CARTAS DE AUGUSTE
Trabajó con virtuosa asiduidad en sus tareas «domésticas», incluyendo cosas que siempre se posponen, como el tomar declaración a alguien que esté en la cárcel municipal, una ocupación aburrida. El tipo ha estado ahí durante tres meses y lo seguirá estando otros tres meses más, mientras la instrucción sigue adelante con lentitud. Uno de esos en los que otros veinte casos similares serán tomados en consideración durante el juicio y el juez ha solicitado información suplementaria. La autoría de este en concreto («robo nocturno con allanamiento de morada con escalo») es dudosa, pero se hará un esfuerzo para acusar a este tío que de todas maneras ya está en prisión: es más limpio así. La policía es dilatoria en estas cosas; no demasiado justa realmente, pero lo que acostumbra pensar es que el tío ya está en chirona; es decir, está ahí cuando le necesitas y no tienes que recorrer el vecindario.
Antes de la hora de cierre aún encontró tiempo para enrollar un formulario de «declaración» en la máquina de escribir, con su fajo de copias, reducir las bucólicas reflexiones de monsieur Souche a lenguaje administrativo y dejarlo preparado para firmar. De manera que tan sólo se marchó diez minutos tarde. Salió pitando de casa, y por una increíble buena suerte pescó a monsieur Souche cuando guardaba sus herramientas, y consiguió que la firmara, dándole toda clase de garantías de que en el futuro no sería una fuente de disgustos.
Castang miró hacia su propia casa con anhelo, pero en una soleada tarde tan agradable como aquella —realmente parecía como si la primavera hubiera llegado— con todo el mundo de buen humor, quería ordenar tanto el jardín como la casa.
Descubrió al agente de policía Bastian en casa, un pequeño apartamento resplandeciente con el empapelado nuevo, y a una madame Bastian, mecanógrafa en el Ayuntamiento, quien amablemente le ofreció una taza de café. Se quedó bastante sorprendida la muchacha, cuando al entrar se encontró a Castang estirado en su sala de estar fingiendo ser un clochard muerto. Se pidieron excusas entre animadas risas. Era el resultado lo que contaba. No había dudas sobre ello; la historia del jardinero era totalmente exacta.
Sólo fue una hora de trabajo extra no retribuido… Castang se sentía bastante contento. No fue hasta que hubo llegado a su rellano, con la mano extendida ya para abrir la puerta de su apartamento, cuando el típico obstáculo de última hora se abatió sobre él.
Indudablemente la vieja puta había estado rondando justo en el interior de su propio portal, con las orejas bien tiesas para captar su ligero andar. Siempre lo hacía, antes de engancharle, toda miel, con cualquier cuento infame sobre que el ascensor se había estropeado o que la techumbre necesitaba arreglarse. Repentinamente se sintió muy cansado. ¿No había sido el día lo bastante largo?
—¿No podría esperar a la mañana, madame? Hoy llego muy tarde realmente.
Estaba excitada, ojos brillantes, la escuálida garra tendida, el viejo marinero salido del infierno, siniestra y enigmática más allá de lo que era normal en ella.
—Si pudiera entrar un momento, es confidencial.
Sintiéndose como si fuera un conejo —y ella recordaba mucho al armiño— permitió que le arrastrara a sus dominios sin oponer resistencia, a donde no había entrado más que una vez, el día que firmó el contrato de arrendamiento: su famoso «despacho».
Realmente se la veía extraña. Furtiva; incluso hubiera dicho sexy si ello no hubiera sido tan, ¡ejem!, tan…
—Monsieur Castang. He hecho un descubrimiento muy extraño. Mi pobre Auguste, su funeral debe retrasarse debido a esta atroz autopsia.
Dios, sí, y se esperaría a que él estuviera presente. Empezó ya a buscar una buena excusa. Tenía que decirle a Vera que consiguiese flores.
—Fui a su casa, desde luego, para ordenar las cosas —eco grotesco de sus propias actividades y de la frase idiota de Richard— y desde luego para ver sus papeles, seguros y demás.
Qué oscuro y deprimente era este lugar, y qué contraste con la brillante salita de estar de Bastian, donde todo era vulgar y de un gusto abominable pero ¡qué demonios!, vivo.
—Y en el escritorio de Auguste, escondido muy cuidadosamente, he encontrado esto. Parecen cartas dirigidas a usted. Desde luego no las he leído.
—¡Claro que no lo has hecho!
—Sólo lo suficiente para saber qué eran realmente; bien, tenía algunos escrúpulos, ya que no las envió, no sé si hizo bien; bueno, debo admitir que deseaba que esta casa no fuera escenario de más escándalos; y, bien, usted sabe tan bien como yo que debemos cumplir con nuestros deberes cívicos.
Dándose cuenta súbitamente de que estaba farfullando, y de que cualquier cosa que dijera sería excesiva, agarró un pequeño fajo de papel de cartas, pulcramente ordenado y sujeto con clips y se lo pasó bruscamente sin decir palabra. Hipnotizado, lo tomó.
