Nos organizó un encuentro con intelectuales en la Casa de la Cultura y luego nos llevó a visitar el Museo Histórico en el que, con intensa emoción, visitamos la sala dedicada a nuestra guerra civil. Las banderas republicanas, los uniformes de los soldados, las fotografías, los pósters, las armas, todos los recuerdos que se habían reunido de aquella guerra que para ellos, y para toda Europa, había sido el ensayo general de la Segunda Guerra Mundial.

Un día, nuestro amigo nos llevó a visitar a una mujer cuyo nombre difícil no puedo recordar. Era una líder importante de la Resistencia polaca que había estado en nuestro país durante la guerra del 36.

Charlamos a través de nuestro traductor y escuchamos el testimonio conmovedor de aquella polaca que nos descubría retazos de nuestra historia.

Queríamos invitar a cenar a Stanislaw a un restaurante atractivo y nos llevó una noche al único lugar «elegante y frívolo» de la ciudad. Se llamaba El Cocodrilo y estaba en el barrio antiguo. Era un punto de encuentro de artistas e intelectuales, por el día. Por la noche había un público «elegante» y se podía cenar y bailar. Aparentemente, los clientes eran polacos. «¿Quiénes son estos polacos que se pueden permitir venir aquí?» —le preguntamos—, porque él nos acababa de decir que la factura que habíamos pagado por la cena de nuestra despedida equivalía a su sueldo de un mes en la editorial.

«Esos clientes son la nueva clase —nos contestó—. Ingenieros y militares…».

Permanecimos en silencio los tres. Creo que aquella primera visita a un país comunista nos dejó la sombra de una duda sobre un sistema con el que nunca nos habíamos identificado pero del cual teníamos una idea distinta. Y achacábamos a nuestro egoísmo la preferencia por el sistema democrático occidental de los países que admirábamos desde el nuestro, triste y reprimido y atrasado.

Era la época en que todavía creíamos que en los países comunistas había censura y dificultades de libertad de expresión y que este problema era especialmente grave para los intelectuales. Pero que había justicia social y que no existía la corrupción económica.

Era también el tiempo en que Ignacio y yo discutíamos muchas veces entre nosotros si no era egoísta por nuestra parte querer la libertad de una democracia a cualquier precio o aceptar la honestidad, dura y solidaria de las dictaduras del proletariado.

Stanislaw no quería discutir el fondo de la cuestión pero contestó a nuestra pregunta con lealtad.

Charlábamos mucho de literatura española. Estaba al día porque recibía la prensa de España de la época en la editorial, concretamente el ABC. Se mantenía enterado de los acontecimientos culturales, novedades en libros, exposiciones, teatro. Todo lo que surgía lentamente en un país como España sometido en aquel momento a una dictadura.

Desde nuestra llegada habíamos pretendido ir a Cracovia, pero hacía falta un permiso especial que podía tardar dos o tres semanas en llegar. Así que decidimos renunciar al viaje y fuimos a sacar el billete de regreso a París antes de gastarnos todo el dinero en pagar el hotel, comer en los restaurantes que íbamos conociendo y en los que teníamos que luchar para que Stanislaw se dejara invitar, aunque le asegurábamos que queríamos gastar todo el dinero en Varsovia.

Nuestra pretensión de pagar el vuelo a París en slotys fue inútil. Había que pagarlo en divisas.

Nuestra situación nos pareció de momento alarmante. No podíamos tratar de conectar con España, puesto que estábamos en el país sin visado español. Sólo había una solución: tratar de localizar a Tasio, mi hermano, que vivía en Washington en ese momento, y pedirle que nos enviara los billetes desde allí.

Así lo hicimos y a través de Air France nos llegó enseguida la reserva para el día solicitado.

El día antes de irnos fuimos a dar un paseo por las afueras de Varsovia. Hacía calor y era agradable asomarse al campo.

Stanislaw quería enseñarnos un lugar muy concreto. Era un pequeño bosque de arbustos y árboles poco frondosos, dispersos y claros. Avanzamos hasta un punto en que había tres o cuatro tumbas entre la maleza, separadas unas de otras. Sobre las tumbas y enredadas en las cruces se inclinaban rosales silvestres cargados de rosas. El lugar era silencioso y melancólico.

«Hasta aquí llegaba el frente de batalla —nos dijo—. Estas tumbas son de soldados alemanes y rusos. Se ha respetado su cercanía. Ésa es nuestra historia. Siempre entre los alemanes y los rusos…».

Al día siguiente nos acompañó al aeropuerto. Volábamos con Air France a París, en un vuelo que venía de Moscú.

Stanislaw nos despidió emocionado. Me llevó un ramo de rosas silvestres del bosque que habíamos visitado juntos. El vuelo Moscú-París venía muy lleno. En Varsovia sólo subimos nosotros. La azafata nos pasó directamente a primera clase. Nos sirvieron una copa de champán y brindamos por aquel viaje, por aquel país, por el libro recién traducido y la amistad de Zembrznisky.

Aquel mismo año del «contubernio» yo había participado en otro acontecimiento político: una manifestación de mujeres madrileñas en solidaridad con las mujeres de los mineros asturianos que habían sido represaliados y torturados.

Creo que fue la primera manifestación de protesta en grupo, en plena Puerta del Sol, y por supuesto la primera manifestación de mujeres, delante del Ministerio de la Gobernación. Era el día de San Isidro, patrono de Madrid, día de fiesta y toros.

Yo fui con Gaba, mi hermana, y con varias amigas y conocidas.

Nos reunimos unas cien mujeres a las doce de la mañana y enseguida la policía intentó disolvernos. Como no lo consiguieron, nos fueron deteniendo en grupos e introduciéndonos en el edificio del Ministerio, lugar famoso y siniestro en aquella época.

Se nos habían unido dos hombres, Fernando Baeza (que había ido con Mary) y José María Moreno Galván; los dos fueron detenidos.

En los sótanos del edificio nos encerraron en dos grandes celdas separadas con un pasillo en medio, por el que circulaban los guardias que nos vigilaban. El ánimo era excelente. A lo largo del día, durante las doce horas que duró el encierro —de doce de la mañana a doce de la noche aproximadamente—, nos fueron llamando en pequeños grupos y tomando declaración en diferentes despachos para devolvernos luego a las celdas.

Esta operación se repitió varias veces, de modo que al final del día nos habían interrogado dos o tres policías diferentes a cada una.

Pasadas las doce de la noche decidieron soltarnos y al salir tuvimos que firmar la aceptación de una multa de cinco mil pesetas (de entonces) por «perturbación del orden público, manifestación no autorizada, etcétera».

El recibo de haber pagado esta multa tuvimos que presentarlo cada vez que cruzábamos la frontera, durante bastante tiempo.

Recuerdo que aquel día no pasé miedo en ningún momento. Quizá porque éramos un grupo numeroso y en él había muchas amigas y conocidas. Tampoco me intimidaron los interrogatorios que iban encaminados a detectar si había conexiones importantes entre grupos y personas. El comportamiento con nosotras fue seco, frío e insistente, y machacón en las preguntas.

Años más tarde viví otra situación «peligrosa», y en esta ocasión inesperada.

Una mañana, al entrar en mi banco habitual, el banco en que tenía la cuenta del colegio en Serrano y al que iba con frecuencia, observé que estaba cerrado y que no salía nadie a abrir. Desconcertada, estaba a punto de marcharme cuando, a través de los cristales, vi a un hombre joven y desconocido que abría la puerta desde dentro.

Para mi sorpresa no había nadie detrás del mostrador. El hombre que me había abierto, me dijo: «Siéntese», y así lo hice no sin antes preguntar: «¿Aquí?» —señalando un sillón vacío—. El hombre, delgado y nervioso, con la cara crispada, hizo un gesto de asentimiento y con un giro muy castizo, gritó hacia alguien que estaba en algún lugar del interior de las oficinas: «¡Que es para hoy!…».

Ya hacía tiempo que me había dado cuenta de que se trataba de un atraco. Había siete u ocho personas sentadas en bancos y sillones. Todos estaban silenciosos y miraban al suelo.

Yo obedecí y al sentarme coloqué mi bolso un poco a mis espaldas y traté de protegerlo absurdamente con un abrigo amplio de piel que llevaba porque era un día muy frío de invierno.

Entraron dos personas más que fueron dirigidas por el que abría la puerta hacia el otro extremo de la oficina, con la misma orden: «Siéntese».

Al poco tiempo, un nuevo joven salió del interior de las oficinas con una bolsa de deporte aparentemente llena.

Cuando alcanzó al que estaba fuera, éste nos advirtió:

«En cinco minutos que aquí no se mueva nadie…».

Así lo hicimos, pero enseguida observé que la gente sentada tenía una reacción muy curiosa. Una vez que los atracadores salieron y pasaron los cinco minutos, en un silencio total, todos se lanzaron a la puerta y empezaron a salir a la calle sin hablar, uno detrás de otro, huyendo de un peligro que ya había pasado.

Mientras tanto los empleados, que habían sido obligados a tirarse al suelo, fueron saliendo de detrás del mostrador. Yo me acerqué a ellos y estuvimos comentando durante un tiempo el suceso, el susto, el miedo.

Al día siguiente volví para hacer la gestión que había quedado en suspenso por el atraco y me enseñaron el vídeo que había grabado toda la sesión y en el que se distinguía claramente a los dos atracadores.

Esta anécdota del atraco durante el desarrollo de la cual no pasé miedo alguno, unida a la de la Puerta del Sol, me han hecho reflexionar muchas veces sobre el origen del miedo.

«¿Por qué —me preguntaba— no tuve miedo en esas dos ocasiones?». Investigar sobre mis reacciones y las de los demás es un juego apasionado que practico con frecuencia.

Lo que más me sorprendía en mis reflexiones es que yo soy muy miedosa, hasta tal punto que nunca he podido pasar una noche sola, dormir sola en ninguna de las casas en las que he vivido. Ni cuando vivía con mis padres, ni cuando me casé, ni cuando he sido mayor. No puedo quedarme en casa sola toda la noche. Puedo esperar tranquilamente que alguien regrese a altas horas de la madrugada, pero no puedo meterme en la cama y dormir.

Cuando esta situación de soledad se me ha planteado, alguna vez he llegado a resolverlo yéndome a un hotel. Porque sorprendentemente las habitaciones de hoteles desconocidos, cualquier hotel y en cualquier sitio, nunca me dan miedo. Quizá porque el hotel está vivo, despierto constantemente. Y siempre se puede llamar a recepción, hay un portero de noche, un vigilante, un responsable que guarda el sueño de los clientes. Además, a mi alrededor hay un espacio abarcable, el de la habitación por grande que sea, incluido el salón si se trata de una suite, y soy consciente de la presencia invisible de personas desconocidas que habitan otras habitaciones a mi alrededor y eso me tranquiliza.

Esta conciencia de la cercanía de otros seres humanos es para mí fundamental. Quizá por eso me encuentro muy bien en las grandes ciudades y tengo la sensación —muy personal y por tanto nada dogmática— de que en las grandes ciudades, duras, pobladas de gentes de razas y países diferentes, la soledad es más aparente que real.

La solidaridad espontánea se produce si nosotros creemos en ella y estamos dispuestos al contacto momentáneo, la comunicación espontánea con los otros.

La gran ciudad es de todos. Nadie conoce a nadie. Pero siempre hay alguien que sonríe si sonreímos, pide disculpas torpes o educadas si nos empuja sin querer. Sé que hay un argumento irrebatible: la violencia en las grandes ciudades. Es cierto, pero contando con que en la selva ciudadana hay fieras, hay depredadores, hay peligros, me parece que las agresiones son, en mi opinión, el resultado de las injusticias sociales, los desajustes económicos, las vidas marginales que transcurren entre la desesperación y el desarraigo de una precaria supervivencia y que podrían haber sido diferentes si sus condiciones de vida hubieran sido más humanas.

Y también es cierto que en una aldea, con un mundo de relaciones interpersonales, inevitablemente cercanas y diarias, puede haber un trasfondo de odios soterrados, heredados y alimentados por mezquindades, intereses, desencuentros que no se aclaran nunca y que, en el mejor de los casos, impulsan cada vez más a algunos de los convecinos —jóvenes— a emigrar huyendo de herencias tan desagradables y en busca de horizontes más amplios.

Volviendo al análisis de mis propios miedos, he llegado a explicarme a mí misma que cuando el peligro es real —y relativamente moderado como en las dos situaciones que he recordado— actúa el razonamiento inconsciente como defensa. «Esto no es tan grave», nos decimos vagamente. Y, además, en los dos casos citados hay algo muy importante para mí: un interlocutor, en un caso el policía que me interroga, en el otro el atracador con el que yo puedo hablar, razonar.

Creo tan firmemente en el diálogo que esta creencia actúa en mí como defensa contra el miedo. Por supuesto, en situaciones que encierran un riesgo limitado, riesgo que evalúa quizá de un modo absurdo mi percepción de la realidad.

Los otros miedos, los que pueden paralizarme momentáneamente, mientras mi corazón late acelerado, son los miedos que se derivan de situaciones no controladas, de origen desconocido. El miedo inexplicable que aparece en el silencio de una casa vacía y que dispara la imaginación, el miedo injustificado, tiene mucho que ver con la imaginación. El miedo a la oscuridad que arrastra el hombre desde las cavernas es el resultado de la indefensión ante posibles peligros que pueden asaltarnos sin verlos. La imaginación trabaja aceleradamente en esa oscuridad. En la conciencia de la soledad y de un silencio total, la imaginación desmesura los susurros, las sombras, los cambios perceptibles pero mínimos que alteran nuestro entorno solitario.

De modo que el miedo puede producirse obedeciendo al peligro percibido como real, en cuyo caso es un miedo razonable. Y también puede existir el miedo a la indefensión de la soledad frente al peligro imaginado. Miedo a lo posible imaginado. Y también, el más absurdo y torturador, miedo a lo imaginado imposible. Imposible pero imaginado.

Hay otros miedos que me asaltan con frecuencia, pero son miedos comunes a todos. Miedo a la muerte y, más aún, miedo a la enfermedad incurable, a la incapacidad física, a la destrucción de lo que constituye nuestro yo, esa estructura personal que es el resultado de una receta genética y una influencia social —la educación en un sentido amplio— del mundo que hemos vivido. Ese yo que tanto depende de nuestra circunstancia.

Los sesenta estuvieron llenos de viajes. En octubre del 64 volvimos a Estados Unidos, vía Londres, donde nos detuvimos unos días. Durante un mes dimos conferencias en distintas universidades norteamericanas. En algunas los dos, en otras Ignacio solo.

Al mismo tiempo visitamos ciudades que nos interesaban y nos quedaban de paso: Chicago, Nueva Orleans, fueron nuestros nuevos y fascinantes descubrimientos americanos. E inevitablemente el paso por Nueva York, nuestra querida ciudad.

En Washington pasamos unos días con Tasio, que entonces estaba en la International Financial Corporation, y con Betty, su mujer, que había nacido en Shangái y trabajaba en el Banco Mundial. Desde el primer momento nos sentimos cautivados por su encanto oriental, su personalidad, su alegría y su refinamiento. Cuando pocos años después se vinieron a vivir a España, se integró en nuestra familia con facilidad.

Ese mismo curso Ignacio fue invitado a dar conferencias en Aix-en-Provence y en Marsella a través de Lucien Castela, profesor universitario, amigo y traductor de sus novelas. La Costa Azul nos deslumbró. Como en casi todo, no podíamos eludir las referencias literarias. Recordábamos las estancias de tantos escritores conocidos en cuyas novelas se aludía a la Costa.

Y tantas películas…

En Niza conocimos a un hermano de Jorge Semprún, que nos invitó a una cena deliciosa en su apartamento del Promenade des Anglais.

Con Lucien recorrimos la Costa hasta Italia. Con él visitamos el Museo Picasso, y la casa de Blasco Ibáñez en Mentón.

Mario Camus ya había rodado una película sobre un relato largo de Ignacio que reflejaba el mundo del boxeo, Young Sánchez.

Mario, además de un amigo muy querido, era un entusiasta de la literatura de Ignacio, y desde que leyó Con el viento solano estaba barajando la idea de hacer una película sobre la novela. En 1964 escribió el guión y la película se puso en marcha. Para el personaje principal, consiguió tentar a Antonio Gades, el excepcional bailarín que se adhirió al proyecto. La película, rodada en el año 65, nos gustó mucho.

El personaje de Sebastián Vázquez le iba a Gades como anillo al dedo. La huida del gitano por los pueblos de Castilla, los encuentros con personajes secundarios bien caracterizados y la agonía de la huida hasta el desolador final, nos había conmovido. La película fue seleccionada para ir al festival de Cannes y allá nos fuimos, un pequeño grupo relacionado directa o indirectamente con el film. A pesar de que no fue premiada, la experiencia fue interesante.

Cuando la he vuelto a ver hace poco tiempo, volví a experimentar la misma sensación de autenticidad a lo largo de toda la película, y una vez más me asombró el extraordinario trabajo de Mario y Antonio.

La amistad con Mario ya existía y continuará siempre. La amistad con Gades se afirmó. Nos vimos en Ibiza un verano en el que él fue a bailar y pasamos ratos maravillosos juntos. Cuando Ignacio murió, Antonio puso el nombre de Ignacio a su único hijo varón, que nació poco después de la muerte del amigo.

En el invierno del 65 Ignacio se fue a La Graciosa, la isla que le había fascinado la primera vez que recorrió las Canarias.

