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RESUMEN DE LOS INTERROGATORIOS

Incluso mientras se decía a sí mismo que era ridículo, Castang sentía una oscura necesidad de disculparse; por la triste exigüidad de todas las oficinas exceptuando la de Richard, por aquel espantoso pasillo donde la gente insistía en utilizar los cubos contraincendios como ceniceros, por el predominio de ropas oscuras, calendarios con obscenidades escritas en ellos, y un ambiente general de desaliño, incompetencia, y negligente mafia, todo calculado para dar la peor impresión posible. Fue una agradable sorpresa descubrir que los miembros de la familia, uno detrás de otro, ignoraban cortésmente todo aquello, incluso cuando el imbécil de Orthez irrumpió en la habitación en mangas de camisa, tirantes y una canana bien evidente, a la vez sudoroso y censurable, diciendo:

—¡Oh! Lo siento.

Esa era una de sus cretinas costumbres. Uno tras otro, corteses, pacientes, en cierta manera condescendientes, pero sin nada de lo que quejarse.

No intentó hablar en inglés: no se podía hablar en un idioma y escribir en otro; gracias a Dios que contaba con el señor Malinowski. Pudo refugiarse en la fraseología oficial, un lenguaje desgastado por el uso, pero que seguía teniendo significado. Escogió primero al juez.

El honorable sir James Clarence Gregory Armitage, mirando directamente por encima de su nariz, fue claro, preciso; se podría decir profesional. El Rolls-Royce había cruzado el hovercraft, en dirección al Pas de Calais aproximadamente a mediodía, habían viajado por la carretera de la costa, sin prisas; no le gustaban las prisas. Habían llegado hasta Rouen, donde se habían detenido en el centro, desanimados por el denso tráfico, en un hotel cuyo nombre no podía recordar. Bastante ruidoso. El coche lo habían guardado en el garaje. A pesar del viento y de la lluvia, habían dado un pequeño paseo interesados por la arquitectura, la comida normanda —demasiado pesada para su gusto— y Juana de Arco. Habían cruzado el Sena al día siguiente, se pasearon sin rumbo fijo por la región del queso y la sidra, evitando la autopista, tomaron un almuerzo ligero en Caen, volvieron a la costa para examinar el lugar de los desembarcos de Arromanches durante la guerra, y acabaron al día en Bayeux, donde el coche había sido guardado en un patio, y donde no les había apetecido comer demasiado pero les habían servido una botella de buen vino. Al día siguiente habían hecho un trayecto largo y pesado, que les condujo cerca de Tours, donde se alojaron en un hotel muy agradable tipo casa de campo, donde la comida, misericordiosamente, era más ligera, muy tranquilo, y en el que habían dormido bien. Y al día siguiente habían continuado, y este era el resultado.

No, no había habido un itinerario fijo. Sobre la marcha, a su propio ritmo. No habían reservado nada. En esta época del año había habitaciones disponibles en todas partes, y era esta la razón primordial por la que la habían escogido. No habían planeado encuentros ni se habían encontrado con ningún amigo: todas las paradas habían sido fortuitas. Todo había sido más o menos nuevo para él. Partes del paisaje le eran un poco familiares debido a visitas anteriores, pero a las mujeres les gustaba la novedad, y lo que ellas llamaban «explorar». Nadie, ni en Francia ni en Inglaterra, podía enterarse de sus movimientos, hasta el momento en que las postales que enviaban las señoras empezaran a llegar. Captaba hacia dónde se dirigían las preguntas, y entendía que era un punto que debía eliminar, pero la hipótesis era ridícula.

En términos generales, suponía que la mujer muerta debía de haber sido introducida en Tours. No habían hecho ninguna parada aquella mañana, pero en cualquier caso la ciencia forense seguramente determinaría que la joven no podía haber muerto mucho antes.

Él, personalmente, no había estado cerca del portaequipajes aquella mañana ni la tarde anterior: se había contentado con su neceser, que guardaba dentro del coche para tenerlo más a mano. Había necesitado su maleta en Bayeux, y desde entonces no lo había vuelto a ver. En general, las cuestiones de equipaje se las dejaba a su mujer, que era muy eficiente.

Su hijo, que tenía ideas diferentes sobre cómo disfrutar unas vacaciones, les acababa de alcanzar allí. No sabía donde había estado el chico, y no sentía curiosidad.

Lady Rosemary Grace Armitage, cuyo apellido de soltera era Maitland, estaba totalmente segura de que el traicionero incremento de su equipaje tuvo lugar en Tours. Mientras pagaba la cuenta —escandalosamente cara— había confiado las llaves del coche a un portero, puesto que la noche anterior había sacado la maleta pequeña. Aquella tarde, el coche había permanecido en una zona de aparcamiento a cierta distancia del hotel. Era verdad que el hotel se alzaba en un terreno particular, pero cualquiera podía entrar, y puesto que la zona de aparcamiento estaba en un lugar que no podía verse desde el hotel, podía pasar cualquier cosa. Transcurrió algún tiempo. El hombre devolvió las llaves, pero ¿había cerrado el coche correctamente? Se retrasaron unos diez minutos; Patience había olvidado algo en su habitación. Había estado absorta comprobando la cuenta. Su marido le confiaba estos menesteres. ¿Qué se sabía de todos los otros huéspedes del hotel que habían aparcado sus coches? No podía recordar si había comprobado la cerradura del portaequipajes. Pensaba que sí. Pero era un gesto automático, que se hacía o no, sin pensar. Quizá lo había hecho Patience. Esa mañana había conducido ella.

