El regreso a los escenarios
«El amor, con sus propias manos, me seca las lágrimas».
MIGUEL ÁNGEL
Por fin, después de su «liberación» de la Sixtina, Miguel Ángel desechó feliz el pincel y cogió de nuevo su amado martillo y su querido cincel. Debía de estar tremendamente excitado ante la perspectiva de volver a su antigua pasión, pues inició de inmediato, y simultáneamente, varias piezas de mármol de gran tamaño para la tumba del Papa. Había agotado la energía de unos años preciosos encaramado en el andamio de la Sixtina, alejado a la fuerza de su amor por la escultura, y estaba desesperado por recuperar lo que a buen seguro consideraba un tiempo perdido. Por fin iba a utilizar los enormes bloques de mármol que habían quedado depositados en el suelo, junto a las obras de construcción de la nueva y gigantesca basílica de San Pedro. Se propuso esculpir seis desnudos masculinos de gran tamaño y un colosal profeta judío. Esta explosión de energía creativa señaló un nuevo periodo en su técnica escultórica. En lugar de seguir la estrategia clásica y crear esculturas extremadamente acabadas y pulidas, como había hecho al esculpir la Pietà y el David, Miguel Ángel perfeccionó lo que ahora se conoce como su famoso estilo non finito, el aspecto «inacabado». Siglos antes de la aparición de los movimientos artísticos impresionista y cubista, Buonarroti fue el pionero en la implantación de conceptos similares. Redujo sus obras escultóricas al mínimo de sus formas definidas, a su esencia, para expresar sus ideas y sentimientos, y dejó por completo de lado los ornamentos esculpidos en piedra. Al trabajar de este modo futurista, con la cantidad suficiente de ayudantes y sin interrupciones, es muy posible que fuera capaz de esculpir en persona las cuarenta y pico figuras que por contrato exigía la tumba del papa Julio.[24]
Miguel Ángel explotó con posterioridad esta técnica para esconder mensajes ambiguos en sus últimas obras. Lo que resulta extraño es que nunca utilizase el estilo non finito en la pintura. Da la sensación de que el artista nunca fue capaz o no quiso relacionar determinados aspectos de su genio escultórico con sus trabajos bidimensionales.
Fue en este momento de su vida que Miguel Ángel decidió volcar su corazón y su alma en la que fue con toda seguridad su escultura favorita: su representación de Moisés, el más grande de todos los profetas judíos.
Desde el inicio del proyecto de la tumba Miguel Ángel había planificado realizar una estatua gigante de Moisés que ocuparía el lugar de honor, el centro del nivel intermedio de la estructura piramidal. Según los planes originales, el profeta hebreo se habría sentado en el corazón de la nueva basílica de San Pedro, directamente debajo de la gigantesca cúpula (en el lugar donde hoy en día se sitúa el altar principal). Sin duda alguna, esto habría encajado a la perfección con el sueño del artista de vincular de manera permanente las dos creencias de un modo tremendamente visual e inolvidable.
Para prepararse para esta tarea, el florentino regresó a las montañas de su infancia, a Carrara. Aquello fue como una especie de peregrinación, tal vez incluso para purificar su cuerpo y su alma después de los horrores y las tensiones que le habían ocasionado sus trabajos en la Sixtina. Pasó varios meses en las canteras de mármol, buscando la pieza perfecta para esculpir su Moisés. Tenía que ser su máximo logro en piedra, su gran regreso al mundo de la escultura. Y mientras dejó los demás elementos de la tumba con su estilo inacabado, con el Moisés hizo exactamente lo contrario: estuvo esculpiéndolo y puliéndolo con amor a mano durante meses, hasta tener la escultura perfectamente acabada y reluciente, más incluso que la Pietà.