Era una huida de Madrid, que le perturbaba y le distraía. Era también una crisis personal, un momento de dudas, de replanteamientos literarios y vitales, de reflexión y autoanálisis.

Su atracción por las islas siempre fue una constante en su vida y en su literatura. En Ibiza nos habíamos comprado un terreno en una cala, entonces «salvaje», para hacer una casa y retirarnos allí algún día.

Su libro juvenil de poemas, El libro de las algas, es un homenaje al mar. Y a las islas:

Islas de oro soñadas en los días

de biblioteca y de pereza cálida.

Aquel sextante, eterno y olvidado,

que un alto sol guardaba en la penumbra

de la vitrina de las cosas raras,

aquel sextante trajo vuestros nombres

sin mácula de islas remotas. Dulces

islas nunca nombradas en los mapas.

Islas de oro tan sólo, islas tan sólo

y un abismo de luz abierto al alma.

Durante el mes que permaneció en La Graciosa, Ignacio pensaba trabajar en una novela que le obsesionaba: Años de crisálida, la historia de un grupo de jóvenes de su generación con distintas profesiones y, como trasfondo, la historia de España. Pero no avanzaba en el proyecto. Vivía inmerso en la atmósfera de la isla y sus habitantes y el resultado es una novela que escribirá al regresar a la Península: Parte de una historia, publicada en 1967.

Él creía que era su mejor novela. Yo estoy de acuerdo, como lectora fidelísima, y muchos lectores y críticos también. Creo, además, que con esta novela se inicia una nueva etapa literaria de Ignacio. En Parte de una historia se introduce un personaje nuevo, el propio escritor.

La primera persona permite al novelista expresar sus sensaciones, sentimientos, estados de angustia, a la vez que es testigo y fiel narrador del naufragio en la isla de un yate, con un pequeño grupo de extranjeros, que llevan a la isla la resaca de un mundo civilizado y decadente. La isla, el paraíso, va a ser contaminado durante un breve periodo de tiempo por la intrusión de unos seres ajenos, destruidos, que arrastran consigo la tragedia.

Después de Gran Sol, la novela del mar, del trabajo, con resonancias épicas, Ignacio vuelve al mar y convive con los pescadores de la isla. Lo mismo que en el barco de Gran Sol, hay una situación claustrofóbica. Como el barco, la pequeña isla es un mundo cerrado sobre sí mismo. Los personajes que en ella habitan son de una autenticidad y riqueza sorprendente. El lenguaje que el escritor recrea, las descripciones bellísimas del paisaje, la convivencia que se respira en el pequeño núcleo de habitantes. Un mundo en el que se refugia el escritor huyendo de la ciudad perturbadora y donde se encuentra con un hombre maduro y responsable, el alcalde, el jefe natural de la isla, la encarnación del «padre» que aparece también en el patrón del barco de Gran Sol y en varios cuentos de Ignacio. Un personaje muy querido por él, que le escucha y le serena con su conversación pausada y sabia.

Parte de una historia fue seleccionada para el Premio de la Crítica entre las favoritas y quedó finalista en la reunión que falló este premio en enero de 1968. La ganadora fue El mundo de Juan Lobón, de Luis Berenguer.

Este último fracaso fue también la última decepción literaria de Ignacio, dos años antes de su muerte.

La década de los sesenta, luminosa, brillante, llena de vida, encerraba al final una catástrofe.

El 14 de noviembre era viernes. Fuimos al cine Ignacio y yo y a la salida nos reunimos, como muchas noches, con unos amigos: Juan Luis y Victoria Pérez Mulet, en Nacho’s, un lugar que frecuentábamos por esa época, regido por un amigo.

Desde allí nos invitaron a pasar por su casa y tomar una copa. En una grata y larga conversación, se habló de todo un poco.

Recuerdo —lo tengo grabado a fuego— que Ignacio introdujo una de las frases que le servían muchas veces de apoyo para algo que iba a decir después. «Yo no sé si me voy a morir mañana, pero…», dijo. Y seguía la afirmación o la negación o el análisis de una situación política, un proyecto literario o cualquier otro asunto que reforzaba con su introducción.

El sábado 15 por la mañana Ignacio tenía que reunirse a las once en casa de Domingo, donde habían quedado citados para ir a una tienta en un pueblo de la sierra, con Javier Pradera y otros amigos.

Yo le dije al marcharse: «Si conduces tú, ten cuidado…».

Era mi estúpida advertencia, mi empeño constante en prevenir accidentes, en evitar situaciones peligrosas a mis seres queridos.

Un deseo angustioso de protegerles. Mis miedos. El miedo a una imprudencia, un descuido, un error. Ignacio no era así y se reía de mis precauciones. Cuando yo le decía: «No fumes tanto, no bebas, duerme, come…», me contestaba con una frase de Ortega que le gustaba mucho: «La vida, como la moneda, hay que saber gastarla a tiempo y con gracia». Ignacio sabía que las previsiones de nada sirven. Que no hay manera de protegerse, ni fórmulas mágicas, ni elecciones de vida sabias.

Ignacio era el ser más entusiasta y alegre, con un sentido del humor extraordinario. Él necesitaba saber que los que le rodeaban estaban bien. Pero yo creo que su alegría, su sentido del humor, su aparente frivolidad al abordar algunos temas —no soportaba los «asnos solemnes» que pretenden dar a todo un tono doctoral y dogmático—, escondía una profunda y lúcida percepción del verdadero destino del hombre. Con frecuencia aludía a la brevedad de la existencia. Hacía suya una propuesta americana: «To live fast, to die young and to leave a good-looking corpse»[4].

Ese sábado, ese 15 de noviembre, ese año 1969, en casa de Domingo Dominguín, Ignacio se sintió mal. Tomó una aspirina. Dijo: «Es un aviso». Y todo terminó.

Ese sábado, Susana estaba en casa de unos amigos, María y Pepe Vela Zanetti, que celebraban su cumpleaños. Cuando la trajeron a casa por la tarde, se abrazó a mí y me preguntó: «¿Por qué?». Todavía no he sabido contestar a esa pregunta.

Al día siguiente, el día del entierro de Ignacio, fue impresionante la afluencia de amigos, conocidos, desconocidos, que se acercaron a nuestra casa.

Aquella casa de Blasco de Garay en la que el portero optó por condenar el ascensor temiendo un contratiempo ante el aluvión de gente que intentaba subir a nuestro ático. Ese día oí a una mujer decir, cerca de mí, compadeciéndome: «Pobre, qué horror, y todo esto sin creer en nada». No sé quién lo dijo o quizá lo supe y lo he olvidado, pero recuerdo que la frase se me quedó grabada. Yo sabía que se refería a creencias religiosas y, en aquellos momentos, mi reacción fue una amarga sonrisa de labios adentro. Creer en Dios ¿hubiera aliviado mi dolor? Enérgicamente, rotundamente, me contesté: «No». El paraguas de Freud no me hubiera servido de nada.

He respetado siempre las creencias de los demás. Pienso que a algunos les ayudará a vivir y a morir. Pero he visto a pocos que no se rebelen ante la muerte de un ser querido.

El drama eterno del hombre es nacer para morir. Y he aceptado la muerte.

En las vidas que se prolongan durante cierto tiempo, hay un «antes y un después». Las circunstancias que provocan ese corte son muy variadas.

El punto de inflexión que marca esa división viene dado a veces por un acontecimiento histórico —por ejemplo, una guerra— que incide decisivamente en la vida personal de cada individuo. De tal modo que lo que llega después es consecuencia de ese momento crucial y altera las previsiones, los proyectos, las esperanzas anteriores. Pero, en muchos casos, el corte lo provoca un suceso inadvertido para la mayoría, un suceso que influye en la vida de un determinado ser humano y decide, de forma inexorable, su futuro.

Dice Bertrand Russell en su autobiografía: «Es peligroso dejar que nuestro afecto se centre demasiado en una persona».

Muchas veces he recordado esta cita en los años que siguieron a la muerte de Ignacio que cambió mi vida para siempre.

Al principio, todo fue una nebulosa cargada de dolor.

Ignacio murió un sábado y yo me incorporé al colegio el miércoles siguiente. Creo en el trabajo como terapia, la única terapia psicológica eficaz. Dormía mal y el despertar por la mañana era horroroso. Recogía mi coche y conducía llorando hasta Serrano. Pero al entrar en el colegio todo cambiaba. La atención que exige el contacto con los demás, la necesidad de resolver problemas y afrontar situaciones variadas, todo obliga al autocontrol, a la concentración en lo inmediato. A la difícil y aparentemente imposible normalidad.

La jornada terminaba a las seis de la tarde. Después de una última reunión informal, el regreso a casa era un reto. Pero era afortunada porque allí tenía a Susana, regresada de sus clases extras de francés.

Susana fue mi protectora desde el primer día, desde la primera noche solas, cuando todo había terminado e Ignacio se había ido para siempre.

Entonces tenía quince años y maduró deprisa. Fue la fuerte, la enérgica. Me salvó la vida, al menos la vida activa, sana, normal. Ahora que han pasado treinta y cuatro años sigue siendo mi salvación.

Ha heredado de su padre la alegría de vivir, el deseo de hacer la existencia grata o amable a los que la rodeamos. Su sentido del humor, su sensibilidad, su inteligencia, su generosidad Aldecoa, justifican la razón de mi existencia y la lucha que he mantenido conmigo misma para sobrevivir.

La Navidad del 69 la pasamos en Madrid, con mi familia, y el Año Nuevo en Málaga, con los Alcántara. Creo que fue una buena idea, porque el afecto entrañable de nuestros amigos, la casa sobre el Mediterráneo, la luz, el sol, todo fue un bálsamo para aquellas fechas tan especiales. La década de los setenta empezaba inexorablemente. Y había que seguir adelante.

Absolutamente todos nuestros amigos más cercanos se desvivieron por nosotras. Domingo y Carmela, los Camus, los Alcántara, los Fernández Santos, los Quinto, los Azcona, los Castro, los Pérez-Mulet, los Baeza…

Carmen Martín Gaite escribió un hermoso artículo; lo tituló «Un aviso: ha muerto Ignacio Aldecoa: los años cincuenta han entrado en la historia». Lo cierto es que aquella muerte había sido, para todos los que le conocían, un primer aviso, un terrible aviso sobre la fragilidad de la existencia. Un aviso que, por desgracia, se vio confirmado con el paso del tiempo en otras muchas desapariciones prematuras.

Cuando llegó el verano del 70, cumpliendo el proyecto que Ignacio y yo teníamos, envié a Susana el mes de julio a un colegio al sur de Inglaterra. Y me quedé sola en Madrid.

Aparte de la atención permanente de los míos, nunca olvidaré lo que fue para mí el hogar de los Camus, Mario y Concha, que me acogieron durante largas tardes de charla o de silencio.

Los niños a nuestro alrededor, la casa con jardín en la que vivían, todo era grato y confortable. Y la sensación clara de que compartíamos el dolor por la ausencia de Ignacio, a quien los dos querían mucho.

Allí acudían a veces otros amigos, como José Luis Borau o Claudio Rodríguez, y el encuentro me hacía recuperar, durante un rato, una engañosa normalidad.

Tasio y Betty me acompañaron a Londres en agosto para recuperar a Susana y con ellos pasamos unos días en casa de una pareja amiga, él descendiente de Madame de Staël. También visitamos a otros amigos que tenían casas en el campo y al regresar nos quedamos los cuatro unos días en París. A la vuelta, Susana y yo nos detuvimos en San Sebastián, donde pasamos una semana y nos vimos con las Bergareche, Concha, la mujer de Camus, y Asun, su hermana, que llegó a ser una de mis mejores amigas.

Cuando murió Ignacio yo aparté de mi vida todo proyecto literario. Sólo permanecí fiel a la lectura, alimento imprescindible para seguir viviendo. La pasión que nos unía a Ignacio y a mí tenía profundas raíces en la literatura. La literatura fue desde el principio nuestro lazo de unión. Comentar lecturas, bosquejar proyectos de escritura, discutir, pedir crítica y consejo sobre lo escrito, y luego rechazarlo ambos.

Imaginábamos una vida pletórica de viajes. Para luego retirarnos definitivamente a un lugar donde se pudiera vivir y escribir. Leer y charlar. Nadar, tomar el sol. Y contemplar los ocasos en el porche de una casa sobre el mar. Como los contemplábamos desde la terraza de Los Albares, con la primera copa de la tarde en la mano. El lugar era Ibiza, donde habíamos comprado un terreno en Cala Carbó, al oeste de la isla, una cala maravillosa, entonces virginal.

Ese futuro se esfumó y años después yo vendí, a un alemán, el terreno de Cala Carbó.

La literatura es un trabajo solitario. Para conseguir la concentración total que exige la escritura es indispensable sumergirse en la soledad. Por eso me parecía imposible volver a escribir. En soledad hay que afrontar la verdad, toda la verdad. Detenerse a reflexionar, a recordar, a imaginar.

Por el contrario, la educación es un trabajo en equipo, se desarrolla en contacto con otras personas: niños, profesores, padres. La educación me obligaba a salir de casa, a ver gente, a escuchar sus problemas y tratar de ayudarles a resolverlos. Me daba también la oportunidad de comprobar que nadie es feliz del todo ni del todo desgraciado. Que la vida está hecha de luces y sombras, de calor y frío.

El colegio fue mi tabla de salvación. Me aferré a él con la instintiva tenacidad del náufrago. La década de los setenta fue una década de consolidación de la supervivencia.

El verano de 1971 decidimos trasladarnos al norte. Los Camus tenían una casa familiar cerca de Comillas y nos animaron a alquilar algo en la hermosa villa sobre el mar de Cantabria. Nos pareció una buena idea y sobre todo nos tentó la proximidad de unos amigos queridos. Mónica y Teresa, de la famosa fonda La Colasa, nos alquilaron un piso en su misma calle. Fue un verano triste pero reconfortante. El cielo gris, la lluvia que abundó aquel verano, ejercían sobre mí un efecto deprimente, pero en todo momento estuve acompañada por la familia Camus. Y me alegró comprobar que Susana salía con un grupo de chicos de su edad, gracias a Isaac, un sobrino de Mario, hijo de su hermana mayor.

Yo había olvidado el paisaje del norte de España. Las primeras experiencias del mar en Asturias, los cursos de verano en Santander, en Las Llamas, durante la etapa universitaria. O las breves visitas a Zarauz, donde veraneaba Teresa, la hermana de Ignacio, y donde dejábamos a Susana con sus primos durante unos días, para regresar a Vitoria y estar con los padres de Ignacio y con sus amigos de juventud.

Recuperar el norte, recorrer la costa, hacer excursiones al interior, a los bellísimos pueblos de Cabuérniga, Liébana. La montaña fue una experiencia que lenta e insensiblemente me fue ganando y llegó a dominarme por completo en los años siguientes. Un noviazgo adolescente surgido entre Susana, dieciséis años, e Isaac, diecinueve, me hacía sonreír. Las anécdotas risueñas y los enfados que desencadenaba la nueva relación en mi hija me distraían y me hacían recordar mi propia adolescencia.

Por otra parte, había recibido en el curso anterior una invitación para pasar un cuatrimestre en Bloomington, Indiana, una de las universidades americanas que habíamos visitado Ignacio y yo en el 64. Se trataba de dar un curso de literatura española del primer nivel y otro para posgraduados sobre la novela española de posguerra. En aquel momento no me sentí con fuerzas, pero les prometí que lo haría en el curso 1971-1972. John Dowling, el chairman, aceptó mi propuesta. De modo que a finales de agosto de 1971 emprendimos viaje a Estados Unidos. Un nuevo viaje, esta vez con Susana, a un país en el que tantas y tan intensas sensaciones había vivido con Ignacio.

Los Berlanga, viejos amigos, se enteraron de nuestro viaje y como José Luis, su hijo mayor, era compañero de Susana en el colegio, me pidieron que lo llevara conmigo a Bloomington para seguir el mismo curso cuatrimestral que iba a hacer Susana. Acepté encantada porque José Luis era y sigue siendo encantador y Susana y él se llevaban muy bien.

Aterrizamos en el aeropuerto de la universidad un día caluroso de agosto. Desde el primer momento, el profesor Dowling y todos los profesores del departamento de Español fueron para mí los mejores y más sensibles compañeros. Allí estaba un amigo, Miguel Enguídanos, con Gloria, su mujer, y sus hijos. Toda la familia Enguídanos fue para mí una gran ayuda en todos los aspectos; el más importante, su afecto y su generosidad.

Bloomington ejerció un efecto beneficioso sobre nosotras. Todo en el campus era agradable. La vida cotidiana, el ambiente universitario, el tiempo libre.

Susana y José Luis se matricularon con la máxima rapidez y facilidad en la high school anexa a la universidad donde iban a seguir el equivalente a su último curso de bachillerato español. En cuanto a mí, los dos cursos asignados fueron especialmente gratos. Las facilidades de un programa flexible y unos horarios comodísimos me permitieron leer y trabajar muy a gusto y asistir en el tiempo libre a conciertos, reuniones, parties en las casas de los profesores, al tiempo que los Enguídanos nos ofrecían un verdadero «hogar» siempre abierto.

Cuando llegó el día de Thanksgiving, Susana y yo fuimos a pasarlo a Nueva York, invitadas a su casa por la adorable Beatriz Braude, que había sido la encargada de organizar todas mis actividades en el curso 1958-1959.

A Susana le entusiasmó la ciudad. Desde entonces la hemos visitado muchas veces, en una especie de peregrinación sentimental que yo había transferido a Susana y que ella asumió con intensidad.

