Los secretos de El Juicio Final
«¿Qué espíritu es tan vacío y ciego, que no puede reconocer el hecho de que el pie es más noble que el zapato, y la piel más hermosa que el vestido que la cubre?».
MIGUEL ÁNGEL
De nuevo en Roma, Miguel Ángel recibió inmediatamente un nuevo encargo hercúleo. El papa Clemente VII, o Giuliano de Medici, «hermano» de la infancia de Buonarroti, lo citó en el palacio apostólico y le ofreció un atrevido encargo. Clemente quería asegurarse de que la familia tenía monumentos hechos de mano de Miguel Ángel tanto en Florencia como en Roma. Y deseaba algo en Roma que rivalizara con la gran obra maestra que había garantizado la memoria del odiado papa Julio. Y así fue como le ordenó al pasmado artista rehacer por completo la pared del altar de la capilla Sixtina.
La pared del altar estaba ya pintada con preciosos frescos, entre los que había incluso paneles realizados por el propio Miguel Ángel veintidós años antes relacionados con el proyecto de la bóveda. En medio, entre dos grandes ventanas, había un fresco insustituible de la Virgen María ascendiendo al Cielo, con el papa Sixto IV, el fundador de la Sixtina, arrodillado a su lado. Esta escena, pintada por Pinturicchio, había sido la clave del concepto original de la capilla en el siglo XV, pues estaba dedicada a la Virgen y utilizada por la corte papal el día de la Ascensión (el 15 de agosto, hoy en día una fiesta nacional italiana en la que todo el mundo se ausenta de la ciudad). Por encima de la Virgen y de Sixto, había retratos de los primeros papas pintados por el equipo florentino de Botticelli en el siglo XV, junto con sus dos primeros paneles de los ciclos de la Vida de Moisés y de Jesús, obras de arte únicas y por derecho propio.
Clemente no quería que el astuto y subversivo artista realizara una nueva pintura con tema judío en la capilla más importante de la Iglesia. Al fin y al cabo, el Papa era un Medici, conocía la educación que Miguel Ángel había recibido en Florencia y estaba al corriente de sus trucos neoplatónicos… o eso pensaba. Clemente decretó que la pared del altar sería una versión monumental del Giudizio Universale, El Juicio Final. Según la tradición cristiana es el momento en que Jesucristo regresa a la tierra para discriminar entre lo correcto y lo incorrecto, el bien y el mal, y para juzgar a todas las almas en consecuencia. Las almas juzgadas como buenas ascenderán al cielo, mientras que las malas serán condenadas al castigo eterno en el infierno. Por una vez, Miguel Ángel estuvo de acuerdo con el tema sin plantear ni una sola queja. Estaba cansado de luchar por el alma de la Iglesia. Estaba indignado con los herederos hedonistas del intelectual y culto Lorenzo el Magnífico. Y se sentía feliz con la idea de que Jesucristo regresara para juzgar tanto al Vaticano como a los Medici.
Miguel Ángel accedió a realizar la obra, pero puso una condición. Le dijo a Clemente que, para hacerle justicia al trascendental tema cósmico del fresco, necesitaría primero tapar las ventanas y remodelar el muro por completo. Clemente accedió sin problemas. De este modo, la obra de arte que acababa de encargar sería aún más impresionante de lo que se imaginaba, pues ocuparía un único paño enorme de pared sin interrupciones. Poco después de la firma del contrato, Clemente pasó por su propio Juicio Final, pues falleció a los 56 años. Lo sucedió el cardenal Alejandro Farnesio, que adoptó el nombre de Pablo III.
La familia Farnesio era un clan de acaudalados nobles cuya conducta podía calificarse de cualquier cosa, excepto de noble. Pablo III había sido ordenado cardenal solamente porque su atractiva hermana Julia había sido la concubina favorita del papa Alejandro VI, el «Papa envenenador» de la decadente familia Borgia. Ahora que Pablo era Papa, le llegaba el turno a la familia Farnesio de disfrutar del papado y de los cofres de oro del Vaticano. Su enorme palacio, en construcción, quedaría terminado con los diseños que Miguel Ángel realizó de la fachada, el patio superior y el jardín.[25]
El papa Pablo le ordenó a Miguel Ángel que siguiera adelante con el fresco de El Juicio Final para la pared del altar de la Sixtina. Pensó que en lugar de ser un tributo eterno para los Medici, serviría para glorificar para siempre a la familia Farnesio. Sin embargo, sin un florentino receloso como Clemente controlando sus quehaceres, Miguel Ángel consiguió de nuevo impregnar su fresco de numerosos niveles de mensajes ocultos. En la actualidad, la mayoría de visitantes de la Sixtina no tiene ni idea de quiénes fueron Clemente VI o Pablo III, pero acuden allí de todo el mundo por Miguel Ángel Buonarroti. El Juicio Final se ha convertido en un testamento permanente del talento y la filosofía del artista.
