13

JARDINERÍA

El almuerzo había sido poco afortunado, porque Vera, que ya estaba trastornada por el horrible y triste final de un anciano inofensivo, se sintió atacada y aplastada por el lento avance del bulldozer de la violencia y la miseria. Esta vez no podía filtrarse. Igual que el árbol que estaba afuera era «su árbol», este era «su clochard». Castang lo sabía, pero no había calculado hasta qué punto se sentiría implicada y quedó sorprendido por su negativa a comer. Era otra demostración más —le pareció— de su torpeza e insensibilidad. Se culpó a sí mismo y la culpó a ella, y a su embarazo, e hizo un desgraciado embrollo de todo aquello.

No quería andar rondando por ahí, pero quería pescar a monsieur Souche, el cual había dejado un azadón y varios montones de escombros y otras señales de que tenía intención de volver. Vagabundeó y se impacientó. ¿Qué estaban haciendo aquí, de todas maneras? Como sucede con la gente que no entiende nada de jardinería, le pareció que aquel tipo estaba siendo únicamente destructivo. El complejo municipal por la limpieza era ofensivo: no era más que un pedazo de desaliñado terreno baldío, pero ¿por qué tenían que andar trasteando en él? Al fin apareció, limpiándose todavía la boca con pausada deliberación municipal. Castang adoptó el papel de un cabeza de familia burgués que busca ilustración.

—¡Ah! —dijo Souche—. No sé lo que van a hacer. Quizá embellecerlo. Yo no podría saberlo —se puso a la defensiva—. Yo tengo que limpiar toda la porquería. Las zarzas y todo eso; estos viejos arbustos no son buenos, de todas maneras. Será una buena cosa.

—Supongo que sí. Nos librará de los clochards.

—Bueno, el que estaba por aquí no le molestará más. Muerto, así está. Lo encontré yo mismo.

—Sí, oí hablar sobre eso. —Era tiempo de desenmascarar su juego—. De hecho, es por lo que estoy aquí. Oficial de policía. Me gustaría preguntarle algunas cosas.

Souche se sobresaltó.

—Se lo dije todo al policía esta mañana. Perdí mucho tiempo, eso es lo que hice. No tengo más tiempo. Dejó cantidades de vieja chatarra sucia, y tengo que limpiarlo todo. No quiero hablar. Pobre viejo cabrón. En fin, así es la vida.

—Quiero que no toque nada hasta que haya tenido una oportunidad de examinarlo.

—No puedo hacerlo. El furgón vendrá a recoger los escombros. Si no lo termino, el jefe querrá saber qué he estado haciendo con mi tiempo, ¿sabe? ¿Qué cree usted?, ¿qué quiero perder la paga de un día a causa de un clochard y de las entrevistas con los policías?

—¿Prefiere venir al bureau y hacer una declaración formal? Estoy intentando hacerle las cosas más fáciles, tío estúpido. Necesito un cuarto de hora, no más, y lo haremos en la taberna. Luego le echaré una mirada a las pertenencias del clochard, y después puede hacer lo que le parezca. ¿De acuerdo?

—Deme un papel, que diga que esto es un asunto oficial y que usted se hace responsable. Tengo que cubrirme.

—Eso haré. Vamos pues.

Monsieur Souche recogió su podadera, y la sostuvo como si la fuera a usar para protegerse.

—Uno no debe dejar herramientas tiradas por ahí. Hay muchos ladrones por aquí. Y no serán los policías los que se preocuparán —dijo significativamente.

Se sentaron en una mesa junto a una ventana: la taberna estaba casi desierta a primera hora de la tarde.

—Yo bebo orujo —dijo monsieur Souche con fruición.

—Tú bebes cerveza —dijo Castang secamente, pagándolas—. Quiero aclarar un punto importante. Quiero que se concentre cuidadosamente. Vuelva atrás y visualícelo. Esta mañana llega para echar una mirada y ver qué trabajo hay que hacer, de modo que echa a andar por la vieja zona de los remolques, ¿de acuerdo?

