les llamaba Vera con odio.

Le haría quedar bien ante Richard, también. Richard no menospreciaba las ideas, gracias a Dios, pero le gustaban asimismo unos cuantos resultados prácticos. Y había corrido un riesgo, utilizando buena parte de su influencia ante el juez. La aparición de Castang, con una vaga historia estúpida sobre revoloteos nocturnos arriba y abajo de las salidas de incendios en algún lugar desconocido, no le iba a gustar demasiado. Pero el coche de la señorita Johnson podría ser una importante plataforma de cara al descubrimiento de lo que le había sucedido a su propietaria.

El pensamiento de Castang estuvo ocupado durante el aburrido camino de vuelta a Tours.

El asesino había sido muy estúpido al poner el cadáver en un lugar donde se le encontraría inevitablemente, al poco tiempo, con un máximo de ruido y conmoción. Las alternativas eran: o era muy estúpido; o tenía mucha prisa, despachándola rápidamente por temor a ser descubierto.

Más alternativas: tenía un cómplice o no lo tenía. Si no lo tenía, que seguramente era lo más probable, no habría podido deshacerse del coche. Abandonado, lo hubieran encontrado en seguida. En una zona campesina, un coche extraño es descubierto y comentado al cabo de una o dos horas. No se había encontrado ningún coche, por lo tanto había un cómplice que quizá no era tan estúpido como el otro. El coche estaba escondido.

Era realmente muy difícil esconder bien un coche en el campo. El número de canteras en desuso, pozos de grava inundados, de remansos profundos en ríos, etc., es estrictamente limitado. Uno tiene que saber que existen, lo que significa que se tiene que conocer el terreno perfectamente, y casi siempre se dejan huellas.

Era mucho más fácil esconder una hoja en un bosque. En la ciudad, no permanecía oculto por mucho tiempo, pero sí lo suficiente como para que uno se desvaneciera.

A Castang le gustaba esta teoría porque le favorecía a él más que a nadie. ¡No sabía nada sobre las canteras locales! En definitiva, valía la pena arriesgarse. Tours era lo suficientemente grande como para ocultar un coche por un tiempo más largo, quizá dos semanas.

Este había estado a la deriva una semana, y sería descubierto en cualquier momento. ¡Para poder progresar era mejor que tuviera razón!

Hay tres sitios clásicos. Una zona de desguace, repleta de viejos armazones y ¿quién va a fijarse en uno más? Un garaje, cuyos alrededores están en su mayor parte cubiertos de coches en diferentes estados de desperfecto, esperando pacientemente a que el taller llegue a ellos; y una zona de aparcamiento, preferentemente una zona de aparcamiento de un aeropuerto. Este es el mejor de todos, porque la gente deja sus coches durante períodos indeterminados, a menudo largos, diciéndose a sí mismos que ya se preocuparán del ticket cuando regresen. El aeropuerto de Tours es un pequeño aeropuerto local, sin tráfico internacional, y Castang decidió probar primero en el centro de la ciudad.

De hecho, tuvo mucha más suerte que la que había tenido con los hoteles de Deauville. En lugar de dar vueltas durante la mayor parte de un día laborable, yendo de puerta en puerta, fue en el segundo que probó: un aparcamiento en el centro de la ciudad, con exactamente el anonimato necesario; una verja de entrada automática donde se recoge el ticket, y un control tan sólo en la salida. Probablemente, no habría más de media docena de aparcamientos, pero el que fuese el segundo fue alentador.

Pocas personas estacionan más de un par de horas, ya que van de compras. Pero entre aquellos que aparcan durante una noche o más siempre hay algunos extraños. Un Toyota rojo con el volante a la derecha y matrícula inglesa no había atraído ningún tipo de atención. Ni siquiera lo habían forzado. Castang permaneció en pie saboreándolo.

En realidad, debería llamar a la PJ, hacer que vinieran técnicos para examinarlo detenidamente en busca de huellas dactilares y demás. No había visto aún ni una sola vez que una investigación se resolviera o avanzase por encontrar huellas dactilares. Incluso el más estúpido y más «amateur» de los criminales sabe que existen, incluso si está demasiado turbado para pensar que se le descubrirá por otros medios. Castang no tenía la intención de permitir que un atajo de policías metiera sus grasientas zarpas en este hallazgo.

