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EL SOL TAMBIÉN SALE

Había sido un invierno cálido; eran los peores. Había caído una fuerte nevada prematura, y helado hasta Navidad, pero todo se había derretido ya dejando una densa maraña de botas llenas de barro y de apestosos paraguas mojados; apenas había dejado de llover desde entonces. Un febrero de los que llenan los embalses. Las cuencas de los valles rebosaban con el agua de las inundaciones, recubierta por una repugnante capa de niebla. Castang cogió un resfriado llorón, algo raro en él, y contagió a Vera, a quien no le hizo ninguna gracia. La misma benignidad de la temperatura debilitaba la resistencia, el aire viciado olía mal, cuando podía olerse algo; la lluvia no era limpia, sino grasienta y contaminada, y manchaba los cristales de Vera. El comisario Richard parecía estar de un perpetuo mal humor. Una abundante cosecha de crímenes dentro de la categoría de la violencia gratuita no contribuyó a poner a prueba su inteligencia, sino que le creó un agotamiento nervioso. Hubo la típica protesta de la prensa sobre fuerzas policiales incompetentes que perseguían al público sin protegerle.

El tres de marzo amaneció muy parecido a los sesenta días que le habían precedido: gris, opresivo, maloliente. Castang, cuyo resfriado había pasado la fase repugnante y había quedado reducido a un paquete de pañuelos desechables al día, se levantó y marchó a la oficina con resignación. Una imprecisa plegaria llegó a las divinidades policiales (era difícil creer que Dios se tomara algún interés) para que fuera un día tranquilo. Tenía tres informes que escribir, todos ellos insatisfactorios, sobre tres atracos diferentes a tres pequeños bancos suburbanos. No podía sentir ningún tipo de simpatía por los bancos, los cuales seguían abriendo esas estúpidas sucursales en cada esquina sin la suficiente protección. Ni simpatía por los bandidos, aunque al menos la mitad de ellos eran pobres imbéciles armados con pistolas de juguete. No sentía simpatía por nadie excepto por sí mismo, que era quien tenía que vérselas con una montaña de papeles.

Concentrado en todo esto —un individuo de un metro setenta y ocho de altura (¿quién le había medido?), de pelo castaño claro (¿cuánto hacía que no se lo había lavado?), cuyas facciones habían quedado disimuladas bajo el cuello vuelto de un amplio jersey verde oscuro— Castang no advirtió un vago aligeramiento del espíritu, que de alguna manera desinfectaba el trabajo que tenía entre manos. Hasta que no salió por la puerta para ir a almorzar no advirtió que brillaba el sol. No se trataba de un destello acuoso, sino de un auténtico sol en un cielo despejado. El almuerzo no era más que el plat du jour o el menú más barato de la taberna de enfrente; tocino estofado y lentejas con ensalada de endivias, un pedazo de queso y una taza de café, impuestos y servicio incluidos con un cuarto de agua mineral; su compañero de mesa era Lasserre, quien nunca había sido una persona muy estimulante, pero el sol le hacía diferente. Estaba haciendo la digestión con cierta satisfacción cuando sonó el teléfono del bar y el amo dijo:

—Castang.

Debiera haber sabido que era demasiado bueno para durar.

—Te necesito —dijo la voz de Richard.

El comisario estaba bebiendo una taza de verbena. Richard no comía en tabernas. Su secretaria, la seductora Fausta, le suministraba el refrigerio tanto material como espiritual; una visión deliciosa trayendo huevos revueltos. Tenía un hornillo en la oficina y hacía de ello un ritual bastante snob. Era la una y cuarto y el almuerzo ya había terminado.

—Vete rápidamente con Thomas —dijo Richard, echando las migas en la papelera—, están pasando cosas raras en su zona de aparcamiento.

—¡Oh, demonios! ¿Por qué yo?

—Por varias razones —dijo suavemente—. Pidió que fueras tú; parecía creer que estarías ansioso por hacerle un favor.

—Es de los que esperan obtener mucho por nada. Vera le hizo algunos dibujos y él consideró que le hacía un favor —resopló.

—Parece que también está metido en un lío con unos ingleses y tú hablas ese rosbif.

Es extraordinario cómo los franceses, relativamente sofisticados, siguen convencidos de que los ingleses se alimentan exclusivamente de solomillo.

—¿De qué se trata?

—No tengo la menor idea —dijo Richard aún más suavemente—. Vampiros, por lo que parece. Farfullaba. Cadáveres que aparecen y desaparecen. Quiere discreción, por lo tanto fue excesivamente discreto. Sois tan amigos, que sin duda te lo explicará mejor a ti. Suplica aterrorizado que no haya prensa por en medio. Ve y tranquilízale.