Lo que casi nadie sabe es que el Moisés que vemos hoy en día no es el Moisés que Miguel Ángel esculpió entre 1513 y 1515. El subversivo artista había vuelto a sus viejos trucos de esconder sabiduría judía mística en las obras de arte que le encargaba el Papa. En la Torá, en el Éxodo, 34, 29, leemos: «Y aconteció que descendió Moisés del Monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en la mano, y al descender del monte no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después de que Dios hubiera hablado con él». De hecho, esta luz divina era tan intensa que Moisés tuvo que ponerse después una máscara para no cegar a sus compañeros israelitas cuando se encontró con ellos. ¿Cuál era la fuente de esta luz sobrenatural? El midrash y la Cábala tienen una explicación. Cuando Moisés subió al Monte Sinaí para suplicar al Todopoderoso el perdón para su pueblo, que había pecado al venerar al becerro de oro (Éxodo, 32), nadie fue capaz de acompañar al profeta a la cumbre. La luz divina de Dios era demasiado intensa. Ningún mortal que se aproximara a Moisés podía sobrevivirla. Moisés permaneció en el Monte Sinaí cuarenta días y cuarenta noches, sin comer, ni beber, ni dormir, para alcanzar la iluminación espiritual, no sólo para él sino también para todo su pueblo. Conseguir la expiación del terrible pecado de idolatría que habían cometido los hijos de Israel, un pecado intensificado más aún por el hecho de haber sido cometido tan poco después de su milagrosa redención de Egipto, exigió un esfuerzo supremo y sobrehumano. La palabra «expiación» incluye también el objetivo espiritual de sentirse una sola persona unida a Dios y al universo. Y ese fue el nivel que Moisés alcanzó en la cumbre de la montaña. Según la Cábala, atravesó la esfera más elevada que cualquier ser humano haya alcanzado jamás en el Árbol de la Vida; alcanzó el nivel de Binah, el grado de comprensión y entendimiento más revelador y profundo. Cuando Moisés rompió las primeras Tablas al encontrar a los israelitas adorando al becerro de oro, recibió la orden de esculpir un segundo conjunto que sustituiría la pareja esculpida por Dios. Según la tradición, Dios le enseñó entonces a Moisés la Torá, el Talmud y todos los secretos místicos de la Cábala. Eso fue lo que imbuyó su rostro de luz: había sido iluminado directamente por Dios y había pasado a compartir con Él el resplandor de la divinidad. El midrash añade que Dios quiso además revelarle a Moisés la historia futura del pueblo judío y del mundo, hasta la llegada del Mesías. Para concederle esta visión especial, Dios le otorgó una gota de luz divina, no luz normal y corriente, sino la luz primordial con la que Dios creó el universo y las sefirot del Árbol de la Vida.
Miguel Ángel sentía una profunda afinidad con Moisés. Al fin y al cabo eran almas gemelas, hombres de las montañas que esculpían sus mensajes en piedra. Conocedor de este midrash, Miguel Ángel quiso mostrar a Moisés con su don para la profecía, contemplando el lejano futuro de la humanidad. Por eso regresó a la técnica que tan bien había aplicado en la escultura de David. Realizó los ojos ligeramente separados, muy profundos, no centrados en el espectador. Cuando el espectador contempla hoy en día la escultura de Moisés, notará que el profeta siempre lo mira, se ponga donde se ponga. Y ello se debe a que su mirada está firmemente clavada en el futuro.