No, no habían visto a Colin desde que dejaron el ferry. Habían acordado vagamente encontrarse aquí en este restaurante, si las cosas salían así. Sí, hoy; todos querían probar la comida. Era una lástima que se les hubiera amargado el almuerzo.

Oh, sí, las llaves. Hay tres juegos en total —eso por lo menos es lo que pensaba. El de Patience y el suyo, que eran las que se repartían la conducción. A sir James no le gusta conducir, y aún menos en el continente. El otro juego se suponía que estaba en casa; debía de tenerlas su chófer (que era a la vez jardinero, y mayordomo). Un chico portugués. Un chico encantador. Ciertamente, de fiar. Debía de estar en casa, arreglando el jardín. Al menos eso era lo que se había acordado. Desde luego no estaba en Francia, ¿qué iba a estar haciendo él allí?

La señorita Patience Armitage no tenía mucho más que añadir. Totalmente cierto, había vuelto a su habitación aquella mañana por un motivo personal. No más de diez minutos, si quería saberlo; hubiera pensado que cinco. Únicamente había utilizado su neceser. No había reparado en la maleta que había utilizado su madre. No podía jurar no haber tocado la cerradura del portaequipajes pero todo lo que podía decir es que era muy improbable. Había metido su maletín en el interior del coche, y estaba lloviendo; tenía prisa. Este mediodía, durante el almuerzo necesitó algo del portaequipajes —un mapa de carreteras— y lo abrió. Sí, lo había abierto con llave, y se llevó tal susto que sólo se le ocurrió volverlo a cerrar de golpe. A ver, aquella mañana habían parado a poner gasolina en un pueblo. Pero en la calle, a plena luz del día. Ella misma había entrado en la estación de servicio un momento y sus padres se habían quedado en el coche. No, cualquier interferencia allí era imposible. Desde luego el asunto había ocurrido en Tours; no había otra opción. Seguramente se podía saber cuánto tiempo hacía que estaba muerta. Pero de todas formas, aunque el día anterior habían efectuado bastantes paradas, cualquier cosa anormal hubiera sido descubierta aquella tarde, cuando entraron en el hotel la maleta pequeña de su madre. Era allí donde debían dirigirse las investigaciones, aunque todos comprendían que su testimonio era precisamente para establecer aquel punto.

—En realidad —la voz tenía un tono de disculpa— no hay nada esencialmente inverosímil o extraño en nada de esto. —El señor Martin Greene había sido el perfecto espectador, sin interponerse ni enredar una sola vez, ni se había entrometido ni irritado a Castang.

—No —aceptó Castang sin entonación.

—Quiero decir que los ingleses son así, y que lo que aquí se considera como claramente excéntrico allí se acepta como totalmente normal.

—Sí.

—El chico, Colin, es un fresco. Pero está totalmente fuera de su investigación, ¿no está usted de acuerdo? La clave es el Rolls-Royce. Alguien lo consideró ingenioso —no me atrevo a utilizar la palabra divertido…

—¿En Inglaterra, qué vacaciones tiene un juez?

—¿Sabe?, no estoy muy seguro: tendría que mirarlo. Es todo un poco medieval; utilizan nombres latinos para sus períodos de sesiones, Trinidad y Michaelmas (Día de San Miguel), el de Primavera es Hilary creo. Pero no tiene que ser tan rígido, porque también trabajan fuera de los períodos de sesiones para resolver asuntos urgentes. Si ha tenido despacho, como ellos lo llaman…

—Disculpe. Veré si los muchachos han acabado con el coche, ¿de otro modo puede usted acompañarlos de vuelta al hotel?

—Oh, sí, tengo el mío aquí. Y en cierto modo les tranquilizaré, ¿sabe? Los ingleses tienden a tener un temor profundamente arraigado a la ley francesa. Ya habrán visto que ni usted ni el comisario Richard son exactamente ogros.

—Sí. Muchas gracias. ¿Se pondrá en contacto con nosotros por la mañana? Con un poco de suerte habremos encontrado algo para entonces. He de conseguir que el juez extienda un despacho oficial para interrogar, para utilizarlo en Tours.

—Oh sí; claro.

—Señor Malinowski, mi más sincero agradecimiento. ¿Verá a la secretaria del comisario?

—Ciertamente. Imagino que me necesitarán mañana. Buenas tardes a los dos.

Faltaban diez minutos para las seis. No estaba nada mal.