—Preocupándome de no poner los pies en ninguna mierda de perro —dijo con igual sequedad—. Es como usted dice, estoy echando una mirada. Le veo allí abajo en el pequeño hueco que hay detrás de los arbustos. Siempre está ahí, le protege del viento ¿sabe? Yo pensé: tengo que hacerte salir de ahí. Está debajo de la vieja lona de camioneta; creí que aún estaba dormido. Incluso a aquella hora tan temprana de la mañana. —Efectuó una expresiva pantomima con referencia a la botella de cerveza—. Son todos iguales. Estaba como enrollado. Entonces vi toda aquella sangre. Empapándole la barba y todo lo demás. Una cuchilla de afeitar… ¿para qué quería una cuchilla de afeitar? —añadió.

—Bien; ahora ¿dónde estaba usted? ¿Junto a su cabeza o a sus pies? ¿Desde qué ángulo le veía?

—¡Ah! Primero desde uno y luego desde el otro. Estoy dando vueltas a su alrededor, ¿sabe?

—¿Desde dónde puede ver mejor? —preguntó pacientemente.

—Hay un poco de pendiente ahí. Luego hay ese abedul cubierto de maleza, ese tiene que arrancarse, también. Recuerdo que me sujeté a él. Sea como sea, te da un vuelco el corazón. Su vieja bufanda está toda empapada. Estoy junto a su cabeza.

—De manera que su derecha es la derecha de él. ¿En qué lado tiene el corte? —Hizo una macabra demostración con un cigarrillo que sujetaba en su mano derecha—. ¿Derecha o izquierda?

—Izquierda —dijo sin dudarlo.

—¿Seguro?

—Seguro, segurísimo. ¿No estoy ahí de pie? Una visión repugnante.

—El informe de ese policía dice diestro.

—Eso es. Quiero decir exacto. Diestro pero se cortó en el lado izquierdo.

Castang empezó de nuevo pacientemente.

—Está en un enredo. Piense otra vez. Sucede que conocía a ese viejo. Le di un cigarrillo de vez en cuando. Así es cómo sé que era zurdo.

—Me está confundiendo —se rascó—. Se cortó en el lado izquierdo, seguro.

—Eso se puede comprobar fácilmente. Está en el depósito, sólo tengo que mirar. Lo que no veré allí es qué mano utilizó. Usted dice la derecha. El policía escribió la derecha. Quizá están los dos equivocados. ¿Por qué? Piense.

—No, no lo estoy —con aire triunfante—. En su mano izquierda sujetaba la botella, ahí radica el porqué.

—Sujetaba la botella —dijo con aire escéptico—. Uno no se corta el cuello sujetando una botella.

—No veo por qué no. Es la única cosa que los clochards nunca sueltan. La cogía por el cuello, la apretaba fuerte.

—¿Mientras dormía?

—Por lo que yo imagino, despertó. Le dio un sorbo, o ya estaba vacía. Estaba vacía cuando la vi. Tenía frío, o quizá estaba enfermo, o algo le había ido muy mal, y no quería seguir adelante, no quería ver otro día más. De manera que encuentra esta cuchilla, y piensa un poco en ello, y… cuiik…

Tengo que mirar, pensó Castang, y ver si hay señales de duda.

—¿Dónde está la botella? Tendrá sus huellas.

—Ya no está —dijo monsieur Souche—. La tiré al canal.

—¿Por qué?

—No lo sé. Si alguien encuentra a un tipo así, aunque no sea más que un clochard, hace cosas instintivamente. Supongo que pensé que ya no le servía de nada. Qué demonios importa la botella. Se lo digo, le veo, tiene la cuchilla en la mano derecha.

—Te vas a mantener firme en eso ¿no?

—Mire. Yo no le toqué, entonces no. Fui directamente y llamé a un policía. No tuve que hacer o tocar nada para ver que estaba muerto. Pregúntele al policía. Sujetaba la botella.

—¿Tenía los dedos rígidos? ¿Apretados alrededor de la botella? ¿Agarrotados?

—No, sólo la sujetaba ligeramente.

—Vamos a dar un vistazo al lugar.

