«Un mundo transfigurado»
«Un objeto bello nunca da tanto dolor como no poder oírlo ni verlo».
MIGUEL ÁNGEL
«En la caída encontramos el ascenso».
PROVERBIO CABALÍSTICO
Roma, enero de 1564
El gran maestro Miguel Ángel Buonarroti, el último superviviente de la Edad de Oro florentina, fallecía a los 89 años. Con él se extinguían los últimos rescoldos del Renacimiento italiano. Leonardo, Rafael, Bramante, Botticelli, Lorenzo de Medici… todas las grandes figuras habían fallecido mucho tiempo atrás. El arte y la ciencia se veían atrofiados y censurados, los libros se quemaban en público, los librepensadores se veían obligados a actuar en la clandestinidad. Los judíos de Roma fueron emparedados en la cárcel conocida como el gueto, y los venerables santuarios y centros de aprendizaje que quedaban fuera de los muros del gueto fueron destruidos sin dejar rastro. Las guerras llenaron Europa. Era como si el mundo estuviese hundiéndose de nuevo en la oscuridad. ¿Cómo era posible que se hubiese caído en esta situación?
En la década de 1540 el papa Pablo III había iniciado las medidas represivas de la Contrarreforma para desarticular el crecimiento de los grupos reformistas, luteranos y librepensadores en el seno del mundo católico. Uno de los impulsos de esta violenta reacción puritana fue la rabia expresada por los fundamentalistas en respuesta a la exhibición de El Juicio Final de Miguel Ángel, con sus centenares de figuras desnudas en el corazón del Vaticano. El implacable cardenal Carafa y sus espías empezaron a perseguir a los spirituali por toda Europa. Los que no fueron arrestados y ejecutados tuvieron que huir para salvar la vida y murieron en el exilio. Los más afortunados, como Giulia Gonzaga y Vittoria Colonna, murieron por causas naturales antes de ser capturados y quemados en la hoguera. La última esperanza de los spirituali era el cardenal Reginald Pole, el hombre que tenían introducido en el seno de la jerarquía eclesiástica. Cuando se reunió el Concilio de Trento, fue él quien lideró el mayor contingente de delegados reformistas. Tenían la esperanza de reunirse personalmente con Martín Lutero y llegar a un acuerdo que hubiese permitido a ambas creencias, la católica y la protestante, fusionarse para formar una nueva Iglesia. Pero los miembros del Vaticano seguidores de la línea dura consiguieron detener el proceso, de modo que Lutero murió poco después de la sesión inaugural. Fue el principio del fin.
Cuando Pole vio que los conservadores se habían apoderado del Concilio, simuló estar enfermo y huyó antes de que pudieran arrestarlo. El Concilio de Trento fue el equivalente a un toque de campanas a muerte para cualquier esperanza de reconciliación entre protestantes y católicos. Acabó también con cualquier esperanza de tolerancia para los judíos en Europa. La Inquisición ganó mucho poder y el temido cardenal Carafa estableció el Índice de Libros Prohibidos, así como cámaras de tortura en el mismo corazón de Roma. Se condenaron también las obras de arte, y gran parte del tiempo y las energías del Concilio se dedicaron a discutir las «obscenidades y herejías» de los frescos de la Sixtina que había realizado Miguel Ángel. La Santa Inquisición vivió un renacimiento y una expansión, aterrorizando a toda Europa quemando públicamente en la hoguera ejemplares del Talmud y pinturas, junto con librepensadores, judíos, artistas y homosexuales.