El primer paso consistió en remodelar la pared. Se sellaron las ventanas, se destruyeron los frescos originales y se retiró el blasón de la familia Della Rovere que había debajo de la figura de Jonás, lo que alteró sutilmente la forma de la pared. A partir de ahí, se añadieron a la pared diversas capas de superficie nueva. Miguel Ángel lo hizo para impedir las grietas y el moho que habían afectado la bóveda, pero tenía otro motivo, mucho más sutil. Sólo situándonos en el interior de la Sixtina y mirando las esquinas superiores de la pared, es posible observar que el fresco se inclina sobre nuestras cabezas unos treinta centímetros. La explicación más conocida a este fenómeno es que el quisquilloso artista no quería que la superficie de su fresco se llenase de polvo, por lo que lo inclinó hacia el interior. Pero esta teoría no tiene sentido. La realidad es que esta inclinación hizo que el fresco fuera más susceptible si cabe a cubrirse del hollín que desprenden las innumerables velas que acompañan las procesiones, más la suciedad y el polvo transportados por los aires mediante la humedad y el sudor humano. La verdadera razón es que Miguel Ángel quería de manera sutil —en realidad, subliminalmente— conseguir que el espectador se diese cuenta de lo que él consideraba el verdadero árbitro entre el bien y el mal. Cuando el espectador se sitúa delante del altar para levantar la vista y contemplar El Juicio Final, es precisamente la forma de la pared inclinada hacia dentro que se cierne sobre él lo que le transmite aquello que el artista consideraba el elemento que debía juzgar el comportamiento humano. Sin duda alguna, la silueta corresponde a lo que en hebreo se denominan las luchot, las tablas de la ley, conocidas comúnmente como los Diez Mandamientos.
Después de cambiar la forma de la pared y prepararla, Miguel Ángel instaló un andamiaje normal y corriente y encontró un par de ayudantes de confianza para preparar los bocetos, el yeso y la pintura. En esta ocasión, incluso la gama cromática sería distinta a la utilizada con anterioridad. En la bóveda, como hemos comentado, apenas había utilizado el azul. El color azul era un tono exageradamente caro para pintar al fresco, pues estaba hecho a partir de lapislázuli (una piedra semipreciosa importada de Persia) molido a mano. Julio II había obligado al artista a pagar los materiales descontándoselo de su sueldo, de modo que el azul y el oro eran tonos impensables para Miguel Ángel cuando pintó el fresco. Pero para la pared del altar, la acaudalada familia Farnesio corría con todos los gastos, de modo que el dinero no era ningún problema. El colosal fondo azul para los centenares de figuras del gigantesco trabajo convierte este Juicio Final en una de las obras pictóricas más caras de la historia.
Miguel Ángel empezó por la parte superior de la pared y fue descendiendo lentamente durante más de siete años, pintando siempre él y con la única asistencia de dos ayudantes. Con más de 60 años, una edad en la que la mayoría de la gente en el siglo XVI estaba jubilada o enterrada, pasaba el día entero subiendo y bajando escaleras. Cuando estuviera finalizado, sería la representación de El Juicio Final más grande del mundo —de hecho, el fresco más grande realizado jamás de mano de un solo pintor— y, además, el que más precedentes rompería, el más misterioso y simbólico. Buonarroti, que por entonces ya era famoso a nivel mundial, rico y estaba enamorado, seguía siendo el rebelde airado que rompía con su obra todas las tradiciones.
En la parte superior, en las dos zonas curvas de las tablas del fresco, empezó con los ángeles portando los instrumentos del martirio de Cristo: la cruz, la corona de espinas, la columna en la que fue flagelado y el palo rematado con la esponja empapada en vinagre. Por extraño que pueda resultar, no hay rastro ni de los tradicionales clavos ni del látigo. Los ángeles, típicos de Miguel Ángel pero curiosos para cualquier otro pintor, no tienen alas, ni aureola, ni cara de bebé. Son jóvenes guapos, musculosos y de rostro delicado. Originalmente, estaban casi desnudos, exhibiendo incluso unos genitales de aspecto muy humano. No queda claro si lo que hacen es subir al cielo los símbolos de la Pasión o si los descienden de allí para que el espectador los vea. El repertorio de movimientos, gestos y expresiones es asombroso: todos los ángeles son distintos.
Comparación de formas de El Juicio Final y las tablas de los Diez Mandamientos. Imagen publicada por cortesía de Ezra Shapiro y Judaica Mall (Web: http://www.judaicamall.com). Ilustración de Erich Lessing, obtenida a través de Art Resource of New York. Véase fotografía 21 en el cuadernillo de imágenes.
Justo debajo del nivel que ocupan los ángeles, aparecen las Almas Justas, formando un círculo por encima de la cabeza de Jesucristo. No se trata de los santos famosos, o de los papas, o los clientes reales que normalmente aparecerían en una pintura de este tipo. Se trata de auténticas almas santas, desconocidas en la vida y recompensadas después de la muerte, que se mezclan con los ángeles y rodean a Cristo. Un detalle fascinante que se burla de lo que han sido las enseñanzas de la Iglesia durante muchos siglos. Directamente encima de la cabeza de Jesucristo, aparece un bello ángel de rubio cabello vestido de rojo y señalando a dos hombres del círculo interior de los justos. Son judíos, evidentemente.
Uno de ellos luce el sombrero de dos picos que la Iglesia obligaba a llevar a los judíos para reforzar el prejuicio medieval de que los judíos, descendientes del Diablo, tenían cuernos. Y en cuanto al otro, el judío de más edad, realiza el mismo gesto que Noé en la bóveda de la Sixtina: levanta un dedo hacia arriba, para indicar la unicidad de Dios. El otro judío lleva la redondela amarilla de la vergüenza, la que obligó la Iglesia a lucir en público a los judíos en 1215. Delante de ellos, una mujer con el cabello cubierto de forma recatada, susurra algo al oído de un joven desnudo que tiene delante. El joven se parece al tutor de Miguel Ángel, Pico della Mirandola, que tantos secretos enseñó al artista sobre el misticismo judío. Según las enseñanzas de la Iglesia tradicional, y tal y como queda claramente expresado en los primeros capítulos de El infierno de Dante, esta representación de los que gozan del favor divino raya la blasfemia. Los judíos jamás podrían pretender disfrutar de una recompensa celestial. Ni siquiera sus mayores héroes, como Moisés, Miriam, Abraham y Sara, podrían aspirar a algo mejor que el limbo. Pero aquí están, los judíos ocupan el centro de El Juicio Final de Miguel Ángel, cerniéndose sobre la cabeza de Cristo. Incluso hoy en día, en el siglo XXI, la cuestión de si los judíos tienen cabida en el cielo sigue constituyendo un acalorado tema de debate entre muchos cristianos. Imagínese el atrevimiento de Miguel Ángel, en el siglo XVI, al tomar una postura respecto al asunto que contravenía la doctrina oficial de la Iglesia de su época. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que Miguel Ángel decidiera representar en tamaño tan pequeño y tan confuso a los judíos residentes en el cielo.
