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LOS VERBOS TAMBIÉN SE CONJUGAN EN PLURAL

Castang estaba vinculado a su ciudad más profundamente que un funcionario lo está con su ministerio. Le tenía cariño. Desde luego, todo oficial de policía espera obtener un ascenso. Era un oficial jefe con un título de derecho conseguido tras muchos esfuerzos; había ido a «la escuela» y aprobado los exámenes para llegar a comisario; tenía la antigüedad necesaria. Por lo tanto, técnicamente, sólo estaba esperando que alguna vieja reliquia se retirara, para tener su «ascenso». Pero según la ley, cualquier «aglomeración» de más de quinientos habitantes debe poseer un comisario de policía. Fantástico; hay cantidad de horribles poblachos en lugares remotos que apenas si merecen llamarse ciudades, y él no tenía el más ligero interés en convertirse en el «notable del pueblo»: quería permanecer en las brigadas criminales y el ascenso dentro de ellas es un asunto más delicado. El no haber sido nombrado era, quizá, una buena señal de que al menos Richard no estaba ansioso por librarse de él. Se contentaba con quedarse donde estaba. No tenía auténticas raíces en aquella ciudad; no las tenía en ningún sitio. Pero le había «cogido cariño».

Una de las desventajas de salir del trabajo a la hora en que normalmente termina el turno de día es que coincide con la hora punta… Entre las cinco y las siete de la tarde, la ciudad, como todas aquellas con una historia medieval, queda bloqueada por los coches, y no hay nada más insólito que encontrarse avanzando poco a poco por un cruce durante un interminable cuarto de hora.

Vivía en un barrio burgués de avenidas rectas y anchas con árboles, bastante cerca del centro. Y siempre que podía cogía su bicicleta, y no aquel estúpido coche. La bicicleta iba a la misma velocidad y era menos frustrante; al menos una tercera parte del tiempo iba más de prisa. Uno no tenía que estar sentado contemplando la parte trasera del cacharro que tenía delante y respirando sus asquerosos gases.

Tenía dos desventajas fundamentales. El alquiler era muy elevado (aunque su calle daba al canal, pero era tranquila y sin malos olores. Sin hipocresía, tanto lo era para él como para Vera). Y montar en bicicleta era peligroso. Los automovilistas odian las bicicletas, y hacen todo lo posible para tirarlas al suelo junto con los ciclistas. A Castang le tocaban la bocina diariamente, le maldecían y le obligaban a meterse en la cuneta; el ataque físico real con una poderosa y larga barra de metal, tan peligrosa como cualquier arma, ocurría a diario. Se defendía apeándose en los semáforos en rojo y dirigiéndose a los agresores les gritaba «¡oficial de policía!, ¡documentación!», con su voz más desagradable. A menudo daba resultado, ya que el automovilista muchas veces tenía tanto de cobarde como de matón. Pero le hacía perder tiempo y energía, sin que la policía lograra popularidad. Vera, que apenas salía y nunca en horas punta, no sabía realmente lo malo que podía llegar a ser. A un policía se le prepara para aceptar la idea de ser herido, y de morir, con una buena dosis de imperturbabilidad. Conjuga el verbo diariamente. Él, ella, muere. Tú mueres. Yo muero. No le entusiasmaba morir de rotura de pelvis y bazo machacado. Castang se alegró de llegar a su casa sin incidentes. No estaba dispuesto a pensar en mujeres desnudas metidas en el portaequipajes de un Rolls-Royce; tenía suficiente preocupación por su propio pellejo.

Su casa era una típica muestra de la arquitectura urbana de finales del siglo diecinueve; alta, estrecha, recargada y horrible. Pero construida con espléndida solidez y, por lo tanto, silenciosa. Los ventanales dejaban entrar generosamente la luz y el sol, y albergaban balcones de hierro forjado para que Vera tuviera su jardín, que, por cierto, no era menos esplendoroso por el hecho de vivir en tiestos. En este panal vivían abejas burguesas, recogiendo afanosamente la miel financiera. Castang no era popular en el edificio; todos estaban seguros de que resultaría ser una polilla. ¡Un policía en el edificio! ¿Qué vendría después? Incluso en el caso de que hubiera ladrones no podrían fiarse de él; con la policía siempre era lo mismo. Todo el mundo sabía que les traía sin cuidado…

Castang abrió la puerta, empujó la bicicleta por el vestíbulo, que olía como siempre a polvo seco y caliente y estaba pobremente iluminado por una lámpara Tiffany falsa con siniestros pedacitos de cristal de colores, y bajó las escaleras del sótano hacía las bodegas. Como en todas las casas de aquel tipo, había gran cantidad de bodegas que iban desde la parte delantera donde estaba instalada la calefacción central, a través de un pasadizo abovedado, como un puente de los Suspiros con entradas cerradas al paso a cada lado y que ofrecían oscuras visiones momentáneas de escondites burgueses donde se alimentaban las polillas y el moho lo corrompía todo, hasta la parte trasera donde yacían los cubos de la basura, y montones de periódicos viejos, jarrones rotos, y la bicicleta de Castang.

