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NUNCA HAY DOS SIN…

Después de todo, la propietaria tenía un corazón. Las lágrimas corrían abierta y espontáneamente, sin preocuparse de si se desprestigiaba ante un inquilino, y menos con ese.

—Era mi hermano —gangueó desdichadamente—. Mi único hermano, y el último vínculo con los viejos tiempos.

A Castang le agradó aquel resquicio de luz. Se le ocurrió que no le haría ningún daño quedar bien con la propietaria.

—Puede dejar el caso en mis manos, ¿sabe? Me encargaré de que sea tratado de manera que los problemas y las molestias queden reducidos al mínimo. —Al fin la policía iba a justificar su existencia…

—Oh, monsieur Castang, qué bendición es tenerle en la casa.

Es cierto que, en este momento un leve «¡oh, Dios mío!», arrugó el fino rostro, pero la buena mujer se mantuvo firme:

—¿Puede mantenerse el asunto al margen de los periódicos?

—Lo hacen lo mejor que pueden para evitar informar de suicidios.

Esto hizo que volviera a empezar.

—Oh, Auguste… oh, no es posible…

Eso era lo que él pensaba, pero tenía que asegurarse.

—¿Ha estado quejándose de dolores?

—Auguste tenía sólo setenta y dos años —indignada—. No hay cáncer en la familia, monsieur Castang, somos una raza fuerte. Mi padre murió a los noventa de neumonía y mi madre a los ochenta y cinco. Auguste estaba fuerte como un roble. Y era un hombre muy feliz.

Sí, pensó él, un poco sorprendido pero convencido, eso era verdad.

—Tendré que traer aquí —aclaró la garganta—, los equipos de la policía. Serán discretos y silenciosos, se lo aseguro.

—Supongo que lo son —dijo pensándoselo—. Vendré —añadió con resolución—. No me pida que baje a ese sótano.

—Déjemelo a mí.

Montó guardia en el vestíbulo. Dos o tres inquilinos, al verla, mostraron a la vez curiosidad y la intención de quejarse. Ella hizo que su voz llegara hasta donde él pudiera oírla desde el sótano.

—Hemos… nos hemos encontrado con un pequeño problema, que monsieur Castang, muy amablemente, me está solucionando, y les ruego que no hagan preguntas. No se trata de la seguridad de la casa. Mañana estará todo aclarado. Por favor, no alarmen a los demás.

Era realmente un asunto para la brigada de seguridad urbana, y el comisario Favre, pero no quería un gran número de policías uniformados, o la ambulancia de la policía de socorro. Había llamado al oficial de guardia de la PJ y a Richard, que muy bien hubiera podido refunfuñar por tener que salir a la calle a la hora de cenar, pero no lo hizo. Hubiera podido enviar a Lasserre, pero no lo hizo. Era una especie de lealtad que hacía que sus subordinados le apreciasen.

Los técnicos de la PJ tuvieron intenciones de hacer chistes sobre un cadáver en la famosa residencia burguesa de Castang, pero les hizo callar. Hicieron las mediciones usuales y las fotografías de costumbre sin gran alboroto. Tal como les había pedido, trajeron la furgoneta sin distintivos. Monsieur Auguste fue trasladado, con decencia y discreción, al Instituto Médico Legal (eufemismo administrativo para la «morgue») tan pronto como Richard le hubo echado un vistazo.

—Lo siento —dijo Castang—. A mi parecer es un evidente montaje. Tú debes decidir. Pero mira esas magulladuras, no pude dejar de pensar… aquí, Martin, danos un poco más de luz.

Richard se tomó su tiempo, haciendo que Castang pasara un momento incómodo.

—Sí —dijo al fin—. Patología tendrá que confirmarlo, pero estoy de acuerdo. Han puesto la ligadura para esconder la estrangulación manual. Una coincidencia interesante. Si hubiera sido un codo como esta tarde, Patología lo detectaría, pero tú —nosotros— no. Un punto discutible, quizá, pero es imprescindible para empezar. Puede hacer que todo cambie ¡Hum!, esta es tu casa. Yo me atrevería a decir que, por muy pesado que pueda ser, preferirías que lo dejara en tus manos.

—Quizá —dijo Castang con cuidado—, si no te importa dile una palabra amable a la vieja especuladora que hay en el vestíbulo. Mi casera…

—Claro —dijo Richard—. Lo entiendo perfectamente. No te preocupes.

Y Castang se mantuvo al acecho durante un minuto, mientras se oían unos tranquilizadores murmullos. Richard era excelente manejando a la burguesía. Su porte era siempre el de un caballero, incluso cuando se le hacía salir a mitad de la cena.

Castang la encontró de pie en el umbral, mirando hacia la calle, mientras se despedía de Auguste. Habían sujetado la puerta para que quedara abierta y dejara pasar la camilla. Por un momento se preguntó por qué le parecía tan familiar, de alguna manera tan característica. El vestíbulo estaba poco iluminado; las farolas de la calle eran lo suficientemente distantes unas de otras como para no proyectar más que una luz difusa sobre el viejo rostro arrugado; su mandíbula se ladeó y elevó, observando y escuchando.

