CAPÍTULO IX

La casa de David

«Una señal entre yo y vosotros de generación en generación».

ÉXODO, 31, 13

Como recordará el encargo original para la decoración de la bóveda era un plan concebido por el Papa y sus asesores más próximos. El punto central del proyecto tenía que ser Jesucristo, acompañado por sus Apóstoles y seguramente también por la Virgen María y San Juan Bautista. Era un encargo especialmente estimado por el Papa, pues la capilla había sido construida por su tío Sixto IV y se convertiría en un monumento eterno a la gloria de la familia. Pero Miguel Ángel estaba a punto de soliviantar todo el proyecto para promocionar sus propias creencias, sobre todo las del humanismo, el neoplatonismo y la tolerancia universal. Había apaciguado al Papa con el ardid de colocarlo a él en el lugar de Jesucristo, pero ¿cómo conseguiría que el Papa pagara el fresco más grande del catolicismo sin que apareciera en él ni una sola figura cristiana? ¿Y cómo lograría que su diseño superara a los censores papales? El Vaticano explica el concepto esencial de la bóveda —y, de hecho, de la capilla entera— como la historia religiosa antigua, integrada por el paganismo y el judaísmo, que desembocó en la llegada de Jesucristo, el Mesías. Pero, en realidad, los papeles protagonistas de la bóveda los desempeñan los héroes y las heroínas de la Biblia hebrea.

Para solucionar este dilema, Miguel Ángel creó los paneles conocidos como los de Los Antepasados, localizados en las paredes que quedan debajo de los frescos centrales de la bóveda. Aquí Miguel Ángel cumplió al menos mínimamente con los términos de su contrato al describir el linaje de Jesucristo según el Evangelio de San Mateo, los primeros versos de la Biblia cristiana. Esta genealogía sigue la Vulgata, la versión latinizada de los nombres originales del texto, y es posiblemente el único elemento cristiano de toda la obra, aunque se trata de una lista de nombres apenas destacable que no va acompañada de ningún tipo de iconografía cristiana. Pero incluso con su elección de un texto cristiano, el inconformista artista seguía labrando su propio camino. Hasta la llegada de Miguel Ángel, la fuente preferida para describir el linaje de Jesucristo era el Evangelio de San Lucas, que se inicia con Adán, no con Abraham. De hecho, muchas imágenes medievales y renacentistas de la Crucifixión muestran la calavera de Adán a los pies de la cruz, simbolizando que el sacrificio de Cristo ha bendecido a la humanidad expiando el pecado original cometido por el primer hombre y la primera mujer. En la Sixtina, sin embargo, los personajes que aparecen en el árbol familiar de Jesucristo son todos judíos.

Estas pequeñas placas de color blanco crema, un elemento en apariencia menor ignorado por todo el mundo excepto por el espectador mejor informado, salvaron en realidad el proyecto de la bóveda… y con seguridad salvaron también la vida del artista. Recuerde que el encargo que el Papa le hizo a Miguel Ángel consistía en una serie de retratos de Jesucristo y sus apóstoles, un contrato que el artista rebelde rompió el primer día que se puso a pintar.

Los «antepasados», con las placas en las que aparece su nombre, no están ordenados. Originalmente, los nombres de los patriarcas judíos Abraham, Isaac y Jacob estaban en la pared anterior, sobre el altar mayor, el lugar al que iría a parar la atención de todos los asistentes a la misa. Los nombres indispensables de la línea de descendencia son los de Jacob y José, el abuelo y el padre de Jesús. Según la explicación de la Iglesia, Miguel Ángel estaba pintando en orden cronológico, igual que hizo en las escenas del Génesis de la franja intermedia. Sin embargo, los nombres finales están casi perdidos, escondidos en la esquina derecha de la pared posterior, un lugar oscurecido por las sombras y consecuentemente ignorado por el visitante ordinario. Si el objetivo del proyecto de la bóveda era mostrar toda la historia antigua que desembocó en la llegada de Jesucristo, este panel final debería haber tenido un lugar de honor mucho más central (y destacado).