En 1549 se produjo un último intento desesperado de reconciliación. Cuando falleció el papa Pablo III Farnesio, el cónclave estaba dispuesto a elegir como nuevo Papa nada más y nada menos que al cardenal Pole, el miembro secreto de los spirituali. Disponía de la mayoría necesaria de dos tercios de cardenales dispuestos a votarlo cuando, en el último momento, los cardenales que llegaron con retraso procedentes de Francia dejaron la situación en punto muerto. En medio de una agitación tremenda de sobornos, politiqueo y, como mínimo, un envenenamiento, acabó saliendo elegido un Papa de compromiso: Julio III del Monte. Al nuevo Papa no le importaban ni la reforma religiosa ni el arte… ni nada que tuviera cierto aspecto intelectual, a decir verdad. Cuatro años antes se había enamorado de un chico de la calle de 13 años y había obligado a su adinerado hermano a adoptar al muchacho. Su primer acto después de ser coronado Papa fue ordenar al chico, que tenía entonces 17 años, con su nombre adoptivo, como cardenal Sobrino Inocente Ciocchi del Monte. Así pues, mientras la Inquisición perseguía y quemaba en la hoguera a los homosexuales de toda Europa, el Papa y su casi analfabeto amante adolescente celebraban fiestas privadas en su recién construido palacio de placer de Villa Giulia (lo que hoy en día es el Museo Etrusco de Roma). Durante este papado inútil, el fanático cardenal Carafa fue cobrando mayor influencia hasta que el cardenal Pole, temiendo por su vida, se vio obligado a regresar a Inglaterra en 1554, cuando María, la reina católica, subió al trono. Bajo el reinado de María, Pole abandonó los ideales de los spirituali y se vengó de los protestantes, a quienes culpó de la tortura y asesinato de su familia. El hombre que pudo haber sido el gran Papa reformador y conciliador, murió finalmente en 1558 convertido en un asesino en masa. Pietro Aretino, el otro aliado de Miguel Ángel en el seno del grupo clandestino que había sobrevivido, se puso públicamente en contra del artista y lo condenó estrepitosamente por el mismo Juicio Final en el que él había quedado inmortalizado como la figura de San Bartolomé y por el que con anterioridad había elogiado a Buonarroti. El papado de Julio III fue también el primer periodo en cincuenta años en que el Vaticano ignoró el talento escultórico y pictórico de Miguel Ángel. Sólo le fue permitido continuar con los trabajos arquitectónicos en la catedral; exceptuando eso, el anciano artista fue relegado de manera vergonzosa.
Los últimos baluartes de arte libre y librepensamiento acabaron cayendo en 1555. Cuando Julio III falleció, el cónclave eligió Papa al cardenal Marcelo Cervini. Cervini era la última gran esperanza del Renacimiento y los reformistas. Era un toscano modesto, brillante y de mentalidad abierta, respetado por todos y dispuesto a limpiar el Vaticano y a firmar la paz con los protestantes. Un cónclave desesperado de cardenales lo eligió de inmediato y por unanimidad en la primera votación. Pero para el horror de quienes lo apoyaban, el humilde Marcelo anunció que a pesar del nuevo poder que le había sido conferido, no cambiaría su nombre como pontífice. Durante siglos, había sido costumbre que el cardenal nombrado eligiera un nuevo nombre como Papa, pues se consideraba mala suerte conservar el nombre original (los papas del pasado que habían conservado su nombre de pila habían tenido papados desastrosos). Marcelo rechazaba las supersticiones y fue coronado como el papa Marcelo II. En lugar de deleitarse con fiestas de coronación y banquetes, donó a los pobres todo el dinero destinado a las celebraciones. La esperanza reinaba de nuevo. Por fin había un Papa capaz y decidido a redimir el Vaticano, recuperar las ideas del Renacimiento y establecer la paz entre las creencias en conflicto. Proclamó una nueva Iglesia, con un regreso a las Escrituras y la espiritualidad. Moriría veintidós días después… de «agotamiento», según fuentes oficiales. Basta con decir que Marcelo fue el último Papa que se negó a cambiar de nombre.