Entonces lo reconoció. Era exactamente la posición en la que Auguste acostumbraba a mantenerse en pie, inmóvil, esperando a los basureros, para asegurarse de que trabajaban como debían y no dejaban porquería en la acera. En el vestíbulo si llovía; si hacía buen tiempo —como era el caso ahora, una hermosa y templada noche de primavera— afuera en el umbral, en una postura que pertenecía tanto al hermano como a la hermana, escuchando y observando. Exactamente igual, sin ver nada y menos oír. A los fantasmas quizá.

¿Quién demonios podía querer matar a Auguste? ¿Por qué? Pero ahora no tenía intención de pensar en ello. Vera empezaría a estar preocupada, indudablemente. Era demasiado sensible como para no haberse dado cuenta de los extraños tejemanejes, y demasiado discreta como para bajar a trompicones para averiguar qué pasaba. Pero él debía tranquilizarla inmediatamente.

Y no era asunto de la PJ, no hasta que se hubiera hecho un examen médico oficial. El Laboratorio de Patología (deprimente herramienta tan familiar a las investigaciones policiales) era en realidad un departamento del Hospital de la Universidad, y si había alguna polémica sobre una muerte podían obtener un dictamen muy bueno; la autopsia la haría un catedrático, y no algunos estudiantes escogidos al azar o técnicos del laboratorio. Castang pensaría en monsieur Auguste en algún momento del día siguiente.

También había aquellos molestos ingleses, rondando por ahí. Maldición.

Tenía que dejar pasar tiempo de una manera útil y oficial haciendo informes. A pesar de urgentes peticiones privadas para que se solucionara tan rápido como fuera posible para evitar incidentes diplomáticos, no se podía esperar que Tours enviase respuestas antes del almuerzo. Una «comisión rogatoria» enviada por un juez es, en el mejor de los casos, un asunto laborioso. Una autopsia tampoco podía apresurarse. Monsieur Auguste tendría que esperar, hasta que pudieran atenderle.

El señor Martin Greene, educado para ser paciente, aunque esperaba no tenerlo que ser por mucho tiempo, había recibido instrucciones y le habían enviado al Hôtel d’Albion, y se preguntaba si, dadas las circunstancias, la familia del juez estaría realmente interesada en visitar la ciudad… Al cónsul general de Su Majestad Británica le habían sacado de la cama bajo el pretexto de que era una conveniente visita de cortesía, ya que el honorable sir James era un distinguido, ¡ejem!, visitante, ¡ejem!, involuntario, ¿qué era lo que dictaba el protocolo en el caso de un sir que encuentra una no solicitada mujer joven en el coche? Al cónsul general la noticia no le había agradado en absoluto. El juez de instrucción estaba preocupado, excitándose con diversas hipótesis, todas ellas capaces de desencadenar mala publicidad. El famoso secreto de instrucción era una ficción legal, y una palabra con doble sentido: la llamaran como la llamaran, detestaba la frase.

Castang era casi la única persona involucrada a la que se había dejado relativamente tranquila, pero incluso esto no duró mucho; su teléfono sonó.

—Sube, ¿quieres? —dijo Richard, con una extraña nota en la voz.

Estaba solo fumando un cigarrillo.

—Castang, lamento importunarte. Pensé que te gustaría saber esto. En este mismo momento he recibido un informe rutinario de la oficina de Favre, sobre un suicidio descubierto hace una hora o así en tu muelle. Y no, no hay error, por difícil que sea de creer. Le encontraron un carnet de identidad al individuo, y he llamado para verificar. Dicen que le conocen. Reille, Joseph Reille. ¿Te dice algo esto?

—Nunca había oído ese nombre, lo cual no quiere decir nada excepto que no es de mi edificio. —Castang se encogió de hombros—. ¿Quiénes son ellos?

—Avenue Briand ¿dónde si no?

—Supongo que la esperanza es lo último que se pierde.

El comisario de zona, Marchand, no era un amigo; ciertamente no lo era suyo, no lo era ni siquiera de Richard. Conseguiría muy poco telefoneando. Cuando el público dice que odia a la bofia, se refiere a Marchand. Distante e inútil, despótico e indiferente. Con sus colegas tenía fama de quisquilloso. Intentar hacer algo con Marchand o a través de él era desperdiciar tiempo y energía en cada ocasión, pero especialmente ahora. Castang podía adivinarlo… Había sido arbitrario la noche anterior, y se había contentado con una nota oficial enviada por el oficial de servicio. Una muerte en el distrito de Aristide Briand de la que se sospechaba que fuese un homicidio, y por lo tanto la PJ se ocupaba directamente de ella. Una especie de venganza burocrática estaba empezando.

—Lo mejor será que lo compruebe —suspiró.

—Eso es lo que yo había pensado —dijo Richard.

Sin duda no era más que una coincidencia, pero la policía sentía una antipatía inherente por la palabra y el hecho.