El objetivo de San Mateo en su Evangelio era demostrar una línea directa desde Abraham hasta José, el padre de Jesús. Pero lo que resulta extraño en el método de Miguel Ángel es que, de haber sido este el caso, Miguel Ángel tendría que haber pintado los nombres en orden cronológico, sencillamente. Pero no lo hizo, sino que siguió el extraño orden zigzagueante de los nichos realizados con la técnica del trampantojo de los anteriores papas, pintados al fresco el siglo anterior por Botticelli y su aplastante equipo de artistas florentinos. Más de dos décadas después, Miguel Ángel no dudó en erradicar de la pared anterior de delante del altar las dos importantes placas de Abraham-Isaac-Jacob-Judá y de Phares-Esrom-Aram, para ceder paso al fresco de El Juicio Final… y con ello, interrumpir para siempre la cadena del linaje de Jesús en la decoración de la capilla.

El orden que sigue Miguel Ángel (o mejor dicho, el desorden) en las tabletas de los nombres es muy difícil de seguir. Por suerte, tanto para su propio futuro como para el del arte occidental, fue aún capaz de convencer a Julio y a sus asesores de que aquel, el de la «revolución» del mundo precristiano que llevó directamente hasta Jesús, sería su único mensaje en el diseño de la bóveda. Uno se pregunta si en el caso de que hubieran estado al corriente de todos los mensajes del artista escondidos en las imágenes, la bóveda seguiría aún con nosotros.

Analizando Los Antepasados nos daremos enseguida cuenta de que encima de cada una de estas «tarjetas» de los distintos componentes del árbol familiar, hay ocho triángulos (las llamadas enjutas) que muestran vagos grupos familiares vestidos con ropajes bíblicos. Incluso los intérpretes de la Sixtina más tradicionales dentro del Vaticano indican que la identidad de estas figuras no es más que una suposición y que es imposible identificarlas con total garantía. Los comentaristas de la Iglesia dicen simplemente que se trata de las familias simbólicas de los judíos históricos, cansadas y languideciendo en su miserable estado de exilio eterno, esperando con tristeza el regreso de Jesús para redimirlas.

Pero esta interpretación presenta un problema evidente. La mayoría de los judíos que aparecen representados en los triángulos no tiene un aspecto especialmente melancólico. Sí, claro está que están confinados dentro de sus pequeños espacios triangulares, pero de los ocho grupos, sólo uno de ellos exhibe un aspecto de tristeza: la familia situada encima de los nombres de Jesé, David y Salomón, los antepasados judíos del Mesías. Pero incluso en este caso, después de observarlas con mayor detalle, la figura central de la madre no está alicaída, sino tranquilamente dormida. La sensación dominante en todos los triángulos de los antepasados judíos es que están observando pacientemente, esperando y perseverando. En todos y cada uno de ellos, la pequeña escena familiar queda completamente dominada por la figura maternal. La familia, y la familia entera de los hijos de Israel, depende de la madre para su continuidad y su supervivencia. En la enjuta situada sobre los nombres de Ozías, Joatam y Acaz, la madre aparece amamantando a su hijo mientras sujeta una barra de pan, el pan de cada día. Como vimos en su primera obra, La Virgen de la Escalera, amamantar a un bebé tenía para Miguel Ángel un significado espiritual muy edificante.

En el panel que hay sobre la figura de Zorobabel, la madre judía vigila como un centinela mientras su esposo y su hijo duermen con tranquilidad. En uno de los últimos triángulos, el situado encima de los nombres de Salomón, Booz y Obed, y por encima de la zona del trono del Papa, la madre aparece sonriendo y utilizando un par de tijeras para abrir un dobladillo en su manto. Es lo que hacían normalmente los judíos cuando viajaban por terreno hostil, para esconder los objetos valiosos en el interior de sus prendas, para utilizarlos posteriormente para sobornar a alguien o para celebrar sanos y salvos el final de su viaje. En este caso, la sonrisa serena de la madre nos dice que han llegado sin problemas a su destino: sin lugar a dudas, un símbolo de la redención.

Izquierda: Ilustración de Erich Lessing, obtenida a través de Art Resource of New York.

Derecha: Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.

Una mirada a los triángulos basta para cuestionar la «historia oficial» de los judíos tristes a la espera de Jesucristo, el descendiente de los hombres del linaje real de Judá. Los judíos anónimos y ordinarios que pueblan los triángulos por encima de las placas de los nombres parecen mantener la fe en el seno de sanas unidades familiares tradicionales, cuidadas, protegidas y centradas en una figura maternal.

Miguel Ángel realiza una clara declaración visual y enuncia que la madre es quien mantiene y continúa la fe y el árbol familiar. Y esconde también aquí un recordatorio del concepto cabalístico de la necesidad de armonizar el aspecto masculino y femenino de Dios, del universo, de nosotros.

