Prólogo

«Conoscersi è il miglior modo per capirsi.

Capirsi è il solo modo per amarsi».

(Conocerse es la mejor manera de comprenderse.

Comprenderse es la única manera de amarse).

Esta sabia y antigua máxima me llegó directamente al corazón cuando empecé a leer este fascinante libro escrito por el rabino Benjamin Blech y Roy Doliner.

El refrán constituye una valiosa observación a tener en cuenta no sólo en las relaciones entre seres humanos, sino que habla quizá incluso a un nivel más profundo, haciendo referencia a la interacción tanto entre religiones como entre naciones.

Tengo la impresión de que uno de los logros más importantes de este innovador libro, entre muchos otros, es que cumple esta misión de forma clara y convincente. Atraviesa el tupido velo de innumerables enigmas e hipótesis que, junto con la indiscutible admiración, siempre acompañan cualquier visita a la capilla Sixtina. Al llenar los vacíos resultantes de la falta de comprensión de las enseñanzas ajenas al cristianismo —aunque bien conocidas por Miguel Ángel—, la capilla Sixtina nos habla ahora de un modo que nunca había sido comprendido previamente.

Siempre hemos sabido que el papa Sixto IV quería que la capilla Sixtina tuviera las mismas dimensiones que el Templo de Salomón, tal y como quedaron registradas por el profeta Samuel en el Libro de los Reyes (6, 2) de la Biblia. En el pasado, expertos en arte y religión explicaron que esto se hizo de forma expresa para demostrar que no existían contradicciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre la Biblia y los Evangelios, entre las religiones judía y cristiana.

Sólo ahora, gracias a la lectura de este destacado libro, me he enterado —con asombro como historiador de arte, y con cierta turbación y pesar como católico— de que esta invención estaba considerada por los judíos como una ofensa religiosa. El Talmud, el conjunto de explicaciones de las tradiciones rabínicas, legislaba claramente que nadie podía construir una copia «operativa» del sagrado Templo de Salomón en cualquier lugar que no fuera el Monte del Templo de Jerusalén.

Merece la pena recordar que esto tuvo lugar hace seis siglos. Afortunadamente, en épocas más recientes gran parte de estas insensibilidades desfasadas se han ido sustituyendo con comprensión y respeto mutuos. En vista de esto el 13 de abril de 1986 el papa Juan Pablo II visitó la Gran Sinagoga de Roma y en el transcurso de ese acto histórico el pontífice se dirigió al pueblo judío llamándolo por vez primera con respeto y amor «¡nuestros hermanos y hermanas mayores!».

En enero de 2005 este mismo gran pontífice, sintiéndose cerca del fin de su existencia terrenal, realizó un gesto tan histórico como único. Invitó al Vaticano a ciento sesenta rabinos y cantores de todo el mundo. La organizadora del encuentro fue la Pave the Way Foundation, una asociación interreligiosa internacional nacida a partir de la idea de construir y reforzar puentes entre el mundo judío y el mundo cristiano. El objetivo de la reunión fue que el Papa recibiera una bendición final por parte de los representantes de «nuestros hermanos y hermanas mayores», y al mismo tiempo reforzar los lazos humanitarios entre ambas creencias.

Este encuentro histórico resultó ser la última audiencia que el papa Wojtyla celebró con un grupo. Tres líderes religiosos judíos tuvieron el privilegio de ser los primeros y únicos rabinos del mundo en dar la bendición a un Papa en nombre del pueblo judío. Uno de ellos era Benjamin Blech, coautor de este libro, profesor del Talmud en la Universidad de Yeshiva, reconocido a nivel internacional como profesor, conferenciante, líder espiritual y autor de numerosos libros sobre espiritualidad leídos por gente de todo tipo de creencias.

Tuve el placer de conocer personalmente al otro autor de este libro, Roy Doliner, el día del estreno mundial de la película Natividad. Era la primera vez que el Vaticano subvencionaba de manera oficial la utilización del majestuoso salón de audiencias para un acto artístico-cultural.

