CAPÍTULO VII

Crucemos el umbral

«Sin haber visto la capilla Sixtina, uno no puede hacerse una idea clara de lo que el hombre es capaz de conseguir».

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

Ya no entrará nunca más allí de la misma manera.

Hoy en día la primera visión que tenga de los magníficos frescos quedará muy alejada de lo que tenía en mente Miguel Ángel. El gran portal de los pontífices está cerrado al visitante normal y corriente. Accederá usted a través de la estrecha puerta de los monaguillos, situada en un extremo de la sala. Si dispone de un momento para mirar atrás, se dará cuenta de que acaba de pasar por debajo del blasón familiar de Alejandro Borgia, el Papa Envenenador, y por debajo también de la entrepierna del rey Minos, condenado a tener sus genitales masticados eternamente por una serpiente venenosa en el fresco de El Juicio Final.

Los fastidiados vigilantes lo dirigirán fuera de la zona del altar. Se verá empujado sin miramientos hacia el centro de la sala, abarrotada de pies de miles de visitantes cansados que acaban de superar el complejo laberinto de los Museos Vaticanos. Se verá inmerso en una muchedumbre de turistas y peregrinos abrumados, rodeado por los severos gritos del personal que advierten «Silencio… Prohibido realizar fotografías, prohibido filmar», por visitantes arrogantes que insisten de todos modos en realizar fotografías y grabar vídeos. Levantará la vista y estirará el cuello para intentar captar visualmente lo que sólo ha visto hasta entonces en fotografías e ilustraciones, pero se verá simplemente superado por los centenares de figuras que se arremolinan, por las formas y por los brillantes colores.

Permanecerá entre diez y quince minutos en presencia de esta impresionante sobrecarga sensorial antes de salir de allí, habiéndolo visto prácticamente todo al revés y en sentido contrario a la dirección del diseño de Miguel Ángel.

Y así es como la mayoría de visitantes experimenta la gran capilla Sixtina.

No es de extrañar, entonces, que el significado más profundo y los mensajes de Miguel Ángel pasen desapercibidos para el turista corriente. Incluso los eruditos han malinterpretado o pasado por alto durante siglos muchos de los secretos que esconde la bóveda. Para apreciar plenamente el milagro que realmente es la capilla Sixtina de Miguel Ángel, el espectador necesita comprender las motivaciones de Miguel Ángel, su historial, sus primeros años de fermento intelectual con tutores privados en el palacio de los Medici en Florencia y —la que es quizá la influencia más poco reconocida de toda su carrera—, su fascinación por el judaísmo y las enseñanzas místicas de la Cábala. ¿Planteó él mismo todos los conocimientos prohibidos que luego incorporó en la Sixtina? Hemos comentado ya la presencia de algunos «sospechosos» potenciales, como el médico judío del Papa, Schmuel Sarfati, y el cabalista cristiano Tommaso Inghirami, pero nunca podremos tener la certeza absoluta. Lo que sí sabemos es que el papa Julio II, enfermo de sífilis y agobiado con otros asuntos, dejó finalmente el diseño del proyecto de la bóveda en manos del polémico Miguel Ángel. En una carta privada escrita once años después de que el proyecto hubiera finalizado, Miguel Ángel recordaba que cuando el Papa y él no estaban de acuerdo respecto al diseño («Parecía que no iba a acabar bien»), Julio acababa capitulando, la primera vez en la historia que un Papa se doblegaba a la voluntad de un pintor. Sorprendentemente, Julio le garantizó a Buonarroti «un nuevo encargo en el que yo podía hacer lo que quería». Fuera cual fuese el origen de sus conocimientos sobre el mundo judío (sus propios estudios o los consejos de otros que actuaban entre bambalinas), fue el escultor convertido a la fuerza en pintor quien acabó arriesgando su arte e incluso su propia vida al elegir e incorporar estos mensajes en su plan maestro.