Detalle de El Juicio Final (antes de la restauración), en el que aparecen las Almas Benditas en lo alto del cielo, por encima de la figura de Cristo. El ángel de rojo señala a dos judíos y a Pico della Mirandola. Véase fotografía 18 en el cuadernillo de imágenes. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
Si volcamos la atención hacia el lado izquierdo, debajo de la cruz, vemos a las Mujeres Justas, o Mujeres Elegidas. De no ser por los rostros femeninos y unos pechos poco creíbles, la escena parecería una reunión de culturistas masculinos. Miguel Ángel repite lo que ya hizo anteriormente con las sibilas: utilizar modelos masculinos musculosos y añadirles cabello, rostro femenino y pechos. En una iglesia del siglo XVI y en una época en la que muchos teólogos seguían debatiendo si la mujer tenía alma. Miguel Ángel nos muestra un amplio abanico de llamativas mujeres merecedoras de la inmortalidad celestial, cada una de ellas con aspecto y personalidad propia… así como una cantidad considerable de desnudez femenina.
En el lado derecho, debajo de la columna, aparecen representados los Hombres Justos, o los Hombres Elegidos. En anteriores representaciones de la recompensa de la elección celestial, otros artistas habían mostrado a las almas bendecidas exhibiendo un comportamiento reservado, saludándose a la llegada al Paraíso con un casto apretón de manos o, como mucho, con un saludo cogiéndose por las muñecas, al estilo romano clásico. Pero aquí, los hombres felices por haber sido aceptados en el cielo, son mucho más expresivos, por no decir otra cosa.
En medio del grupo, en la parte superior, aparecen representados dos atractivos jóvenes desnudos fundiéndose en un apasionado abrazo y besándose. Justo detrás de ellos, se ve una figura entre las sombras que recuerda a Dante, triste y con mirada de desaprobación como siempre. A su lado, un hombre desnudo y fuerte tira de otro hombre desnudo para ayudarlo a subir a la nube donde el primero se encuentra. A continuación, vemos claramente otra pareja de jóvenes rubios desnudos besándose, y a su derecha, un joven mirando a los ojos a un hombre de más edad mientras le besa con respeto la barba. Hoy en día, la mayoría de visitantes apenas se percata de esta amorosa parte masculina del fresco, o ni siquiera conoce su existencia, pero si se les indica, muchos se sienten contrariados. Cabe imaginar, pues, lo sorprendente y ofensiva que debía resultar la escena en el siglo XVI.
Abrazos y besos apasionados en la parte de los Hombres Elegidos de El Juicio Final (antes de la restauración). Véase fotografía 22 en el cuadernillo de imágenes. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
En esta parte del fresco, justo debajo de las parejas besándose, aparecen diversas mujeres entremezcladas al lado y debajo de los hombres, casi ocultas en una zona donde la presencia masculina domina con claridad. Son las esposas y las madres, en una intención de demostrar que los hombres no alcanzaron por si solos el estado dichoso en el que se hallan, sino con la ayuda de las mujeres fuertes y piadosas que siempre los apoyaron.
En la zona central del fresco encontramos la figura de Jesucristo, regresando para dar fin a la historia de la humanidad. A su izquierda (nuestra derecha) está San Pedro, devolviendo las llaves del gobierno papal sobre el cielo y la tierra, junto con el otro santo patrón de Roma, San Pablo. A la derecha de Jesucristo (nuestra izquierda) aparece su madre, la Virgen María. La figura de Jesucristo rompe por completo con todas las representaciones tradicionales: no lleva barba, es extremadamente musculoso, sensual y severo al mismo tiempo. Parece muy poco cristiano, más bien recuerda una escultura pagana griega… y tiene motivos para ser así. De hecho, es una combinación de dos esculturas griegas, ambas famosas y ambas exhibidas en la colección de los Museos Vaticanos.
La cabeza de Cristo es la de Apolo, el rubio dios del sol. Originalmente, la escultura vaticana —el Apolo Belvedere— tenía el cabello chapado en oro, hasta que después de la caída del Imperio romano ese oro desapareció. El musculoso torso de Cristo es el del Torso Belvedere, que en tiempos de Miguel Ángel se conocía como «Hércules Belvedere». Era un torso que gustaba hasta tal punto al artista que incluso en sus últimos días, casi completamente ciego, pedía que lo acompañasen del brazo por el laberinto de pasillos del palacio apostólico para visitar la antigua escultura, para estudiar y admirarla una vez más palpándola con la punta de los dedos en lugar de disfrutarla con la vista. La pasión que el artista sentía por la musculosa pieza hizo que acabara conociéndose también como el «Torso de Miguel Ángel». Una vez más, Miguel Ángel colmó su amor por la escultura incluyendo en la pintura sus piezas favoritas.
Detalle de El Juicio Final: Jesucristo y la Virgen María mirando hacia abajo. Véase fotografía 23 en el cuadernillo de imágenes. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
Izquierda: Cabeza del Apolo Belvedere; copia romana del original griego en bronce realizada por Leocaris, 330-320 a. C., Museos Vaticanos. Derecha: Torso Belvedere, Apolonios de Atenas, siglo II a. C., Museos Vaticanos. Fotografías de Roy Doliner.