El siguiente Papa fue precisamente el cardenal Gian Pietro Carafa. Como ya hemos comentado, era un monstruo tanto para los católicos como para los judíos. Y para Miguel Ángel, fue la resurrección de sus peores pesadillas. Carafa, igual que el papa Pablo IV, estableció el Índice de los Libros Prohibidos, prohibió la entrada al Vaticano de las mujeres, quemó ejemplares del Talmud y de la Cábala, expulsó a los judíos de Roma y los encerró en el gueto, exprimió los ahorros de la Iglesia gravando de forma exagerada a los creyentes para enriquecer a sus sobrinos y a su amante, torturó y quemó en la hoguera a homosexuales, ordenó cardenales a dos sobrinos (de 14 y 16 años) y prohibió el consumo de la patata —importada recientemente del Nuevo Mundo a Europa por sir Francis Drake— por considerarla un fruto de la lujuria enviado por Satán. Pablo IV Carafa causó estragos en la Sixtina. Ordenó arrancar la rejilla de partición, símbolo del velo del sanctasanctórum, y trasladarla varios centímetros en dirección este para de este modo romper la correspondencia perfecta de la capilla con el templo judío. Convocó a Miguel Ángel y le ordenó al anciano maestro recomponer las figuras desnudas de El Juicio Final para que fueran «adecuadas» para la capilla papal. Acalorado, Miguel Ángel le respondió: «Si Su Santidad convierte el mundo en un lugar más adecuado, la pintura seguirá su ejemplo de inmediato». Fue el último encuentro de Buonarroti con Carafa. El Papa que lo sucedió, Pío IV, no era mejor. El único proyecto que le encargó a Miguel Ángel fue una nueva puerta para la ciudad de Roma, la Porta Pia.
Porta Pia, Roma. Fotografía de Roy Doliner.
Detalle de uno de los extraños elementos decorativos que Miguel Ángel colocó en la Porta Pia. Fotografía de Roy Doliner.
Empezada dos años antes de la muerte del artista, la Porta lleva el nombre de Julio, más un elemento de diseño inusual: unas extrañas muescas circulares rematadas con borlas.
El Vaticano tardó más de un siglo en descubrir que, con este diseño, el artista arquitecto estaba insultando a otro Papa. Pío IV, pese a todas sus pretensiones, venía de una familia humilde: su padre era barbero y practicaba, además, sangrías. Se descubrió que el excepcional motivo decorativo de la Porta Pia era nada más y nada menos que el recipiente de un barbero itinerante con una toalla. Miguel Ángel había dado una bofetada más al inflado ego papal. Pío, aun ignorando este recordatorio público de sus humildes raíces, fue responsable de una horrible afrenta. Mientras Miguel Ángel yacía en su lecho de muerte, su último alumno y ayudante, Daniele da Volterra, recibió un ultimátum impensable. El Concilio de Trento, que había dedicado mucho tiempo y energía a condenar formalmente las «diversas obscenidades y herejías» de El Juicio Final pintado al fresco en la Sixtina, presentó dos alternativas a Volterra: destruir por completo la obra de arte, o encargarse de su censura. Con todo el dolor de su corazón, Daniele inició el terrible trabajo de cubrir con taparrabos y ropajes las partes más cuestionables de la obra de arte de su mentor. Fue el principio del «tapado» de los mensajes secretos que Miguel Ángel había destinado al mundo entero. La ya mundialmente famosa bóveda de la capilla Sixtina estaba también bajo amenaza de censura o destrucción, pero al final permaneció ilesa, y por una única razón. Nadie supo cómo reconstruir el futurista andamiaje en forma de «puente colgante» de Miguel Ángel, la única manera de trabajar en la bóveda sin dejar fuera de servicio durante años la capilla. La obra de arte pictórica de Miguel Ángel se salvó, pues, gracias a su extraordinaria capacidad de ingeniería.