Monsieur Souche, ablandado por la cerveza, no se sentía muy desgraciado siendo el testigo principal.

—¿Piensa que alguien le mató?

—¿Quién querría matar a un pobre borracho?

—Eso es lo que yo pienso.

Pero si los policías querían divertirse…

Estuvieron juntos de pie, estudiando el nido de abrigos viejos, desagradablemente congelado formando una pegajosa masa oscura.

—Límpialo —dijo monsieur Souche autocompadeciéndose—. Nunca se preocupan de quién tiene que hacerlo, ni de lo mierdoso que puede estar. Límpialo, dicen. Siempre me toca a mí.

—Comprendo exactamente lo que quiere decir —dijo Castang.

La casa del clochard —tienda, manta, bodega y desván— era una vieja lona, como si flechas sioux la hubieran desgarrado y agujereado, quemada en algunos sitios, remendada con cualquier cosa desde cartón embreado para techumbres a plástico impermeable. El hedor era fuerte.

—Dele una buena paletada —dijo Castang con una mueca de disgusto.

De vuelta al trabajo se desvió para pasar por el Instituto Médico Legal. Ya no es siniestro. Es pedante, académico, sin gracia. Los chistes sobre ladrones de cuerpos o ladrones de tumbas están pasados de moda, bien pasados. Aún flota por el lugar un leve matiz de humor macabro, totalmente involuntario.

—¿Una mujer encontrada en un coche?, no me dice nada. ¿Cómo quiere que lo sepa? ¿Qué me importa a mí? Nos falta personal, ¿sabe? Louise, ¿sabe algo de una mujer encontrada en un coche?

—Se refiere al uno siete cuatro. Aún no está lista.

—Tengo entendido que el profesor se lo dijo a monsieur Richard.

—Para él es fácil decirlo. El informe es larguísimo y aún no se ha pasado a máquina. De todas maneras está incompleto. La hemos llevado a Estomatología.

—¿Quién?

—El Instituto Odontológico —dijo irritada—. Algo sobre sus dientes. Lo enviaré cuando esté listo. A madame Groult la han operado de varices y no volverá hasta dentro de seis semanas; vamos muy mal de personal.

—Sí, ya me lo han dicho. Me gustaría ver al clochard mientras estoy aquí.

—¿A quién? Por el amor de Dios, el nombre.

—No lo puedo recordar —dijo Castang—. Yo diría el uno siete seis.

—Oh, sí, ahora lo recuerdo. Tres en un día, no hay derecho, señor Castang. Es fácil para la PJ. Cada vez que no saben qué hacer le ponen alegremente una tarjeta que dice: «Hacer una autopsia», como si se tratara de un par de portaobjetos de microscopio untados de sangre, que se da a un estudiante diciéndole: «¡eh tú!, haz un recuento de hemoglobina».

Era como volver a oír a monsieur Souche de nuevo diciendo: «Todo el trabajo sucio me lo dejan a mí».

—Nadie ha pedido una autopsia por lo que yo sé. Quiero echarle una mirada, eso es todo.

—Bien, ¿por qué no lo dijo? Acompáñale, Jean-Paul, y por el amor del cielo haz que frieguen. Policías entrando y saliendo; este lugar es como un lavabo público.

El corte estaba en el lado izquierdo, en un ángulo tal que tanto podía ser hecho con la mano izquierda como con la derecha. Era pequeño y limpio, apenas una hendidura en la arteria. Al uno siete seis le habían dado una ducha, o cualquier medida de higiene básica que aquella aterradora arpía impusiese para con sus huéspedes. Habían limpiado la sangre y la barba lo suficiente como para que se viera claramente; no había señales de vacilación.

Bajo el reinado del Terror había sido igual, pensó Castang. El ciudadano Sanson, el verdugo, siempre se estaba quejando de falta de personal de confianza. Escribió una carta solemne y burocrática al Comité de la Seguridad Pública, diciéndoles que, a menos que obtuviera un aumento sustancial de dinero para gastos, no podría dar abasto con toda aquella carga de trabajo…