EL INSPECTOR FRENCH INVESTIGA
Había descubierto demasiado, pero no lo suficiente. La habitación la habían limpiado dos veces, y el gatear por ella no iba a desenterrar útiles horquillas; no había razones para llamar a un técnico. Sin embargo, allí se había alojado el joven Colin y una mujer con él.
Bajó las escaleras con las enojosas reflexiones de un hombre que se ha tomado muchas molestias para descubrir un montón de hechos inútiles que naturalmente son poco concluyentes y quizá engañosos. El hombre sonrosado estaba en su pequeña oficina desordenada, dándoselas de virtuoso, sea con la policía o con el recaudador de impuestos.
—Aquí está.
Era la copia de la factura. Habitación número 4, una persona, un aperitivo, una cena, media botella, un café, un calvados, un desayuno, impuestos y servicio sumaban el total. Monsieur Robert Maxwell. Castang lo miró sombríamente. Era perfectamente posible que el tipo de coincidencia más estúpida le obligara a empezar por el principio otra vez, muy animado por el hecho de haber hecho el ridículo. De todas maneras… La práctica de llevar pequeños formularios había sido abandonada por considerarla burocracia inútil, y ya nadie mira los pasaportes.
Castang le dio la vuelta a la factura, tomó un bolígrafo e hizo un pequeño dibujo de un largo rostro inglés con pelo liso que caía hacia adelante; lo contempló insatisfecho. La mayoría de los ingleses tenían ese aspecto.
—Sí —dijo el hombre sonrosado dubitativo, pensando lo mismo.
—¿Vio el coche?
—Uno de esos pequeños cupés, azul oscuro, verde quizá. Es difícil de distinguir por la noche.
—Claro —coincidió Castang, oyendo al juez de instrucción preguntarse sarcásticamente cuántos había—. ¿Algún detalle que pueda recordar? —Pero eso era esperar demasiado—. ¿Hizo alguna llamada telefónica?
—Saldrían en la cuenta.
—¿Había esquíes en el coche?
—Sí —respondió tras pensarlo un poco.
Castang decidió que era lo bastante aproximado. En el peor de los casos, más que buscar a un probablemente mítico Maxwell, se podía organizar una confrontación, aunque no probaría nada, excepto quizá la extremada improbabilidad de que Colin hubiera estado en Tours.
Se sentó en el coche y reflexionó. Miró los letreros que indicaban Caen. Después de un rato, puso en marcha el motor y condujo de vuelta a Deauville. Aparcó junto a la piscina, alquiló un bañador y una toalla, y se sumergió en el agua. Nadó media docena de piscinas, en compañía de tres mujeres gordas, dos caballeros de edad, y cuatro niños que reían tontamente turnándose para sumergirse en busca de un pendiente. Se tumbó sobre la espalda y flotó.
El ventanal de la piscina de Deauville mira al oeste, y el sol se hunde por allí, y en tardes despejadas tiñe todo el interior de un rojo sangre. Castang miró fijamente a la ventana pensando en el inspector French, sobre quien había leído una vez en sus días de estudiante, en un virtuoso esfuerzo por aprender inglés. ¡Así era como debía ser un detective! Uno no debía dejar que se le escapase un detalle, por muy trivial que fuese. Tras ciento cincuenta páginas de minuciosa observación y lógica perfecta, uno probaba mediante geometría euclidiana que la cuidadosamente elaborada coartada del horario de ferrocarril del señor Crump era falsa, y tres meses más tarde el señor Crump era colgado en Wandsworth con la debida solemnidad; pero este hecho no le preocupaba tanto como preguntarse qué había hecho que el señor Crump se comportara tan tontamente. Castang se sentó en el banco de piedra. Los radiadores funcionaban a plena potencia y el calor confortó su húmedo trasero. Dejó que las gotas fueran cayendo pacíficamente y deseó ser el inspector French.
Colin, si realmente era Colin, tenía algo que esconder. Esto podía perfectamente ser un banal adulterio de fin de semana. Y podría tratarse de la morena desconocida, la chica descalza. Pero descubrirlo era un trabajo para doce burros de carga de la PJ de Caen.
El chico había estado aquí comiendo su croissant a las ocho de la mañana. A la una se encontraba a cuatrocientos cincuenta kilómetros al sur, y eso no podía conseguirse yendo por caminos vecinales hacia Tours. Se podía hacer normal e inocentemente, por la autopista.
Olvidemos a Colin. No tiene en absoluto nada que ver con la chica desnuda, y su compañera nocturna no es asunto nuestro.
En cuanto a la chica descalza, dejemos que Tours se preocupe de ella. Llegó aquí con su propio pasaporte, o la trajeron. Lo segundo es lo más probable, puesto que no hay señales de un coche abandonado. Puede que no sea inglesa, y alguien con un peculiar sentido del humor pensó que era terriblemente divertido meterla en un Rolls-Royce de matrícula inglesa.