Las diez sefirot, las esferas de la Creación del Árbol de la Vida cabalístico, están divididas en características masculinas y femeninas a partes iguales. Estos dos aspectos del árbol reciben el nombre de Chessed (Piedad, las características del cariño, femeninas) y Gevurah (Fuerza, las características estrictas, críticas, poderosas, masculinas). Los dos lados del árbol tienen que estar equilibrados para garantizar la armonía del universo y el crecimiento espiritual del individuo. Aquí, en Los Antepasados, Miguel Ángel equilibra el crecimiento espiritual de la familia de la humanidad entre sus madres y sus padres, creando una figura perfectamente equilibrada gracias a la forma más reverenciada por los cabalistas y los neoplatónicos: el triángulo.

Debajo de los triángulos de las madres están los lunetos, los arcos de los antepasados. Son paneles que adoptan la forma de una U invertida en los que aparecen las ya mencionadas tablillas con los nombres, flanqueadas a ambos lados por sus imaginarios retratos. Incluso aquí, los expertos en arte y los historiadores de la Iglesia se han visto obligados a declarar que no resulta fácil encajar las figuras con los nombres. La vista, sin embargo, nos dice de inmediato que estos arcos están vinculados con los triángulos de la «madre» que tienen encima de cada uno de ellos. El extremo superior de cada pequeño triángulo forma un triángulo isósceles (con sus lados de igual longitud) cuando se conecta con los extremos exteriores inferiores de cada luneto. El artista manda un mensaje directo al «ojo interno» del subconsciente explicando que las figuras maternales anónimas de la parte superior y los famosos e importantes antecesores de la parte inferior (varios de ellos reyes y líderes) pertenecen a la misma familia. Todo ello forma parte del mensaje que quiere transmitir Miguel Ángel en la capilla Sixtina: judío, gentil, hombre, mujer, rey, plebeyo… todos formamos parte de la misma familia. Podría parecernos ahora un tópico banal, pero por aquel entonces era una filosofía peligrosa para expresar en público. Hasta la era moderna, se suponía que los miembros de la realeza y sus dinastías —los llamados personajes de sangre azul— existían por derecho divino, que eran seres superiores a los simples mortales y que habían sido designados por Dios. Los blancos estaban considerados genéticamente superiores a la gente de color, los hombres superiores a las mujeres, los arios superiores a los judíos, y así sucesivamente. Incluso hoy en día, existen separatistas fanáticos que pretenden prohibir El diario de Ana Frank en las bibliotecas públicas de los Estados Unidos. ¿Por qué? Porque al final de su inspirador diario, justo antes de que los nazis se la lleven, Ana escribe: «Mantengo mis ideales, porque a pesar de todo sigo creyendo que en el fondo de su corazón la gente es buena». Toda la gente, y no sólo un grupo por encima de los demás, un mensaje que sigue resultando amenazador para los que son de miras estrechas. Imagínese lo osado que podía llegar a ser este tipo de mensaje universalista a principios del siglo XVI en la corte papal de Julio II.

Vemos también cierta trasgresión sexual mística por parte del artista. Según Filón de Alejandría y otras tradiciones cabalísticas, el triángulo que apunta hacia arriba es el símbolo masculino, mientras que el triángulo que apunta hacia abajo es el símbolo femenino. Aquí, Buonarroti coloca las potentes figuras maternas en la versión «masculina» del triángulo, la que apunta hacia arriba. Por lo tanto, incluso un neoplatónico cabalista como Miguel Ángel equilibra el padre y la madre, lo masculino y lo femenino, lo activo y lo receptivo.

Una vez más la explicación habitual que encontramos para estos retratos es la de la triste espera de los antepasados precristianos, en una especie de limbo, hasta que se produzca el regreso de Jesucristo. Este concepto, sin embargo, no coincide con las enseñanzas tradicionales de la Iglesia. Según la tradición católica, Jesús descendió al infierno después de su muerte para liberar del limbo a los patriarcas judíos y a otros profetas y maestros no cristianos. En el año 2006 el papa Benedicto XVI declaró como no válido el concepto de limbo. Por lo tanto, si los judíos representados en los lunetos y los triángulos no se encuentran en una especie de limbo, ¿qué hacen aquí? Miguel Ángel ha incluido varias pistas en las figuras para darnos a conocer sus verdaderas intenciones.