Debido a sus profundos conocimientos sobre doctrina e historia judías, y como destacado defensor del estudio del Talmud, Roy había sido seleccionado por los productores de la película y por su directora, Catherine Hardwicke, como asesor oficial judaico-religioso-histórico. Como asesor histórico responsable de la parte de Roma y la vida de Herodes el Grande había sido elegido un servidor. A lo largo de la producción de Natividad Roy y yo acabamos entablando amistad.

Así es como en varias ocasiones Roy y yo hemos podido visitar la capilla Sixtina de una manera muy especial —después de su hora de cierre— y cada visita ha sido una oportunidad de ver la obra maestra de Miguel Ángel de una forma nueva y diferente.

Por todos estos motivos, cuando me solicitaron la presentación de este libro, acepté el encargo con satisfacción. Y ahora después de haberlo leído, siento gran respeto no sólo por la gran erudición de sus autores, sino también por la gran cantidad de nuevas e interesantes ideas históricas, artísticas y religiosas que contiene.

Hasta ahora cada vez que entraba en la capilla Sixtina me preguntaba por qué en aquella espléndida bóveda no aparecía ninguna figura del Nuevo Testamento. En este libro he encontrado por fin las respuestas más convincentes.

Los autores nos guían por un auténtico viaje de descubrimiento de «otros» significados, de diversas maneras de ver y de comprender que lo que hasta ahora siempre nos había parecido correcto es una realidad completamente distinta.

Con la ayuda de su orientación, llegaremos a darnos cuenta de que en la capilla Sixtina Miguel Ángel llevó a cabo un inmenso e ingenioso acto de ocultación gracias al cual pudo transmitir numerosos mensajes, velados pero potentes, que predican la reconciliación —entre razón y fe, entre la Biblia judía y el Nuevo Testamento, y entre cristianos y judíos—. Descubrimos increíblemente cómo el artista sintió la necesidad de comunicar estos aventurados conceptos en condiciones peligrosas, corriendo un gran riesgo personal.

¿Cómo fue capaz Miguel Ángel de lograr esta osadía? Los autores revelan que a veces Miguel Ángel utiliza códigos o alusiones simbólicas que quedan parcialmente escondidas; en otras ocasiones, señales que sólo pueden captar y comprender determinados grupos religiosos, políticos o esotéricos. Y otras veces, lo único que se necesita para comprender sus mensajes es una mente libre de ideas preconcebidas y abierta a nuevas sugerencias e ideas. Y lo más interesante de todo es ver que estos símbolos y alusiones fueron realizados sin el reconocimiento de su patrón papal. Fueron audazmente concebidos para aliviar la frustración del artista quien, ante la imposibilidad de expresar su opinión de una forma abierta, quiso en cierto modo «declarar» su mensaje.

El libro nos guía, casi de la mano, con un estilo documental cautivador, hacia la descodificación de los símbolos ocultos. Fue para mí una gran satisfacción sumarme a la visita, a pesar de mi perplejidad inicial. No es fácil tener que echar una segunda ojeada a las certezas tranquilizadoras que nos han acompañado toda la vida; pero no podemos cerrar los ojos, la mente o el corazón a los que han observado desde una perspectiva distinta lo que siempre hemos dado por sentado. Aun cuando es posible que no comparta la totalidad de interesantes, intrigantes y a veces pasmosas nuevas ideas, estoy seguro de que este libro constituye de un modo real una nueva manera de ver la capilla Sixtina. Será valorado y muy apreciado por todos aquellos seriamente interesados en las grandes ideas de la religión, el arte y la historia de la civilización. Provocará acalorados debates que se prolongarán durante los años venideros.

Los autores nos alertan del hecho de que para apreciar completamente el milagro de la capilla Sixtina, el visitante tiene que comprender las motivaciones de Miguel Ángel, sus antecedentes, sus años de juventud y fermentación intelectual en el palacio de los Medici en Florencia, los aún poco conocidos altibajos de toda su carrera, además de su fascinación por el neoplatonismo y su interés por el judaísmo y sus enseñanzas místicas.