El siguiente paso hacia la oscuridad de los mensajes ocultos vino de la mano del artista moribundo. Cuando llegó el final, en su sencilla vivienda, tenía a su lado a sólo cuatro o cinco de sus más íntimos amigos y colaboradores, incluyendo al amor de su vida, Tommaso dei Cavalieri (casado ya y con hijos). Una de las peticiones que hizo en su lecho de muerte fue que todas sus notas y bocetos fueran quemados. Y así fue como quedaron reducidos a cenizas sus cuadernos de notas, códices, escritos e imágenes. Su propio sobrino había ya alterado y censurado sus poemas para que pudiesen ser publicados. El insulto final a la memoria del florentino fue su funeral. Su cuerpo fue preparado para recibir sepultura como artista romano en la iglesia de los Santos Apóstoles, construida por Sixto IV y Baccio Pontelli, el mismo Papa y el mismo arquitecto que habían construido la capilla Sixtina, la fuente de sus peores torturas. Además de ser una iglesia construida por los hombres que habían hecho tan penosa su vida, se trataba de un edificio que en los tiempos de Miguel Ángel era una estructura oscura y apartada del centro. No ser considerado digno de ser enterrado en el Vaticano, o siquiera en el Panteón, donde había sido enterrado Rafael, fue un insulto para el artista. Además, la decisión de dar sepultura a su cuerpo en Roma, un lugar que todo el mundo sabía que odiaba, en lugar de enviarlo a Florencia con los honores que se merecía, fue tremendamente irrespetuosa. Pero este punto mínimo en la caída contenía, de hecho, las semillas del nuevo ascenso de Miguel Ángel después de su muerte.
Enfrentados al enorme insulto que supuso su entierro en Roma, los ciudadanos de Florencia se dieron por fin cuenta de la deuda cultural y espiritual que tenían con Buonarroti. Llevaron rápidamente a cabo una recolecta pública para contratar los servicios de los mejores ladrones de Florencia. La pareja de ladrones viajó a Roma a bordo de un carro tirado por bueyes. Al anochecer, irrumpieron en la iglesia, robaron el cuerpo del famoso artista, lo ataron con cuerdas y lo disimularon de tal modo que pareciera un fardo de trapos. Lo instalaron en la parte trasera del carro y partieron como un rayo rumbo a Florencia, donde llegaron al amanecer. Los felices florentinos dieron inmediata sepultura a su Miguel Ángel en la basílica de Santa Croce, donde sigue hoy en día enterrado.
Como nota final irónica hay que apuntar que la famosa fachada de la iglesia estuvo por fin terminada en la década de 1850, casi trescientos años después de que Miguel Ángel fuese enterrado allí. Fue diseñada por un arquitecto judío, Nicolò Matas. El nombre de Matas no aparece por ningún lado de la fachada, pero a cambio, el arquitecto insistió en colocar una gran Estrella de David sobre la puerta principal. Hoy en día, la iglesia que alberga la tumba del mayor defensor secreto del Talmud y la Cábala, luce una gigantesca estrella judía.
La derrota y la desaparición de los spirituali y otras corrientes de librepensadores terminaron con cualquier esperanza de transmitir el significado de los símbolos secretos de Miguel Ángel. Y así fue como cayeron en el olvido con rapidez. Generación tras generación, polvo, suciedad, sudor y hollín fueron cubriendo y oscureciendo lentamente los coloristas frescos de la Sixtina y extinguiendo los luminosos mensajes que llevaban incorporados. Con el advenimiento de la era industrial, la contaminación atmosférica sumó una capa más de suciedad a los frescos de la Sixtina. Y el golpe definitivo a la revelación de las verdaderas intenciones del artista llegó con la publicación por parte del Vaticano de las guías oficiales de la capilla Sixtina, a principios del siglo XX. No se trataba sólo de que el Vaticano desconociera el significado real de los frescos de la Sixtina, sino que la aparición de una publicación oficial restringió durante mucho tiempo la posibilidad de que se llevasen a cabo análisis independientes o interpretaciones no católicas de la obra.
Fachada de la basílica de Santa Croce, Florencia. Fotografía de Roy Doliner.