En el plan original de la gigantesca tumba de Julio Moisés estaba situado a una distancia elevada del suelo, en el centro de la estructura piramidal. Miguel Ángel quiso aprovechar la luz que entraba desde las ventanas de la cúpula e iluminaba el monumento funerario. Pulió la cara de Moisés para que brillara con el reflejo de los rayos de sol que descenderían para iluminarlo a la perfección. Esculpió incluso dos puntas que sobresalían de la cabeza de la escultura y que reflejarían también los rayos de sol, de tal modo que pareciera que la luz divina salía realmente de la cabeza de Moisés. Este es otro secreto de la estatua: nunca tuvo cuernos. El artista había planificado su Moisés como una obra de arte, no sólo como una escultura, sino también como conjunto de efectos especiales ópticos dignos de cualquier película de Hollywood. Por esta razón, la pieza tenía que estar elevada y mirando al frente, en dirección a la puerta de entrada a la basílica. Las dos protuberancias de la cabeza serían invisibles para el espectador que la contemplase desde el nivel del suelo y lo único que se vería sería la luz saliendo reflejada de ellas. Se trata de un ejemplo más de lo adelantado que estaba Buonarroti respecto a su tiempo: había creado su Moisés como una magnífica obra de arte encuadrada en un espacio concreto, un concepto que arrasó a finales del siglo XX. Y de hecho, así esculpió y finalizó su estatua Miguel Ángel después de haber completado la bóveda de la Sixtina: sentada erguida, las piernas una junto a la otra, mirando al frente… y así es como permaneció mientras estuvo viviendo en una especie de limbo durante más de dos décadas, mientras el futuro de la gigantesca tumba era debatido y alterado debido a las vicisitudes transitorias de poder que vivió el Vaticano.
Buonarroti se había dejado el corazón y el alma en la escultura de Moisés, hasta tal punto que, se dice que cuando terminó la colosal obra, la zarandeó por los hombros y le gritó: «¡Habla, maldita sea, habla!». Ya no había nada que le obligase a permanecer en Roma por más tiempo. Julio había muerto, la bóveda estaba terminada y el nuevo Papa, León X, había cancelado los planes del monumento funerario. León no era otro que Giovanni de Medici, hijo ilegítimo de Giuliano, hermano de Lorenzo el Magnífico. Cuando Giuliano fue asesinado Lorenzo se hizo cargo de Giovanni y lo cuidó como a uno de sus propios hijos. Giovanni y Miguel Ángel se habían criado juntos en el palacio de los Medici y es probable que de chiquillos incluso hubieran dormido juntos en la misma cama. Ahora, después del fallecimiento de su perdición, Julio II della Rovere, el clan de los Medici había encontrado la solución perfecta para defenderse contra los persistentes ataques del Vaticano: habían sobornado al número suficiente de cardenales como para conseguir que uno de los suyos resultara elegido como nuevo pontífice. Derrotaron al Vaticano al adueñarse de él. Se dice que mientras León/Giovanni iba a tomar posesión de los apartamentos papales, le dijo bromeando a su hermano Giuliano: «Dios nos ha concedido el papado… disfrutémoslo a partir de ahora».
Si Miguel Ángel había albergado alguna vez el sueño de ver a un Papa de los Medici reformando la Iglesia y convirtiendo a Roma en una nueva Atenas del arte y la filosofía, debió de quedarse amargamente defraudado con el papado de León. León X no era Lorenzo el Magnífico. Su papado fue incluso más corrupto que el de sus predecesores. Con León Roma se convirtió en una serie interminable de banquetes y orgías, un periodo en el que los Medici vaciaron los cofres del Vaticano para beneficiar a su propia familia y llevar a cabo aventuras militares. Miguel Ángel esculpió las piezas antes mencionadas, aun siendo seguramente consciente de que la tumba de Julio nunca acabaría construyéndose dentro de la nueva basílica de San Pedro, sólo para volver a poner en forma sus maneras de escultor después de tantos años dedicado a la pintura en la Sixtina. El otro motivo era que los parientes supervivientes de Julio seguían pagándole unos honorarios en concepto de anticipo de doscientos escudos mensuales, unos ingresos dignos de un rey.
Cuando León liberó al artista del contrato que lo vinculaba con la tumba de los Della Rovere, le encargó crear una fachada para la iglesia inacabada de San Lorenzo, en Florencia. Miguel Ángel estuvo encantado de abandonar Roma y regresar por fin a su querida Toscana.