¿Y cuál era entonces ese plan? ¿Qué significa en realidad este espléndido techo? Para comprenderlo totalmente, tenemos que experimentarlo tal y como lo creó Miguel Ángel y según pensó que debía interpretarse: paso a paso, estrato tras estrato.

Es importante tener presente que al principio los visitantes de la capilla accedían a ella a través de la puerta frontal y experimentaban el santuario como un todo orgánico, viendo primero desde el portal la sala en toda su longitud y luego sumergiéndose lentamente en las imágenes de forma progresiva. El objetivo de Miguel Ángel era doble. Por un lado, el impacto de la visión a gran escala y global era una inspiración potentísima; era imposible no quedarse abrumado ante aquello, tanto visual como emocionalmente. Pero había también otro objetivo, una técnica brillante para esconder en su obra los mensajes más profundos y peligrosos. Miguel Ángel puso tantos ingredientes en la mezcla que el espectador ordinario se distrae de manera inevitable, se siente inquieto y desorientado al final.

Para que se haga una idea de todo lo que Miguel Ángel incluyó en la bóveda de la capilla, le ofrecemos a continuación una pequeña lista que incluye sólo sus principales componentes:

— Trampantojos arquitectónicos

— Las cuatro salvaciones de los judíos

— La genealogía de los judíos ancestrales

— Profetas

— Sibilas

— Medallones

— Guirnaldas

— Desnudos gigantescos

— Desnudos en bronce

Putti

— Las primeras dos secciones Torá del libro del Génesis, suceso tras suceso

Hay tanta información y decoración que la pintura al fresco más famosa del mundo, con sus más de mil cien metros cuadrados de superficie, parece sobrecargada y exagerada. Seamos claros: lo es… y a propósito. Piense en un mago que realiza trucos de prestidigitación. El prestidigitador realizará tantas florituras, gestos grandiosos y movimientos de distracción con una mano que el espectador nunca llegará a percatarse de lo que en realidad está sucediendo en la otra mano. Y eso es lo que sucede con la obra de arte de la capilla Sixtina.

Naturalmente, todos los elementos del fresco tienen su significado, pero incluso la comparación más casual con la austera simplicidad de la escultura y la arquitectura de Miguel Ángel (el David, la plaza del Campidoglio, la Pietà y la capilla de los Medici, por ejemplo) sugiere que la sobrecarga sensorial de la Sixtina es el resultado de una decisión consciente por parte del artista. La genialidad de Miguel Ángel estriba en permitir que el espectador vea muchas cosas… para así no mostrar lo que es mejor mantener en secreto, excepto para los escasos conocedores. Es decir, si puso tantos árboles fue para que no pudiéramos ver el bosque.

Para ver la bóveda de la capilla tal y como el artista pretendía que la viese su círculo más íntimo, imagínese que entra en ella con los ojos cerrados, que alguien le guía para descender los peldaños del altar, atraviesa la partición de mármol y llega hasta el otro extremo de la sala. Entonces, da media vuelta y abre los ojos. Sería una imagen acertada, pues para comprender los mensajes secretos de Miguel Ángel es necesario cerrar los ojos a las interpretaciones habituales, avanzar con valentía, dar la vuelta por completo a las ideas preconcebidas y abrir los ojos a una nueva realidad.

Para desvelar y comprender los secretos de la Sixtina, tendremos que ir con cuidado y trabajar con un estilo neoplatónico y cabalístico: empezando por los extremos y adentrándonos poco a poco, elemento tras elemento, hasta llegar al significado central.

Dirija ahora su vista hacia el gran portone (puerta grande) de madera del Papa y verá el primero de los siete profetas judíos de la bóveda: Zacarías. Siempre que el Papa entra en la capilla a través de la entrada principal, Zacarías estará sentado encima de su cabeza, exactamente en el lugar donde el papa Julio II quería que Miguel Ángel situara a Jesucristo.