—No voy a decir nada más al respecto —siguió ella con toda precipitación—. Usted sabrá qué debe hacer, pero le ruego de nuevo, monsieur Castang, le ruego con apremio que me permita contar con su absoluta discreción.
Sí, te tentaron mucho; lo veo perfectamente. Hubieras preferido quemarlas o como mínimo enterrarlas; me pregunto qué son. ¡Curioso! Y son también curiosas las extrañas nociones que la gente tiene de la integridad. Hay gente cuya falta de honestidad llega a contarse en millones, que se sentirían muy incómodos si viajasen en un tranvía durante tres paradas sin billete.
Algo muy importante había sucedido para hacer que ella le entregara aquello. Seguía pareciendo furtiva y «sexy». Sería mejor que pusiera pies en polvorosa.
—Leeré lo que sea inmediatamente, y lo consideraré con detenimiento, y se lo haré saber, desde luego. Esté tranquila, madame. No me considerará grosero si ahora… —dijo mientras avanzaba furtivamente pero sin titubeo hacia la puerta.
—¡Qué demonios! ¿La confesión secreta de la doble vida de Auguste?
—La cena está lista —dijo Vera—, y siento haber sido una idiota pesada esta mañana… sólo demuestra lo remilgada y egoísta que una puede volverse. El más ligero signo de alteración de nuestras cómodas pequeñas rutinas… Mientras que tú nunca tienes ninguna; me refiero a pequeñas pautas de confort. Espero que no hayas tenido un día demasiado horrible. No quiero que esto se quede seco… ¡Oh, no!, no más papeleo.
—Claro que no —dijo Castang, volviéndolo boca abajo resueltamente—. Eso huele bien —dijo con un entusiasmo que incluso en él sonaba algo forzado.
—Huele bien —dijo Vera desolada—, simplemente porque he puesto un poco de queso rallado por encima y que está ahora bajo el grill.
Sólo son huevos à la tripe. Y acompañamiento de ensalada de endibia porque las lechugas son aún muy caras. No es más que una comida, y no tiene importancia. Eres muy amable al demostrar educación y pronunciar unas palabras de reconocimiento hacia un ama de casa que se ha tomado muchas molestias con la estúpida comida; no perdón, eso suena a malicioso. Pero no quiero convertirme en madame Maigret, que hace cuarenta y cinco años que está pasada de moda. Estoy aquí para compartir tus trabajos y penalidades, si se me permite.
—Sí, claro. El cronometraje es perfecto. Está pasando algo muy curioso en esta casa y no sé que es. Richard me puso en ridículo hoy inventando un cuento estúpido sobre un tesoro escondido en el cubo de la basura. Todo lo que puedo decir es que hay algo de eso.
Los huevos à la tripe salen baratos y llenan. Se prepara un poco de crema de leche con mucha cebolla cortada en rodajas, estofada con la leche. Se ponen huevos duros a rodajas en un plato que pueda ir al horno, se le echa la salsa por encima y después queso rallado. Castang bebió una cerveza; Vera, aún un poco a disgusto, agua. El plato estaba sucio en el lugar donde su irritabilidad había salpicado salsa sobre los bordes. Castang se terminó la ensalada con una rebanada de pan untada con mantequilla de cacahuete. El cuchillo, al raspar los restos del tarro casi vacío, produjo un prolongado sonido quejumbroso en medio del silencio, que podía atacarle los nervios a cualquiera. Vera se levantó (el levantarse y sentarse eran todavía procesos difíciles de ejecutar) y volvió con un tarro nuevo de mantequilla de cacahuete y una segunda botella de cerveza.
—No seas tonto —dijo comprensivamente.
—Hay que fregar los platos —dijo él con voz inexpresiva.
—Lo haré por la mañana; dejaré este plato mugriento en remojo. ¿Qué son esos papeles?
—Tendrán un aspecto curioso en el archivo con mantequilla de cacahuete por encima. Anny me los dio. Por la expresión de su rostro son algo sobrenatural. Dice que los encontró en el escritorio de Auguste. Léelos.
Empujó su plato hacia atrás, encendió un cigarrillo y destapó la segunda botella de cerveza con voluptuosa lentitud. Vera leyó las hojas una por una, volviéndolas del otro lado a medida que las iba dejando, de manera que se mantuvieran en orden. Castang se fumó su cigarrillo y se quedó mirando fijamente a la pantalla de la lámpara, que tenía polvo. Nadie podía acusarla de ama de casa gandula. De nuevo había conseguido ser extremadamente móvil, pero las escaleras estaban fuera de sus posibilidades.
—No dejes de leerlas por presunción —dijo de repente.
Él hizo una mueca y las recogió. Valían la pena. El pobre Auguste, que nunca había sido un ser humano, estaba ahora bruscamente vivo, insistente…
Papel de carta corriente arrancado de un bloc; azul pálido, buena calidad. Descolorido en los márgenes. ¿Cuánto hacía que Auguste no había escrito una carta? ¡Escrita a mano, con una pluma mojada en un tintero! La escritura en el estilo gótico cuadrado de los que habían ido a la escuela antes del 1914, con sus mayúsculas sinuosamente adornadas e intrincadas. Nombre y dirección cuidadosamente compuestos; en el lado opuesto el destinatario.