Lo rodeó contemplándolo. Por supuesto, la llave y el ticket de aparcamiento ya no estaban. Se quedó sorprendido al ver que el ticket lo habían dejado metido en la rejilla del ventilador, muy escrupulosamente.

Castang giró a su alrededor, husmeando como un animal receloso. ¡Detective Excesivamente Entusiasta Hace el Bobo de Nuevo! Bien podía haber cuatro coches rojos pequeños con matrículas inglesas en la ciudad de Tours, y a él cogerle forzando el que no era… Podía ver la cara de Brillant, y el lápiz rojo poniéndole un cero. Fue a buscar al encargado del aparcamiento, en su garita de vidrio en el control de salida.

—Un Toyota inglés; sí, lo vi.

—¿Cuánto tiempo ha estado aquí?

—Unos cuantos días; no podría decirlo exactamente. No le prestaría atención, a menos que se le denunciara como robado o algo así. ¿Cree que voy por ahí poniéndoles marcas de tiza?

—¿Pero usted echa una mirada de vez en cuando? —dijo Castang pacientemente.

—La mayoría de las noches; el que sea que esté a última hora. Somos dos, ¿sabe? No creería las cosas que llegan a hacer. Viejos cacharros, cajas con todo tipo de sucia basura. Una vez una mujer dejó a un bebé. Dijo que lo había olvidado.

—¿Les deja la gente las llaves a veces, para que las recoja otra persona?

—Seguro. Los desconfiados esconden la llave bajo el coche, donde cualquiera puede encontrarla.

—¿Podría haber estado ahí una semana?

—Supongo.

De nuevo al lado del coche, Castang se puso en cuclillas, y tanteó con la punta de los dedos. Y ahí estaba, pegada con adhesivo a la parte interior del parachoques. ¿Lo había dejado ella aquí? ¿Cómo la maleta en Caen? ¿Para que alguien lo recogiera?

La perforación del reloj decía 9.27 del día después de su muerte o del mismo día si había muerto después de medianoche. El asesino, o un cómplice, lo había traído aquí. Pero ¿por qué? Si era para ocultarlo ¿por qué dejar el ticket? ¿Y para quién era la llave, por el amor de Dios? Repentinamente se sintió cansado, y ya no estaba orgulloso de su descubrimiento.

Nada en el interior del coche; era lo mejor, debido a los ladronzuelos. Abrió el maletero.

Era de verdad su coche, y allí estaban sus pertenencias. Un neceser con sus cosas para dormir y zapatillas; una de esas poco manejables sombrereras femeninas con un revoltijo de maquillaje y joyas. Pero no las ropas que había llevado puestas. Ninguna señal de las cosas que Robin había descrito; el impermeable de cuero, las botas, el vestido con el intrincado estampado. Tampoco su bolso.

No había mucho más que hacer. Tomar nota de la matrícula y del número de la cédula. Conseguiría su identidad de cualquier manera, si la policía inglesa no la había conseguido ya. ¡Nunca había tenido mucha fe en la señorita Mary Johnson!

La guantera no proporcionó nada, ni siquiera una factura de garaje. Siempre era el mismo problema con las mujeres; metían toda aquella basura en sus bolsos en lugar de dejarla por ahí, para que él la encontrara.

Se agachó de repente y revolvió por debajo de los asientos; se levantó con un pequeño bulto enredado, que resultó ser sus medias y sus bragas, que seguramente ella se sacó a la vez. ¿Pero, por qué enterrarlas bajo el asiento del conductor? Había hecho el amor, estaba en el informe de patología. ¿Pero dónde? ¿Con quién?

Volvió a cerrar el coche, puso la llave en su bolsillo, se fue renqueando de mal talante a la PJ. Brillant había salido; todo el mundo había salido. Dejó instrucciones concisas y se fue dando un portazo, ni mucho menos tan satisfecho de sí mismo como debería. Había encontrado un montón de cosas, ciertamente las suficientes como para justificar su vagabundeo por las zonas rurales de media Francia, como parecía ahora, pero ninguna de ellas tenía sentido. Estaba cansado. Bostezó sin parar de camino a casa, y le pareció que estaba muy lejos.