Otro viaje inolvidable que hicimos juntas desde Bloomington fue a la Universidad de Flagstaff, Arizona del Norte, donde me invitó un estudioso de la obra de Ignacio, el profesor Carlisle, que había publicado un libro sobre él.

Flagstaff es una universidad con un buen número de alumnos indios navajos. Allí leí la conferencia en inglés porque iba dirigida a estudiantes de distintos departamentos.

La entrada del edificio principal, los pasillos, las puertas, lucían pósters y dibujos alusivos al Red Power, el poder de los «pieles rojas».

Carlisle nos llevó a hacer una excursión al Gran Cañón del Colorado atravesando la reserva de los navajos, en medio de unos grandes bosques, donde tienen que arrojarles alimentos desde helicópteros durante las grandes nevadas. Los navajos hacen trabajos de artesanía con plata y turquesas muy interesantes.

El Gran Cañón es uno de los lugares en los que la naturaleza alcanza aspectos insuperables. La belleza de la luz, los cambios de color en la tierra según las horas del día, y el río abajo, en el más profundo de los cauces, todo hace del Cañón un lugar fuera del tiempo y del espacio. La nota histórica que nos concernía era la estatua de Ponce de León, al borde del Cañón.

Nada hubiera podido ser más reconfortante para Susana y para mí que aquellos meses de exilio dorado, lejos y momentáneamente separadas de lo que había sido nuestra vida en el último año en Madrid, donde el recuerdo vivo y lacerante de Ignacio nos acechaba a cada momento. Amigos que venían a visitarnos desde fuera de Madrid. Artículos de prensa. Correspondencia de todas partes de España y de las universidades extranjeras. Tesis doctorales en marcha, otras nuevas que me exigían contactos y me pedían informaciones y ayuda.

Los cuatro meses de Bloomington fueron una medicina pasajera, pero que contribuyó a serenarnos, a distraernos, a ayudarnos a seguir adelante.

Cuando se acercaban las vacaciones de Navidad, decidimos pasar en Puerto Rico las fechas obligadas y llegar a Madrid justo para reanudar el curso. La despedida de Bloomington fue conmovedora. Allí dejábamos muchos amigos. Y también a José Luis Berlanga, que iba a quedarse hasta junio en casa del chairman Dowling.

San Juan de Puerto Rico, con su mezcla de colonia española, cordial y cercana, y ciudad americana dinámica y desarrollada, fue nuestro destino para pasar la Nochevieja. Nos alojamos en el hotel El Convento, un edificio colonial en el Barrio Antiguo y nos fuimos temprano a dormir. A las doce de la noche llegó 1972 y se adueñó de las calles y los lugares de diversión que celebraban la fiesta.

Al día siguiente nos fuimos a St. Thomas, Islas Vírgenes, y allí pasamos el primer día de un año nuevo que nos devolvía, enseguida, a España. El clima era delicioso, y bañarse el 1 de enero en el Caribe, un privilegio.

El regreso, como era de esperar, fue desolador. Nuestra casa en Blasco de Garay seguía allí, vacía, deshabitada, angustiosa. Enseguida, familia y amigos nos arroparon. Se reanudaron las clases y nuestra vida en Madrid. Susana volvía con la convalidación del COU al haber obtenido el título de bachiller americano. Con la gran flexibilidad de los planes de estudio en Estados Unidos, la directora del high school me había invitado a organizar con ella el plan de trabajo de Susana para conseguir el título de bachiller en cuatro meses. Había asignaturas que podían convalidarse automáticamente, y otras, las que no figuraban en nuestros programas, había que estudiarlas, como Lengua Inglesa, Literatura en lengua inglesa, Historia Americana, etcétera. Fue todo sencillo, lleno de sentido común y a la vez riguroso, porque no se pasó por alto ni un detalle. Susana tenía que completar lo que había hecho durante el día en la high school con cursos extra que podían hacerse en horarios de tarde-noche y con trabajos por correspondencia, que tenía que ir entregando a lo largo del cuatrimestre. Curiosamente, en una asignatura que tenía que ver con la Teoría Política, la directora me dijo: «Puede hacer un trabajo sobre la Rebelión de las masas de Ortega. Es suficiente».

Susana había vivido bastante ocupada pero con tiempo suficiente para el deporte y otras actividades. Y José Luis no tenía problema porque iba a quedarse todo el curso.

En el Colegio Estilo todo había funcionado maravillosamente. Yo había dejado organizado hasta el último detalle con Gaba, mi eficacísima colaboradora desde el primer día que abrimos Estilo, y con las profesoras más experimentadas. Además, habíamos estado en contacto frecuente por teléfono y por carta.

Para compensar mínimamente los desvelos de Gaba durante mi ausencia organicé con ella y con Susana un viaje a Grecia en Semana Santa. Disfrutamos mucho de nuestra escapada. Las tres nos queríamos muchísimo y lo pasamos muy bien juntas.

Susana había terminado su etapa del colegio y se había matriculado en la Facultad para iniciar Filosofía y Letras.

Aquel verano del 72, Comillas nos acogió de nuevo. Mónica y Teresa volvieron a alquilarnos su piso. Cada día nos parecía mejor la elección de aquel lugar para nuestros veraneos, huérfanos de Ibiza y de un tiempo ya clausurado.

El clima sedante del norte y la belleza del paisaje, grises, verdes y azules, ejercía una especie de anestesia sobre mis nervios. Una profunda tristeza me invadía. Pero los colores fríos que me rodeaban me protegían. Eran mucho más soportables que la agresividad irritante del sol de la meseta o la alegría luminosa del Mediterráneo.

Ese año murió el padre de Ignacio y un nuevo capítulo familiar se cerró en nuestra vida. Susana adoraba a su abuelo. La abuela había muerto cuando ella era aún muy pequeña y apenas la recordaba. La desaparición del padre de Ignacio añadió un matiz nuevo de orfandad a nuestras vidas. Para mí, mis suegros habían sido los seres más afectuosos, desde aquella Navidad del 51 en que llegué para conocerles a Vitoria.

Ahora, sólo Teresa, su marido y sus hijos constituían el núcleo familiar de los Aldecoa. Junto a mis padres y mis dos hermanos, completaban un grupo reducido pero cercano y solidario en todos los momentos.

Con Mario Camus y Concha, su mujer, íbamos con frecuencia a Mazcuerras, por otro nombre Luzmela, rebautizado así por la casa de Concha Espina que se alza en el centro del pueblo. Mazcuerras es un pueblo cercano a Cabezón de la Sal, pequeño, tranquilo, rodeado de una naturaleza exuberante y en la frontera con el valle de Cabuérniga.

Allí vivía Isaac, el sobrino de Mario y novio adolescente de Susana, con sus padres, Soledad, la hermana de Mario, y Manuel Escalante, dueño de unos hermosos viveros centenarios que daban al pueblo un carácter especial. De hecho, figura en las guías como «el pueblo de las flores».

El río Saja a sus pies, la montaña a su espalda. Praderas, árboles y plantas en las huertas, flores en las ventanas de las casas montañesas. Tranquilidad. Paz. El tiempo parecía haberse detenido en aquel lugar amable y acogedor.

Susana estaba ilusionada con la compra de alguna casa en la zona para invertir parte del dinero heredado de su abuelo. Y puso sus ojos en Las Magnolias, una casa de indiano con un parque atractivo lleno de árboles y plantas exóticas. La casa estaba deshabitada y sus dueños, los Escalante, apenas la utilizaban. Tenían en el jardín una prolongación del vivero y, sobre todo, querían mucho esa casa cuyo jardín había sido diseñado por el bisabuelo de Isaac. Un día, los herederos del indiano vendieron Las Magnolias a la familia Escalante. Susana estaba decidida a comprar la casa. Así que iniciamos las negociaciones con Manolo Escalante y sus hermanos y nos la vendieron.

Las Magnolias es hoy mi verdadero hogar. A pesar de vivir en Madrid, a cuatrocientos kilómetros, la visito y habito con frecuencia.

Las casas ejercen sobre mí una fascinación especial. Por donde quiera que voy, en España o en el extranjero, contemplo las casas. Grandes y majestuosas, pequeñas e íntimas, estéticamente perfectas o caprichosas e irregulares, antiguas y modernas, las casas me atraen. Me gustaría entrar y recorrerlas, saber quién ha podido vivir en ellas antes, quién vive ahora. Lo que se ve desde sus ventanas. La luz o la penumbra que las habitan. Sufro frecuentes enamoramientos de casas en las que me gustaría vivir, absolutamente distintas unas de otras. Pasear por una ciudad conocida o desconocida, descubrir rincones, portales, puertas talladas y herméticamente cerradas que conducen a interiores misteriosos. Ventanas abiertas, cristales que dejan ver lo que hay dentro, como en las casas holandesas. Me gustan las casas como son, en su variedad circunstancial de épocas, de materiales, de climas diferentes y latitudes opuestas.

Siempre he sentido la Tierra como patria del hombre. Quizá por eso nunca he deseado la propiedad de una casa concreta.

Nunca he tenido el menor deseo de poseer, de ser dueña de un trozo de tierra, de esa tierra de todos y de nadie.

He vivido en casas de alquiler. Hasta hace unos años, cuando me he ido a vivir, como invitada de lujo, a la casa de mis hijos. Cuando ellos abandonaron su piso y se trasladaron a una casa —deliciosa— con un pequeño jardín en las afueras de la ciudad. Y luego están las temporadas que vivo en Las Magnolias, que, por cierto, pertenece a mi hija.

Ligera de equipaje, paseo lo que puedo por el mundo, deteniéndome ante calles y plazas y lugares de distintas ciudades que me atraen. Casas hermosas, misteriosas, diferentes.

Muchas veces pienso: «Me gustaría vivir en esta casa». Y añado, para mí misma: «De alquiler…».

A veces me pregunto de dónde me viene ese amor a la casa, el refugio, la guarida, el escondite. Hay un instinto nunca extinguido, me digo, que arranca de las cavernas prehistóricas. Pero no es sólo eso. Creo que hay también un deseo de explicarse las vidas que las casas encierran. Hasta qué punto dependen de sus dueños. Hay casas, por el contrario, que son inadecuadas para las personas que las habitan, que no las aman, casas que no son nidos sino rama de árbol para descansar un instante de un vuelo pasajero.

Y luego está la historia de las casas que han durado siglos. Qué pensaban, qué sentían, qué hacían los habitantes que han pasado por ellas. Qué dramas, qué alegrías, qué desencuentros han vivido esas casas.

Casas del norte y del sur, de costa y de montaña, de madera o de cemento.

Los sajones y su amor a las casas, Home sweet home, My home is my castle. Y el amor de los pueblos mediterráneos, que las encalan cada año y llenan de colores sus ventanas. Casas, casas. Techos y paredes protectoras. O prisiones en que viven seres torturados, incapaces de huir.

Hay casas que albergan mi biografía. La casa en que nací, la casa de mis abuelos. Mi infancia.

La casa sobre el Manzanares, mi primera casa con Ignacio.

El ático de Blasco de Garay, donde transcurrieron años muy importantes de mi vida.

Los Albares, en Ibiza, sobre el Mediterráneo.

Y Las Magnolias, en Cantabria.

De todas esas casas en las que he vivido, guardo buenos recuerdos. En cada una de ellas han transcurrido etapas y episodios inolvidables.

Pero de todas, la que más me ha ayudado a vivir es Las Magnolias. Porque llegué a ella en un momento durísimo para mí y la atmósfera sugerente de la casa, el clima suave y la belleza insólita del lugar, los estímulos sensoriales constantes, me alejaban de los escenarios que enmarcaron los tristes momentos anteriores. Lentamente, pasaron los años y la serenidad fue adueñándose de mí.

Y esta casa, en la que escribo estas líneas, me ha ayudado a conseguir la paz.

Fines de semana cortos o largos, dos meses en verano. Y la Navidad.

Las Magnolias me ayudó a renacer. El encanto de la casa y el jardín me cautivaron desde el primer día que la vi.

Los treinta años que llevamos viviéndola, disfrutándola en días, semanas, meses robados al vértigo de Madrid, la han convertido en nuestro «hogar».

Muchos de los muebles que hay en ella proceden de mis casas anteriores y una buena parte de la casa Aldecoa de Vitoria, donde a su vez fueron transportados en el siglo XIX desde el caserío Aldekoa, de Orozko, por los bisabuelos de Ignacio.

La casa grande, la que habitamos, tiene además muebles, cuadros y objetos nuevos que hemos ido incorporando con los años.

La casita del jardín acogió lo que yo llamo «los restos del naufragio». Allí instalé los muebles, los libros, los cuadros, todas las cosas más significativas para Ignacio y para mí durante los diecisiete años de nuestro matrimonio. Desde el grabado de la chimenea, La pesca de la ballena, que compramos un día, hasta el cabecero barroco de nuestra cama procedente del caserío Aldekoa.

Y lo más importante, la mesa de nogal sólida, severa, castellana, que fue el primer mueble que adquirimos, en el Rastro, para nuestra casa. En esa mesa escribió Ignacio buena parte de su obra.

Instalé en la casita la biblioteca personal de Ignacio. Una biblioteca que arranca de su adolescencia, cuando vivía con sus padres en Vitoria, y se fue completando en los años de estudiante en Salamanca y Madrid.

La biblioteca de Ignacio refleja perfectamente su rigurosa formación literaria, sus aficiones, sus descubrimientos. Desde la Colección Universal de Clásicos Castellanos de Espasa hasta los escritores del siglo XX que él llegó a leer. Desde la Austral al Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. Desde Cenit y sus novelistas de la Revolución Rusa hasta Henry Miller. Desde las obras completas de Shakespeare hasta Pedro Páramo. Si releo al azar los títulos de esa biblioteca revivo momentos, días, años del pasado. Poesía, prosa, teatro. Recuerdo el entusiasmo de Ignacio cuando encontró en la Rive Gauche Les Chants de Maldoror en una edición preciosa, o Les mains sales, París, 1948; The grass harp de Capote, París, 1952; Letters of D. H. Lawrence, edición de 1941, regalo de nuestro amigo Dale Brown, en Washington, 1964.

Proust, Dickens, Chejov, la gran novela del XIX francés, inglés, ruso. Y el siglo XX: Camus, Malraux, Pavese, Scott Fitzgerald, Hemingway. Y los escritores de la América española: Miguel Ángel Asturias, Borges, Cortázar, Carlos Fuentes, García Márquez…

Y siempre el mar. Melville y su ballena, Conrad…

Los libros de viajes, de exploradores y aventureros. Los descubrimientos y las navegaciones. Una extensa colección de navegantes solitarios que le fascinaban.

Libros y libros que reposan en las estanterías de la casita-estudio de Las Magnolias.

Pasear por el parque de Las Magnolias me da paz. O me la devuelve cuando la he perdido momentáneamente.

Pasear entre los árboles, algunos centenarios, otros jóvenes que se convierten enseguida en adultos, es una delicia.

Abedules, hayas, el tejo shakespeariano, un castaño centenario, una sequoia californiana, un tulipero de Virginia, un tilo, un laurel. Algunos se extienden pradera abajo hasta el fondo del parque. Otros se yerguen en el centro del jardín.

Un invernadero con una estructura de hierro de hermoso diseño, hoy sin cristales y habitado por flores de temporada, añora la cálida atmósfera artificial que en el siglo XIX protegía las plantas tropicales.

A sus espaldas, un «olmo péndula» esponja su sombrilla verde, tupida de hojas apiñadas durante el verano y se convierte en un esqueleto de ramas desnudas cuando el invierno arroja al suelo sus hojas redondas y suaves. Los arces japoneses de delicadas hojas rojo oscuro y los arces dorados. El estanque circular, con la estatua de una mujer que esquiva con su brazo protector al lagarto que pretende trepar hasta ella, está semioculto por los frondosos árboles cercanos.

El esplendor del jardín estalla en verano. La fragancia del galán de noche nos envuelve en las noches cálidas cuando asomarse a una ventana es revivir las noches del barrio de Santa Cruz de Sevilla, de Nueva Orleans, de Coyoacán en Ciudad de México. Y los pájaros que habitan en los árboles del parque despiertan con su canto a los que duermen con las ventanas abiertas. Veintiséis especies diferentes reconoció un ornitólogo inglés que nos visitó un día con unos amigos.

El otoño es un alarde de oros, ocres, sienas. El paseo de las camelias en febrero y las azaleas y rododendros en abril. En mayo, el cerezo ornamental de flores rosa intenso.

En verano, las hortensias de porcelana azul, rosa, blanco. Las buganvillas moradas, las fucsias, las alegrías.

En cada época del año, las flores aumentan la belleza de los verdes caducos o perennes de los árboles. Y la enredadera que cubre la casita anuncia el paso de las estaciones, del verde intenso del verano, al rojo del otoño. Hasta que sólo queda la red de ramas secas entrelazadas que cubren en invierno la fachada.

Mido el tiempo en función de los cambios soberbios de la naturaleza. Una medida y una sensación que regresan desde el tiempo perdido de la infancia.

La década de los setenta encierra para mí una serie de recuerdos poco claros. La sensación de vivir en una nebulosa día tras día, avanzando casi a tientas con la inseguridad del convaleciente de una grave enfermedad. Sin embargo, de esa niebla protectora en la que yo estaba sumida, emergen hechos importantes. Hechos históricos nítidos, grabados de un modo indeleble, con la fuerza de su significado.