Según San Mateo, en el momento de la Resurrección, Jesucristo tendría que estar sentado en su trono de gloria. Según Miguel Ángel, Jesucristo no está alzado, sino que está alzándose. Está levantándose, a punto de ejecutar su pavoroso y severo juicio final sobre la humanidad. La Virgen María, su madre, aparta la vista; da la sensación de que no quiere ser testigo de los castigos que se producen al otro lado del fresco. Su rostro esconde otro secreto, desconocido hasta después de los recientes trabajos de limpieza y restauración. Aunque las demás figuras están pintadas con pinceladas que imitan los golpes de cincel que Miguel Ángel realiza en sus esculturas, el rostro de la Virgen es un conjunto de diminutos puntos de colores, casi como los píxeles de una imagen digital. El artista es pues el pionero de la técnica artística conocida como puntillismo, que la mayoría considera inventada por George Seurat en París a finales de la década de 1880. Con la Virgen María, Buonarroti dio un nuevo salto hacia el futuro. De hecho, es con la Virgen María que el camino espiritual de Miguel Ángel —y el del fresco— dio un sorprendente y secreto cambio de rumbo a finales de la década de 1530.
VITTORIA COLONNA Y LA QUINTA COLUMNA
Como hemos visto, Miguel Ángel no estaba solo en su sentimiento de indignación hacia el Vaticano. Desde las primeras protestas encabezadas por Martín Lutero en 1517, una gran parte de Europa se había vuelto protestante. En el Nápoles de la década de 1530 se formó un pequeño grupo, pero muy influyente, bajo el liderazgo y la inspiración espiritual de Juan de Valdés. Valdés procedía de una familia castellana de conversos, judíos obligados a convertirse al catolicismo por la Inquisición española.[26] Sus padres, y como mínimo uno de sus tíos, fueron más tarde arrestados y torturados por la Inquisición por conservar en secreto su judaísmo o volver a acogerse a esa religión, Juan había sido enviado a universidades católicas, donde destacó en los estudios de hebreo, latín, griego, literatura y teología. Está considerado uno de los mayores escritores españoles del siglo XVI. Fue otro genio renacentista, codiciado por emperadores, papas e intelectuales de la época. Para escapar de los peligros de la Inquisición en España, Valdés huyó a Italia, acabando en 1536 en Nápoles, gobernada entonces por los españoles. Era un orador atractivo y extremadamente carismático que arrastraba multitudes. Su casa se convirtió en un temprano predecesor de los salones artístico-intelectuales de momentos posteriores, como el organizado por Gertrude Stein y Alice B. Toklas en París en el siglo XX. Era una especie de imán para los más grandes artistas, escritores y pensadores de la época, de un modo similar a lo que había sido la casa de Lorenzo el Magnífico en Florencia unas décadas antes. Entre los asistentes a esas reuniones estaban el cardenal Reginald Pole, el último arzobispo católico de Canterbury, que había tenido que huir de Inglaterra al oponerse al divorcio de Enrique VIII con Catalina de Aragón; Pietro Aretino, un obsceno poeta, intelectual, crítico y pornógrafo; Pietro Carnesecchi, uno de los más destacados diplomáticos, asesores políticos y polemistas de la época; Bernardino Ochino, monje capuchino y popular predicador; Giulia Gonzaga, la deslumbrante viuda del rico noble romano Vespasiano Colonna; y su cuñada, Vittoria Colonna. Vittoria era otro genio del Renacimiento italiano, una de las pocas poetisas publicadas, que tenía seguidores devotos a ella como cualquier poeta masculino de la época. Después de la muerte en batalla de su marido, se lanzó a la poesía y al torbellino intelectual de su tiempo. En este círculo privado de intelectualidad napolitana, y camuflándose en cenas artísticas aparentemente inofensivas, se plantaron las semillas de un nuevo movimiento clandestino que tenía un único objetivo: reformar el Vaticano y la iglesia católica. A pesar de los antecedentes tan distintos de los conspiradores, muchos tenían una cosa en común: eran conocidos o amigos de Miguel Ángel Buonarroti, el artista y arquitecto elegido por el Papa.
Valdés alzó la voz de forma convincente contra los abusos de poder y la hipocresía del Vaticano. Quería que las Escrituras se abriesen y estuviesen disponibles al cristiano de a pie, y que dejasen de ser utilizadas por la Iglesia como un instrumento de manipulación. Proponía abordar el Nuevo Testamento desde un punto de vista intelectual, crítico y analítico, igual que los judíos interactuaban con sus Escrituras a través del razonamiento talmúdico y las perspectivas del midrash. Creía que cualquier cristiano que pudiese profundizar libremente en la Biblia hasta el nivel que le resultase adecuado, quedaría iluminado espiritualmente gracias al texto sagrado. De hecho, así denominó su filosofía: alumbradismo, o iluminismo. Valdés solía ilustrar sus enseñanzas con el midrash y con metáforas extraídas de Moisés Maimónides. Maimónides, según los judíos, los musulmanes y los cristianos, fue el mayor intelectual español del siglo XII. Conocido también como RaMBaM (un acrónimo de su nombre completo: rabino Moisés Ben Maimón), era rabino, maestro, comentador de la Biblia y del Talmud, filósofo, poeta y traductor… además de trabajar a tiempo completo como famoso anatomista y médico. Valdés se enorgullecía de citar la descripción que hacía Maimónides equiparando la Iluminación Divina a un enorme palacio real. Habría visitantes que se quedarían tímidamente en la puerta de entrada, otros que pasearían por los jardines, otros que entrarían en el vestíbulo, otros que se quedarían a cierta distancia, otros —los bendecidos con un encuentro profundo con la iluminación— que se sentirían como en casa en el corazón del palacio. Él rezaba, sin embargo, para que todas las almas fuesen bendecidas por la gracia divina, cada una a su nivel. Por lo tanto, resultaba imposible condenar a las almas que no hubiesen alcanzado el nivel suficiente para entrar en el corazón del palacio sagrado. Escribió: «Los que siguen observando el palacio divino desde el exterior no son para nada extraños». De este modo, negaba tanto la herejía como la existencia del purgatorio, que el Vaticano utilizaba básicamente como reclamo para ganar dinero a través de la venta de sus famosas indulgencias. Valdés predicaba que la salvación no llegaba a través del bautismo al poco de nacer, ni a través de la obediencia incuestionable hacia la Iglesia, tal y como defendía el Vaticano, sino a través de la gracia que un Dios amoroso otorgaba a toda la gente a través del bautismo en la edad adulta, cuando el individuo era ya capaz de comprender y valorar ese acto, a través del estudio y la profundización en las Escrituras, cada uno a su correspondiente nivel, y a través de la humilde imitación de Cristo en la vida diaria. Sólo comprendiendo la influencia del iluminismo de Valdés sobre Miguel Ángel podremos entender por qué las almas salvadas en El Juicio Final ascienden en tantos niveles distintos y de formas tan diversas.