¿Por qué uno de los últimos y menos conocidos profetas judíos aparece situado justo encima de la puerta principal de la Sixtina? Miguel Ángel debió de seleccionar a Zacarías por diversas razones. Vemos una vez más que nos enfrentamos a diversos niveles de significado, algo que forma parte integral del pensamiento talmúdico y cabalístico, y que tanto amaba Miguel Ángel. En primer lugar, Zacarías fue quien alertó a los sacerdotes corruptos del Segundo Templo Sagrado: «Abre las puertas, oh Líbano, y consuma el fuego tus cedros». (Zacarías, 1, 1). La profecía decía que si el sacerdocio no acababa con su comportamiento corrupto y poco espiritual, las puertas del santuario se abrirían al ataque de los enemigos y el Templo, construido en parte con madera de cedro del Líbano, sería pasto de las llamas. Y aquí está el autor de esa advertencia, justo encima de las puertas del santuario del papa Julio.

Zacarías es además el profeta del consuelo y de la redención. Es uno de los que anima a los judíos a reconstruir Jerusalén y el Templo Sagrado: «El Señor Todopoderoso dice: “Haré que mis ciudades prosperen otra vez; daré nuevo aliento a Sión y proclamaré de nuevo Jerusalén como mi ciudad elegida”». (Zacarías, 1, 17). A su manera Buonarroti nos da pistas sobre el hecho de que él sabe muy bien lo que es la Sixtina: una copia a tamaño natural del heichal, la larga sección rectangular de la parte posterior del Templo Sagrado de Jerusalén. Y al mismo tiempo, nos hace saber que no suscribe la teología del sucesionismo de la Iglesia; no cree que Jerusalén pueda ser sustituida por una copia del templo edificada en un país extranjero.

Otra visión de Zacarías es la de los «cuatro cuernos» que atormentarán a Israel. Se trata de cuatro exilios bajo regímenes extranjeros opresivos: el de Egipto, que ya había finalizado; el de Babilonia, que estaba finalizando en tiempos de Zacarías; el de Persia, que acababa de conquistar Babilonia; y finalmente el de Grecia. Estos cuatro cuernos quedan reflejados en los cuatro paneles curvos que ocupan las esquinas de la bóveda, que rodean a Zacarías y que contienen tantos misterios que merecen un capítulo aparte.

Zacarías tuvo también otra visión profética, la de la Sagrada Menorah, o candelabro dorado de siete brazos, en el Templo. Aun teniendo siete brazos, estaban construidos a partir de una sola pieza de oro, y las luces que daban sus llamas apuntaban hacia el centro. Esta es la razón por la que la rejilla de partición original de la Sixtina tenía siete llamas de mármol esculpidas, simbolizando la Menorah, colocada justo delante de la imagen de Zacarías. Las luces de estas siete llamas son, según su profecía, «los ojos del Señor» (4, 10), que controlan toda la Creación.

Este símbolo de las distintas ramas que salen de una sola pieza de oro es el núcleo de las enseñanzas de Zacarías, y también del mensaje de Miguel Ángel. Significa que aun habiendo muchas ramas con distintas creencias, y muchos nombres para designar a Dios, todo acaba uniéndose al final en una luz común para todos. Ningún «Pueblo del Libro» tiene derecho a intentar dominar, someter, invalidar o convertir a otro. «“Ni por la fuerza, ni con el poder, sino con mi espíritu, dice el Señor Todopoderoso”, proclama el profeta». (Zacarías, 4, 6). Justo al comienzo de la decoración del santuario más supremo y exclusivo de la Única Iglesia Verdadera del Papa, Miguel Ángel pintó una de las figuras más universalistas e inclusivas de las Escrituras hebreas, con la esperanza de que algún día su mensaje fuera escuchado y atendido incluso en la capilla Sixtina del Vaticano: «… y en ese día, el Señor será Uno, y Uno su Nombre». (Zacarías, 14, 9).

Izquierda: Zacarías, situado directamente sobre la entrada papal.