En esa etapa, sólo un espacio y un tiempo personales se sostienen firmes: el espacio y el tiempo del Colegio Estilo que fue la tabla de salvación a la que me aferré para sobrevivir.

Susana estudiaba su carrera en la Facultad de Letras. Había elegido Historia del Arte, pero cada tarde daba clase de inglés a un grupo de pequeños del jardín de infancia. Le gustaba el contacto con los niños y le gustaba enseñar.

Además, su excelente inglés le permitía cumplir su tarea con la mayor facilidad. Con ese pretexto vivía a mi lado las anécdotas diarias, las situaciones gratas o ingratas, los problemas económicos derivados de mi falta total de conciencia práctica. Y compartía conmigo las alegrías por los éxitos, pequeños éxitos diarios relacionados con la dinámica de la vida escolar. Su presencia teñía de una suave felicidad esas horas. A la vez que me vigilaba y me cuidaba, descubría que lo pasaba bien trabajando y aprendía el valor del esfuerzo.

En 1973 la muerte de Carrero Blanco conmocionó al país.

Fue un día muy especial porque era el día en que se veía el juicio de los líderes de Comisiones Obreras, el famoso Proceso 2001. Entre esos líderes estaban Nicolás Sartorius y Marcelino Camacho, que conocían ya las cárceles franquistas.

La tensión en Madrid era enorme. El Gobierno parecía estupefacto ante el atentado. La aparición de ETA en el panorama nacional provocó en aquella ocasión una reacción de sorpresa y admiración.

Creo que todos los que vivimos ese momento pensamos que algo empezaba a cambiar, a moverse. Pero sólo era un presentimiento, un deseo y una esperanza.

En 1974 Franco estaba enfermo. Se sabía, se rumoreaba, se observaba en sus escasas apariciones en televisión.

Los españoles, alentados por el cambio político de Portugal tras la famosa Revolución de los Claveles, estábamos nerviosos. Los optimistas decían: «Franco se morirá algún día…». Y los pesimistas contestaban: «O no…».

Franco estaba enfermo, pero seguía siendo el mismo. Y cerró su historial político con sangre. El 27 de septiembre de 1975 mandó a la muerte a cinco condenados: dos etarras y tres miembros del FRAP. Un pelotón cumplió la sentencia al amanecer, en Hoyo de Manzanares.

Dos meses después, el 20 de noviembre de 1975, a las seis de la mañana, la noticia corrió como la pólvora: «Franco ha muerto».

Aquel día, España se despertó al amanecer. Los teléfonos no cesaban de sonar. Las radios informaban constantemente. Luego, la noticia envolvió al país en un silencio momentáneo. Silencio y reflexión que fueron seguidos en muchos casos por una alegría nerviosa. Brindis con champán, llantos, canciones.

Yo estaba dormida cuando recibí la noticia, cuando el teléfono sonó y Paula Alcántara me dijo: «Ha fallecido». Y colgó.

«Final de capítulo», pensé. E inmediatamente me di cuenta de que estaba a punto de cumplir cincuenta años. Los cuarenta años de la dictadura cayeron sobre mí como una losa. Demasiado tarde para los que éramos niños en 1936.

Pensé en Ignacio, que había muerto sin vivir este momento, como tantos y tantos españoles. Una tristeza infinita me invadió. Final de capítulo, sí. Pero demasiado tarde.

Creo que en el subconsciente colectivo de los españoles había una pregunta que había germinado a lo largo de los años: «¿Después de Franco, qué?». Con miedo unos, con esperanza otros, los dos bandos de la guerra civil, o lo que quedaba de ellos, tuvieron que plantearse una realidad incuestionable: la realidad de un cambio.

Desaparecido Franco, los contactos entre distintos grupos políticos dan paso al proyecto de reforma política que es aprobado, en referéndum, por el noventa y cuatro por ciento de los españoles.

El 3 de julio de 1976, el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno acelera el proceso del cambio. En su programa, Suárez promete, entre otras cosas, amnistía para todos los delitos políticos y de opinión, elecciones antes del 30 de junio de 1977, libertades públicas y de expresión, etcétera.

En la segunda mitad de los setenta, el pacto de una transición pacífica, sin revanchas ni miedos, aparece ya como la solución aceptada por todos.

La nueva situación, el deseo del pueblo español de aceptar la reforma política, excita a la ultraderecha, que provoca entre otros incidentes uno muy grave. El 24 de enero de 1977, un grupo de incontrolados irrumpe en un despacho de abogados laboralistas en Atocha y ametralla a nueve personas. De ellas, mueren cinco.

El entierro de las víctimas se convierte en una respuesta civil impresionante.

Desde las Salesas a Colón, en un silencio total, miles de personas demuestran con su presencia la repulsa a los criminales y el deseo generalizado de paz y libertad. Ni gritos de dolor, ni insultos, ni enardecidas amenazas. Sólo el silencio. Un silencio acusador y terrible que nos traspasaba a todos.

En su película 7 días de enero, Bardem nos deja testimonio de aquel día.

La legalización del Partido Comunista de España en abril de 1977 fue otro hito de la reforma. Las elecciones de junio del mismo año representan la realización de un sueño aprisionado durante cuarenta años: el sueño de la libertad.

Aquella mañana del 15 de junio, los españoles, muchos con lágrimas en los ojos, vimos cumplido ese sueño ante las urnas. La democracia empezaba a funcionar. La muerte de Franco había dado paso a una nueva etapa.

Los hombres y mujeres que éramos jóvenes en los cincuenta rozábamos ya la madurez definitiva, la llegada a puerto de nuestro medio siglo. Sorprendidos, comprendimos que la parte más gloriosa de nuestra vida física estaba quedando atrás. Nuestros hijos, los hijos de los niños de la guerra, empiezan a ser adultos. Una nueva generación de españoles espera el relevo generacional y empieza a incorporarse a puestos de trabajo en cualquiera de las profesiones emprendidas, desde la más modesta a la más brillante.

El deseo de saber lo que ocurre más allá de nuestras fronteras, iniciado ya en los años sesenta, se generaliza. El aprendizaje del inglés se convierte en una obsesión para los padres con hijos en edad escolar. El inglés es valorado como un camino abierto a las oportunidades de trabajo. Los adolescentes y los jóvenes empiezan a viajar a Inglaterra o Irlanda, y un poco más adelante a Estados Unidos.

Los padres de los cincuenta quieren hijos preparados a nivel europeo.

El país despierta y se prepara para las evidentes consecuencias, todas ellas gratas, del fin de la dictadura.

En mi vida personal también se produce un importante cambio. El 1 de julio de 1977, a los quince días de las primeras elecciones generales, mi hija Susana se casa con Isaac Escalante Camus, a la temprana edad de veintidós años.

En 1976, llevada de mi deseo de ocupar las horas libres de mi vida y preocupada por las dificultades económicas del colegio, que entre paréntesis siempre habían existido, había intentado realizar el sueño de cualquier apasionado lector: abrir una librería. Una pequeña librería, un refugio en el que pasar, rodeada de libros, mi tiempo libre.

El proyecto se hizo realidad en un apartado rincón de la Castellana, entonces avenida del Generalísimo. Se llamó Librería Aldecoa. Los Auger, Clemente e Isabel, grandes y permanentes amigos, me ayudaron mucho. Isabel había abierto años atrás con Gabriela Sánchez Ferlosio una librería, La Tarántula, que era mi modelo.

Isabel me asesoró hasta límites exhaustivos y me facilitó enormemente la puesta en marcha de mi nuevo proyecto.

En el pequeño local había dos niveles. En el más alto organicé un rincón con unas butacas y una mesa donde los sábados por la mañana y algunas tardes, al cerrar, nos reuníamos los amigos en tertulia.

Yo seguía todo el día en el colegio y Gaba, siempre a mi lado en todos los proyectos, fue «trasladada» a la librería para ocuparse de ella por la mañana. Yo llegaba a las cinco, la hora de abrir por la tarde, a relevarla, pero casi siempre ella se quedaba conmigo.

A lo largo del curso comprendí que cada cosa, colegio y librería, requerían una entrega total y yo no podía asumir los dos trabajos ni someter a Gaba a la responsabilidad exclusiva de algo que ni siquiera ella había elegido. Por mi parte, decidí continuar con el colegio y traspasé la librería a mi sobrino Juan. No obstante, esa «aventura» fue para mí un empeño positivo de seguir adelante. Un esfuerzo por llenar mi vida de vida. Me sirvió, estoy segura, para instalarme con firmeza en la lucha por la supervivencia equilibrada, para rechazar la tentación de recrearme en cualquier forma de actitud morbosa en torno a mi vida personal. Nunca he resistido la autocompasión y tampoco la compasión de los que me quieren.

De modo indirecto, la librería iba a propiciar mi regreso a un camino que siempre había tenido claro, el camino de la literatura.

Un día se presentó en la librería, a poco de inaugurarla, un joven, Gustavo Domínguez, director de Cátedra, un espléndido sello dentro de Anaya. Me dijo que venía a saludarme y a proponerme que preparase un libro de cuentos seleccionados de Ignacio, con edición, prólogo y notas mías. «Imposible —le dije—, no podría».

Pero charlamos mucho rato y este primer encuentro fue el comienzo de una verdadera amistad. Pasó el tiempo y nos vimos varias veces en la librería. Lentamente, fue creciendo en mí un deseo, una tentación, un reto. Tenía que tratar de hacer el libro.

El argumento que yo daba a Gustavo —«No soy una erudita, una especialista en literatura como los colaboradores de tu colección»— fue cediendo dentro de mí a favor del argumento de Gustavo: «Se trata de que hagas el libro a tu manera. Escribe lo que quieras sobre Ignacio y su obra».

En el verano de 1978 lo intenté. Seleccioné con facilidad mis cuentos favoritos y dediqué horas a un texto-prólogo, que no era demasiado largo pero que me costó «sangre, sudor y lágrimas». De regreso a Madrid, tardé meses en hacer una selección de fragmentos de críticas y de opiniones literarias de Ignacio, extraídas de conferencias o entrevistas. Tenía poco tiempo libre a causa del colegio y era un trabajo doloroso que a veces rehuía. Lo pasé mal pero fue una verdadera terapia. Al terminar, supe que el hielo estaba roto y que volvería a escribir. Terminé el libro en 1979. Se editó en Cátedra en 1980. Por primera vez firmé como Josefina Rodríguez de Aldecoa. Se trataba de que los posibles lectores —los asiduos de la colección sobre todo— se dieran cuenta de quién era yo, dado que en realidad los que nos conocían a Ignacio y a mí nos llamaban «los Aldecoa».

«Los Aldecoa, ya se sabe, vida y literatura y gastando lo que no tienen…», dijo un día un conocido. Fue muy lúcido. «Los Aldecoa, viajando, como siempre», dijo otro. Cuando lo cierto era que viajábamos tan poco para lo que queríamos viajar… Eran tiempos cerrados, de encierro.

«Ser escritor —decía Ignacio— es, antes que nada, una actitud ante la vida». Siempre estuve de acuerdo con esa afirmación. Los amigos decían que estábamos «aldecoholizados». Y también tenían razón.

El libro fue un éxito y las numerosas ediciones que han seguido publicándose no han dejado de venderse.

Animada por el interés que el libro había despertado, pensé hacer otro. Una memoria generacional. Un testimonio sobre mis amigos y compañeros de generación. Pensé titularlo Cuentos de los niños de la guerra.

Gustavo me aconsejó dejarlo simplemente en Los niños de la guerra y pasó a publicarse en una colección juvenil de cuentos clásicos de Anaya, Tus Libros.

En este libro había reunido diez cuentos de otros tantos escritores, cuyo tema era «la infancia en guerra». Cada cuento iba precedido de una semblanza literaria que yo escribí de cada autor, además de una biografía y un comentario sobre el cuento.

Los niños de la guerra tuvo buenas críticas. Y una larga entrevista en El País firmada por Rosa Pereda. Una entrevista llena de sensibilidad que siempre he agradecido a mi amiga Rosa. Era la primera entrevista «seria» que me hacían en la nueva etapa.

Así que Ignacio fue quien indirectamente me devolvió a la literatura, a aquel camino iniciado a su lado en los años cincuenta. Desde entonces, hasta el día de hoy, mi vida volvería a ser literatura y educación.

Ya en los sesenta se ha iniciado un tímido cambio sociocultural. Por ejemplo, en 1967 se acepta la coeducación y así nos lo comunica el ministerio a Estilo, que era uno de los primeros en implantarla. Pero es a finales de los setenta cuando el cambio histórico determina el verdadero cambio cultural. Los libros son fáciles de conseguir. La censura desaparece gradualmente. Un clima de libertad intelectual empieza a respirarse en el país.

Los jóvenes escritores —nuestros «hijos literarios»— se transforman y buscan nuevos temas y nuevas formas de expresión. Se ensaya el intimismo y la introspección. Se analizan las relaciones humanas, los conflictos, los desencuentros, la fantasía, la imaginación, lo onírico.

De modo absolutamente natural, y como consecuencia de la liberación que supone la llegada de la democracia, los escritores de los cincuenta tratan de vivir la experiencia de escribir en libertad.

Si repasamos los títulos de los autores de este grupo podemos observar cambios importantes en la temática y en la técnica, muchos de ellos sin renunciar, por supuesto, a su filosofía de la existencia, a su postura personal y crítica respecto del mundo que les rodea.

Con el ardor de las innovaciones, la literatura realista del compromiso y el testimonio se considera aburrida y carente de interés. Despectivamente, algunos llegan a etiquetarla como «la literatura de la berza».

Para entender una literatura, hay que comprender las condiciones históricas en que esa literatura se ha producido. Yo puedo hablar de la España en que nacimos y crecimos los que al empezar la guerra civil éramos niños y no tomamos parte en el conflicto pero lo vivimos con la sorpresa y el terror de la infancia. Los que fuimos a la universidad en los años de la Segunda Guerra Mundial. Los que en los años cincuenta teníamos veinticuatro o veinticinco años y empezábamos a hacer algo en nuestras profesiones.

Pertenezco a la que se ha llamado en la literatura española la «generación del medio siglo». Los conozco a todos. Muchos son mis amigos. Con ellos he vivido, he estudiado, me he divertido, he sufrido. He tenido el privilegio de ser la mujer de uno de ellos. De esa generación literaria, hija de la guerra, crecida en la anémica España de la posguerra, alimentada con la escasez, la desesperación, la cobardía y al mismo tiempo la rabia, el deseo de vivir, la avidez, la curiosidad por todo. Diez años en 1936, año más año menos, y cincuenta y tantos en los setenta, los amigos: Jesús Fernández Santos, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Ferlosio, Sastre, Aldecoa y yo misma.

En los setenta, teníamos ya hijos en la universidad, que de vez en cuando se desalojaba con tiros al aire. Y seguíamos perteneciendo a un país en el que se destrozaban cuadros de Picasso y se cerraba definitivamente un periódico. El único que se atrevía a decir que en España llueve algunos veranos, aunque asuste al turismo. Y hay epidemia de gripe en invierno que no conviene divulgar.

En estas condiciones es fácil decir que la literatura realista que se hacía en España no interesaba.

Los escritores y críticos de los setenta que despreciaban el realismo no pueden olvidar estas secuelas que, todavía, nos alcanzaban.

Hay que llegar a los noventa para que se produzca una reacción justa, de reflexión y memoria. Y se inicie una nueva valoración de la obra escrita en nuestro país durante los difíciles años de la dictadura. La obra de una generación de escritores conscientes de la realidad, que sacrificaron, como tantos españoles, sus sueños de libertad, europeísmo, cosmopolitismo.

Una generación delicada y sensible, con una formación literaria autodidacta pero exigente y amplísima, que se vio inmersa en una circunstancia histórica terrible y dio testimonio de ella en sus poemas y prosas.

En cuanto a mí, con la publicación al comienzo de los ochenta del libro-homenaje a mis amigos, necesitaba, inconscientemente, cerrar un ciclo de mi vida literaria.

En el plano familiar, el final de la década me reservaba un dolor y una alegría. En enero de 1979 murió mi padre. A los pocos días, el siete de febrero, nació mi nieto Ignacio. Este relevo familiar tajante y brutal me conmovió profundamente.

A poco de nacer mi nieto, cumplí cincuenta y tres años y mi nuevo papel de abuela me llenó de optimismo. Desde el principio tuve la suerte de tenerlo muy cerca porque sus padres vivían, desde que se casaron, en un piso enfrente del mío.

El comienzo de la década de los ochenta viene marcado por un sobresalto que estremece al país. El 23 de febrero de 1981, un sector de las Fuerzas Armadas intenta un golpe de Estado. Lo que sigue fue una película que vimos los espectadores de Televisión Española en nuestras casas.

Cuando el coronel Tejero irrumpe en el Congreso de los Diputados con doscientos guardias civiles, Gutiérrez Mellado se levanta de su banco y se enfrenta a los atacantes, que le agreden. Suárez se levanta también. Tejero dispara al aire. Gutiérrez Mellado sigue en pie durante el tiroteo y Suárez y Carrillo continúan sentados mientras el resto de los diputados desaparece bajo los asientos. Suárez increpa a Tejero, que le saca del hemiciclo y lo encierra bajo vigilancia. Tejero saca también a Gutiérrez Mellado, Rodríguez Sahagún, Felipe González, Alfonso Guerra y Carrillo.

Desde nuestros hogares, los españoles asistíamos estupefactos y horrorizados a las secuencias del golpe. Todavía hoy, cuando en alguna ocasión se proyecta de nuevo el documental, no puedo evitar las lágrimas. Creo que es el mejor documental que nos ha dado Televisión Española en toda su vida.