Con el papado de Juan XXIII, un hombre jovial y cariñoso a quien los italianos de su tiempo llamaban Il Papa Buono (el Papa Bueno), empezó a filtrarse de nuevo la luz en la Iglesia. Durante el Holocausto, siendo cardenal, salvó a decenas de miles de judíos falsificando y distribuyendo certificados de bautismo de manera ilegal a cualquiera que lo solicitase. Cuando en 1958 se convirtió en Papa (por chiripa), inició una importante «operación de limpieza» de la Iglesia. Convocó el Segundo Concilio Vaticano —conocido normalmente como Vaticano II— en el que se acabó definitivamente con las doctrinas institucionalizadas de la Iglesia contra los judíos y el judaísmo. Gracias al papa Juan XXIII, los católicos ya no se refieren a los judíos como «pérfidos» sino como «nuestros hermanos y hermanas mayores». El papa Juan XXIII inició la reconciliación y la política de tolerancia que Miguel Ángel había estado predicando a través de sus obras de arte cuatro siglos antes. Hoy en día, Il Papa Buono es conocido ya con otro nombre: San Juan XXIII.
El siguiente paso importante en la liberación de la Iglesia fue la sorprendente elección, en 1978, del primer Papa polaco: Juan Pablo II. Fue el primer Papa que entró en una sinagoga y en 2000, año de Jubileo católico, el primer Papa que viajó a Israel. La decisión fue de lo más acertada, pues la palabra «jubileo» proviene directamente de la palabra hebrea yovel, el Jubileo Sagrado que se celebraba cada cincuenta años en el antiguo Israel. Como preparación para un año tan importante, el papa Juan Pablo ordenó en 1980 la limpieza y restauración definitiva de la capilla Sixtina. Antes de esta fecha, se habían producido estrafalarios intentos de restaurar la bóveda para devolverle su belleza original. A lo largo de los siglos, supuestos expertos se habían encaramado a tambaleantes escaleras para limpiar partes de la bóveda con pan, leche, e incluso con vino griego… intentos todos ellos vanos. El proyecto del siglo XX se prolongó durante dos décadas y finalizó justo antes del inicio del nuevo milenio. Después de muchos intentos de construir un andamiaje moderno y vanguardista para trabajar en la bóveda, los mejores ingenieros del mundo llegaron a la conclusión de que la única solución era recrear una versión en metal del puente «colgante en arco» de Miguel Ángel. Destaparon incluso y reutilizaron los orificios abiertos en el siglo XVI por el maestro en las paredes laterales.
Cuando la restauración se acercaba a su fin, el papa Juan Pablo II anunció una «rehabilitación» pública de Miguel Ángel y los frescos de la Sixtina en el transcurso de una misa celebrada en la misma capilla:
Al parecer, Miguel Ángel, a su modo, se dejó guiar por las sugestivas palabras del Libro del Génesis que, con respecto a la Creación del hombre, varón y mujer, advierte: «Estaban ambos desnudos, pero no se avergonzaban el uno del otro». (Génesis, 2, 25). La capilla Sixtina, si se puede hablar así, es precisamente el santuario de la teología del cuerpo humano. Al dar testimonio de la belleza del hombre creado por Dios varón y mujer, expresa también, en cierto modo, la esperanza de un mundo transfigurado […]
Si ante El Juicio Final quedamos deslumbrados por el esplendor y el miedo, admirando, por un lado, los cuerpos glorificados y, por otro, los sometidos a eterna condena, comprendemos también que toda la escena está profundamente penetrada por una única luz y una única lógica artística: la luz y la lógica de la fe que la Iglesia proclama, confesando: «Creo en un solo Dios […] creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible». Siguiendo esta lógica, en el ámbito de la luz que proviene de Dios, el cuerpo humano conserva su esplendor y su dignidad. (8 de abril de 1994).
Por suerte, parte de las imágenes visionarias de Miguel Ángel encontraron aceptación en un líder moderno de la Iglesia. Hoy en día, el Vaticano empieza a ponerse al nivel de las semillas ideológicas que Buonarroti sembró en sus muros cinco siglos atrás. Los papas fanáticos y corruptos son cosa del pasado y la visión que el artista reflejó en la capilla Sixtina, predicando una fe más universal y amorosa, parece ser ahora más luminosa, más clara y más fuerte que nunca.