Queremos evitar la tentación de desviarnos del tema con una larga biografía y una historia artística de Miguel Ángel durante estos años, y seguir centrándonos lo más posible en los secretos que escondió en el Vaticano. Sin embargo, fue durante este periodo, entre 1513 y 1534, que tanto Miguel Ángel como el mundo a su alrededor sufrieron grandes convulsiones. Debido a que estos acontecimientos dejaron huella en el artista, es necesario comprender esta parte de su vida para apreciar los secretos que con posterioridad escondería en 1534, cuando regresó de nuevo a la Sixtina para volver a pintar al fresco. Basta decir que durante los veintiún años intermedios, Miguel Ángel creó dos legados artísticos permanentes para la ciudad de Florencia: la Biblioteca Laurenciana (en memoria de Lorenzo el Magnífico) y la Sacristía Nueva de la iglesia de San Lorenzo. En este caso Miguel Ángel diseñó la estancia, los candelabros y las tumbas, y esculpió personalmente casi todas las estatuas, un logro asombroso, teniendo en cuenta que cuando terminó la sacristía, conocida también como la capilla Medici, tenía casi 60 años. Pero las pasiones de Buonarroti no se habían atenuado, pues siguió escondiendo símbolos secretos en estas maravillas arquitectónicas. Por ejemplo, la magnífica escalinata que conduce hasta la biblioteca tiene quince peldaños, una cifra que recuerda la escalinata curva de los levitas en el Templo Sagrado de Jerusalén. Cada peldaño era simbólicamente un paso en dirección al arrepentimiento y la iluminación espiritual —de hecho, en el Libro de los Salmos, hay quince «salmos de ascensión» (120-134), uno para cada peldaño. Hay también dos escaleras laterales, cada una con nueve peldaños. Según la tradición mística judía, el nueve es el símbolo de la verdad. La suma de los peldaños de las dos escaleras laterales es dieciocho, el símbolo judío de la vida. Con todo esto, Miguel Ángel rindió un último tributo al amor de toda la vida de su gran patrón Lorenzo: la búsqueda de la verdad y de la armonía espiritual en un mundo turbulento.
Y era turbulento de verdad. Mientras Miguel Ángel trabajaba en estos proyectos florentinos, una de sus profecías romanas se hizo horriblemente realidad. Tal y como hemos comentado antes, el fresco de Jeremías alertaba al Vaticano para que se limpiase tanto espiritual como éticamente para no sufrir el mismo destino que había seguido el Templo de Jerusalén original. Allí Dios había castigado al sacerdocio corrupto con un ataque liderado por un enemigo despiadado que se había llevado todo el bronce y el oro del templo. Cinco años después de que Buonarroti finalizara la bóveda de la Sixtina, un exasperado sacerdote alemán llamado Martín Lutero, colgó en la puerta de una iglesia un cartel en el que enumeraba todas sus protestas contra el papado. En cuestión de sólo diez años, su movimiento religioso se convirtió en un maremoto que sacudió toda Europa, dividiéndose en numerosos grupos y cismas que compartían algo en común: su odio hacia el Vaticano. En 1527 un ejército de soldados luteranos, conocido como los lanzichenecchi, liderado por una coalición de barones alemanes, tomó la ciudad de Roma y la saqueó sin piedad. Murieron asesinados más de veinte mil civiles desarmados. El Vaticano fue asaltado y profanado, y todo su bronce y su oro robado, tal y como Miguel Ángel había vaticinado. El suceso traumatizó al mundo católico, pero estimuló las esperanzas de los reformistas que pensaron que tal vez, por fin, el Vaticano se arrepentiría de su comportamiento y cambiaría su forma corrupta de actuación. Miguel Ángel y todos los que compartían esta esperanza quedarían tremendamente defraudados. En el interior del palacio apostólico, todo siguió igual que siempre.