La mía ha tenido varios telones de fondo con desastres políticos.

La anteguerra, la guerra civil, la posguerra.

Demasiados para una historia de España que, como decía Gil de Biedma, «no me gusta porque termina mal».

Lo cierto es que el golpe fracasó y el 27 de febrero millones de españoles se echaron a la calle en manifestación de apoyo a la democracia y a la libertad. En Madrid, la manifestación iba encabezada por los líderes de los partidos. Todos estábamos con ellos.

En octubre de 1982, con la victoria de los socialistas, fuimos muchos los que vimos realizado un viejo sueño: la llegada, después de tantos años, de un Gobierno de izquierdas.

Durante mucho tiempo, la idea de viajar sin Ignacio me parecía añadir un nuevo dolor al dolor cotidiano. La experiencia de Bloomington —viaje y trabajo— me ayudó a recuperar un vago interés por salir de España. Pero no fue hasta la década de los ochenta cuando este interés cristalizó en viajes reales.

En el año 1980 se organizó un viaje oficial a Bujara para celebrar el milenario de Avicena, filósofo y médico árabe, nacido en Bujara en el 980 y que había vivido en Córdoba. El viaje a Uzbekistán incluía, además de Bujara, otras ciudades y, sobre todo, la mítica Samarcanda, que fue la gran tentación para que mi amiga Carmina Chamorro y yo nos apuntáramos al grupo turístico que se organizó paralelamente al oficial. Aquél fue el comienzo de una serie de viajes con amigos.

En 1982 volvimos las dos a la URSS, en esta ocasión a Moscú, Leningrado y Kiev, con un grupo de amigos, Isabel Auger y su hermana Maruja, el matrimonio Huet, Paco y Carmen.

Fueron viajes agradables a lugares más o menos exóticos, viajes turísticos. Londres sola o Nueva York con Ignacio fueron viajes muy significativos, plenos de descubrimientos, de experiencias intelectuales, de contrastes sociológicos y culturales. Viajes enriquecedores, inolvidables, que permanecen en mi recuerdo, que me han influido profundamente y forman parte de mi biografía. Los viajes de los ochenta, sin embargo, me ayudaron a recuperar el deseo de vivir.

La visión superficial y rápida de países complejos, lejanos en el espacio y en la cultura, me distrajeron de una indiferencia generalizada en la que se había sumergido mi vida desde la muerte de Ignacio.

De todos los viajes de esa década guardo cuadernos-diarios. Al releerlos, me ha sorprendido descubrir en ellos un cierto sabor de crónica viajera del siglo XIX.

Moscú, 1980:

«Entramos en el este atravesando la tarde. Dejamos atrás el sol a las dos y media. Empezó a brillar la luna blanca en el cielo intensamente azul. La velocidad del avión nos alejaba del sol que navegaba hacia Occidente. Rápidamente la luna brilló más, el cielo se oscureció, la noche fue entrando y penetramos en ella como en un túnel. En Moscú, nevaba. Esa noche visitamos la Plaza Roja. La catedral de San Basilio, iluminada como de luz diurna, brillaba con sus intensos colores. A las doce de la noche la plaza, inmensa, llena de gente que paseaba, parecía alegre y tranquila. Todos iban abrigados con sus pieles y gorros. Los jóvenes, sonrosados, de piel muy blanca y ojos azules, parecían felices. Paseaban en pareja, alegres y abrazados.

»El río Moscova con sus gabarras grises, los palacios blancos, erguidos y aristocráticos, las enormes avenidas, los parques donde los niños juegan con la nieve… Pasamos ante la casa de Chejov. En un parque hay un modernísimo monumento a Tolstoi.

Cuba, marzo 1983:

La ciudad, en el atardecer, es primero el oro, luego roja. Una belleza indescriptible lo envuelve todo. El mar, el malecón, el cielo, la silueta negra de las casas.

En el rojo crepúsculo se van encendiendo las luces y un barco entra por el brazo de mar a la bahía…

En la carretera del este, frente a un cuartel, hay un mensaje:

Esa bandera,

Ese cielo,

Esta tierra

No nos la dejaremos

Arrebatar.

FIDEL

Nos llevan hacia las playas del este y nos desviamos a Cojimar. Una fortaleza, un monumento a Hemingway, un busto de bronce sobre un pedestal en un templete circular rodeado de columnas azules.

Una placa: el monumento lo dedica a Hemingway el pueblo de Cojimar y lo paga la cooperativa de pesca. Hay otra placa en la que también se le recuerda por inmortalizar el pueblo con su libro El viejo y el mar.

Recorremos el pueblo. Hay casitas pequeñas con una veranda de madera, una mecedora tosca, un chinchorro, un borde vegetal, un brote de plantas tropicales.

El flamboyán crece a los lados de las carreteras. Vamos al pequeño embarcadero de los pescadores. Hay un río que desemboca en el mar. Entre las dos orillas de exuberante vegetación, las barquitas. Un hombre nos dice: «Han pescado un tiburón pequeño».

Nos cuenta que hay carrera anual de pesca de aguja, torneo Hemingway. Santa María es una playa maravillosa de arena finísima. El agua verde esmeralda del Caribe, el sol, los pinos hasta el mar. El baño delicioso termina en un «saoco» de Coronilla, coco y limón, servido en el mismo coco.

México, 1986:

La llegada a México D.F. a las nueve de la noche es impresionante. Extendida en una llanura, se ve entera, iluminada y bellísima. Desde el aire recuerda un plano cinematográfico de una galaxia.

La visita al Museo Arqueológico Nacional, atravesando el Parque de Chapultepec es muy alegre. Hay muchos niños en el parque, chicos estudiando en grupo, familias.

El museo es una auténtica maravilla. Las proporciones, inmensas; la arquitectura, inspirada en los monumentos y pirámides precolombinas. Las frases poéticas de los cantos aztecas, mayas o toltecas, en las paredes de mármol, emocionantes. Magnífica la concepción de las salas correspondientes a la vida actual de esos pueblos.

Me impresiona la cantidad de niños y adolescentes que toman notas, apuntes silenciosos, correctos en las distintas salas. Unos cuantos nos piden que les firmemos en sus cuadernos. Otros, que respondamos a una encuesta de visitantes para un trabajo de su clase. Niños serios, respetuosos, amables, educados, los niños mexicanos. Preguntan: «¿Le gusta a usted México?». Pero también el taxista, la camarera del hotel, todos. Y cuando contestamos que sí, que nos gusta mucho, dan las gracias.

Coyoacán, «lugar de coyotes», es un barrio maravilloso.

Hay una fuente con dos coyotes y el palacio de Cortés, precioso, también tiene un coyote en el remate.

Coyoacán es una zona colonial, increíble. El palacio de Pedro de Alvarado, rojo con dibujos blancos. La iglesia barroca, bellísima. Tortitas de maíz y pan de semilla de amaranto.

Un «cilindrero» toca una canción de Raquel Meller. Compramos juguetes de madera y dos muñecas a unas «marchantas». La plaza tiene un quiosco de música con una cúpula de cristal de colores. Hay un árbol seco, justo frente a la casa de Cortés, que están tallando para hacer una escultura.

En la plaza hay mucha gente, y en la iglesia donde se está celebrando una misa también. Es imposible resumir la cantidad de puestos, tiendecitas, lugares de comidas. Hay pintores de acera que reproducen cuadros de Manet y Vermeer. Un barrio mexicano con el encanto de Montmartre. El color es un asalto constante.

El 14 de abril la televisión mexicana recuerda el aniversario de nuestra República. Libertad, una amiga española nos acompaña al mercadillo de San Juan, «curiosidades de México». Hay mucha artesanía, cerámica, juguetes. Al salir visitamos el mercado de alimentos. Allí solían comprar los exiliados españoles porque aquella zona, calle López, es donde fueron a parar la mayoría. Me emociona verlo. Libertad nos cuenta que su padre, cuando llegó, empezó vendiendo lapiceros por la calle (había sido «descifrador» del Gobierno republicano, nos dijo).

En el Colegio Madrid a los niños españoles exiliados les daban enseñanza, libros y comida gratis. El pueblo mexicano fue muy generoso con el exilio español.

En el mercado hay una tienda catalana —Libertad es catalana— que vende butifarra, chorizo, salchichas, jamón serrano. Libertad nos dice que llegó a México a los cuatro años y a los dieciocho se casó con Joaquín Carrillo.

Comemos con los Carrillo, que nos llevan a la casa de Frida Kahlo, la mujer de Rivera. La casa es bellísima y está muy bien cuidada.

Hay una exhibición de pinturas de Frida y de retratos de Frida hechos por otros pintores. En el jardín-patio, en blancos y azules, en la pared principal, una leyenda: «Aquí vivieron Frida y Diego, 1929-1954».

Y un retrato emocionante de Wilhelm Kahlo, con una leyenda en la que dice que el padre de Frida fue un hombre generoso nacido en Hungría. La casa está en Coyocán.

Puerto Escondido, en el Pacífico, tiene playas blancas y un mar violento en las costas abiertas. Puerto Ángel es una estampa tropical, chozas de palma y algunos barcos y pequeños yates. Una barca tiene pintado un dragón echando llamas en los costados. Lo tripulan dos niños que se acercan a la orilla y desembarcan un gran pez…

En las lagunas de Chacahuer, a cincuenta y siete kilómetros de Puerto Escondido, hay un poblado limpio y agradable con un restaurante que regenta un indio.

En medio de la selva, bosques con palmeras abrazadas y asfixiadas por otros árboles; la exuberancia vegetal es impresionante.

Hacemos una excursión por las lagunas. Los arbustos tropicales, enormes, entran en el agua. Hay grandes bolsas negras, que son hormigueros. Las garzas, las águilas, los pelícanos, aparecen por doquier. El sol quema pero no lo notamos por la velocidad de la lancha. Durante el recorrido tomamos mescalito, un delicioso aguardiente. Nos detenemos en un poblado en el que los niños se mezclan con los cerdos y las vacas en absoluta libertad. Vemos cocodrilos desde la lancha y pasamos a una playa de mar, al otro lado de la laguna. La puesta del sol es magnífica.

Oaxaca es una ciudad en la que se come pan en lugar de tortillas. El pan de Oaxaca tiene fama, especialmente el pan de yema.

La ciudad es extraordinariamente interesante y hermosa. Las calles, rectas, se cruzan entre sí. La altura de los edificios no sobrepasa los dos pisos. Las rejas españolas que hay en todas las casas y los colores mexicanos ofrecen la esperada imagen de la ciudad colonial típica. Los patios, los grandes portales, las iglesias. La Soledad es una iglesia en una plaza de grandes proporciones. Hay otra gran plaza en la que aparecen numerosos toldos de heladerías con sillas y mesas de hierro forjado. Para acceder a las plazas hay que subir unas escalinatas soberbias.

Paseando nos encontramos con la Casa del Chocolate, un lugar insólito. En el portal se exhiben trajes para niños que nos trasladan, como todo el lugar, a la época de la colonia. Son camisas de encaje, trajecitos de rayas de seda fruncidos en el borde de los pantalones y con una especie de gola como cuello. En un patio grande y con soportales, en tres o cuatro mesas, hay extranjeros tomando chocolate.

La plaza de la Catedral es una maravilla. Llena de bancos blancos de hierro y árboles, muchos árboles, flores, plantas, gente. Parece una ciudad andaluza, alegre y viva.

El Zócalo, la Plaza Mayor en México, es espléndida. Hay un quiosco en el centro de la hermosa plaza y en él está tocando la orquesta municipal.

Plazas, parques, calles hermosas. Oaxaca es una ciudad bellísima y conmovedoramente española. Los mercados son absolutamente mexicanos. En un abigarramiento espléndido se venden frutas, chiles, verduras, cacahuetes, higos. Todo colocado artísticamente en un juego de formas y colores. En el mercado también se venden trajes. La artesanía mexicana es inagotable. Cientos de trajes, blusas por todas partes. La cerámica, la madera, el latón, el tejido. La gente, extraordinariamente amable y cortés.

La Casa de la Cultura tiene libros muy interesantes. Es un palacio con tres patios soberbios y una biblioteca pública en la que a la vez se venden libros.

Compramos algunos muy bien editados y muy bonitos. En el edificio hay un hermoso eslogan: «Leer nos hace libres».

México, abril 1986. Un viaje lleno de sensaciones y descubrimientos memorables.

India, 1986:

El viaje a la India es un viaje a la historia. Más allá de su filosofía y su religión, la historia está en sus mercados, sus calles, sus tenderetes llenos de color, sus preciosos trajes que se arrastran por el polvo o el barro. La forma de aceptar las plagas, el hambre, la enfermedad, la escasez, son de otra época.

Saliendo de las grandes ciudades, dejando atrás los núcleos urbanos, los palacios, la arquitectura inglesa, las grandes avenidas, todo bellísimo, un viaje a la India profunda es un viaje a la Edad Media.

Eso es lo que inquieta y sorprende y apasiona en la India. Esa inmersión en el pasado. La impresión de que no hay más que artesanía. No hay desechos de la civilización. La miseria especial de Benarés es medieval. Así se debía vivir en otras épocas en Europa. Y aún quedan reductos en algunos países.

Estos viajes, y un delicioso crucero con mi hija y mi nieto en el 88, dieron luz a una década que fue un auténtico regreso a la vida real. Tanto desde el punto de vista de mi estado de ánimo personal como por la evolución de España hacia la deseada y tanto tiempo ausente democracia.

Los largos veranos de Las Magnolias me proporcionaron un espacio y un tiempo perfectos para escribir. La casita del jardín me permitía el aislamiento necesario.

Allí me instalé, ante la mesa de nogal, junto a la ventana sobre el jardín y el estanque de los nenúfares y las ranas, tortugas y peces de mi nieto, que desde muy pequeño eran su pasión. Se pasaba horas contemplando en silencio los movimientos de sus animalitos acuáticos y yo, de vez en cuando, lo observaba desde arriba y suspiraba feliz.

El clima del norte en julio y agosto es fresco y estimulante en general. Hay días transparentes, luminosos, durante los cuales el bienestar físico aumenta las ganas de vivir. Y días brumosos y cálidos que desprenden aromas tropicales.

Hasta en los días nublados, el Cantábrico invita a pasear a su orilla. A lo largo de la playa de Oyambre, hermosísima, se ven los montes cercanos y, a lo lejos, las altas montañas cuyo perfil apenas se adivina con el abrazo de la niebla.

El descubrimiento de una naturaleza preservada aún, gloriosa en el paso de las estaciones y la suavidad de sus paisajes —la luz, el aire, el verde vegetal, la piedra gris de las casas; el finísimo manto de la lluvia, musical y serena, que abraza cada pedazo de tierra, arroyo, peña, sendero, prado, bosque—, todo me conmueve. El reencuentro con sensaciones dormidas de mi infancia en el norte de León me devolvió el vigor perdido y una sensibilidad renovada. La naturaleza y yo, sin interferencias durante días de paz, horas de silencio, sueños melancólicos.

La vida recobrada. Recobrado el placer de escribir.

En la década de los ochenta —en realidad, la década del 82 al 92, para ser más exactos— la sociedad española vivía una etapa de modernización. El afán de incorporarse a la dinámica de los países occidentales y democráticos, de los que habíamos estado aislados durante tanto tiempo, lleva consigo la necesidad de olvidar nuestra historia reciente, la guerra civil, la posguerra, la dictadura. Los años grises.

Europa es el modelo. Después del «golpe», la entrada en organizaciones como la Comunidad Europea y más tarde la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, son factores que contribuyen a fomentar el olvido histórico.

En literatura, este sentimiento generalizado se traduce en una actitud abierta a las corrientes literarias de otros países. Pasan a segundo plano los problemas colectivos, la justicia social, la solidaridad con los más débiles, típicas del realismo social. Rehuyendo la historia, la narración se vuelve egocéntrica y narcisista. El yo, sus problemas, sus vacilaciones, sus conflictos, pasa a ser lo más importante para el escritor.

El pacto con el olvido conduce a la cultura entendida como diversión, como entretenimiento. «La movida» es el resultado de esta postura. Subirats la explica así: «La movida neutralizó cualquier forma imaginable de crítica social y reflexión histórica (…) e introdujo, en nombre de una oscura lucidez, la moral de un generalizado cinismo».

Para José Carlos Mainer «la movida» es «una forma de hedonismo». Y señala, como síntomas de la posmodernidad, «su rechazo de la historia, el egoísmo estético y el abandono de la razón por el sentimiento».

La historia de la literatura, como la historia de la humanidad, está hecha en su mayor parte por hombres. La historia de la mujer es reciente. Casos aislados del pasado, mujeres notables de la política, la ciencia, la literatura, el arte, aunque importantes, no hacen historia.

El calificativo de «heroína» subyace en el asombro con el que se hace referencia a esas mujeres excepcionales y escasas que circulan, de puntillas, por la Historia con mayúscula.

Pero parece subsistir un empeño en la clasificación por sexos de cualquier actividad relevante. Y en el caso de la literatura, «la literatura femenina» sigue siendo tema de debate.

Un debate aburrido que nunca me ha interesado como tal. Me interesa la literatura, el acierto literario, el hallazgo rara vez conseguido. Entrar en consideraciones estadísticas es absurdo. Muchos hombres, pocas mujeres. En ambos casos, pocos escritores geniales.

Sin embargo, hay que tener en cuenta algo muy importante. Los personajes femeninos de la gran novela han sido creados por hombres.

