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TOURANGEAUX Y LOS NORMANDOS

Conducir hasta tours como un agradable paseo matutino, con la expectativa de un almuerzo de tres estrellas, es una perspectiva agradable. Es diferente en una lluviosa tarde de marzo, en un coche de policía, y con el oscuro objetivo de tener que seguir adelante hasta llegar a la costa, y Castang no se hacía alentadoras ilusiones sobre «la douceur angevine». Aunque, como le tenía cariño a su estómago, se prometió una buena cena. El Loira no es un río contaminado y tiene peces.

—Buen pescado —se dijo Castang, como si fuera Gollum.

El Tours de hoy en día tampoco participa demasiado de «la douceur angevine». Es totalmente moderno, blanco, rectangular, austero y de moral severa. La acogida que recibió Castang en la PJ quedaba tan lejos de Rabelais y de Ici Doulce France como pueda imaginarse. Caía una fina lluvia sucia y el viento era acre; hubiera hecho mejor quedándome en casa, en Aberdeen.

Consiguió hablar con un comisario adjunto llamado Brillant, que tenía una mentalidad aritmética. Un hombre bastante joven de fino pelo negro, a la vez fino y ralo, y un rostro gris salpicado de viruelas como una vieja cacerola de aluminio; su barbilla era negruzca con una abolladura, como el culo de una cacerola. Miró los deberes de Castang línea por línea con un bolígrafo rojo entre los dedos, listo para quitar puntuación en cualquier momento por precipitación, inexactitud o pereza.

—Bien —dijo al final, dejando los papeles tras haberle concedido mentalmente un «bastante bien», a los deberes—, no veo nada de lo que quejarme. Vuestro patólogo confirma la opinión del doctor de la policía de que a la mujer la mataron por aquí y la pusieron en el coche. Nuestra investigación preliminar demuestra que eso es plausible, ya que el coche permaneció toda la noche abierto; que es lo más probable, ya que nadie lo admite.

»A partir de ahora es matemático. Ese hotel, ¿no has estado ahí?, está aislado. En un parque, cuyas verjas están a algunos kilómetros del pueblo, que a su vez se encuentra un poco distanciado de la carretera principal. Tienes por lo tanto una muy buena probabilidad de que la mujer fuera colocada allí por alguien que estaba en el lugar. ¿De acuerdo hasta ahora?

»En el lugar, contando al personal y a los visitantes como una cantidad global, hay alrededor de ochenta personas. De personal, considerándolos a todos, de veinticinco a treinta, que viven en el edificio o en el pueblo. Cuestión de eliminación. Más o menos un día de trabajo, y puedes probablemente eliminar a todo el personal exceptuando a tres o cuatro, y gran parte de los huéspedes. Te quedarás con quizá unas treinta personas a las que dirigir tus investigaciones. Eso puede llevar varios meses. Como tu juez, tú y el comisario Richard sabéis muy bien. ¿Así que qué estás haciendo, corriendo como una liebre hacia aquí? ¿Por qué todo este bullicio y agitación?

—Estos ingleses están en libertad provisional, o más bien libertad total simplemente, ya que no hay la más remota evidencia que señale hacia ellos. Se han ido a la costa; puede que estén por ahí unos quince días más o menos. Si consigo establecer una conexión…

Su voz se desvaneció; los ojos del hombre que estaba al otro lado del escritorio no animaban a hacerse ilusiones.

Brillant alargó una lánguida mano descolorida hacia la fotografía y dejó que sus ojos se posaran en ella.

—Bien, lo pondremos sobre la mesa. Hum…, tiene mal aspecto. Nunca es fácil de hacer. Recuerdo a uno que había recibido el estallido de una escopeta a bocajarro. Y un suicidio una vez… el tipo se puso una pistola del ejército americano dentro de la boca; ya sabes, el Colt 45 automático. La cara seguía estando allí pero la cabeza no, ¿me entiendes? El dibujo que hicimos era tan malo que tardamos tres meses en identificarlo como un desertor de la legión extranjera… ¿dónde estuvieron, antes de venir aquí?

—En Normandía: Bayeux y Rouen. Un ferry del canal.

—Y según el trabajo odontológico pensáis que puede ser inglesa…

—Hemos enviado la foto a todos los puertos desde donde se cruza el canal. Hay que intentarlo. No pululan tantos turistas en esta época del año. Quizá consigamos ponerle un nombre mediante las listas de reserva de las compañías aéreas, pero no hay muchas probabilidades. Ahora no hay control de pasaportes en ningún sitio; esa frontera está totalmente abierta.