Después de la muerte de Valdés, en 1541, su pequeño círculo de alumbrados (iluminados) se dispersó. El grueso del grupo emigró hacia Viterbo, en el norte, el lugar de residencia del cardenal Pole, una ciudad actualmente a una hora en coche al norte de Roma. Pero el nuevo líder del grupo no era Pole, pues habría sido demasiado evidente. El grupo llevaba ya un tiempo siendo espiado, sobre todo por un tal cardenal Gian Pietro Carafa, fanático promotor de la Inquisición y su reinado de terror. El verdadero líder era una mujer, y monja además: Vittoria Colonna, que dirigía la organización desde su convento en Viterbo. A través de sus poderosas relaciones familiares y su influencia, estableció una red clandestina que muy pronto se extendió por toda Italia y Europa. Sacerdotes librepensadores, políticos, diplomáticos e intelectuales estaban secretamente implicados con un solo objetivo: convertirse en una «quinta columna» oculta dentro del Vaticano para reformarlo desde dentro y acabar armonizando la fe católica con la protestante. Esta conspiración de soñadores adoptó un nuevo nombre: Gli Spirituali, «los Espirituales». Su objetivo: reunir las dos creencias cristianas antes de que el cisma fuera demasiado grande y originar una sola Iglesia, limpia y renacida.
Anteriormente, mientras aún vivía en Roma, Vittoria había entablado amistad con Miguel Ángel, y su relación se iría haciendo cada vez más fuerte hasta el temprano fallecimiento de ella. Se escribieron largas cartas personales, compusieron poemas en su mutuo honor e intercambiaron a menudo regalos y favores. Muchos historiadores que intentaban negar la inclinación de Buonarroti hacia los hombres trataron de utilizar sus poemas a Vittoria como prueba de su heterosexualidad. Pero su amor era la personificación de lo que hoy etiquetaríamos como «platónico». Amaban sus respectivas mentes. Miguel Ángel estaba emocionado por haber encontrado en Vittoria una amistad intelectual y una compañera de viaje espiritual. Igual que en el pasado se había lanzado con tanta pasión hacia nuevas ideas y movimientos, se convirtió en cuerpo y alma en uno más de los spirituali.
En El Juicio Final junto con la Virgen María que aparta la vista para no ver el severo juicio de Cristo, tenemos un significado más profundo: simbólicamente, Miguel Ángel aparta también la vista de la Iglesia. Pero tenía que mantenerse en secreto, pues en el interior del Vaticano, y en especial en el de la capilla del Papa, sólo estaban permitidos los artistas católicos. Si llegaba a descubrirse que Buonarroti había negado a la Iglesia y virado hacia el protestantismo de Valdés, no sólo habría echado a perder su carrera profesional, sino también su libertad y posiblemente su vida. Tan sólo unos años antes el Vaticano había puesto precio a su cabeza por apoyar el movimiento de independencia de Florencia. Pero el rebelde de su interior no podía quedarse en silencio, de manera que continuó llenando el gigantesco fresco con multitud de mensajes ocultos.
Si observamos con detenimiento a la Virgen María, veremos que mira hacia abajo en dirección a una única figura, la de una mujer que asoma la cabeza por encima del hombro de San Lorenzo y su parrilla. De hecho, los pies de María descansan sobre la parrilla. El rostro de la mujer queda básicamente oscurecido por la parrilla… y por un buen motivo. Es la líder del movimiento clandestino: Vittoria Colonna en persona.
Jesucristo mira también a una sola figura, un hombre anónimo que asoma por encima del hombro de San Bartolomé que, igual que San Lorenzo, está sentado ocupando un lugar de honor a los pies de Jesucristo. Gracias a su atractivo perfil y sus grandes ojos, los mismos que vimos en las esculturas que Buonarroti esculpió en Florencia después de 1532, podemos reconocer al otro gran amor de Miguel Ángel en aquella época: Tommaso dei Cavalieri. Aquí en el fresco parece demasiado mayor, con cabello gris y entradas, aunque su rostro es joven y sin arrugas. Seguramente está hecho a propósito, bien por el propio Miguel Ángel, o bien por su amigo Daniele da Volterra, que realizó algunos retoques cuando en 1564 recibió la orden de censurar la obra. En Nápoles existe una copia de El Juicio Final con el aspecto que tenía antes de la censura. La copia, una pintura al óleo, fue realizada en 1549 por un amigo de confianza de Miguel Ángel, Marcello Venusti y bajo la dirección personal del gran artista. En la copia del fresco realizada por Venusti, aparece el mismo joven, pero con la cabeza cubierta de pelo oscuro por completo y con un aspecto mucho más parecido al atractivo Tommaso, que tenía 38 años cuando Miguel Ángel colaboró con Venusti para crear el óleo.