Pensemos en el adulterio femenino y en tres ejemplos significativos: Tolstoi, Flaubert, Clarín. Ana Karenina, Emma Bovary y Ana Ozores son producto del talento masculino. Y el tratamiento dado a sus respectivos adulterios también es masculino. Un intento de análisis de la conducta de la mujer, una vigorosa y dramática exposición del proceso amoroso, da como resultado tres obras maestras. Pero yo me atrevo a decir que hay en el fondo un noble y generoso intento de compadecer a las respectivas protagonistas en las tres novelas.

Compadecer, sí, «padecer con» ellas, tratar de comprenderlas… y perdonarlas.

¿Podríamos hablar de «literatura femenina» si una mujer, en una novela, plantea el adulterio sin compasión pero con una clara comprensión del «delito»? ¿Puede un hombre analizar con la misma claridad que una mujer, lo que ésta siente, lo que la tortura, lo que la eleva al éxtasis?

El hombre puede. El hombre escritor lo ha hecho magistralmente a lo largo del tiempo. Pero es su versión la que da. Su versión de la conducta femenina como él la vive, como se ha vivido a través de los tiempos.

Cuando en los años ochenta inicio mi vuelta a la literatura son ya muchas las mujeres que escriben. La incorporación de la mujer a profesiones tradicionalmente masculinas es, a partir del siglo XX, un fenómeno imparable en el mundo occidental. Lentamente, a finales de siglo, también en España: médicas, juezas, arquitectas, escritoras.

No se suele hablar de medicina femenina, justicia femenina, arquitectura femenina. Pero sí de «literatura femenina».

Ahora bien, ¿existe una literatura femenina? Sí. También existe una literatura china, por lejana y ajena que nos parezca.

Lo más importante en ambos casos, femenina y china, es que sea una verdadera literatura. Lo de «femenina» tiene el mismo valor clasificativo que lo de «china».

Es un adjetivo que puede añadirse a la palabra literatura para tratar de señalar algún signo de identidad específico. Pero que no tiene nada que ver con la autenticidad o la calidad del fenómeno literario.

Ahora bien, con la «literatura femenina» o «hecha por mujeres», como se dice algunas veces para que suene a «más valoradas», ocurre que las mujeres lectoras son el gran soporte de esa literatura. ¿Por qué? No sólo porque en los tiempos actuales son las que más leen sino porque la mujer, desde la inseguridad que su sexo ha venido sufriendo —inseguridad intelectual, social—, siente una necesidad de identificación con los personajes femeninos de la literatura escrita por mujeres, en una búsqueda de su propia identidad o de las claves de su «estar en el mundo» como mujer.

Por experiencia confieso que una novela escrita por una mujer, una novela digna, despierta siempre mi interés como lectora. Quiero ver cómo nos vemos nosotras mismas. Quiero comprobar que la autora tiene puntos de contacto conmigo o que me descubre aspectos inéditos de lo femenino.

En cuanto a la relación hombre-mujer, creo que sería una buena ayuda para un psiquiatra —hombre— la afición a la «literatura femenina».

Los tiempos han cambiado y la igualdad de los sexos ha avanzado en muchos aspectos. Y cuando se trata de crear un personaje literario femenino, es natural que la mujer escritora se detenga en esa creación, trate de explicarse y de explicarnos por qué una mujer, en determinadas circunstancias, reacciona de una u otra forma.

En esa búsqueda, en esa indagación dentro de sí mismo que realiza el escritor, la mujer escritora «se pone en el lugar» del personaje femenino e inevitablemente transfiere a su personaje muchas de sus posibles claves de conducta. Lo cual no quiere decir que cada sexo deba limitarse a tratar de entender a sus congéneres, sino todo lo contrario. Nada más apasionante para una mujer que descubrir, a través de un personaje literario femenino, rasgos psicológicos, actitudes, conductas que nos transmite en una novela un escritor hombre. Nada más ilustrativo que su percepción del otro sexo, el nuestro. Pero del mismo modo, ¿por qué existe esa indiferencia generalizada de los hombres acerca de la visión que de ellos da una mujer en una novela? La literatura escrita por mujeres parece que sólo puede interesar a las mujeres.

Cuando yo era joven, pensaba escribir una novela sobre la mujer que se iba a titular La enredadera. En aquel primer proyecto, perdido en la noche de los tiempos, yo pensaba en una «mujer-enredadera», que vivía a expensas del hombre en todos los aspectos. Que dependía de él, se aferraba a él y acababa asfixiándole con sus exigencias de todo tipo.

La mujer burguesa de entonces no trabajaba y no se identificaba en la mayoría de los casos con la vida profesional de su marido, cosa que a él, hay que hacerlo constar, le parecía correcto. Hubiera sido aquélla una novela juvenil, con buenas dosis de rebeldía y crítica de la mujer, de una mujer, de un tiempo y de una clase muy concretas. No hay que olvidar que la experiencia de mi salida de España, temprana —para la época—, y el descubrimiento en Londres de una sociedad evolucionada, insólita para mí, había acentuado posturas personales, en el fondo de las cuales anidaba mi infancia, la influencia de mi madre y mis lecturas.

Muchos años después, en plena madurez, aquella enredadera había cambiado de raíces y de interpretación simbólica.

La enredadera, que empecé a escribir inmediatamente después de Los niños de la guerra, era distinta. En la nueva «enredadera» trataba de explicarme las causas que han impedido a la mujer alcanzar las cotas más altas de poder, de representación social, de logros profesionales equiparables a los de los hombres. La enredadera era una novela sobre la condición femenina. Se publicó en 1983.

Veinte años después de su publicación, sigo estando de acuerdo con mis ideas de entonces. La mujer, creo, es víctima malgré elle de esa «condición femenina». La maternidad, en primer término, y la entrega al mundo de los sentimientos con una intensidad superior a la del hombre hacen que ella renuncie, salvo excepciones, a la lucha terrible que lleva al hombre a sacrificar lo mejor de su vida personal a favor de su papel de conquistador y regidor del mundo en sus diferentes escalas de importancia.

La mujer inteligente y preparada puede llegar a metas difíciles e importantes. Pero siempre que esa entrega al trabajo elegido no interfiera de modo decisivo con la estabilidad de su vida afectiva, de sus sentimientos, de sus responsabilidades como madre. En La enredadera, Julia, mujer sola, divorciada, madre de un hijo ya independiente, se debate entre un sentimiento amoroso actual por un hombre que le brindaría una vida aparentemente paradisíaca, lejos de la gran ciudad, y su necesidad de independencia, su fidelidad al camino profesional elegido. Y siempre, el mundo de sus sentimientos anteriores: el hijo, ausente-presente, el marido lejano con el que ha compartido lo mejor de su vida.

La novela se desarrolla en una casa en el campo que ha comprado Julia en busca de aislamiento para sus vacaciones. La casa que un indiano construyó un siglo antes y en la que habitó una mujer sola, Clara. De las dos mujeres, conoceremos su historia en contrapunto a lo largo de la novela.

En dos planos, Julia y Clara, capítulo a capítulo, viviendo en la misma casa, el mismo clima, el mismo paisaje, asistiendo a la evolución de cada una de las dos, de sus sensaciones, de sus reflexiones, su soledad. Partiendo de situaciones personales distintas, libre Julia, la mujer del siglo XX, abandonada Clara por su marido, prisionera en su casa y su jardín, un siglo antes, vemos por su historia que ambas son víctimas de su condición femenina, los sentimientos, la maternidad, «la enredadera».

Esta primera novela me liberó de muchas incertidumbres personales.

Creo que, en el fondo, el impulso que nos lleva a escribir es el mismo que el impulso que nos lleva a leer. En el primer caso, escribir, saber más de nosotros mismos y comunicarlo a los demás. En el segundo, leer, saber más de otros seres humanos que un día, quizá cien años antes, nos contaron en sus libros lo que ellos sentían y pensaban y cómo lo vivían.

La publicación de esta novela me incorporó de nuevo al «mundo literario» en la medida que supone la participación en charlas, coloquios, debates, entrevistas, mesas redondas, jurados…

La educación había sido en años anteriores la única causa de llamadas y peticiones de intervención en actividades en torno a temas de interés general, en foros, congresos, prensa o televisión. Con la nueva faceta profesional que empecé a desarrollar, mi tiempo libre —¿hasta qué punto tenía tiempo libre?— se fue llenando de estas actividades subsidiarias, progresivamente y de modo excesivo.

Porque éramos jóvenes salió a la calle en 1986.

Es una novela en la que el protagonista es un hombre que ha muerto y al que conocemos por medio de una técnica narrativa que se desarrolla en tres planos. El primer plano es retrospectivo y se repite en cada uno de los capítulos. El segundo reproduce las cartas que van llegando de una francesa, Annick, que tuvo un amor con el protagonista en una isla mediterránea, en un verano de los sesenta. El tercer plano se desarrolla en el presente. Una conversación, un encuentro entre la viuda reciente y el amigo íntimo del protagonista.

La ambigüedad, la postura ambivalente de Julián, siempre entre lo que dice ser, lo que los demás esperan que sea, y lo que realmente le atrae y, al final, elige, es el núcleo de la novela.

El vergel es mi tercera novela. La novela de una pareja que ha basado su existencia en un proyecto «perfecto» elaborado «científicamente» y que, a lo largo de la novela, se descubre como equivocado.

El viaje que la mujer hace a una isla atlántica en busca de las huellas de su marido, que ha permanecido en la isla «huido» de su propia vida durante una temporada, va desvelando misterios de conducta, rasgos de personalidad y de carácter de un hombre que ella creía conocer y que ha regresado de la isla como un desconocido.

El descubrimiento de la isla, el contacto con los personajes que han frecuentado al marido, el encuentro con un amigo de éste que la ayuda en su investigación, va produciendo en la mujer una verdadera transformación de modo que es ella, al final, la que descubre la inconsistencia del proyecto vital en el que había estado inmersa.

Mis tres novelas de los ochenta tienen un común denominador. En ellas trato de descubrir los móviles de las conductas, las circunstancias que han influido en estas conductas. Los errores que constantemente cometemos los seres humanos, hombres o mujeres, en busca siempre de la felicidad, el acierto, el acuerdo.

Creo que en las tres está presente mi visión personal del mundo y puede deducirse mi propia postura ante la vida, mi filosofía de la existencia.

Son novelas escritas en la España de los ochenta. Novelas que teóricamente podía haber escrito fuera de España. Así como los cuentos del libro A ninguna parte eran cuentos de los cincuenta, de una posguerra prolongada, durísima y represiva. Cuentos para ser englobados en el «realismo social», que históricamente había sido clausurado.

Casi siempre elijo protagonistas femeninas. Y en muchas ocasiones hay mujeres que acompañan a las protagonistas. Personajes secundarios, seres cercanos y solidarios, que se guían por su instinto y por la sabiduría de la experiencia vivida y el sentido común. Mujeres del pueblo experimentadas, generosas, que intuyen los problemas de otras mujeres, superiores en teoría, pero muchas veces solas y angustiadas. Esa compañía femenina, solícita y protectora, es un personaje que al parecer me tienta mucho porque surge bajo diversas personalidades y situaciones en casi todas mis novelas y en varios cuentos.

Creo que este homenaje literario, esta creación de unos personajes secundarios que, sin proponérmelo, han surgido al lado de mis personajes protagonistas, surge de mi propia experiencia. Desde que nació mi hija han compartido mi vida familiar muchas mujeres que me han ayudado y me siguen ayudando a seguir adelante con mi trabajo y que me han ahorrado horas y horas de una actividad necesaria pero monótona y estéril, la rutina del hogar, que ellas han hecho por mí. Amigas, generosas, solidarias, guardo siempre un recuerdo vivo y cariñoso de todas ellas.

Los ochenta fueron maravillosos en muchos aspectos pero se vieron ensombrecidos por la muerte de personas muy queridas y más jóvenes que yo. Teresa Aldecoa, la única hermana de Ignacio, en 1986, y Betty, la mujer de mi hermano, en 1989. Ambas eran para mí insustituibles. En una familia muy corta como es la nuestra, el peso de estas desapariciones fueron para Susana y para mí especialmente sensibles.

A finales de los ochenta, mi madre decaía por momentos. Su fortaleza, su salud, disminuían. Se apagaba la extraordinaria lucidez que le permitió hasta edad avanzada leer, pasear y hasta empezar a estudiar inglés en un intento, muy propio de ella, de saber más, con una curiosidad y una disciplina de trabajo que rigió toda su vida.

Vivía en su piso acompañada por Maica, una mujer inteligente y cariñosa que fue para mis hermanos y para mí una gran ayuda.

Cuando iba a verla y pasaba un rato con ella, mi madre se animaba y regresaba a su pasado. Comentábamos sucesos familiares y anécdotas de su juventud y de los pueblos que recorrió en sus años de maestra.

A través de sus recuerdos, iba reconstruyendo para mí, sin proponérselo, fragmentos de la historia de España, entre 1923, año en que terminó la carrera, y 1936, año en que pidió la excedencia voluntaria, poco antes de estallar la guerra civil.

Eran sucesos, lugares, paisajes que yo conocía, en parte porque los había vivido de niña y en parte porque había oído contar muchas veces las mismas historias, a las que mi madre añadía siempre algún dato perdido en la memoria y recuperado luego.

Un día me contó con todo detalle la boda de Franco, que ella recordaba porque entonces estudiaba en Oviedo su carrera de Magisterio. Me describía la expectación que la boda despertó en la ciudad. Los rumores de la gente: «Los padres de ella» no querían que se casara con «él» porque la familia de «ella» tenía mucho dinero y «él» no. Le llamaban «el comandantín».

La descripción del cortejo nupcial, contemplado desde una acera, me impresionó por la nitidez de su recuerdo. Otras veces había aludido de pasada a ese acontecimiento, pero nunca con tantos detalles.

En una de aquellas tardes de recuerdos y charla que tanto le gustaban, alguna vez pensé: esto de la boda de Franco es el comienzo de una novela. La historia de una mujer de la edad de mi madre que años después vive la guerra y un día recuerda esa boda…

Ése fue el germen, el arranque de mi novela Historia de una maestra. La escribí con la intención de recuperar esa memoria suya y mía, de los años de su juventud y de mi infancia.

Y enseguida pensé que era una obligación hablar de ella y de tantas maestras que, como ella, vivieron la República con entusiasmo y esperanza.

A pesar de los fallos de energía de mi madre —un día bueno, uno triste y silencioso—, yo procuraba hacerle hablar, distraerla y dejar que nuestras divagaciones tomaran el rumbo que ella quisiera.

De vez en cuando, introducía en la conversación anécdotas que tenían que ver con mi infancia, mis «ocurrencias» o travesuras que de pronto brotaban por asociación de ideas.

Fueron días cada vez más aislados, breves momentos de luz apagados por el ensimismamiento en que ella se sumía a ratos.

Hablar de aquella época, de aquellos conmovedores testimonios mínimos, comentarios aislados, sentimientos recuperados, flashes brillantes de un día concreto, fue un estímulo casual e inconsciente por mi parte que puso en marcha la recuperación de la memoria de una época lejana.

Me puse a escribir y terminé la novela en Las Magnolias en el año 89. Se la dediqué «A mi madre» y se publicó en el 90.

Ella sólo llegó a leer una pequeña parte. Al final vivía sumergida en la confusión y el desaliento. Murió en abril de 1991, a punto de cumplir ochenta y nueve años. Mi orfandad fue definitiva. Yo tenía siempre el temor de que el tema de la novela no interesara.

«Esta novela —me decía—, este mundo de la preguerra civil, la República, la Revolución de Asturias, la guerra, la vida de los pueblos, la pobre gente… no va a ser bien recibida».

Los ochenta, que acababan de esfumarse, habían sido años de brillantez. La recuperación de la libertad, el triunfo de los socialistas, la incorporación a Europa, nuestra apertura definitiva a un mundo que ya no era «ancho y ajeno».

Por otra parte, la novela española había dado un giro hacia modos y modas sofisticados y sufría influencias literarias de otras literaturas del mundo.

Durante los ochenta la sociedad española vivía unos días de euforia y tentaciones frívolas. Días de «amor y lujo y champán en copas negras», que era la broma que nos gastábamos los amigos cuando soñábamos con un porvenir incierto pero no tan negro.

Un afán de cosmopolitismo, mejoras materiales, alegría de vivir, habían sustituido a la oscura etapa final de la dictadura con sus coletazos represivos.

Por otra parte, el lema del pacto de la transición parecía traducirse en un «aquí no ha pasado nada».

Empezar de nuevo. Olvidar la guerra y sus consecuencias. Defender la democracia. De todos esos propósitos, muchos, como vimos después, se quedaron a medias. El hecho es que, en medio de los alegres cambios, la Historia de una maestra salió a la calle y, sorprendentemente, fue un éxito. Desde el principio fue bien acogida por la crítica y se empezó a vender muy bien.

Mis tres novelas anteriores habían pasado entre una atención correcta y respetuosa y una venta discreta.

El impacto de Historia de una maestra fue totalmente diferente. Enseguida salieron nuevas ediciones que hasta el día de hoy se suceden con bastante regularidad.

A raíz de su publicación, me llamaron de muchos centros culturales, institutos, universidades, asociaciones de mujeres lectoras, etcétera. En los coloquios inevitables y deseados me hacían preguntas que me sorprendían acerca del fondo histórico del libro, tan familiar para mí. Era bastante frecuente que un lector, sobre todo entre los jóvenes, me dijera que en el libro había encontrado reflejados sucesos que él —o ella— desconocían.