Castang fue con resignación.

Era poco probable que la policía judicial enviara a toda prisa a un agente a investigar una vaga historia de vampiros, y estaría en lo cierto. Pero, aunque Thomas es un hombre corriente, en realidad no hay más que uno en Francia, porque en toda Francia hay sólo una docena de restaurantes de tres estrellas, y sólo uno se llama Thomas.

Este pequeño y exclusivo club posee mucha influencia. Quizá no «política» estrictamente hablando, pero la obtención de las tres estrellas había tenido que ver más con ello que con el que fuera un buen cocinero. Uno se preocupa de adquirir amigos influyentes. Una vez obtenidos, no se escatima nada para conservarlos. Castang estaba lejos de ser un amigo influyente, pero muchos pocos hacen un mucho. Vera, una ilustradora semiprofesional de talento, había hecho algunos dibujos para nuevos menús y se los había vendido a monsieur Thomas, un hombre muy vergonzoso.

Richard, que se movía en los círculos del club de golf y algunas veces hacía una muy buena imitación del dinámico hombre de negocios, podía ser un amigo influyente. Eso no era asunto de Castang.

El sol había secado las calles y brillaba en las gotas que colgaban de los setos. Los brotes tiernos de los narcisos presentaban las puntas amarillas, las diminutas hojas de los sauces estaban recubiertas por una delgada neblina. Todos los franceses con un mínimo de inteligencia habían inventado pretextos para interrumpir las deprimentes tareas que estaban realizando, y se precipitaban hacia el jardín. En las afueras de la ciudad, los terrenos municipales ajardinados, tan queridos por Vera, eran una colmena. Castang sintió el placer y el bienestar, ausentes desde hacía tanto tiempo. Iba a disfrutar con los vampiros.

Los restaurantes de tres estrellas se encuentran en lugares inverosímiles, pudiendo demostrar un magnífico desprecio por unos alrededores sucios. El buen vino no necesitaba viña. «Thomas» estaba situado en una carretera principal, pero al final de un barrio industrial triste y lleno de polvo de cemento, a pocos kilómetros de la ciudad, que se había casi tragado el pueblo original. Desde fuera, era una casa totalmente mediocre. Una conversación con el alcalde local había asegurado la plantación de unos pocos árboles enclenques para aislarla de la carretera principal. En la parte trasera, sin embargo, había una enorme terraza cuyo techo y paredes de cristal podían retirarse cuando hacía buen tiempo, y una gran zona de aparcamiento, agradablemente divida en parcelas por árboles frutales, aún desnudos.

Castang aparcó su abollado y maloliente Peugeot. ¿Era aquí donde habían estado revoloteando los vampiros? No vio ninguno. Observó los coches aparcados. Los clientes alemanes de edad avanzada, en Mercedes del modelo sedán de color beige, franceses ostentosos en Jaguars, vendedores americanos en grandes automóviles y cantidad de pederastas de todas las nacionalidades en agresivos cupés deportivos con tubos de escape que producían graves sonidos de barítono. Había un Rolls-Royce negro con matrícula de Reino Unido: ja, ja.

El señor Thomas estaba realmente agitado cuando salió de aquella manera tan precipitada; cualquiera que fuese la forma que tomaran los vampiros debían de ser una mala publicidad.

Era un hombre bastante joven, con un rostro agradable, ligeramente vulgar. Tenía encanto, gracia, y una conversación afable. Suyo era el Ferrari colorado del extremo; una manifiesta muestra de consumo para animar a los clientes a hacer lo mismo.

Los restaurantes de tres estrellas son negocios familiares: esposo y esposa, un par de hermanos, y fuerte personalidad, aunque como ocurre a veces, sea una notoria farsa. No era este el caso; el auténtico Thomas era el padre, un cocinero de gran imaginación y talento, ahora un anciano caballero de setenta años, cuya presencia aún se hacía notar en la cocina pero que, por lo demás, nunca se dejaba ver. Siempre había odiado a los clientes y jamás se les había acercado. El restaurante había sido gobernado por la madre, una formidable mujer parecida a una abuelita juerguista, que había sucumbido a una hemorragia cerebral hacía más o menos un año. El hijo era un cero a la izquierda, pero servía para dar la cara y era hábil perseguidor de publicidad; había heredado el suficiente sentido comercial de su mamá como para ocupar su puesto.

Castang y él se estrecharon la mano.