La Virgen María por encima de San Lorenzo con su parrilla de hierro; Jesucristo por encima de San Bartolomé, que sujeta su propia piel (antes de la restauración). La mujer situada por encima del hombro de San Lorenzo es Vittoria Colonna y el hombre por encima del hombro de San Bartolomé es Tommaso dei Cavalieri. Véase fotografía 18 en el cuadernillo de imágenes. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
¿Por qué eligió Miguel Ángel estos dos santos en concreto para proteger a sus dos grandes amores? San Lorenzo era el santo del primer cliente y protector de Miguel Ángel, Lorenzo el Magnífico. San Lorenzo, además, tesorero de la primera iglesia cristiana de Roma, decía que la verdadera riqueza de la Iglesia no estaba en su oro, sino en su gente de fe. Esto forma parte del mensaje de Miguel Ángel a la corte papal de su época, remontándose ya a su trabajo en la bóveda de la Sixtina.[27] San Bartolomé, además de ser el santo patrón de los taxidermistas y los curtidores, es también el protector de los yeseros. Después de los traumáticos problemas que Miguel Ángel sufrió en la bóveda con el yeso, quería toda la ayuda posible para realizar el enorme fresco de la pared del altar y por eso tenía buenos motivos para incluir a este santo protector.
San Bartolomé no fue martirizado en Roma, sino despellejado vivo en Armenia. Según la tradición, su piel se conserva en el interior del altar de su iglesia en la isla del Tíber, en la zona donde se encontraban los dos principales barrios judíos de la Roma renacentista. Vestido como San Bartolomé encontramos a un amigo de Buonarroti, un hombre que tuvo problemas por representar tanta piel en las imágenes que acompañaban a sus obscenos poemas: Pietro Aretino, pornógrafo y compañero conspirador de los spirituali. Buonarroti no se burla de San Bartolomé, sino que muestra su creencia de que un hombre como Aretino, con problemas con la hipócrita Iglesia, estaba más próximo a Dios que muchas de las supuestas autoridades religiosas de su tiempo.
Los santos aparecen casi siempre representados acompañados por los símbolos de su martirio. (La principal excepción es San Pedro, que aparece con las llaves que recibió de Jesús y no crucificado bocabajo). San Bartolomé se representa siempre mostrando su piel intacta y con el cuchillo con el que fue despellejado. En este caso, la piel esconde otro intrigante misterio: mientras que la figura de San Bartolomé/Aretino es un hombre calvo y con una larga barba gris, el rostro que aparece en la piel está afeitado y luce una cabellera oscura y rizada. No encaja en absoluto. Y ello es porque la cara representada en la piel es nada menos que la de Miguel Ángel. Según comentamos en la historia de la Pietà, los artistas tenían prohibido firmar las obras encargadas por el Vaticano. Aquí, en lugar de su nombre, Buonarroti firmó secretamente el fresco con su propia cara. Se trata también de una protesta más del escultor que odiaba pintar. Parece estar diciéndonos que recibir el encargo de volver a pintar en la Sixtina fue para él un destino tan terrible como ser despellejado vivo.
El Juicio Final, copia del fresco realizada por Marcello Venusti, Museo Nazionale di Capodimonte, Nápoles. Detalle que muestra el rostro de Tommaso dei Cavalieri con pelo oscuro. Ilustración de Alinari, obtenida a través de Art Resource of New York.
Detalle de El Juicio Final, la piel con la cara de Miguel Ángel. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
Pero esta piel simbólica no nos dice sólo eso. La figura de Tommaso, la única persona en la totalidad del gigantesco fresco que mantiene contacto visual directo con Jesucristo, tiene las manos unidas en señal de súplica. (No fue hasta la reciente limpieza que pudimos ver que las miradas de Jesucristo y Tommaso estaban enfocadas). Miguel Ángel, sintiéndose pecador e indigno del cielo, creía que su única esperanza de salvación era el amor verdadero y desinteresado que sentía hacia Tommaso. En el fresco colocó a Tommaso en el papel de su mediador, suplicando a favor de su causa ante Jesucristo, el Juez. Y para asegurarse de que comprendíamos que creía que el amor sentido por un hombre, incluso hacia otro hombre, era capaz de conducir hacia la redención, situó junto a su cuerpo despellejado otra pareja masculina besándose apasionadamente en el Paraíso. La identidad de Tommaso va más allá de una simple conjetura. Para empezar, disponemos de una pista que ha sobrevivido hasta nuestros tiempos, escrita personalmente por Buonarroti. En 1535, justo cuando estaba realizando los bocetos para el fresco, escribió otro poema de amor a Tommaso. En este soneto, Miguel Ángel se equipara a un humilde gusano de seda, cuya funda protectora se convierte en la vestimenta de otro ser:
Para envolver a mi noble señor, el mismo destino desearía;
vestir la piel viva de mi señor con la mía que está muerta;
igual que la serpiente se desliza entre las piedras en busca de cobijo,
mudaría yo hacia la muerte para mejorar mi estado.