Lo primero que hay que reconocer son las caras. En las imágenes cristianas de la Edad Media y el Renacimiento los judíos que sufrían y que eran condenados se representaban como caricaturas poco compasivas. Y durante siglos una de las enseñanzas más importantes de la Iglesia fue que los judíos habían sido rechazados sumariamente por Dios por haber denegado la promesa de salvación de Jesús. Prueba de ello era la destrucción del Templo Sagrado de Jerusalén y del reino judío. Este es el origen de la leyenda del nomadismo eterno del pueblo judío, cuya única razón para seguir existiendo era servir como advertencia y ejemplo negativo a los cristianos, ilustrando el condenado destino que espera a aquellos que rechazan al verdadero Mesías. Pero los judíos de Miguel Ángel pueden ser cualquier cosa, excepto caricaturas de un pueblo condenado.

Los historiadores están prácticamente seguros de que Buonarroti pasó mucho tiempo en las zonas judías de Roma y que utilizó las facciones de judíos reales para representar sus imágenes. Y vemos la prueba de ello. Exceptuando las facciones exageradas de la figura beligerante de Salomón-Booz-Obed, que lucha contra su propia imagen esculpida en la cabeza de su bastón para caminar, las caras de los antepasados judíos revelan gran inteligencia e incluso una especie de nobleza espiritual. (Resulta interesante destacar que este único retrato negativo, con barba y polémico se encuentra en la pared situada justo encima de la plataforma del trono del barbudo y polémico papa Julio). El retrato de Asa posee rasgos claramente semitas, el estereotipo que más satisfecho habría dejado a un Goebbels; sin embargo, Miguel Ángel lo muestra como una persona de verdad y le infunde una sensación de elegancia y cultura que eleva al hombre, en lugar de envilecerlo.

El perfil de Aquim es innegablemente judío, pero posee una majestuosidad comparable con los retratos que Miguel Ángel hace de Moisés, e incluso del mismo Dios. Zorobabel, el rey judío que fue cegado por el conquistador Nabucodonosor, aparece como un hombre atractivo y vital, pero con los ojos tapados. También las mujeres exhiben un elevado nivel de elegancia, inteligencia, fortaleza y belleza. Meshullemet, la madre de Amon, aparece representada como una mujer joven y bella, que feliz y cariñosamente canta una canción de cuna a sus hijos para que se duerman.

Arriba: Asa (antes de la restauración).

Abajo: Aquim, luneto entero (antes de la restauración). Ilustraciones de Scala, obtenidas a través de Art Resource of New York.

Se observa también una amplia diversidad de características faciales judías. Los horrores de la Inquisición habían obligado a una cantidad incalculable de judíos a buscar refugio en Roma y gracias a ello Miguel Ángel conoció a exiliados de distintos orígenes y culturas. Algunos de los judíos representados son evidentemente asquenazíes, de las tierras del Este de Europa. Otros son sefardíes, de Francia, Grecia y la Península ibérica. Y otros son de Oriente Medio, además de un puñado de judíos nacidos en Roma.

Meshullemet con su hijo (antes de la restauración). Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.

Miguel Ángel sintió compasión artística y simpatía hacia todos ellos. Representar judíos a principios del siglo XVI con tanta autenticidad y comprensión exigía tener tanto una mentalidad como un corazón abiertos de verdad. Para apreciar la enorme importancia de este hecho, basta con considerar cómo aparecían representados los judíos en Europa durante la década de 1940 y como siguen siendo representados hoy en día en muchos países árabes musulmanes.

Otra muestra tanto de la familiaridad de Miguel Ángel con los judíos, como de la amistad que mantenía con ellos es la gran variedad de estilos de vestimenta con que los representa, un reflejo de los distintos lugares de origen de los judíos que habían encontrado refugio en Roma. En Florencia la familia de Miguel Ángel se dedicaba al comercio textil. Miguel Ángel conocía muy bien los distintos materiales y estilos que utilizaban los judíos de todo el mundo. Los expertos en arte han escrito largo y tendido sobre su juego imaginativo y colorista en las prendas de los antepasados, argumentando a menudo que Miguel Ángel había utilizado franjas de color para dar forma al cuerpo que había debajo de las telas. Pero esto es verdad sólo en parte. Edward Maeder, conservador de vestidos y tejidos del museo de arte Los Angeles County, descubrió un nuevo secreto después de que el fresco fuera limpiado y restaurado. Los judíos de Miguel Ángel visten un tipo de tejido especial llamado cangiante (seda tornasolada) y sarscenet (seda suave que suele usarse como forro, que los Cruzados trajeron a Europa de las tierras sarracenas). Es lo que hoy llamaríamos prendas «iridiscentes», realizadas con tejidos que cambian de color y tonalidad con los movimientos y en los distintos pliegues.

