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DESAPROBACIÓN ANGLOSAJONA

El restaurante era un salón agradable, sin pretensiones, con gran cantidad de plantas verdes rebosantes de flores primaverales, de buen gusto, porque no seguía ninguna norma estética. El salón de banquetes pequeño era de pésimo gusto. Se dispuso en tiempos de la madre, y estaba amueblado en un falso estilo Luis XV de madera blanca y dorada, tapizado en un equivocado color rosa. La mesa para ocho estaba puesta pero no tenía flores; a la vez formal y mustio. El pequeño bar del fondo estaba vacío, y hay pocas cosas más deprimentes que un bar cerrado. En una mesa redonda junto al alféizar de una de las dos ventanas se hallaba un juego de café con petit Four, y en la banqueta se sentaban los ingleses, que todo lo criticaban. Y para colmo, el perro de uno de ellos había hecho sus necesidades debajo de la mesa.

Era una familia de cuatro personas. Un caballero de edad, que pasaba de los sesenta, una mujer regordeta de aspecto satisfecho algo más joven, una joven de veintiséis o veintisiete años, de aspecto ordinario pero de facciones agradables y un joven de unos veinticuatro. Todos parecían incómodos y encorsetados, pero Castang no les veía en su mejor momento. No lo había esperado; pocas personas tienen un aspecto diferente cuando se enfrentan por primera vez con un policía de la PJ. Se presentó a sí mismo en su singular pero útil inglés y pidió permiso para sentarse en uno de los silloncitos.

La mamá era el portavoz; desde luego era ella la única que hablaba francés torpe pero correcto, la que tenía los pasaportes y cheques de viaje dentro de su enorme bolso de cocodrilo, y la que inspeccionaba las habitaciones antes de tomarlas.

—Nuestro nombre es Armita ge. Nos gustaría saber cuánto tiempo se supone que vamos a permanecer aquí.

—Es mejor que lo consideren como una avería. Ya sé, un Rolls-Royce no la tiene. Pero la cosa va así. Es como remolcar el coche hasta el garaje, y que el especialista le eche una mirada. Confiamos en que los mecánicos den su diagnóstico rápidamente. Puede que se necesite una pieza de recambio. Intentaremos conseguirla en seguida. Bien, son las dos y veinte. Quizá hoy mismo, si tenemos suerte. Lo más probable es que sea mañana a la hora de comer.

—¡Dios mío! ¿Cómo, aquí?

—Mejor en la ciudad. El garaje y los mecánicos, ¿comprende? Es una ciudad bonita —dijo Castang sonriendo—. En este momento no puedo darles ninguna respuesta concreta. Todavía no sé nada. Me han informado que encontraron un cadáver en su coche. ¿Quién es, de dónde viene, cómo ha llegado, dónde está? Puede que sea muy fácil descubrirlo, puede que sea más complicado. Pero en cualquier caso, existen formalidades que cumplir. Mi superior, el comisario, es la autoridad; sólo él puede decidir. Yo reúno todos los datos posibles y le presentó un informe. Quizá entonces quiera verles a ustedes, o a lo mejor no. Nuestra intención es crearles el mínimo de molestias posibles. Pero, me temo que esto es el mínimo.

—Ya veo.

Hubo un silencio. Con alguna vacilación, decidió jugar su mejor carta.

—Quizá debiera decirle de una vez que mi esposo aquí presente es sir James Armitage, juez del Tribunal Supremo de Inglaterra. Debe usted comprender que su palabra en cualquier asunto sería totalmente indiscutible. Se me ocurre que si diese su palabra en una declaración, por escrito si fuese necesario, para su superior significaría el fin de la cuestión.

—Ya veo.

Castang dejó el bolígrafo, exteriormente tranquilo e interiormente lleno de consternación. La teja número uno acaba de caerse del tejado. Por poco me da de lleno. En todos los edificios en construcción, en Francia, hay un aviso: port de casque obligatoire. Afortunadamente, llevaba puesto su casco.

—¿Y cuál sería la esencia de esta declaración? —dijo cautelosamente.