Escalinata de acceso a la Biblioteca Laurenciana, Florencia. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
Diez días después del saqueo de Roma jóvenes librepensadores que querían devolver Florencia a sus días de gloria, se sublevaron y expulsaron a los corruptos descendientes de Lorenzo de Medici. Miguel Ángel, disgustado por la decadencia de la nueva generación de los Medici, tomó parte en la revuelta popular. Tal vez contribuyera a su compromiso a la causa el hecho de que los cabecillas del levantamiento fueran en su mayoría atractivos jóvenes cuya compañía frecuentaba Miguel Ángel. Fue así como se lanzó de forma apasionada al papel de revolucionario, trabajando codo con codo con esos jóvenes, diseñando nuevos baluartes y defensas, congregando las tropas, planificando estrategias, cuidando a los compañeros que caían víctimas de la peste. Tres años después, en 1530, a través de una serie de perversas alianzas, los Medici y el Vaticano consiguieron tomar de nuevo Florencia y castigaron a los rebeldes sin piedad. Miguel Ángel fue declarado públicamente enemigo del régimen restaurado y de la Iglesia, y se puso precio a su cabeza. Desapareció entonces como si se lo hubiera tragado la tierra y no reapareció hasta un mes y medio después, cuando antiguos amigos mutuos consiguieron convencer al papa Medici Clemente VII de que lo perdonara para que de este modo finalizara los trabajos de la capilla Medici en la iglesia de San Lorenzo. Así pues, siempre se dijo que fue el talento de Buonarroti lo que le salvó la vida. Pero recientemente hemos descubierto que esto es, además, una verdad en dos sentidos.
En 1975 el historiador de arte Paolo Dal Poggetto descubrió cómo se lo hizo Miguel Ángel para desaparecer en 1530 mientras los asesinos papales e imperiales ponían Florencia patas arriba para dar con él. El artista consiguió regresar a tiempo al lugar donde estaba trabajando en aquellos momentos, la capilla Medici. Bajo la nueva sacristía había un búnker secreto. No sabemos si lo construyó Buonarroti o si simplemente conocía su existencia, pero el caso es que convenció al prior de la iglesia para que le permitiera esconderse allí y le hiciera llegar comida y carboncillos para dibujar durante el tiempo que necesitara permanecer oculto. Cinco siglos después, los dibujos que realizó siendo un fugitivo siguen cubriendo las paredes de su escondite. El proyecto de la capilla le salvó, por lo tanto la vida, en más de un sentido; pero después de este episodio, Miguel Ángel decidió que ya se había hartado tanto del clan de los Medici como de Florencia. Finalizó la capilla en 1534 y ni siquiera se quedó en la ciudad para supervisar los trabajos de instalación de las esculturas o asistir a la inauguración. Regresó a Roma el año del fallecimiento del papa Clemente de Medici, y jamás volvió a pisar Florencia. El increíblemente ambicioso diseño de la fachada de San Lorenzo —el motivo por el cual el papa León X de Medici le había permitido regresar a Florencia— fue un fiasco completo y quedó sin hacer. Hasta la fecha, la iglesia del clan familiar sigue sin fachada esculpida y mostrando la piedra sin adorno alguno… ¿venganza de la historia o de Miguel Ángel?
Deberíamos mencionar otro hecho importante en la vida del artista durante este periodo. Se enamoró. Sí, antes se había enamorado ya muchas veces de bellos jóvenes, modelos, cantantes y aprendices. Se sentía fuertemente atraído hacia hombres mucho más jóvenes que él, tanto por su belleza musculosa como por su pasión y entusiasmo por la vida. En algunos casos, este amor era físico y recíproco, en otros no. Sus preferencias eran conocidas dentro de determinados círculos, pero incluso así, Miguel Ángel siguió siendo siempre muy cauto, sobre todo después de ver cómo hombres que amaban a otros hombres eran castigados bajo el reinado fanático de Savonarola y la Inquisición. Incluso el gran Leonardo da Vinci se había visto obligado a huir de Florencia la segunda vez que fue acusado de «sodomita». Pero Buonarroti había escrito poemas a sus jóvenes favoritos, y sus contemporáneos comentaban que su arte, sus bocetos y sus poemas eran estupendos cuando su amor era correspondido, y que pasaba por rachas improductivas y sufría depresiones cuando se sentía rechazado.