¿Qué le parecería al inspector French? Mientras aguardaba el laborioso peinado de todas las personas que habían estado en el hotel la noche en cuestión, buscaría sus ropas. Porque ningún policía, ni siquiera French, creería que había sido otra cosa que un crimen «amateur». Los profesionales pueden perfectamente tener cadáveres de os que deshacerse, pero no se dedican a juegos tan complicados como ese. Arrojarían el cadáver en un lugar desierto de la carretera, tan poco ceremoniosamente como a la abuela del carnicero. Nunca harían nada que llamara la atención sobre ellos, y ni soñarían en hurgar en un aparcamiento esperando encontrar una portezuela abierta.
Las ropas de una chica pueden reducirse a un pequeño fardo de trapos y meterse en cualquier rincón sin llamar la atención. Puesto que puede haber algo incriminador (¿o si no por qué desnudarla, para empezar?), un criminal astuto consideraría las posibilidades de que le encontraran.
Quería desenmarañar todo aquello. Quería sentarse en el balcón y disfrutar de una cerveza y contemplar cómo el sol se ponía sobre Cabourg. Quería divertirse. Si fuera fin de semana y el Casino estuviera abierto, iría a jugar. Sé imprudente, tómate una buena cena, busca una chica. Deauville en marzo parecía un terreno poco prometedor para el placer, pero era una cuestión de saber dónde mirar. ¡Colin se las había arreglado estupendamente!
Era un problema estúpido y no se estaba concentrando en él. Su mente seguía dando vueltas y vueltas al sótano de su casa, deseando de todo corazón que hubieran enviado aquí a monsieur Bianchi. Richard tenía razón, desde luego; a ningún policía se le enviaba a investigar en su propio bloque de apartamentos y ninguno querría hacerlo. Era casi como si se pidiera a un médico que hiciera un reconocimiento a su propia esposa.
De hecho, el que le hubieran enviado aquí olía a maniobra. Como si Richard se hubiese inventado un pretexto para sacarlo de en medio.
No, eso era un disparate. Richard podía hacer y hacía tales cosas, pero si enviaba a un subordinado a cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia era con un propósito. «En lugar de este correr por todas partes sin un propósito fijo —podía oír su voz deliberadamente medida y pausada— estate quieto y dale a tu cerebro una oportunidad de trabajar».
Y el cerebro de Castang no estaba trabajando. Se sentía cansado y negligente de tanto estar sentado en aquel asqueroso coche y de tanto fumar, y tontamente desconcertado. En resumen, no se sentía en forma. Y la marea había bajado por completo en Deauville, dando la sensación de que fuera a estar baja para siempre. Anímate chico.
Castang se sumergió de nuevo en la piscina de aguas lánguidas, ligeramente recalentadas, y la atravesó seis veces más tan rápido como pudo, intentando cronometrarse, manteniendo algo en reserva mientras obligaba a trabajar a los perezosos músculos más duramente de lo que ellos querían.
Acabó resoplando, sujetándose al borde con un dedo, en el extremo más profundo, intentando respirar sin hacer un gran alboroto, mientras amainaba el tamborileo de su corazón y el pulso volvía a la normalidad. Se suponía que toda aquella oxigenación también era buena para el cerebro. Estimula la inactiva materia gris.
Dios del cielo, funcionó como la clásica dosis de sales. El estreñimiento crónico de Castang se transformó en galopante diarrea entre una y otra inhalación de aire. Con un tirón de todos sus músculos, como si fuera una trucha, Castang saltó fuera del agua. El anciano caballero que descansaba en el carril contiguo, un alma obesa y bondadosa con un flequillo de cabellos grises y gafas de goma de un absurdo azul brillante, le miró pasmado. Castang agarró la refregada y desgastada toalla alquilada, y escapó hacia la ducha. Abrió el agua, muy caliente, muy fría, y lanzó un corto rugido aullante de angustia. Se vistió tan deprisa que su ropa interior se enganchó a su piel mojada. Abrió la ventanilla del coche, como de costumbre, para echar fuera el olor, y la cerró de nuevo rápidamente, y soltó el volante para encasquetarse un sombrero sobre el pelo mojado. El frío de una tarde de marzo después de aquella atmósfera húmeda y tibia: habiéndose librado de una congestión —la de la idiotez congénita— no pretendía pescar otra a causa de una pulmonía.
Había cometido un error elemental: se había equivocado de fecha. El Casino de Deauville se abre los fines de semana en invierno, pero no los lunes. Preocupándose por Auguste, y dislocado por el retraso del post-mortem —todo por culpa de la señora Chose y sus varices—, de alguna manera había perdido un día.
Colin Armitage había pasado la noche aquí, pero no la misma noche en que estaban pasando cosas extrañas en Tours. Veinticuatro horas antes.
Había estado mintiendo y, ¿por qué? Había dado un nombre falso aquí y, ¿por qué?
Porque había una mujer con él. ¿Quién?
El inspector French, concentrándose en los horarios, lo hubiera descubierto mucho, mucho más rápidamente. Castang se sintió como un perfecto idiota.