En el revolucionario ensayo de Maeder[19], el autor demuestra sin dejar lugar a dudas que Buonarroti no sólo representó a los antepasados judíos con una variedad enorme de atuendos, sino que además los vistió con telas de gran prestigio, utilizadas normalmente en bodas, peticiones de mano y ocasiones especiales, y sobre todo por personas de sangre real. De forma evidente, los judíos de Miguel Ángel no son ni condenados ni sufrientes.

Pese a todos los sentimientos positivos de Miguel Ángel hacia los judíos, hay que destacar que en su época se quemaban por toda Europa el Talmud y otros textos sagrados judíos. Y aun cuando los judíos no habían sido obligados aún a vivir recluidos en guetos (el primer gueto fue el que se estableció en Venecia en 1515), eran como mucho ciudadanos de segunda clase y en la mayoría de países disfrutaban de escasos derechos civiles. Ya en 1215 el Cuarto Concilio de Letrán había decretado que los judíos lucieran una insignia especial de la vergüenza para diferenciarse de los buenos cristianos. Más aún, fuera cual fuera su país o su forma de vestir, la insignia tenía que ser amarilla.

Fue un decreto que tenía un precedente muy antiguo. En el siglo IX el gobernador musulmán de Sicilia fue el primero en obligar a los judíos a llevar círculos y chales amarillos en público. ¿Por qué el amarillo? Según la tradición musulmana, es el color de la orina y de las prostitutas. La Iglesia lo revivió en la Edad Media, y se produjo otra aparición en tiempos modernos, con los nazis y su Estrella de David amarilla impuesta a los judíos durante el Holocausto.

Teniendo todo esto en cuenta, podemos apreciar un detalle increíble que ha salido a la luz recientemente gracias a la limpieza realizada en la bóveda de la Sixtina. Hacia el final de sus tortuosos cuatro años y medio de duros trabajos en la bóveda de la capilla, Miguel Ángel pintó la zona que quedaba justo por encima de donde se situaba el trono dorado que utilizaba el Papa. Fue precisamente allí donde colocó el retrato de Aminadab, conocido en el Talmud como un padre piadoso de hijos admirables. El más conocido de sus hijos fue Naasón, un líder famoso por su demostración de fe. Cuando los hijos de Israel quedaron atrapados por el ejército del faraón en el Mar Rojo, no fue sólo la vara de Moisés la que separó las aguas. Según el midrash, Dios esperó hasta el instante en que Naasón, hijo de Aminadab, se arrojó al mar mientras exclamaba: «¿Quién es como tú, oh Dios?», y sólo en ese momento dividió el Todopoderoso las aguas. Naasón, con su salto de fe, en el sentido más literal, enseñó a la humanidad a confiar en que Dios cumpliría —y cumplirá— su promesa de liberación. Además de ser el primero en arrojarse sin miedo al Mar Rojo, Naasón fue también el primer príncipe tribal que ofreció sacrificios cuando se consagró el Altar Sagrado.

Los sabios del Talmud atribuyen la gran espiritualidad y el liderazgo de Naasón a la educación que recibió de su padre, Aminadab. Este aparece representado por Miguel Ángel como un joven vital vestido con atuendo oriental, con una indomable mata de cabello pelirrojo rizado. Muestra una expresión enfurecida y tiene los ojos oscurecidos de llorar. Es también una de las figuras más raras en toda la carrera del artista que aparece pintada mirando completamente hacia el frente, una señal indudable de Miguel Ángel a sus colegas pidiéndoles que «presten atención a ese detalle».