Brillant asintió.

—¿Cuántos ingleses trabajan en París o en sus alrededores? Ahora que pienso, ¿cuántos ingleses residen en Normandía, o incluso aquí? Pregunta en la Prefectura, te sorprenderías. ¿Y estás pensando en pillar su rastro a lo largo de la carretera? Doscientos cincuenta kilómetros de aquí a la costa.

—Puede haberse alojado en algún hotel.

—O en un albergue. O en una casa particular. O en la guarida de alguna mecanógrafa. ¿Le vas a dar la foto a la prensa?

—Richard no está ansioso por hacerlo, o todavía no, por lo menos.

—Yo no diría que no estuviese en lo cierto. Bien —dijo levantándose—, haré lo que pueda por ti.

—Gracias —dijo Castang.

Desde luego, Brillant se había dado cuenta de que él perseguía una posibilidad remota, no quería hacer comentarios sobre ello, y él tampoco los haría. La voz sonaba un poco menos débil, a pesar de que los ojos eran aún los de una anguila muerta. Castang, que había estado pensando en cenar pescado, cambió de idea y pidió pollo en su lugar.

—¿Buscaréis sus ropas? —dijo al despedirse.

—No te necesito para que me enseñes a hacer mi trabajo.

Había una extraordinaria cantidad de setos, zanjas, cubos de la basura y vertederos municipales entre Tours y Caen. Sin mencionar los doscientos treinta kilómetros. Pero, sin duda, ella estaba viva cuando llegó a Tours. Y, presumiblemente, no iba descalza en el mes de febrero.

El joven Colin Armitage había logrado ser tan vago acerca del lugar donde había pasado la noche, que sin duda tenía algo que esconder. Debía darse cuenta, ¿no?, de que si la policía lo intentara lo descubriría. Claro que la gente le dice cualquier cosa a la policía; el hombre al que cogen saliendo del banco con un saco dirá alegremente que lo encontró sobre la acera. No esperan que se les crea. ¿Lo esperaba Colin?

Era mucho más probable que fuera una pequeña trampa del señorito Colin. Sólo para divertirse. Crear muchas dificultades a la policía, sabiendo de antemano que no encontrarían nada; es un cierto rasgo de humor de algunas personas.

—No, en Deauville, no. En algún sitio cerca… No estaba de humor para ir a Deauville, no sé por qué… realmente no miré el reloj. Unas cuantas millas, supongo… Bien, con esas carreteras, ya sabe. Llenas de curvas. Seguro, había alrededor de diez mil letreros y todos decían Caen… No tengo ni idea. El León Dorado o el León Rojo o el León de Tres Patas… no, tan sólo dije «León». Lo primero que me vino a la cabeza… Todos se parecen, ¿no es verdad? Vigas de madera, manteles a cuadros, rótulos con letra gótica, y pollo a la manera del Valle de Auge, y costillas de cordero a la manera del Valle de Auge, y judías cocidas también a la manera del Valle de Auge; al menos, nadie se llevará una sorpresa… Lo siento, pero ya sabe, cosas así no son importantes para mí. Estaba cansado. Solamente buscaba un lugar dónde dormir y comer algo. No lo busqué en la Michelin. Patience lo hubiera hecho, porque es terriblemente importante cuántos cuchillos y tenedores tiene, y cosas impresas en rojo. Pero yo no lo haría… leí un libro. Una historia de detectives. He olvidado el nombre. Los detectives eran mejores en el libro que en la vida real.

Castang no se había molestado en seguir la pista. Era demasiado obvio que el chico se estaba divirtiendo. Richard simplemente había dicho:

—Un trabajo agradable y sencillo para Orthez, si realmente queremos confirmarlo. O para su equivalente en Caen. Con toda probabilidad tienen diez exactamente como él.

¡Pero en lugar de eso, el trabajo le había tocado a Castang!

Había llegado a Caen antes de medianoche, y un soñoliento portero nocturno le había abierto, y se había dormido casi antes de poderse sacar el cepillo de dientes de la boca. Y por muy ridícula que fuera la historia del chico, había mucho de verdad en ella. ¡Al mismo Castang le hubiera sido difícil recordar el nombre del hotel, si no fuera porque tenía que guardar la cuenta, para cobrar gastos!