«Monsieur l’Inspecteur Castang. Service Régionale de Police Judiciaire».
Una línea de escritura muy correcta.
«Monsieur, considero mi obligación hacerle notar».
Y eso era todo. Frunció el ceño y cogió la siguiente.
«Monsieur, existen pruebas materiales y yo lo he visto».
No eran varias cartas, sino varios borradores de una, siempre la misma. El siguiente era más largo.
«Debo decirle que tengo la seguridad de que se ha cometido un crimen, y tengo sobre mi conciencia que».
Una era anónima, sin encabezamiento, ni dirección, ni fecha.
«Si usted se toma la molestia de investigar esta denuncia le puedo asegurar que no perderá el tiempo».
Se interrumpía bruscamente como las otras.
«Monsieur, ningún ciudadano honorable puede quedarse sin hacer nada viendo cómo es despreciada la sociedad por».
Sólo en una había ido más allá del primer párrafo.
«Se ha cometido un crimen y el autor disfruta de total impunidad. Ningún hombre honesto puede quedarse parado contemplando esta situación sin intentar repararla, pero la acción únicamente puede instigarla la autoridad competente.
»Si usted se compromete a respetar mi anonimato, puedo indicarle la manera en que puede encontrar pruebas y no le pido más recompensa que ver que se hace justicia».
Vera había terminado y estaba apilando los platos en el fregadero. Castang ojeó las restantes, que no le aportaron nada más, y las contó. Once. La primera fechada nueve días antes. Dos veces encontró dos con la misma fecha, y una vez tres. La escritura era pulcra y regular en todas. No había tachaduras ni tampoco faltas de ortografía, faltas de puntuación o errores gramaticales.
—¿Y bien? —dijo como si pretendiera sentir indiferencia.
Vera también lo hacía; estaba examinando las descoloridas y raídas cortinas, muy serena, calmada y sosegada. De repente empezó a sonreír abiertamente.
—Tenías toda la razón. Ha habido un crimen.
—Ha habido varios.
—Y Richard no quería hacer caso, y lo rechazó desdeñosamente, y ahora no tendrá más remedio que comerse su chaleco.
—No, le estás juzgando mal, interpretándolo de una manera ligeramente equivocada. Él sabe que hubo un crimen. Lo que a él no le gusta, ni le gusta al juez, ni a mí, son las cosas que no se pueden demostrar. ¿Qué crimen? ¿Dónde, cómo, por qué? No sabemos nada.
—Todo lo contrario, nosotros, tú también, sabemos mucho.
—Bien. ¿Qué? Tómate tu tiempo, esquematiza. Y no lo digo sólo para demostrar que te doy ánimos. Tú verás dos veces más que yo, y no estoy fingiendo.
—De acuerdo. Auguste estaba terriblemente asustado, quería depositar su confianza en ti, no sabía como dirigírsete y escogió este método, pero descubrió que incluso ese era demasiado difícil para él. Era viejo e inseguro, y lo hizo lo mejor que pudo. Debe de haber cometido la imprudencia de confiarse a alguien, ya que le mataron.
—¿Quieres decir que se confió al criminal? ¿Chantaje?
—Claro que no; eso no concordaría nada con su forma de ser. Quizá fue al revés; alguien se confió a él. X. ¿El clochard? ¿No es más probable que el chantaje proviniera de ese lado?
—Mucho más probable, y concordaría mucho más con la forma de ser, pero no hagas hipótesis. Mantente en aquello que sabes.
—Sabía algo, digamos que de manera accidental, sobre un crimen. Se armó de valor, pero cada vez que intentaba escribirlo le parecía que estaba equivocado; que tú no te lo tomarías en serio, o que él saldría a relucir. Hubiera acabado contigo, pero se había acostumbrado tanto a pasar inadvertido y estaba tan habituado a que le trataran como si formara parte del mobiliario…; vivía en un círculo que se iba estrechando. Su propia hermana fingía que estaba chocho, y le avergonzaba ser sordo. De manera que se comportaba como si estuviera chocho y ya no sabía cómo evitar esa costumbre.
—¿Por qué guardó tantos borradores?
—Porque había una buena frase en cada uno, y esperaba que a base de leerlos finalmente acabaría expresándolo de la manera que quería.
—O quizá porque odiaba tirar cosas. Una pena que a pesar de tanto esfuerzo nunca consigue llegar al tema en cuestión. Existe una prueba y él la ha visto. Algo material, más que algo meramente visto u oído.
—Quieres decir que le mataron para recuperarla, más que para impedir que hablase.
—Uno no va muy lejos con este tipo de preguntas. La gente que mata, o está dispuesta a matar, no sigue necesariamente una lógica como la tuya o la mía. Esa persona corrió un riesgo enorme, al entrar en la casa.
A menos, pensó Castang, que fuera una persona cuya presencia en la casa no causara comentarios. No lo dijo; eso no haría más que asustarla.