¿Cómo podían ignorarlo, españoles que habían estudiado una carrera o la estaban estudiando? Me preguntaba yo.

Comprobé que estudiantes de COU habían pasado sobre el siglo XX español de puntillas, con un ligero resumen de la guerra, esquemático y simple. Pero no sabían nada de otros sucesos previos y, por supuesto, de la historia de España anterior a la guerra.

Yo sugería a los jóvenes que preguntaran a sus abuelos y solían contestar que a los abuelos —los que vivían cercano— les gustaba hablar de esos temas.

La novela termina en los primeros días de la guerra civil. En ese final la protagonista, Gabriela, la maestra, y su hija se han quedado solas después de que el padre, también maestro, fuera fusilado.

Yo no quería entrar en la guerra civil porque sobre ella se habían escrito muchos libros y muchas novelas, fuera de España y escritos por extranjeros.

Pero ante el interés mostrado por «mi maestra», varios amigos y algún crítico me animaron a seguir con su historia. Yo misma, una vez terminada la novela, sentía la necesidad de continuar contando la vida de aquella madre y aquella hija, a través de la guerra, el exilio y el regreso a España después de la muerte de Franco. Una historia muchas veces repetida en la realidad.

Podía ser, decidí, la historia de una mujer cuya vida abarca casi todo el siglo XX de la historia de España, desde 1904, año en que Gabriela nace, hasta 1982, en que muere.

La historia de la maestra se iba a completar con dos libros más, Mujeres de negro, que abarca la guerra y el exilio de las protagonistas, y La fuerza del destino, que arranca con la muerte de Franco y el regreso de Gabriela y Juana a España, para terminar con la muerte de Gabriela.

Escribir esta «Trilogía de la memoria» ha sido para mí un ejercicio de sinceridad narrativa y un profundo y constante análisis de la realidad histórica. Y algo que llegó a convertirse en una obsesión. La identificación absolutamente literaria que establecí con la figura de Gabriela durante el tiempo que estaba escribiendo me hacía sufrir.

La historia de aquella mujer luchadora, valiente, que dedicaba su vida a la educación en condiciones difíciles; su drama personal en la guerra, su exilio, todo lo que la convertía en una heroína anónima, me conmovía y me sumía en un estado de ánima, melancólico. Los acontecimientos históricos que se narran están creados partiendo de sucesos reales que yo he conocido, he vivido de niña y he oído contar a mi madre.

La historia de Gabriela que empezó en 1990 me ocupó casi toda la década. La última novela de la trilogía apareció en 1997.

Con frecuencia se pregunta a un escritor ante determinadas obras: ¿Es autobiográfica? Una pregunta un poco complicada.

Porque toda novela es una autobiografía. Y toda autobiografía es una novela.

Por las páginas de una novela se deslizan sensaciones, sentimientos e ideas que aplicamos a los personajes. Lo que hemos vivido o lo que hemos visto vivir a los demás, a los que nos han rodeado de lejos o de cerca, aparece a veces, en forma de un rasgo, una reflexión, una situación del personaje novelesco.

La elaboración, la interpretación, la transformación de las experiencias propias o ajenas es el trabajo del escritor. El escritor se pone, de alguna manera, «en el lugar dé» los personajes.

La indagación en la propia vida y en la vida de los otros es el punto de partida de la creación literaria novelesca. Del talento, la profundización y el trabajo del escritor depende que sus personajes sean o no creíbles.

En algún momento de los noventa —creo que fue después de publicar Mujeres de negro—, en una Feria del Libro, un lector me preguntó qué había ocurrido para que estas novelas despertaran interés, y mucho, incluso entre los jóvenes.

Para contestar a esta pregunta hay que mirar al país y a sus circunstancias históricas en esos años en que yo vuelvo a escribir. A partir de la muerte de Franco y con la llegada de la democracia, una corriente de optimismo político sacudía a España. El sentimiento de que la guerra civil y sus consecuencias habían terminado definitivamente.

La transición supuso un pacto, en parte expreso y en parte tácito, de reconciliación nacional.

En el año 82, con la victoria socialista, la alternancia democrática funcionaba. Ahora se trataba de mejorar la economía, las condiciones de vida de los ciudadanos, la sanidad, la educación, la cultura. Se trataba de disfrutar de los bienes de consumo y también de asomarse a Europa y al mundo. ¿Y qué pasaba con la literatura?

Como es natural, también la literatura acusó el momento de la transición. Ya se podía escribir en libertad. Lentamente, otros jóvenes de nuevas generaciones se habían ido incorporando a las filas literarias a lo largo de los sesenta, y luego en los setenta y ochenta. Y era evidente que estos jóvenes estaban interesados en nuevas corrientes, nuevos modos de expresión, nuevas influencias exteriores.

En cuanto a los escritores sociales y comprometidos de los años anteriores, en plena madurez humana y literaria, también habían cambiado. Relevados de su obligación testimonial, abiertos ya los foros naturales de expresión ciudadana, la prensa, el Parlamento, la calle, para que la gente reclamara sus derechos, los escritores de los cincuenta se sintieron libres para escribir de lo que quisieran. Podían permitirse el lujo de cambiar de temas, estilos y tratamientos, elegir lo que probablemente hubieran elegido si las circunstancias históricas hubieran sido diferentes, desde el intimismo a la fantasía, desde el amor a los problemas surgidos de la nueva sociedad emergente. Temas libres para escritores libres.

También los años ochenta marcan un momento de esplendor en todo lo relacionado con la cultura.

El pacto de la transición fue necesario para terminar con los sentimientos que la guerra civil desató: el deseo de posibles revanchas y venganzas. El pacto implicaba el final de la herida brutal que abrió la guerra en tantas y tantas familias. Lo cual fue interpretado, erróneamente por muchos, como «no hablar» y sobre todo «no escribir» sobre esa guerra y sus causas, su desarrollo y sus derivaciones.

En mi opinión, absolutamente personal, creo que fue una reacción exagerada, que convirtió la transición política en España en un extraño fenómeno de silencio y olvido.

La legalización del Partido Comunista de España, que había sido el «ogro» de la dictadura, y el fracaso del golpe de Estado ultraderechista, habían llevado a un proyecto de futuro aceptado por todos: empezar de nuevo.

Deseosos de salir de la «patria-prisión» que había limitado nuestras vidas durante tantos años, parecía fundamental archivar el pasado y empezar de nuevo. Pero no olvidar. El olvido nunca es una solución a un capítulo de la historia por negativo que éste haya sido.

No se trataba de mantener vivas las heridas de un cruel episodio, pero sí de dar a conocer a todos un análisis frío y objetivo de las causas de la derrota de la República, de la guerra civil y de la dictadura que sufrimos los españoles durante cuarenta años.

Los historiadores y los investigadores sociológicos inician trabajos de este tipo, pero en la calle, en lo que llega al gran público, no. La autocensura en estos aspectos continuó funcionando. Pero a comienzos de los noventa se produce una situación importante. Los socialistas tienen problemas.

En este momento, podemos observar que el pacto de caballeros de la transición ha desaparecido. Los ataques brutales al PSOE por parte de la derecha van más allá de la crítica razonable a los errores que permite la libertad de expresión. La transición pacífica ha terminado. Ahora empieza una etapa áspera y beligerante. Y las conciencias despiertan. Los recuerdos archivados de muchos salen a la luz. La sociedad recuerda y se politiza.

Durante los años ochenta apenas se había escrito sobre el pasado. Se publicaron pocos libros de testimonio o artículos de relieve en la prensa contra los abusos, corrupciones y crímenes de la dictadura. La izquierda en el Gobierno respetó el pacto de buena voluntad.

Pero las cosas cambian. Los años noventa se estrenan con un alarmante descenso del optimismo anterior. En las elecciones del 93 los socialistas sufren un revés que se confirma en el 96. Pero no es sólo ese resultado electoral. Una oleada de preocupación se extiende por el país. Los ataques entre los partidos políticos se suceden, el enconamiento en las acusaciones mutuas, las campañas de descrédito, las situaciones delicadas de los nacionalismos, etcétera, hacen dudar a muchos españoles de esa transición pacífica e idílica… Y con un sobresalto una pregunta se introduce en la mente de muchos españoles: ¿Dónde hemos dejado la memoria? ¿Dónde está el análisis reposado y sereno pero ineludible de lo que fue la guerra, la posguerra y los cuarenta años de dictadura? Los pueblos no pueden olvidar su historia. Dice Santayana que «el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla».

Tengo que confesar que tuvo que pasar algún tiempo para que yo me diera cuenta de lo que acabo de afirmar: que los años noventa marcan el final de la euforia de la transición. Y ésa era la razón del éxito de mi libro. Y un dato muy significativo:

que al mismo tiempo que yo escribía la novela, otros escritores, la mayoría de mi generación, habían empezado también a «escribir de la memoria». Todos habíamos sentido la misma necesidad, estimulados por causas distintas pero que se resumían en una verdad fundamental: No se puede pactar con el olvido. Hay que recuperar la memoria de lo que hemos vivido para dejar testimonio a los que vienen después, de la verdadera, profunda, humana historia de España. Esa historia que no se ve en los libros de texto de la Historia con mayúsculas. La historia pequeña de la gente, de lo que la gente sentía y vivía y sufría en aquellos años inolvidables.

Una corriente de exaltación de la memoria se extiende por el país. A lo largo de los años noventa aparecen novelas, ensayos y sobre todo muchas memorias. Memorias personales en torno a la historia de España en el siglo XX escritas por autores muy conocidos como, por ejemplo, Caballero Bonald, Castilla del Pino, Fernán Gómez, Marsillach, Oliart, Haro Tecglen, Jesús Pardo.

También aparecen novelas que nos recuerdan la historia, como las de Rafael Chirbes, Enriqueta Antolín, etcétera.

Cierto que la paz y la democracia estaban aseguradas. Pero el descubrimiento del error que supuso el olvido histórico de la transición se evidencia con toda claridad. A partir de ese descubrimiento, la memoria se convirtió en una bandera, en una reclamación, en la necesidad de dejar clara la historia vivida y aparentemente enterrada.

La literatura refleja esta situación. La aceptación inesperada y el interés producido en los lectores por mi novela Historia de una maestra están claramente relacionados con este fenómeno político de recuperación de la memoria. Los dos libros siguientes que completan la trilogía son también aceptados con mucho interés.

Como consecuencia de esta situación, sectores de la sociedad que habían permanecido aislados de los grandes problemas, entre ellos la educación, reaniman el debate político con una energía que va a continuar durante los comienzos del nuevo milenio.

El proceso no cesa. Por el contrario, en los últimos años de los noventa y los primeros del nuevo siglo, se multiplican los testimonios en forma de libro, reportaje periodístico, películas, documentales, debates. El silencio y el olvido han quedado atrás.

A partir del triunfo del Partido Popular en 1996, triunfo revalidado en el 2000, la vida política se convierte en un ataque mutuo permanente. La batalla derecha-izquierda, renovada. Estas circunstancias favorecen el resurgir de la memoria.

En noviembre de 1994 se cumplían veinticinco años de la muerte de Ignacio. En febrero de ese año, apareció un día un largo artículo en El País titulado «Aldecoa, un héroe». Lo firmaba Miguel García Posada, a quien yo no conocía personalmente. El artículo me emocionó y se lo agradecí mucho a su autor porque en aquel momento, al comienzo del año, era un recuerdo anticipado, un aviso, un toque de atención sobre esos veinticinco años que habían pasado sobre la obra de Ignacio.

En los meses siguientes, en el País Vasco se acordó, por parte del Ayuntamiento de Vitoria y la Diputación de Álava, conceder su nombre a una plaza y los nombres de algunas de sus obras a las calles que confluían en dicha plaza.

También se celebró un breve y emotivo acto en el parque de la Florida, delante de la Casa de Cultura, en el lugar donde se proyectó colocar una estatua de Ignacio. La estatua hecha por el escultor vitoriano Aurelio Rivas se colocó el día del treinta aniversario, el 15 de noviembre de 1999.

A lo largo de estos años ha habido un constante recuerdo de Ignacio en el País Vasco. En 1970 se inauguró un grupo escolar con su nombre en Vitoria y poco después otro en Bilbao. Un concurso de cuentos Ignacio Aldecoa, promovido y financiado por la Diputación de Álava en 1970, sigue concediendo un premio en castellano y otro en euskera cada año. Premio que han obtenido muchos escritores conocidos.

Siempre hemos agradecido, mi hija y yo, la atención constante que se ha concedido a la obra de Ignacio desde las instituciones y el cariño con que los vitorianos han asistido a conferencias de diferentes personas sobre su obra. En muchas ocasiones he sido invitada a participar en actos sobre Ignacio y dar conferencias en su ciudad.

En 1994 Juan Cruz, director a la sazón de la editorial Alfaguara, se puso en contacto conmigo para hacer una edición de todos los cuentos de Ignacio en su espléndida colección. Me encargó el prólogo que escribí con verdadero entusiasmo. Una magnífica fotografía de Caries Fontseré en la portada, Nueva York, 1958, nos muestra un Ignacio alegre y feliz en la Quinta Avenida. El tratamiento de la foto y la portada en general nos gustó mucho a Susana y a mí.

A esta publicación siguieron otras en la misma editorial, Gran Sol, Parte de una historia, Neutral corner, con prólogo de García Posada, y otra serie de atenciones editoriales como la publicación de tres cuentos de Ignacio en un librito, regalo de Navidad de ese año. Conocimos en aquella ocasión a Amaya Elezcano, actual directora de Alfaguara, y con ella nació una gran amistad.

También en Lanzarote se organizó un homenaje en 1994. Fue en la Fundación César Manrique, con asistencia de Juan Cruz, Gómez Aguilera y otros amigos. Y hubo mucha gente de esta isla y de La Graciosa. El simbolismo del lugar me estremeció. Ignacio y César, los dos desaparecidos prematuramente. Recordé las charlas de los veranos de los cincuenta, en la terraza de César en Madrid. En el texto que preparé para la ocasión, titulado «Ignacio Aldecoa en su paraíso», afirmé:

No todos los hombres tienen la suerte de haber tocado con la mano el lugar de la Tierra donde está situado su paraíso. Ignacio sí. Ignacio lo descubrió el día que contempló por primera vez, desde el borde del acantilado, el perfil de La Graciosa.

Y no volvió a ser el mismo después de vivir en ella.

«He descubierto el Paraíso», me dijo cuando regresó a Madrid. «Iremos juntos algún día». Pero no fue así. Años después de su muerte vine sola. Y me asomé al mirador del Río y contemplé la isla tendida al sol, perfecta y hermosísima, como Ignacio la vio y la describió. Contemplé el Paraíso y comprendí que lo habíamos perdido los dos. Y tuve miedo de adentrarme en él. Miedo a sentir demasiado intensamente la ausencia de Ignacio.

Desde el mirador del Río de César Manrique he contemplado La Graciosa año tras año desde mi primera visita a Canarias en 1978. Al fin, un día del 2001 me decidí a cruzar El Río, el brazo de mar que separa a la pequeña isla de la isla mayor. La Graciosa era como Ignacio la describe en Parte de una historia. Las playas de arena fina, los caminos de tierra por los que no circulan coches. Sólo hoy algún todo terreno. El pueblo ha cambiado, pero no en lo esencial. La gente es amable y cariñosa. Viven tranquilos en su isla, a la que ya llegan turistas en un barco que hace el trayecto desde Lanzarote y se llama Isla de La Graciosa.

Hay una escuela grande y blanca que lleva el nombre de Ignacio y un barco en el puerto del Ministerio de Agricultura y Pesca, el Ignacio Aldecoa, que se dedica a investigaciones submarinas.

Estos homenajes a un escritor que vivió en la isla y la amó y la convirtió en escenario de una novela me han parecido una muestra de sensibilidad que agradezco profundamente a quienes hicieron la propuesta y a quienes la realizaron.

En febrero de 1979, a punto de cumplir cincuenta y tres años, mi hija me había convertido en abuela. Tengo que confesar que ese acontecimiento no me deprimió ni me hizo sentirme vieja.

No todo el proceso de envejecer es triste. La vejez no siempre tiene límites claros para la vida activa física, social e intelectual, si contamos con una evaluación objetiva de nuestras verdaderas capacidades.

«La vejez no es una crisis, es una oportunidad de crecimiento», afirma Cecilia Hardwich.

En mi libro Confesiones de una abuela doy testimonio de ese «crecimiento» estimulante e inesperadamente enriquecedor que me proporcionó la relación con mi nieto Ignacio.

Cuando escribí esas «confesiones» Ignacio tenía dieciocho años y la verdad es que no le hizo mucha gracia que describiera su infancia y adolescencia, y menos aún la «tierna» fotografía de la portada en la que aparece en mis brazos con seis meses.

El libro está escrito con entusiasmo, y buenas dosis de humor.

«Ser abuela —escribí— es vivir un presente luminoso sin compromisos de futuro, sin temores, sin miedo a equivocarse… Ser abuela es vivir el amor en estado puro. No es irresponsabilidad o desinterés. Es el resultado de la experiencia. Sabemos que en nuestra propia vida nada sale como lo habíamos deseado, soñado o dispuesto. Y sólo la entrega cariñosa total puede servirnos, cuando somos abuelos, para ayudar a crecer al niño».

Cuando en marzo de 1996 cumplí setenta años, tengo que confesar que ni me estremecí. Instalada en una vejez serena y razonablemente sana, me aferré a lo que estaba viviendo.