LOS SALVADOS Y LOS CONDENADOS
En la parte inferior izquierda del fresco, debajo de la Virgen María y las Mujeres Bendecidas, está la Resurrección de las Buenas Almas. Van saliendo del suelo a medida que su carne regresa con lentitud a sus cuerpos. Los demonios del inframundo intentan desesperadamente arrastrar a alguna de ellas, pero los ángeles vencen. En la esquina vemos un sacerdote bendiciendo a estas almas adultas, posiblemente una señal de la nueva fe iluminista que profesaba Miguel Ángel, en la que el bautismo estaba destinado a los adultos. Otro símbolo de esta primera forma de protestantismo italiano son los rosarios que aparecen en este rincón del fresco, para salvar y elevar a la salvación a diversas almas. Valdés y sus seguidores creían que la clave de la salvación estaba en la gracia divina, y no en la obediencia ciega a la Iglesia; de hecho, este concepto es el origen de la expresión «estado de gracia». El rosario es un humilde acto de fe diario en el que se recita la oración del Ave María, que empieza con las palabras: «Dios te salve, María, llena eres de gracia…». Se trata de una nueva ruptura con las representaciones tradicionales del Juicio Final, en el que las almas salvadas mostraban los actos que les habían hecho acreedoras de la redención, como apadrinar la construcción de una iglesia o una capilla, convertir a no creyentes para conseguir más seguidores para la Iglesia, o conquistar una ciudad en nombre del Papa.
En la zona inferior central, debajo de los ángeles que tocan las trompetas, y a la derecha, debajo de los Hombres Bendecidos y los Mártires, vemos la visión del infierno: fuego y azufre, cuevas oscuras, Caronte cruzando el río Estigia transportando en su barca a los condenados, y los demonios arrastrando a las almas malas hacia la condena eterna. Una de las imágenes más famosas del fresco es un alma que finalmente, cuando es devorada por una criatura demoníaca, se percata de la enormidad de sus pecados. La pobre alma condenada es la imagen del remordimiento, rimorso en italiano.
Detalle de El Juicio Final (antes de la restauración): Remordimiento. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
A la derecha de esta imagen se está librando una batalla. Unos ángeles furiosos derriban literalmente a algunas de las peores almas, simbolizando algunas de ellas diversos pecados o vicios. Una de ellas, la que lleva colgada una abultada saca con dinero, suele identificarse con la imagen de la Avaricia.
Otro pecado incontrolado en aquella época, pero extinguido posteriormente en la Iglesia, era el pecado de simonía, descrito con detalle y castigado en El infierno de Dante, uno de los textos favoritos de Miguel Ángel. La simonía era la práctica de vender puestos sacerdotales en la jerarquía eclesiástica. En el Renacimiento, era un modus operandi habitual entre los papas, que conseguían dinero vendiendo a los mejores postores títulos de cardenal, arzobispo, etcétera. Era una práctica que no hacía más que aumentar la corrupción y la confusión en que vivía inmersa la Iglesia en tiempos de Miguel Ángel. Tal y como ya había expresado Miguel Ángel en su poema escrito en 1512, en el que describía el Vaticano como una institución que vendía la sangre de Cristo a cambio de dinero, era una práctica que enfurecía especialmente al artista. Y aquí vemos la prueba de ello: la figura maldita está bocabajo, una triste parodia del martirio de San Pedro; la bolsa de dinero es de color dorado, atada con cuerdas rojas, los colores giallorosso que Miguel Ángel había utilizado previamente para insultar a Roma y al Vaticano. El par de llaves que cuelga de la figura es también una parodia irónica de las llaves gemelas de la Ciudad del Vaticano y el papado. Buonarroti escogió el ángel más encolerizado y fuerte de todos los representados para mandar al infierno a esas almas corruptas.
En el extremo derecho encontramos otra figura desnuda, esta vez con una cara que parece más una caricatura que una persona de verdad. Es el símbolo de la Lujuria, del sexo sin amor. En este caso, el artista permite que el castigo sea el más adecuado al pecado. Si observamos con atención, veremos que la Lujuria es arrastrada hacia la perdición por los testículos. No es de extrañar que esté mordiéndose los nudillos para no gritar de agonía.
Detalle de El Juicio Final (antes de la restauración): La simonía (identificada normalmente con la Avaricia) bocabajo con la bolsa de dinero colgando a su izquierda, y a la derecha, la Lujuria arrastrada por los testículos hacia abajo. Véase fotografía 24 en el cuadernillo de imágenes. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
LA CÁBALA DE EL JUICIO
Naturalmente Miguel Ángel no prescindió de su querida Cábala en su fresco de El Juicio Final. El fresco contiene el mismo equilibrio del universo que escondió en la bóveda. En el lado correspondiente a la Virgen del fresco en forma de tablas gemelas, encontramos los símbolos de Chessed, el lado femenino y piadoso del Árbol de la Vida. En el lado de Cristo, a la izquierda o siniestra, encontramos los signos de Gevurah y Din, los aspectos masculinos de la fuerza y el juicio del lado opuesto del Árbol de la Vida. En el lado correspondiente a Chessed, encontramos: almas salvadas a través de la gracia, la Virgen misericordiosa, las Almas Femeninas Bendecidas y, en la parte superior, la Cruz de la Salvación. En el lado correspondiente a Gevurah/Din encontramos almas condenadas y castigadas, a Jesucristo el Juez, a las Almas Masculinas Bendecidas y, en la parte superior, la Columna de la Flagelación. En el lado del Juicio, incluso los mártires parecen enfadados, mostrando de forma muy explícita sus instrumentos de tortura a la cómoda jerarquía del Vaticano que se reuniría allí, bajo su mirada, como queriendo decir: «Esto es lo que nosotros hicimos por la fe. ¿Qué estáis haciendo vosotros?».