En esta madriguera subterránea vivía un anciano, desdentado e inofensivo ogro llamado monsieur Auguste, extremadamente duro de oído y totalmente chocho. La palabra «vivía» necesita ser explicada: se suponía que tenía casa propia en alguna parte, y presumiblemente dormía allí, pero se le encontraba aquí en el sótano durante todo el día y cada día. Era una especie de pariente del propietario, quien hablaba de él con respeto, ya que era venerable y, claro está, útil. Era una especie de conserje jubilado: no sólo se ocupaba de los cubos de la basura, sino que arreglaba cerraduras y radiadores que goteaban, y tenía una especial afinidad con la instalación eléctrica, que como él, databa de mil ochocientos ochenta. Poseía un cuchitril cerca de los cubos de la basura, conocido como el «taller de monsieur Auguste», lleno de pomos de puerta rotos y de pestillos de ventana en bronce vistosamente esculpido, llaves cuyo peso bastaría para hundir un pesado transatlántico, piezas de segadoras victorianas, acondicionadores de aire y balanzas. Se había parado en seco con la invención del motor de combustión interna; esa era una invención del diablo y no quería tener tratos con ella. En consecuencia, a Castang le caía muy bien. Y siempre era afable.

—¿Por qué no abre una tienda de antigüedades? —le preguntaba Castang.

Y monsieur Auguste le respondía con satisfacción:

—Es este viento.

La civilización en Europa se ha visto grandemente empobrecida con la desaparición del conserje.

En el centro del puente de los Suspiros, bajo el arco enladrillado, brillaba resplandeciente la bombilla desnuda de cien watios, a pesar de los catorce letreros angustiados que le suplicaban a uno que la apagase. Monsieur Auguste nunca había llegado a instalar un interruptor automático, esa invención completamente francesa, de una raza burguesa que despilfarra miles de francos poniendo la calefacción demasiado fuerte (el edificio parecía siempre un horno), pero que se siente inmensamente orgullosa de un mecanismo ingenioso para ahorrar unos céntimos.

—Monsieur Auguste —dijo Castang, con su voz que resonaba de manera extraña en los sótanos.

—Monsieur Auguste —bramó Castang, ensordeciéndose a sí mismo.

Seguramente estaba en el lavabo, ya que además de otros adornos el sótano presumía de tener un lavabo; la gente de la época victoriana estaba decidida a vaciar sus vejigas tantas veces como la familia real. El mismo mecanismo del retrete estaba exactamente calculado para que le gustara a monsieur Auguste y este se pasaba muchas horas allí. Siempre dejaba la puerta abierta, y si se le molestaba aparecía, valientemente adornado con tirantes y largos calzoncillos de lana.

La puerta estaba medio abierta; Castang le dio una circunspecta patadita.

Se abrió. Monsieur Auguste estaba presente, con los tirantes colgando de la cadena.

—Oh, mierda —dijo Castang.

Yo muero, tú mueres, la chica desnuda del Rolls-Royce muere. Nosotros morimos, vosotros morís, ellos mueren. Castang sintió una intensa afinidad con monsieur Auguste. Nosotros morimos.

Castang agarró el diminuto cuerpo, seco y ligero como una polilla, lo levantó, desabrochó los tirantes y lo sacó fuera a la luz; una de las patéticas economías había sido el contar con toda la luz de la bombilla del corredor que se filtrase a través del cristal mugriento de encima de la puerta. Hizo un examen cuidadoso si bien superficial, muy parecido al que el cirujano de la policía había hecho aquella tarde, mirando los ojos y las uñas, balanceando las vértebras cautelosamente, intentando sentir a través de los tejidos inflamados. No se sentía nada feliz. Tendría que ir y ver al propietario. Esta vieja viuda avariciosa, que escondía su corazón en un bolsa de clavos herrumbrosos (uno de los escondrijos de Auguste, decía Vera), vivía en el tercer piso, justo enfrente suyo. Por lo menos, la discreción estaba asegurada.