«La vejez se apodera de nosotros por sorpresa», dice Goethe.

Y André Gide: «Debo hacer un esfuerzo para convencerme de que tengo la edad de los que me parecían tan viejos cuando yo era joven».

Lo cierto es que la percepción de la propia vejez es personal e intransferible. Coincide a veces con una enfermedad, un accidente, una tragedia personal. A veces no se puede determinar cuándo nos hemos sentido, por primera vez, viejos.

La vejez nos proporciona una perspectiva especial. Vemos desde lejos, con más claridad, lo que de cerca nos pareció un día terrible, insuperable, definitivo.

«Los ojos del espíritu sólo empiezan a ser penetrantes cuando los del cuerpo empiezan a decaer», dice Platón.

Por otra parte, el ensimismamiento en que la vejez nos sume, el desprendimiento de lo externo, nos distancia de lo que nos rodea y nos permite una mayor objetividad. La deslumbrante enajenación de los años jóvenes, el estar y vivir «en lo ajeno», fuera de sí mismo, queda lejos. Durante la vejez, la tendencia a vivir hacia dentro, a volver la mirada sobre uno mismo, al análisis de nuestras actitudes, reacciones, conductas, no es un fenómeno negativo. Al rechazar lo superficial, lo anecdótico, el anciano se refugia en un diálogo permanente consigo mismo. «Converso con el hombre que siempre va conmigo», dice Antonio Machado. Ése es el milagro de la reflexión introspectiva.

Pero ese vivir con nosotros mismos, esa mirada hacia dentro, enriquecedora y fértil, no supone el alejamiento de los otros. El contacto con los próximos es necesario y, especialmente, con los jóvenes. Los jóvenes están en posesión de una nueva visión del mundo que cambia por momentos. Y ellos pueden ser nuestros guías para caminar por él. Siempre que les dejemos que nos transmitan su captación inmediata de la realidad, su contacto directo con la vida, sin prejuicios ni interpretaciones impuestas por nosotros, los mayores.

Ahora bien, comparando la vejez masculina con la femenina, los estudiosos de este tema han encontrado, a veces con sorpresa, que las mujeres tienen más recursos vitales para afrontar la vejez.

Por una parte, su papel tradicional de centro de la vida familiar, papel que la mujer ha continuado asumiendo aunque trabaje fuera del hogar y del que no se jubila nunca. Por otra parte, su capacidad de relación social, que tiene matices diferentes a la del hombre. La mujer se acerca a los seres humanos en general, y a otras mujeres en particular, con una actitud solidaria y generosa. Desea ayudar a resolver emergencias, problemas, situaciones que van más allá de lo profesional. La mujer, sumergida desde siempre en el mundo de los sentimientos, está más cerca del sufrimiento y las dificultades de los demás. El hombre, mucho más hermético, incapaz de confesar sus sentimientos y menos aún sus estados de debilidad, afronta la vejez con más dificultad. Hay que tener en cuenta también otro factor decisivo: para el hombre, la vejez y la jubilación suponen una pérdida de poder, de ese poder que ha vivido en sus diversas formas a lo largo de la historia.

La sensación de fracaso, de descenso social, al menos en la consideración personal aunque también en lo económico la mayoría de las veces, puede conducir al hombre, en su jubilación, a una vejez frustrante.

La mujer no ha tenido el poder del hombre y no tiene que renunciar a él. Ha desarrollado relaciones afectivas y eso le sirve de apoyo. Ha descubierto que tiene tantas cosas pendientes que puede ocupar su vejez en cualquiera de ellas. Puede desarrollar actividades que le estuvieron vedadas en su juventud, aficiones culturales, por ejemplo.

Para la mujer, la vejez supone, en muchas ocasiones, la libertad. El «nido vacío», la independencia de los hijos, es para ella una liberación —sólo parcial, hay que admitirlo—, pero liberación alegre. Los hijos ya no la necesitan y puede dedicar su tiempo a lo que quiera. De hecho, hay muchas mujeres que no han trabajado fuera de casa y que, al llegar a los sesenta años, tienen por delante muchas oportunidades de vivir nuevas experiencias sociales y culturales.

Y las que han trabajado encuentran enseguida, al jubilarse, una ocupación sustitutiva y a veces más grata que las derivadas de su trabajo profesional. La profesora Hardwich, en sus investigaciones sobre la vejez, se quedó muy sorprendida al descubrir que casi todas las mujeres que investigaba aseguraban que la vejez es la mejor época de la vida. Y varias de ellas comentaban que tenían con sus nietos y nietas una amistad muy particular.

Hay un aspecto doloroso de la vejez. Cuando la vida se prolonga mucho tiempo, se convierte en una constante despedida.

Avanzar en el tiempo, sobrevivir, tiene ese precio. Las ausencias se multiplican y cada una es un desgarro. El tiempo vivido va acumulando ausencias. Algunas, como las de los padres, inevitables por ley natural. Otras, dentro de la familia, injustas, anticipadas y cercanas. Y los amigos, testigos de nuestra vida, con los que compartimos días y años de luchas, desencantos y alegrías, desaparecen. La muerte de un amigo nos disminuye. Abre una brecha de soledad en nuestra alma.

Ninon de Lenclos dice que los que viven mucho tiempo tienen «el triste privilegio de quedarse solos en un mundo nuevo».

Y Casanova asegura que «la mayor desgracia de un hombre es sobrevivir a todos sus amigos».

En cuanto a mí, lo que siento de la muerte es dejar de hablar conmigo misma, de contarme, discutirme, aplaudirme o llevarme la contraria. Porque yo soy mi interlocutor preferido. Mi único interlocutor fiable.

Cuando sonaron las campanas de despedida a 1999 —final de un año, final de un siglo, final de un milenio—, me dije a mí misma una frase que me he repetido muchas veces: «En España hemos perdido el siglo XX».

El título de Aldous Huxley Brave New World, traducido con ironía Un mundo feliz, justifica cada día más el sentido literal que el autor quiso darle. En mi opinión, es algo así como «¡Valiente nuevo mundo!».

La verdad es que el nuevo milenio, en los pocos años que lleva apareciendo en los calendarios, está desastrosamente lleno de catástrofes. Catástrofes físicas, ambientales, económicas, y lo que es peor, bélicas. Un aire de destrucción y muerte recorre el planeta y nos sobrecoge desde los telediarios. Es absurdo pensar que esta situación pesimista tiene que ver con el paso de siglo y de milenio. Es más bien el resultado de muchas catástrofes y fracasos anteriores. El hecho es que, sin saber cómo, llegamos un día al 2000.

Pero ¿significan mucho las fechas en nuestro breve paseo por esta «tierra de nadie» que es la Tierra? Yo creo que sí. Las grandes fechas, los grandes periodos de tiempo, las grandes etapas históricas. La gran historia es responsable de la forma en que vivimos nuestra pequeña historia personal. Responsable hasta del tiempo que ésta dura.

La guerra o la paz, la política que decide si pertenecemos al primero, segundo o tercer mundo, según el grado de desarrollo económico. El progreso de la ciencia que de pronto elimina obstáculos y enfermedades que han durado siglos.

Lo cierto es que las fechas influyen y la gran fecha del 2000 parece asegurarnos a los habitantes de los mundos privilegiados avances sin cuento, investigaciones que van a conducirnos a una vejez más saludable y más prolongada. Proyectos ambiciosos de educación a niveles más altos…

En el comienzo de este milenio, las esperanzas del primer mundo y del segundo podrían equilibrar problemas que subsisten del pasado. Pero algunos, rebeldes con causa, entre los que me siento, tememos que ese esplendor encierra trampas, injusticias, errores. Unos generales, que afectan a toda la Tierra, como la destrucción de la naturaleza. Otras particularmente centradas en continentes hambrientos que emergen cada día entre países vecinos, en guerras religiosas, económicas, colonizadoras. En diásporas desesperadas desde el territorio del hambre a los territorios de la supuesta abundancia.

Vivimos en un mundo confuso, ambivalente, caótico. Seguramente todos somos culpables.

Las fechas importan. El siglo XXI ha empezado a cumplir años entre el escepticismo y la indiferencia de unos, y la rabia y la impotencia de otros.

Una incógnita nos espera en las próximas vueltas del camino: ¿adónde iremos a parar? Seguramente, nada es nuevo. La historia se repite y estas reflexiones también se han repetido al final de otros ciclos, otros siglos, otros milenios.

En lo personal, la pérdida de una amiga querida marcó el comienzo del milenio.

Carmen Martín Gaite era amiga de Ignacio desde los primeros años de la Facultad en Salamanca. En su libro Esperando al porvenir recrea Carmen esa época con su precisión y lucidez habituales.

Esa amistad entre los dos compañeros de Facultad duró hasta el último día de sus vidas.

Cuando Carmen e Ignacio se volvieron a encontrar en Madrid, años después de que Ignacio hubiera abandonado Salamanca, él la llevó a un grupo de amigos que era también el mío. Desde entonces nos unía una amistad que se extendió a través de medio siglo. Desde 1949 hasta julio del 2000, fecha dolorosa de su inesperada muerte.

Testigo de mi vida, la memoria extraordinaria de Carmiña revivía en nuestras conversaciones escenas, personajes, frases, situaciones que yo no recordaba. Nadie como ella podía dar testimonio de los momentos duros y de los instantes luminosos de nuestras biografías.

Raro es el día que por una u otra razón no la recuerdo. Su número de teléfono me asalta a veces con el deseo de comunicarle algo imprevisto y que es urgente comentar. Afortunadamente, su teléfono ha sido recuperado por su hermana Ana, que ha sabido con su inteligencia hacerse cargo de la obra literaria de Carmen para organizaría y protegerla. Y con su finísima sensibilidad, se ha convertido en puerto y refugio y animosa cuidadora de los amigos de Carmiña, huérfanos de su presencia.

Por lo demás, en los tres años del 2000 que han transcurrido, mi vida se ha deslizado serena y equilibrada. El trabajo, los seres queridos, las temporadas en el campo.

Fines de semana en los que el agobio de Madrid nos impulsa a huir, cuarenta y ocho horas, setenta y dos.

Y los viajes. La gran evasión gozosa. Viajes nuevos a lugares desconocidos. Y peregrinaciones. A Lanzarote, todas las Semanas Santas.

Diez días de sol, de agua, de cielo brillantemente africano, de volcanes que cambian de color, del rosa al ocre, del verde claro al gris. Lanzarote, la isla que Ignacio amaba y cuyo amor hemos heredado Susana y yo.

Peregrinaciones al Mediterráneo, a Ibiza y a Menorca. Peregrinaciones en busca de mí misma, de paisajes detenidos en el tiempo. En busca del tiempo perdido. Y también en busca de sensaciones que permanecen vivas en el recuerdo. La luz, el aire, el sol de las islas mediterráneas.

En Navidad, la nieve de Baqueira. Los Pirineos majestuosos. La alegría de los esquiadores, la belleza de los paisajes.

Peregrinaciones a Nueva York. La vida estimulante, el ritmo, el cambio, la permanente sorpresa de Nueva York. Nueva York en invierno y en primavera, como la última vez, en mayo del 2001, después de unos días en Chicago y en Boston, para seguir a Dartmouth e intervenir en un homenaje póstumo a Cristina Dupláa, extraordinaria investigadora literaria, que fue profesora en esa universidad y que durante su estancia allí escribió un libro muy interesante sobre mi «Trilogía de la memoria». Cristina, que nos abandonó definitivamente a los pocos días de presentar el libro en Madrid y Barcelona, sumiendo en el dolor y el desconsuelo a sus seres más cercanos y a sus numerosos amigos.

En el 2001 reuní una serie de cuentos publicados en revistas unos, inéditos otros, y organicé un libro, Fiebre.

Desde 1998 estaba embarcada, para una travesía que duró cuatro años, en una novela, El enigma, en la que abordaba una situación de pareja que siempre me había interesado.

En El enigma se cuenta una historia de amor entre un hombre y dos mujeres. Atrapado por una, la legítima, egoísta, ajena a la vida profesional del hombre, pendiente sólo del bienestar económico y a la que él está atado por los convencionalismos. Y atraído irremediablemente por otra mujer, libre, divorciada, independiente, profesionalmente brillante, que le inspira una pasión reforzada por la mutua comprensión, las aficiones y los puntos de vista comunes.

Soy muy consciente de la imposibilidad de comprender las conductas de los demás, la complejidad de las relaciones humanas, entre padres e hijos, entre hermanos, entre amigos. De todas, quizá la más compleja es la relación de la pareja amorosa. Las situaciones de una pareja son tantas y tan variadas como las personas que las forman. Pero he elegido, en esta novela, una pareja que siempre me ha interesado, intrigado, preocupado: la pareja desigual.

Para mí, una novela es una indagación, una búsqueda en los seres que me rodean para tratar de comprenderlos, de explicarme sus reacciones, sus contradicciones, sus ambigüedades. Y también sus miedos, su soledad, su drama más humano: la conciencia de la brevedad de la vida, de la llegada inexorable de la muerte.

Daniel, el protagonista, está anclado —quizá sin darse cuenta— en la educación que le transmite una madre retrógrada ante la indiferencia de un padre que ha olvidado las lecciones que le dio su propio padre —el abuelo de Daniel—, republicano y abierto a un mundo más amplio y más justo. Por su parte, Berta, la esposa, es el producto de una educación femenina totalmente tradicional.

Y Teresa, la amante, a quien Daniel conoce en una universidad americana, es hija de un exiliado, educada desde niña en Estados Unidos, y representa la mujer avanzada, independiente, la intelectual responsable y estimulante que ejerce sobre Daniel una auténtica fascinación.

Y el enigma: ¿qué ocurre con el triángulo, con esas dos mujeres y ese hombre dubitativo y a la vez consciente de quién es la que está más cerca de sus convicciones teóricas? ¿Por qué duda entre la mujer egoísta, ajena a su vida y a su profesión, a sus intereses y proyectos, y la mujer interesante, preparada para entenderle? ¿Por qué se resiste a vivir libremente un amor? ¿Por qué el hombre se resigna, con frecuencia, a una pareja desigual, desequilibrada en muchos aspectos?

Hay mucho de comodidad, de cobardía, de miedo a equivocarse. Y una explicación que tiene que ver con las circunstancias históricas de cada personaje y la influencia que cada uno de los tres ha recibido.

En todo este proceso de relación con la mujer, es responsable en buena parte la educación sentimental que ha recibido el hombre.

El hombre ha sido educado para ocultar los sentimientos que son interpretados en el universo masculino como una debilidad. «Los niños no lloran» es el mensaje. «Los hombres no se dejan dominar por el sentimiento» es la consecuencia del mensaje.

El hombre, este tipo de hombre, es incapaz de hacer una confidencia de su vida sentimental a nadie. Con los amigos, con los otros hombres, se reúne para «hacer algo»: trabajo, política, deporte, pero no para analizar los problemas personales que impliquen sentimientos.

Las mujeres, sin embargo, cuando se reúnen, además de hablar del mundo en general, hablan de sentimientos, de dudas, de desesperaciones, de ilusiones. Pasan revista a las relaciones con sus seres cercanos y queridos, con mucha más facilidad que los hombres.

La mujer ha cultivado, desde siempre, sus sentimientos. Es más complicada sentimentalmente. La mujer quiere «simpatía», «sentir con», amistad, participación. Con el hombre y con otras mujeres. Con las mujeres no sólo para tratar de temas generales: política, educación, etcétera. Sino para analizar y comparar sus problemas personales y sentimentales. Por eso busca la literatura escrita por mujeres, porque trata de encontrar una identificación con los personajes femeninos, con sus actitudes y conductas en los libros escritos por mujeres que le merecen, en teoría, más confianza en ese aspecto que los de los hombres.

Paradójicamente, al acercarse la mujer, por su formación y su trabajo profesional, al hombre, éste la rechaza con desconfianza.

Me sorprende siempre la actitud del hombre ante los sentimientos. Los hombres sienten, es indudable. Albergan, esconden sentimientos de todo tipo. Nobles unos, vergonzosos otros. Como las mujeres. Pero los hombres no los exteriorizan con la palabra. Quizá con un gesto, un contacto, una presión de manos, una caricia. Pero no hablan de los sentimientos. Las mujeres sí. Las mujeres necesitan mostrar los sentimientos y dedican tiempo a hablar de ellos, a tratar de explicárselos al otro, al que los ha provocado.

El hombre no. Es «intro-sentimental», siente hacia dentro, no necesita, no quiere o no se atreve a hablar de los sentimientos. Parece que describir, analizar, los sentimientos propios es una forma de debilidad. Los escritores son la única excepción por razones de creatividad. En una novela es fácil hablar de sentimientos. Se le adjudican a otro, a un personaje que ha inventado. Transfiere a ese personaje sentimientos propios o de alguien que ha conocido y observado y cuyos sentimientos ha interpretado.

Quizá por eso, con los hombres que me ha sido relativamente fácil hablar de sentimientos es con los novelistas y los poetas. Siempre, claro es, que el sujeto de esos sentimientos sea un ser desconocido para el interlocutor; lejano o quizá imaginario.

Los hombres sienten pero no lo dicen. No se detienen a analizar los sentimientos que a veces les torturan. Me imagino que, por regla general, los analizan en silencio, en soledad ensimismada.

El hombre quiere —en líneas generales— una mujer cariñosa, entregada, admirativa. Dependiente de él. Por supuesto que hay muchas excepciones y cada vez habrá más hombres, entre los jóvenes, que elijan, que están ya eligiendo, a la mujer compañera y amiga. