Ha nacido un rebelde
«Vivo y amo bajo la peculiar luz de Dios».
MIGUEL ÁNGEL
¿Qué es lo que hace que un niño de la Italia del siglo XV se convierta en el artista más revolucionario y en el revolucionario más artístico de su época? La respuesta ¿está determinada por su familia, por su apellido o predestinada por las estrellas?
Los que se decantan por la herencia deberían reconocer que a veces el fruto acaba cayendo muy lejos del árbol. El árbol genealógico de los Buonarroti estaba lleno de todo, menos de personalidades artísticas. Un antepasado suyo había sido concejal de la ciudad de Florencia, otro monje dominico, otro prestamista, y luego estaba el bisabuelo, Simone di Buonarroti, cambista y mercader de lana. Simone fue quizá la rama más excelsa del árbol, pues el hombre se hizo rico y alcanzó el éxito social, ganando honores para la familia al prestar dinero al gobierno de la ciudad florentina. Pero su hijo Leonardo fue la perdición de la familia. No era un gran hombre de negocios, y engendró tantas hijas que las dotes acabaron dejando a la familia en bancarrota. Perdieron la prestigiosa casa que poseían en Florencia y para pagar sus deudas, Leonardo tuvo que aceptar humillantes puestos de magistrado en poblaciones rurales, lejos de las elegantes calles de Florencia. Su hijo, Ludovico, heredó su mala suerte y su terrible olfato para los negocios. Se vio relegado a ser magistrado local de la remota Caprese, un pueblo perdido en la pedregosa sierra toscana, cerca de Arezzo. Caprese significa «lleno de cabras», y seguramente aquella zona rústica estaba más poblada por cabras montesas que por habitantes humanos. Aquello representó una caída en picado en la que en su día fuera el acaudalado linaje Buonarroti.
Fue aquí, en medio de las agrestes montañas rocosas y junto a los toscos y estoicos picapedreros que se ganaban la vida en ese pueblo que la esposa de Ludovico, Francesca di Neri, dio a luz a su primer hijo en la madrugada de un día de invierno. Ludovico, un funcionario meticuloso, registró con diligencia: «Dejo constancia de que hoy, 6 de marzo de 1474, ha nacido de mí un hijo varón, al que he impuesto por nombre Michelagnolo […] Y dejo constancia de que la fecha de 6 de marzo de 1474 es según el calendario florentino, que cuenta a partir de la Encarnación, y que según el calendario romano, que cuenta a partir de la Natividad, sería 1475». Incluso en lo que para un padre novicio sería normalmente un momento de júbilo, a Ludovico le preocupaba más dejar en evidencia sus «nobles» raíces florentinas.
Florencia y Roma siempre han tenido dos mentalidades muy divergentes, un hecho que fue muy notable durante la Edad Media y el Renacimiento. Por aquel entonces los florentinos basaban el año uno de su calendario en la Encarnación, momento en el cual, según la tradición de la Iglesia, el Espíritu Santo fecundó a la Virgen María, y unió con ello en su vientre al Jesús divino con el Jesús humano. El calendario romano, sin embargo, se basaba en la Natividad, o año del nacimiento de Jesús, igual que sucede hoy en día. Se trata de una metáfora que refleja las dos formas de pensar de la época de Miguel Ángel: la Florencia renacentista era un lugar de filosofía humanística, inclusiva (por ejemplo, la unión de lo sagrado y lo carnal en el vientre de la Virgen), mientras que Roma era el centro de las enseñanzas supremacistas, exclusivas (por ejemplo, el partum, el bebé separado del vientre materno). Ya desde su nacimiento, Miguel Ángel se vio atrapado entre estas dos ciudades y sus dos mentalidades.
Ludovico no menciona siquiera a su esposa, la madre del pequeño. Evidentemente fue un parto difícil, como eran entonces en su mayoría. La elección del nombre del recién nacido nos proporciona una pista de ello. El arcángel Miguel estaba considerado por la tradición católica como el ángel de la curación, el portador de las llaves de la vida y la muerte. La elección del nombre de Michelagnolo para el bebé («Michelangelo», en dialecto florentino) significa que la salud de la madre, y tal vez incluso su vida, corría peligro. Lo que seguramente no sabía Ludovico es que la tradición judía afirma que Mikha-el ha-Malakh, el ángel Miguel, es el defensor del pueblo judío frente a sus enemigos mortales. Sin duda alguna, Miguel Ángel se enteró después de esto, estando en Florencia, y tuvo un efecto rotundo sobre el resto de su larga vida.
Ludovico entregó rápidamente el recién nacido a una nodriza, una joven del pueblo perteneciente a una familia de picapedreros. Décadas más tarde, Miguel Ángel bromearía con su amigo y biógrafo, el artista Giorgio Vasari, diciendo: «Giorgio, si poseo inteligencia me viene de haber nacido en el ambiente puro de tu Arezzo natal, y también porque mamé de la leche de mi nodriza el martillo y los cinceles con que esculpo mis figuras».[4]
Miguel Ángel se crio con escaso cariño por parte de su familia. Su padre era un hombre distante, y su madre enferma murió cuando él tenía sólo 6 años. Miguel Ángel estuvo siempre obsesionado con la idea de la familia, sin sentirse jamás emocionalmente vinculado a su madre, a su madrastra o a sus hermanos. La única conexión que tenía con ellos surgía a partir de las historias que había escuchado sobre la supuesta gloria ancestral de la familia. A lo largo de su vida invertiría sus considerables ingresos en recuperar la fortuna perdida de la familia, sus propiedades y su estatus social. Esto lo colocaría en competencia directa con su padre por el puesto de cabeza de la familia, y se convertiría en una fuente constante de fricción entre ellos.
Según Vasari, las estrellas y los planetas habían señalado a Miguel Ángel para vivir un destino único. Las palabras de Vasari en el prólogo de la biografía de Miguel Ángel recuerdan el Evangelio de San Juan que cuenta el nacimiento de Jesús. Vasari describe a Dios que observa desde el cielo a todos los artistas, poetas y arquitectos del mundo que trabajan de forma errónea, y decide por clemencia enviar un espíritu de verdad, un talento y una sabiduría que les mostrará el camino. No es de extrañar que en el siglo XVI la gente hablara y escribiera sobre el «divino Miguel Ángel». El biógrafo indica que Miguel Ángel nació bajo el signo de Júpiter (era Piscis), con el ascendente en Mercurio y Venus. Existe también una tradición oral judía sobre la influencia de las estrellas y de los planetas. Según la Aggadah, las leyendas de los sabios, quien nace el segundo día de la semana (en lunes, como nació Miguel Ángel) tendrá mal carácter, pues fue el segundo día de la Creación, cuando se separaron las aguas, y esa separación es señal de disputas y animosidad. Continúa diciendo que quien nace bajo el signo de Júpiter (Tzedek, o «rectitud», en hebreo) será un tzadkan, un buscador recto de la justicia, mientras que la influencia de Venus supone riquezas y sensualidad, y la de Mercurio percepción y sabiduría. Una predicción muy precisa de la vida y la carrera profesional de Miguel Ángel: tenía un carácter apasionado, defendía a menudo a los desamparados, se hizo rico y famoso gracias a sus sensuales representaciones del cuerpo desnudo (mayoritariamente masculino) y demostró conocer en profundidad las verdades esotéricas espirituales.
Hay otras dos importantes características que nos ayudan a conocer el interior de Miguel Ángel. Poseía tanto una extraordinaria memoria visual (lo que hoy denominaríamos memoria fotográfica), como una tenacidad emocional sólida como una roca. Esta última característica lo convirtió en un amigo fiel, en un artista apasionado y en un romántico sufridor. Según el pensamiento talmúdico y cabalístico, todo en esta vida tiene un aspecto positivo y otro negativo. Los sabios de la Antigüedad solían decir: «Por un lado…, por el otro…». En el caso de Miguel Ángel, por un lado, tenemos que sus vínculos inquebrantables con sus ideas, su gente y sus imágenes lo convirtieron en un artista sin parangón y en un buscador permanente de la verdad. Por otro, esos mismos vínculos inquebrantables hicieron de él una persona solitaria, melancólica y neurótica obsesiva.
Con sólo 13 años Miguel Ángel mantenía ya una guerra de voluntades con su padre. Ludovico quería que aprendiese gramática y contabilidad para que llegara a convertirse en miembro y funcionario de los gremios florentinos de la lana y de la seda, un destino no muy ambicioso, pero respetable y del que podía depender la familia. Pero el amor de Miguel Ángel por lo visual había generado ya en él una fijación por la obra de los picapedreros, de modo que el chico pasaba sus horas en clase dibujando en lugar de estar practicando sus ejercicios de gramática y matemáticas. Ludovico solía castigar y pegar al chico, pero era en vano: el pequeño Michelagnolo no podía pensar en otra cosa que no fuera convertirse en artista. Su contrariado padre acabó claudicando y llevándolo a Florencia, donde fue aceptado como aprendiz novato en la bottega, o taller artístico, de Domenico Ghirlandaio, que ya había formado parte del equipo que había pintado los frescos de la nueva capilla Sixtina del papa Sixto IV. El único consuelo de Ludovico era que su hijo ganaría veinticuatro monedas de oro (florines) a lo largo de sus tres años de aprendizaje, y que recibió además una pequeña cantidad el día en que entregó a su hijo a la bottega. Era una especie de servidumbre pagada, pero con la que el chico, que se negaba a aprender una «profesión útil», aportaría unos pequeños ingresos a la familia.
A los 13 años, una edad en la que los niños judíos asumían las responsabilidades religiosas de un adulto, terminó la infancia del joven católico Miguel Ángel Buonarroti. Acababa de ser contratado para pulverizar pigmentos, mezclar yeso y pintura, reparar pinceles, arrastrar escaleras y hacer todo aquello que sus patrones le exigieran durante los años siguientes. Su familia lo había desterrado a cambio de unas pocas monedas. Sin embargo, para su buena suerte, se encontraba en Florencia. En la Europa del siglo XV había llegado al centro exacto del mundo de la cultura, del arte y de las ideas. Estaba entrando en el corazón del Renacimiento. Por un lado, su viaje acababa de empezar. Por el otro, estaba en casa.