En esta ocasión, en lugar de esconder letras hebreas en su trabajo para indicar el equilibrio entre femenino y masculino, entre piedad y poder, Miguel Ángel escondió en la parte superior del fresco otros antiguos símbolos místicos de feminidad y masculinidad… completamente a la vista. La cruz y la corona de espinas circular situadas en la parte superior de la tabla femenina de Chessed forman parte del símbolo femenino: . Se trata de la cruz de la diosa del amor, Venus, muy popular en su época, como símbolo de la astrología y de la alquimia.
La columna que se encuentra en la parte superior de la tabla masculina de Gevurah es definitivamente masculina. Observándola con detalle vemos que el artista exageró expresamente la espalda musculosa del ángel que levanta la base de la columna, de modo que la espalda redondeada y dividida en dos parece un escroto, que complementa el ángulo fálico de la columna. Visto en su totalidad, es claramente el símbolo masculino del dios de la guerra, Marte: .
Para alcanzar el equilibrio adecuado en el universo, es necesario que haya además un centro. Según la Cábala, existe un punto central del universo: la Escalera de Jacob. En Génesis 28, 12 Jacob sueña con una escalera divina a través de la cual los ángeles descienden hasta la tierra y ascienden hasta el cielo. La escalera es el vínculo entre el cielo y la tierra, entre la humanidad y los ángeles, entre el mundo material y el mundo espiritual. La Cábala enseña que toda la Creación gira en torno a esta escalera. La mayoría de los espectadores que contemplan el fresco de El Juicio Final piensa que Jesucristo es el centro del mismo, pero se equivocan. El verdadero centro se sitúa justo debajo de Él, en el lugar donde aparece San Lorenzo sentado en su parrilla. A lo largo de los siglos, los críticos han venido quejándose de que la parrilla del mártir no tiene patas y parece más una escalera que una rejilla. Y tienen razón. Es una escalera, la Escalera de Jacob, para ser más concretos. El último peldaño de la escalera está situado en el centro exacto del gigantesco fresco, y si se observa con atención, se ve que el movimiento dinámico del fresco gira perfectamente en torno al ángulo de la escalera. Una vez más, Miguel Ángel insertó una enseñanza básica del misticismo judío en una de las obras de arte católicas más famosas de todos los tiempos.
Detalle de El Juicio Final. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
En esta ocasión, Miguel Ángel logró incorporar en su obra una cantidad considerable de ideas atrevidas. Encontró la manera, como hemos visto, de incluir a su amante masculino, su respeto hacia los judíos, su indignación por la corrupción y la inmoralidad de la Iglesia, incluyó técnicas pictóricas experimentales y, también, su fe neoprotestante clandestina y subversiva. Y este último es posiblemente el secreto más grande de todos: mientras Miguel Ángel estaba creando esta obra de arte para la Iglesia, había abandonado la fe católica y suscrito personalmente una creencia distinta.
Lo que sorprende es que los millones de visitantes anuales de la capilla Sixtina no se den cuenta de nada de esto. El inteligente florentino logró de nuevo con éxito abrumar al espectador con tanto color y tantas imágenes que sólo los afortunados que pueden pasar un buen rato en el interior de la capilla tienen la posibilidad de percatarse de algunos detalles. Una persona que sí pasó mucho tiempo inspeccionando el fresco mientras Miguel Ángel trabajaba en él fue el cerimoniere, o maestro de ceremonias, del Papa. El cerimoniere es básicamente el jefe de personal del Papa, el responsable de los quehaceres diarios del Vaticano. En la época de Pablo III, el maestro de ceremonias era un sacerdote pedante y engreído llamado Biagio da Cesena. El hombre vilipendió en público a Miguel Ángel, incluso antes de que el fresco estuviera finalizado, por llenar la sagrada capilla papal con una «orgía de obscenidades paganas y herejías». El artista le replicó con la cita que aparece al principio de este capítulo, y luego continuó pintando. En la esquina inferior derecha del fresco, justo encima de la puerta de salida (por donde hoy en día entra el público), aparece el alma maldita en el infierno, el rey Minos de la mitología griega. Minos amaba el oro y odiaba a los seres humanos, lo que le garantizó la condena eterna. Aparece representado con orejas de burro, aplastado por una enorme serpiente que le muerde eternamente los genitales. El maldito rey fue la última figura que Miguel Ángel pintó al final de sus siete años de trabajos en el fresco mural.
Detalle de El Juicio Final (antes de la restauración): El rey Minos con el rostro de Biagio da Cesena, el maestro de ceremonias del Papa. Véase fotografía 25 en el cuadernillo de imágenes. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
Cuando la obra fue mostrada finalmente al público en 1541 toda Roma acudió a ver la última maravilla del gran maestro. La ciudad quedó dividida de inmediato: la mitad de los espectadores opinaba que el fresco era una de las obras de arte más inspiradoras y profundamente religiosas que había visto; la otra mitad era de la opinión de que se trataba de una obra pagana y obscena. De pronto, mientras se desarrollaban acalorados debates delante del fresco, uno de los espectadores empezó a reír con disimulo… luego otro… y otro. Pronto toda Roma reía histéricamente porque el cuerpo fofo y el feo perfil del rey Minos eran un retrato evidente de Biagio da Cesena, el maestro de ceremonias, el segundo del Vaticano después del papa Pablo III. Según informes de la época, Biagio se postró delante del Papa hecho un mar de lágrimas, suplicándole al pontífice que lo sacara del fresco. El Papa, que respetaba a Miguel Ángel (y que con seguridad estaba también harto de las presunciones de Biagio), le replicó: «Hijo mío, el Señor me ha concedido las llaves para gobernar el cielo y la tierra. Si deseas salir del infierno, habla con Miguel Ángel». Es evidente que nunca hicieron las paces, y Biagio se quedó en el infierno para siempre.