El gran poeta y comentarista de la Biblia, Ibn Ezra escribió que el exilio oscurecía los ojos a los judíos por la rabia y el pesar que les provocaba. Es exactamente lo que le sucede a Aminadab. Y lo que le sucedió también a Buonarroti. Su maratón pintando por encima de su cabeza, con la pintura y el polvo del yeso en los ojos, estaba causando estragos en su vista. De hecho, después de cuatro años y medio de trabajar penosamente en aquella bóveda, su vista nunca volvería a ser la misma. El artista debía sentirse furioso cuando pintó ese retrato, pues vemos, casi oculto entre las sombras, que el enfadado joven está haciendo con sutileza los «cuernos» con los dedos, señalando hacia abajo, en dirección al lugar donde debía estar el baldaquino ceremonial, cubriendo el trono papal de Julio.

Aminadab (antes de la restauración). La flecha indica el lugar en el manto donde se ve el círculo amarillo (hoy en día mucho más visible). Véase fotografía 8 en el cuadernillo de imágenes. Ilustración de Scala, obtenida a través de Art Resource of New York.

Sobre el brazo izquierdo de Aminadab (a la derecha del espectador), la limpieza ha revelado un círculo amarillo, un redondel de tela cosido a sus vestidos. Se trata exactamente de la insignia de la vergüenza que el Cuarto Concilio de Letrán y la Inquisición habían obligado a llevar a los judíos de toda Europa. El nombre hebreo de Aminadab significa «de mi pueblo, un príncipe», haciendo referencia a su hijo Naasón. Pero para la Iglesia un «príncipe de los judíos» sólo podía ser una persona: Jesucristo. Aquí, directamente sobre la cabeza del Papa, el vicario de Cristo, Miguel Ángel destaca cómo trataba la iglesia católica en su época a la familia de Cristo: con odio y persecución.

Imagínese un artista contratado para pintar los sagrados antepasados de Jesucristo en una catedral de la Alemania nazi que, en lugar de representar al habitual santo con aureola y facciones arias, representa a un judío guapo, fuerte, enfadado y en absoluto estereotipado luciendo una estrella amarilla, y lo coloca por encima de la cabeza de los principales dignatarios del Tercer Reich. Eso le dará una idea del atrevimiento de Miguel Ángel. Es como si con su imagen estuviera diciéndole a la corte papal del siglo XVI: «¿Es así cómo tratáis a la familia de vuestro Señor?».

Lo que protegió tanto al artista como a su secreto fue el hecho de que este diminuto círculo amarillo estaba prácticamente a veinte metros de altura del suelo, lo que lo hacía difícil de detectar incluso sin estar prestando atención al Papa, a su séquito, a la liturgia, a las multitudes congregadas en la capilla y al enorme amasijo de imágenes girando en torbellino por los muros y la bóveda. Desde el nivel del suelo era imposible que el Papa y los miembros de su corte pudieran verlo, pues tenían el dosel papal cubriéndoles la cabeza. Y debido al hollín acumulado por el humo de las velas y la suciedad, resultó realmente imposible que nadie pudiera verlo durante muchas generaciones, hasta que las recientes tareas de limpieza y restauración revelaron su presencia.

Pero a pesar de que este sutil mensaje pasó muchos siglos sin ser descubierto, la causa de Miguel Ángel no cayó en el olvido. En 1962 el papa Juan XXIII convocó el extraordinario Concilio Vaticano Segundo. Entre los muchos decretos históricos que salieron de esta decisiva convocatoria, estuvo el que ponía fin para siempre a las enseñanzas antijudías de la Iglesia. La misa dejaría de incluir plegarias pidiendo la conversión de los judíos condenados, la Iglesia dejaría de repetir la desde hacía tanto tiempo refutada acusación de que los judíos habían sido los asesinos de Cristo. A partir de aquel momento, la iglesia católica se referiría a los judíos como «nuestros hermanos y hermanas mayores», es decir, como la familia de Jesús, tal y como Miguel Ángel había dado a entender mediante sus imágenes ocultas cinco siglos atrás. Cuatro décadas después de su fallecimiento, el papa Juan XXIII experimentó un cambio de nombre. Ahora es oficialmente San Juan XXIII, aunque tiene además otro título no oficial que surge directamente de los corazones de la gente normal y corriente. Los italianos lo llaman Il Papa Buono, el buen Papa.

Pero el pobre Miguel Ángel tuvo que vérselas con Il Papa terribile, Julio II, y con los censores papales. Tuvo que esconder sus sentimientos a favor de los judíos en todas las esquinas de los frescos de la Sixtina. Y eso es lo que vamos a explorar a continuación: algunas de las imágenes más incomprendidas de la Sixtina, las cuatro esquinas de la bóveda.