Derecha: Detalle de Zacarías que muestra el rostro del papa Julio. Véase fotografía 7 en el cuadernillo de imágenes. Ilustraciones de Erich Lessing, obtenidas a través de Art Resource of New York.

El artista rebelde colocó de este modo a un profeta judío menor en el lugar destacado donde el Papa quería ver la imagen de Cristo. ¿Cómo se imaginó Miguel Ángel que evitaría la cólera del Papa después de desafiar tan descaradamente sus deseos? Sustituir a Jesucristo con un profeta menor habría condenado a cualquier otro artista contratado para realizar el encargo, pero Miguel Ángel encontró un modo brillante de tranquilizar a su cliente. El panel de Zacarías no es simplemente un retrato idealizado de una figura bíblica. Miguel Ángel superpuso un retrato del papa Julio II sobre la cara del antiguo profeta hebreo. No sólo eso, sino que además Miguel Ángel representó a Zacarías vestido con un manto de color azul real y dorado, los colores tradicionales del clan Della Rovere, la familia tanto del papa Sixto IV como de su sobrino, Julio II. ¿Sustituir la imagen de Cristo por el retrato del pontífice? Ningún problema para el ególatra Julio. De este modo, su rostro quedaba permanentemente colocado sobre la entrada de su glorioso y nuevo santuario, para que los futuros papas pudieran conmemorar el papel que había jugado su familia como constructora del lugar.

La yuxtaposición de Julio sobre la entrada real fue un golpe maestro psicológico por parte de Miguel Ángel. Al principio del gran proyecto debió de servir para disminuir los temores del Papa sobre el posible comportamiento del rebelde artista. No es difícil imaginar que Miguel Ángel contaba con esta concesión al gigantesco ego del Papa para obtener de él el perdón por abandonar después el concepto que el Papa tenía de una bóveda completamente cristiana.

Pero a Miguel Ángel le resultó imposible reprimir por completo los verdaderos sentimientos que albergaba respecto a su patrón. La perspectiva de pasar varios años solo encaramado en escaleras y andamios lo angustiaba, realizando además el tipo de arte que más desdeñaba (la pintura) y sin poder cultivar su mayor pasión (la escultura). Por eso incorporó un mensaje adicional en el supuesto tributo al Papa que nos lleva a adoptar una perspectiva completamente distinta.

Dos putti haciendo un gesto obsceno en la nuca del retrato del papa Julio. Ilustración de Erich Lessing, obtenida a través de Art Resource of New York.

Los putti, o pequeños angelitos, que aparecen en el panel acompañando a Zacarías son «actores secundarios» creados por Miguel Ángel para «susurrarle» sutilmente al espectador informado los verdaderos pensamientos del artista. En este caso miran por encima del hombro del profeta y están casualmente leyendo su libro. Un angelito se inclina sobre su compañero; a todo el mundo le recuerdan a un par de aficionados al fútbol que mientras viajan en metro aprovechan para leer los resultados del último encuentro en el periódico que tiene abierto otra persona. Lo que resulta muy difícil de ver es que el inocente angelito rubio que pasa el brazo por encima del hombro del otro está haciendo con la mano un gesto extremadamente obsceno justo en la nuca del papa Julio. Tiene la mano cerrada en un puño y el pulgar asomando entre los dedos índice y corazón. Es la versión medieval y renacentista del gesto obsceno actual consistente en levantar el dedo corazón con el puño cerrado. El gesto queda un poco confuso y borroso expresamente, pues si el anciano Papa lo hubiese visto con claridad, la carrera de Miguel Ángel —y a buen seguro su vida— habría acabado allí mismo.

La verdad es que apenas nadie se percata de ello, pero hasta la fecha, siempre que una procesión papal entra en la capilla a través de ese gigantesco portal, el pontífice pasa justo por debajo de un retrato de su predecesor viéndose burlado por el dedo de Miguel Ángel.