En primavera de 1532 el gran artista sufría uno de los peores periodos depresivos de su vida. El proyecto de la fachada de San Lorenzo se había hecho añicos (en sentido literal, pues las enormes columnas centrales de mármol se habían hecho pedazos durante el transporte), había sido traicionado por su familia adoptiva, era un marginado social en su ciudad, sus sueños de vivir una nueva Edad de Oro en Florencia se habían esfumado y el plan para la colosal tumba Della Rovere en el interior de San Pedro —un proyecto que Miguel Ángel había llegado a considerar más su propio monumento que el de Julio— había sido cancelado. Había sido demandado por los parientes de Julio para que terminase la tumba del fallecido Papa, aun no estando permitida su construcción en el interior del Vaticano. Su familia natural le exigía dinero constantemente: para montar negocios a sus incompetentes hermanos y luego pagar sus deudas cuando fracasaban, para solucionar sus problemas legales, para recuperar las propiedades perdidas de la familia, para pagar sus bodas, y así sucesivamente. Su familia jamás le demostró su agradecimiento y lo único que hacía era aprovechar sus éxitos para exigirle más y más dinero. En 1528 falleció su hermano Buonarroto, y a esta muerte le siguió tres años después la del padre de Miguel Ángel, Ludovico (con 87 años, una edad tremendamente avanzada para la época), sucesos que dejaron al artista con muchas emociones indeterminadas y con la sensación de estar cada vez más solo.
Incluso su salud física estaba en el momento más bajo de todos los tiempos. Estaba trabajando en la capilla de los Medici, un proyecto destinado a la gloria de la familia que lo había traicionado y había querido matarlo. Para terminar con la sacristía y poder después pasar a encargos y clientes más agradables, estaba de nuevo forzándose más allá de los límites humanos. Su costumbre de trabajar las veinticuatro horas, solo, sin comer ni dormir apenas, tal vez le funcionara a los 20 y a los 30 años, pero con 50 años aquella situación empezaba a hacerle mella. La noticia de que estaba en los huesos y sufría problemas de visión, mareos y migrañas llegó hasta el Vaticano. El Papa estaba tan preocupado por la vida de Miguel Ángel que le ordenó dejar de trabajar en la sacristía y regresar a Roma enseguida para resolver de una vez por todas la fastidiosa cuestión de la tumba del papa Julio. A regañadientes, el terco genio hizo una pausa en sus obligaciones, se desplazó a Roma, y allí se acicaló para presentarse ante la corte papal. Era la primavera de 1532. Sería también la primavera de la vida de Miguel Ángel.
En el remolino social en que se había convertido el palacio apostólico bajo el papado de Clemente VII de Medici, apareció una figura que al instante destacó ante el buen ojo que el artista tenía para detectar la belleza masculina, un joven noble de una antigua familia romana patricia cuyo nombre estaba en boca de todos aquella temporada: Tommaso dei Cavalieri. Increíblemente guapo, con el físico de un atleta, Tommaso era la personificación del caballero culto. Estaba además fascinado por el arte y la arquitectura de manera apasionada, y había realizado sus escarceos en ambos terrenos cuando se le había presentado la ocasión. Le gustaba vestir con un estilo nostálgico, con jubones de seda tornasolada y cinturones adornados con antiguas monedas de oro. Para Miguel Ángel, el cortesano de 23 años era como una imagen salida de sus sueños más románticos. Para el solitario artista de 57 años, aquello no fue un simple amor a primera vista, sino un rayo caído del cielo. Encontrar a un joven que representaba su ideal del encanto masculino y que además compartía sus pasiones creativas era toda una revelación. Para el joven Tommaso, recibir tanta atención por parte del artista y arquitecto más famoso del mundo, era también un sueño hecho realidad. El gran maestro empezó a comportarse como un colegial enamorado, a escribir cartas de amor y sonetos románticos, a realizar bocetos y dibujos para regalar a su amado.