La lluvia había cesado la noche anterior. Empezó de nuevo antes de que llegara a Deauville, pero el café le puso de buen humor.

Es una ciudad pequeña, cuidada y ordenada, sin historia, ya que fue inventada de la nada durante el reinado de Napoleón III, y es una extraña mezcla de edificios muy pequeños y muy grandes, todos más o menos horrorosos. El Casino está cerrado excepto durante los fines de semana, y ahora estaba cerrado, pero no tuvo dificultad en localizar a un miembro de la gerencia.

Nadie que se pareciera a esta chica, no. ¿El chico?, es posible. Generalmente hay dos o tres así. No hay tantos ingleses ahora; pueden apostar en casa ahora, y el cambio también está en su contra. Pero siempre hay unos pocos rondando con la esperanza de un golpe de suerte. Sin una fotografía no me gustaría ir más allá, pero el personal está entrenado para observar las caras y recordarlas. Una joven como esta, sin duda yo mismo la hubiera recordado.

Ni mejor, ni peor de lo que Castang había imaginado.

Sin embargo, el León de Oro fue más duro de lo que se temía, debido a que había más hoteles abiertos en invierno de lo que esperaba, o a que todos parecían desalentadoramente iguales. Lo que sí era verdad en la historia del muchacho, era que a primeras horas de la tarde, después de una comida apresurada que no le satisfizo, había aterrizado finalmente en El Escudo del Duque, a medio camino entre Pont l’Evêque y Pont Audemer, en un cruce de carreteras con tres letreros diferentes que decían Caen, dos indicaban París, y ninguno que dijese autopista; responsable de toda aquella estupidez.

Cuando la policía está ocupada en ir rutinariamente de puerta en puerta, se la recibe de manera muy parecida a como se hace con un viajante que promociona una nueva cafetera de manera altiva: «A nuestros clientes no les gustaría nada esto»; conservadurismo: «Ya nos va bien con lo que tenemos»; y desde luego profunda desconfianza: «Cuál es el precio real, no esta tontería que me está diciendo». Castang quedó gratamente sorprendido al oír que el propietario, un hombre de tez sonrosada, calvo y corpulento, que tenía un aspecto demasiado normando para ser real, decía: «Claro que sí». Ahí se acaba la reputación que tienen los normandos de no responder nunca directamente. Estaba comiendo su propia comida plácidamente, bebiendo sidra, y tenía el aspecto, raro hoy en día, de un hombre que está en paz consigo mismo.

—Lo recuerdo muy bien; un jovencito inglés con uno de esos coches pequeños. Número 4 creo —puedo mirarlo en el mostrador.

—Termine su comida en paz. ¿Habitación individual?

—Todas son dobles. Sólo tenemos diez. Estaba solo, si es eso lo que quiere decir. Comió solo. Justo aquí en esta mesa. Le serví yo mismo. Era bastante tarde, por eso me acuerdo.

—¿Ha visto alguna vez a alguien parecido? —dijo mostrando la foto.

El hombre miró cuidadosamente, masticó, engulló, y dijo:

—No.

—¿Está siempre aquí?

—¿Dónde voy a estar, si no? De las siete de la mañana hasta medianoche. Así es este negocio. En noviembre y diciembre cierro el establecimiento, hasta Año Nuevo. Si hubiera estado aquí, la hubiera visto seguro.

—¿Incluso si hubiera estado en un dormitorio? —Recibió una mirada penetrante—. Sólo preguntaba —dijo pacificador.

—No me preocupa su moralidad. Si pagan una habitación… ¿quiere usted decir que recogió a una chica? No que yo sepa. La camarera podía haberse dado cuenta. Puede preguntarle a ella si quiere. En la cocina.

—¿Es posible?

—Podría suceder. —Se limpió la boca con la servilleta y vació su vaso—. Ha pasado. Francamente, me preocupa menos que las personas que roban toallas.

—¿No tiene usted un conserje por la noche?

—Demasiado caro. Cierro a medianoche. Hasta entonces la puerta exterior, la de madera, está cerrada, pero no con llave. La puerta de vidrio tiene una campanilla. Sale gente a dar una vuelta. La campanilla me avisa, y si estoy en la cocina echo una mirada por la ventana. Pero a veces estoy en la despensa o en el fregadero. Ha habido gente que se ha autoservido bebidas; a veces hay ciertas dificultades… pero es más fácil, barato y agradable tolerar unas ciertas molestias. Eso es todo.

—¿Y por las mañanas?

—Estoy fuera porque voy al mercado. María está aquí a las seis para preparar el café. Mi esposa está levantada y dando vueltas a eso de las siete treinta; es lo más temprano que se marcha la gente. Ella sabe qué habitaciones están ocupadas; se lo dejo todo escrito la noche antes. Suponga que haya dos desayunos en lugar de uno; María los cobraría.

Castang asintió con la cabeza.

—¿Dónde guardan los coches?

—En el patio trasero. Hay una puerta que da allí desde las cocinas. Los cocineros la cierran con llave cuando se van, digamos que sobre las diez. Después de eso, si alguien necesita algo del coche, tiene que pedirme las llaves. ¿Ocurre algo? —dijo con aspereza.

—Nada en absoluto. Estamos comprobando los movimientos de ese joven. Si hubiera tenido una compañera, sería interesante. Eso es todo.

—Hable con María. Estaré aquí si me necesita. La chica grandota y gorda.

María estaba terminando de comer junto con los cocineros y las dos camareras, y Castang empleó diez minutos observando las puertas de madera, sólidas, con cerraduras adecuadas. No había otra salida; una habitacioncita confortable. Quedaba lo clásico, la salida de emergencia. Pero había únicamente dos pisos, y las puertas de emergencia eran del tipo que se abren dándole un fuerte empujón a una barra automática; las probó, y dejaron oír un fuerte ruido metálico, desalentando a cualquiera que intentara salir furtivamente. Los escalones de hierro llevaban al patio, que tenía espacio para una docena de coches y estaba rodeado por una alta empalizada de madera. El motor de un coche poniéndose en marcha en mitad de la noche hubiera creado un estrepitoso eco. En el lado que daba a la calle, las ventanas de la planta baja presentaban sólidas contraventanas de madera.

María se quedó impertérrita cuando él la abordó, y le condujo con busto oscilante y piernas musculosas escaleras arriba hacia la habitación número 4; era esta una habitación agradable, ordenada, con cortinas y cubrecamas de chantú y un pequeño cuarto de baño. Primer piso, dando a la calle. Estaba reluciente y olía bien, lo que inspiró confianza en María.

—¿Lo hace todo usted?

Ella sonrió.

—En invierno, sí. Hay mucho trabajo, pero el jefe es bueno. Madame ayuda. Después de Semana Santa, hay otra chica para el piso superior.

Su acento era muy marcado pero no afectaba para nada a su inteligencia.

—Sólo una pregunta, pero quiero que la considere cuidadosamente. ¿Durmió aquí una persona esa noche, o durmieron dos?

No dudó para nada.

—Oh, sí. Había una chica con él. ¿Un hombre joven, no? Se fue por la mañana, sin embargo, se desvaneció —dijo con una expresión cómica y un expresivo movimiento de la muñeca—. No hay nada malo. El cuarto de baño se hubiera tenido que limpiar de todas maneras.

Castang, que había estado bastante dispuesto a decirle adiós a una idea frágil e insustancial, se puso alerta. ¿Habría valido la pena, después de todo, este infernal viaje a la costa?

—¿Está segura?

—Desde luego que lo estoy. Se había utilizado la cama, rastros de maquillaje. Y un olor… —con la indiferencia de alguien muy acostumbrado a los olores, tanto buenos como malos—. Le entré el desayuno. Entonces estaba solo.

—¿A qué hora fue eso?

—Ah, eso no puedo recordarlo. La hora normal. Siete y media, ocho quizá; ella se había ido antes. Es bastante fácil.

—¿Hay alguna cosa en la que pueda pensar para describirla? Como si era rubia o morena, quizá el perfume, o pelo en la papelera…

—Ah, no —dijo María riendo—. Yo limpio pero no con lupa. ¿A mí qué me importa? Quizá venía de otra habitación.

—Lo comprobaremos. Ahora intente pensar.

Pero María era inamovible.

—No, usted se refiere a zapatillas olvidadas, un peine, o carmín en un kleenex; sí, a menudo pasa, pero no esta vez.

—Entonces, ¿cómo puede estar tan segura?

María se encogió de hombros.

—Experiencia —dijo.