Lo que apenas nunca se había destacado es una idea que Blech y Doliner exponen con gran perspicacia. Pese a que el Renacimiento estuvo influido de manera evidente por los antiguos mitos de Grecia y Roma, tenemos como mínimo que reconocer la notable influencia, especialmente sobre Miguel Ángel, que tuvieron las tradiciones herméticas y esotéricas de la Cábala judía.

El hecho que cambió por completo la vida de Miguel Ángel a los 13 años —un genio ya, pero sin formación alguna— se produjo en 1488, cuando Lorenzo de Medici, admirando el talento de este prodigio artístico, lo recibió en su palacio como un hijo y lo educó junto a sus herederos como si fuese uno más de la familia. En el palacio regio de los Medici el joven Miguel Ángel entró en contacto con las mentes más brillantes de la época, como Poliziano, Marsilio Ficino y Pico della Mirandola. Sus ideas influyeron y conformaron la todavía prístina mente del joven artista. El neoplatonismo se convirtió en su nuevo ideal. De Marsilio Ficino, que sabía hebreo y era un erudito de las tradiciones judías, y de Pico della Mirandola, humanista y filósofo, y también un gran experto en lenguaje y cultura judía, Miguel Ángel aprendió sus primeros conceptos esotéricos, conoció la Biblia en profundidad y entró también en contacto con las enseñanzas de la Torá, la Cábala, el Talmud y el midrash, los métodos de la exégesis bíblica.

Los autores nos demuestran de manera convincente el potente eco que todo esto tiene en la Sixtina. Sólo con estos antecedentes podremos comprender plenamente el significado y los mensajes de la obra de Miguel Ángel. Algo que queda aún más en evidencia después de la limpieza perfecta de los formidables frescos de Miguel Ángel, que habían quedado oscurecidos por siglos de espeso humo, polvo e intentos fallidos de conservación. Sólo hoy en día podemos saborear con plenitud la belleza y el verdadero significado de la capilla Sixtina.

La «limpieza» —que no la «restauración», como se ha escrito erróneamente— no sólo devolvió a la capilla su esplendor original, sino que además puso fin a muchas disputas desinformadas que se remontaban a los inicios del trabajo. Fui invitado en diversas ocasiones a subir al andamiaje para observar las labores de limpieza, y pude compartir en persona la dicha de ver los frescos desde una distancia de sólo veinte centímetros. Por encima de todo, pude dar testimonio en mis libros de la precisión del trabajo de estos técnicos especializados, llevada a cabo con talento y amor. ¡Basta con pensar que un equipo integrado por doce expertos estuvo trabajando muy duro durante doce años enteros para terminar su trabajo!

Después de la limpieza pudimos comprobar que la suciedad no sólo había ocultado los colores, sino que además había escondido los numerosos mensajes «velados» y conservados expresamente en el interior de las pinturas por el gran florentino. Ahora podemos afirmar con toda seguridad que el plan original de la capilla Sixtina concebido por su patrocinador, el papa Julio II, quedó frustrado a propósito. Julio habría deseado que la Sixtina fuera el recordatorio eterno del extravagante éxito de la familia papal, y que representara a Jesús, a la Virgen María, a los doce apóstoles y, casi con toda seguridad, a San Juan Bautista.

Por primera vez en la historia de la Sixtina Blech y Doliner nos dan a comprender cómo Miguel Ángel logró poner en entredicho la totalidad del proyecto para promover secretamente sus propios ideales, sobre todo aquellos vinculados al humanismo, el neoplatonismo y la tolerancia universal.

Esto explica con claridad cómo el genio florentino fue capaz de pintar el mayor fresco del mundo católico sin incluir en él ni una sola figura cristiana y, exceptuando las sibilas, consiguió representar únicamente figuras de la Biblia hebrea. Y más sorprendente aún, nos cuentan cómo consiguió evadir la censura papal de su obstinado trabajo gracias al plan privado que tenía programado.

También resulta relevante que los frescos de la Sixtina no sólo sean fieles a la Biblia hebrea, sino que además lo sean a la Cábala, la doctrina judía de carácter místico y esotérico. En este libro encontramos respuestas extensas a la mayoría de preguntas que durante siglos han atormentado a expertos en teología e historia del arte, así como a investigadores y aficionados.

Por ejemplo, en el fresco de El pecado original:

— ¿Por qué tiene brazos la serpiente?

— ¿Por qué el Árbol del Conocimiento no es un manzano sino una higuera?

— ¿Por qué Eva parece emerger de un «costado» de Adán y no de su costilla?

La Cábala nos da las respuestas, que quedan también brillantemente descritas en este libro.

Otra valiosa idea demostrada por los autores es la cercanía, si no la admiración, que Miguel Ángel sentía hacia los judíos. Me resulta especialmente fascinante la explicación de un detalle que era completamente desconocido hasta ahora, después de la reciente limpieza de los frescos, con la consecuente recuperación de los colores originales que habían quedado oscurecidos y cubiertos de hollín y de polvo. Para no revelar demasiadas cosas, mencionaré que tiene que ver con un círculo amarillo en el manto (para ser exacto, en el brazo izquierdo) de Aminadab, uno de los antepasados de Cristo, que es similar a la insignia amarilla de la vergüenza que en 1215 el Cuarto Concilio de Letrán ordenó que los judíos cosieran a sus prendas. La increíble e inaudita fotografía aparece en el cuadernillo de imágenes. Para que sea más relevante si cabe, este retrato de Aminabad está colocado justo encima del lugar donde se situaba el trono papal de Julio II.

Casi con toda seguridad, en la escuela de los Medici había instructores que eran rabinos y que explicaron a Miguel Ángel el alfabeto hebreo y el significado esotérico de cada letra. Un conocimiento que queda ampliamente demostrado por las letras hebreas que aparecen ocultas en los gestos y en las poses de muchas figuras de los frescos.

La influencia de la cultura judía se hace patente incluso en El Juicio Final. El enorme fresco sigue claramente la forma de las tablas de la ley de Moisés. Y ello es gracias no sólo a la forma de la capilla, sino también al hecho de que Miguel Ángel, antes de pintar El Juicio, había tapiado las dos ventanas que ocupaban gran parte de la pared de encima del altar y había hecho construir una nueva pared sobre la original.

Un toque final y exquisito: muy poca gente se ha dado cuenta de que Miguel Ángel situó dos judíos en el Paraíso muy próximos a la poderosa figura de Jesús. Si se observa con atención, por encima del hombro del joven Jesucristo rubio, y pintados por encima de San Pedro, aparecen con claridad dos judíos. Son fácilmente reconocibles no sólo por sus rasgos faciales característicos, sino también porque el primer hombre luce el típico sombrero de dos picos que los varones judíos estaban obligados a llevar para reforzar el prejuicio medieval de que esa gente, descendientes del diablo, tenía cuernos. El segundo hombre lleva el sombrero amarillo que los judíos estaban obligados a lucir en público.

Al final de esta fascinante experiencia lectora, los lectores se darán cuenta de que el rabino Benjamin Blech y Rod Doliner nos han guiado para, bajo una perspectiva completamente novedosa, ver no sólo la capilla Sixtina, sino también toda la obra artística de Miguel Ángel, incluyendo el monumento a Julio II, el famoso Moisés y las diversas esculturas de la Pietà que hay repartidas por toda Italia.

Llegaremos a apreciar, tal y como subrayan los autores, que el auténtico mensaje de la obra de Miguel Ángel es el de un puente tendido entre las dos creencias, el judaísmo y el cristianismo, entre la humanidad y Dios, y, quizá el más difícil de todos, entre cada persona y su ser espiritual.

Igual que el trabajo de Miguel Ángel en la capilla Sixtina cambió para siempre el mundo del arte, este libro cambiará para siempre la manera de ver y, sobre todo, de comprender la obra de Miguel Ángel.

ENRICO BRUSCHINI[1]