Historiadores y eruditos han generado resmas de especulaciones intentando discernir si Miguel Ángel y Tommaso llegaron a consumar físicamente sus mutuos sentimientos. La mayoría lo pone en duda, aunque francamente, da lo mismo y no nos importa. Lo que sí es importante es que, hundido como estaba en la desesperación, Miguel Ángel encontró el amor, la pasión y una inspiración renovada. De hecho, fue entonces cuando comprendió la teoría del amor que predicaba su antiguo tutor, Marsilio Ficino, según el cual, el amor total y desinteresado hacia otra alma —en este caso, hacia otro hombre— lo acercaría aún más a Dios. En uno de sus raudales de poemas de amor a Cavalieri, escribió Buonarroti:
Con vuestros ojos bellos veo una dulce Luz que
con los míos ciegos no veo […]
Vuelo, aun sin plumas, con vuestras alas
y con vuestra mente me acercó al Cielo más y más.
Victoria, Miguel Ángel, 1532-1534, Palazzo Vecchio, Florencia. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.
Casi todos sus poemas a Tommaso reflejan estos profundos sentimientos de despertar sexual y espiritual. Buonarroti regresó directamente a Florencia y no terminó el enorme proyecto de la capilla Medici, sino que esculpió otra obra de arte, su Victoria. Al parecer no está relacionada con ningún encargo, de modo que es probable que el artista la esculpiera por puro placer.
Según muchos expertos, la enigmática escultura de la Victoria es un doble retrato romántico escondido. Se supone que el atractivo joven es Tommaso, que armado solamente con su belleza, ha hecho prisionero al hombre de más edad que tiene debajo… el gran maestro en persona, dominado finalmente no por el Poder, ni por el Arte, sino por el Amor. Buonarroti apoya esta interpretación con el doble significado que aparece oculto en un poema de amor que escribió en esta época:
Si para sentirme bendecido, conquistado y anulado he de ser,
no es de extrañar que, desnudo y solo,
con un caballero armado, y como su cautivo, debo terminar.
El cavaliere que ha capturado a Miguel Ángel es, naturalmente, el joven Cavalieri. Y en los versos originales escritos en italiano, encontramos emparejadas al final o al principio de las frases, las siguientes letras: t-o, m-a, s-o, formando parte de la palabra «Tommaso».
Resulta interesante destacar que en la nueva sacristía, en ese mismo momento, Miguel Ángel estaba dando los últimos toques a la estatua funeraria de Giuliano de Medici. Los historiadores coinciden en que el rostro de la escultura no guarda ningún parecido con Giuliano. Lo que no mencionan es que es prácticamente idéntico al rostro de la escultura de la Victoria. Evidentemente, el artista enamorado no podía dejar de pensar en Tommaso.
En 1534 tan pronto como hubo terminado sus obligaciones en Florencia, Miguel Ángel hizo las maletas y se trasladó a una ciudad que odiaba, Roma, para estar cerca del hombre que amaba. En cartas y poemas de esta época escribió que se sentía como el fénix. Según la leyenda, la mítica ave, siendo ya muy vieja, enciende una hoguera y renace joven de entre sus cenizas. Gracias a las llamas de la pasión que sentía por Tommaso, Miguel Ángel volvía a sentirse joven y poderoso, dispuesto a poder tanto con Roma como con el Vaticano e incluso, figurativamente, capaz de escupirles en la cara, si era necesario. Le escribió entonces a su amado:
Izquierda: Detalle de la escultura de la Victoria.
Derecha: Detalle de la tumba de Giuliano de Medici, 1532-1534. Ilustraciones de Scala, obtenidas a través de Art Resource of New York.
Me valoro mucho más que nunca,
ahora, con vos en mi corazón, valgo mucho más.
Como las líneas que se esculpen en un desnudo pedazo de mármol
añaden a ese mármol mucho más valor […]
Resisto contra el agua, resisto contra el fuego;
la señal de vuestro amor ilumina mi punto ciego,
y da a mi saliva poder para curar cualquier veneno.
Miguel Ángel necesitaría muy pronto su renovada energía. El camino de la vida no sólo lo devolvía a Roma, sino que muy pronto lo devolvería también a la capilla Sixtina.