—Algo así como que —dijo con irritación— no sabemos absolutamente nada sobre estas preguntas que usted ha hecho. Esto de quién es y de dónde viene. Y eso, francamente —manifestó en tono tajante—, es suficiente para satisfacer a cualquier autoridad policial. Desde luego, nos damos cuenta de que la policía tiene un gran trabajo que hacer. Pero esto, me refiero a este horrible descubrimiento, es totalmente fortuito. Nuestro coche ha estado aparcado al aire libre. El asunto no nos concierne en absoluto.

Castang recogió su bolígrafo de nuevo.

—No quiero irritarles —dijo amablemente—. Sé que las frases oficiales son odiosas. «Todo esto se discutirá en el momento apropiado». Sí, desde luego, ¿y por qué debería molestárseles? Yo soy el servidor de la ley. Sir James —lo siento, ¿es el tratamiento correcto?— lo comprende; como usted dice, nadie mejor que él. La ley de la evidencia. Tenemos aquí una muerte no aclarada, quizá accidental, pero como mínimo se ha intentado esconder esa muerte, disfrazar o falsificar las circunstancias, y esto es serio. La ley en este caso ordena que el procurador, el fiscal de la región o su sustituto, deben hacer una inspección. Si no queda satisfecho, lo cual parece probable puesto que no se ofrece ninguna explicación, le pedirá a un juez de instrucción que abra una investigación. La policía se encargará de esta investigación. El comisario decidirá el curso que deberá tomar. Hasta que esto se haga, yo no puedo ayudarles. Ustedes deben ayudarme a mí. Creo que está claro.

Otro silencio. El problema de ser un ciudadano respetuoso de las leyes es que se tienen que acatar dichas leyes, y eso es un gran fastidio.

—Supongo hay algo de cierto en lo que usted dice pero, por favor, compréndalo. Si hacemos lo que nos pide, será contra nuestra voluntad, y de mala gana. Tendremos que decidir si hay motivos para una protesta oficial. Desde luego no perderemos tiempo en ponernos en contacto con las autoridades consulares, en solicitar su presencia en cualquier transacción oficial y en avisar a nuestra embajada, la cual se ocupará de que se tomen las medidas oportunas.

La teja número dos, golpeando contra el casco, pero de rebote. Se sintió lo suficientemente enojado como para estar seguro de una cosa: los policías no intimidaban a nadie. Empezó a escribir bastante despacio.

—Tomo nota de su protesta —dijo con indiferencia—, así como de su apelación a sus derechos. Son legítimos. Serán respetados escrupulosamente. El procedimiento creará retrasos en el proceso administrativo.

El juez, que había estado mirando aburrido por la ventana, giró la cabeza y los hombros a la vez. Una larga cara rectangular. Bolsas debajo de sus ojos azules y una mandíbula aguda. Pelo corto y plateado. Piel sana con un ligero bronceado.

—Señor, le hago una pregunta. —Tenía una profunda voz cavernosa, acostumbrada a dirigir debates públicos—. Esas notas que toma, ¿qué valor tienen, si es que tienen alguno, como prueba? —preguntó conciso pero educado.

Castang sonrió.

—Esto se considera una investigación preliminar. Hasta que lo ordene el magistrado, las notas no son prueba. Son datos que me pueden servir en un procedimiento legal posterior.

—En ese caso —en tono bastante amable— no malgaste el tiempo escribiendo. Mi nombre y dirección serán suficientes. Usted procuraba impresionar a mi esposa, y lo consiguió hasta tal punto como para incitarla a hablar de cónsules. No veo ninguna necesidad de ello, Rosemary; como ha observado, eso complicaría aún más su burocracia. —Los ojos azules se volvieron hacia Castang—. Cinco minutos con su superior serán más que suficientes para solucionarlo.

—Bien —dijo Castang con una viva animación—. Nombres y direcciones si son tan amables. Y los números de sus pasaportes por favor. Casi como si fueran prisioneros de guerra —añadió en una oportuna ocurrencia.

Experimentó un travieso placer al poder decir la última palabra.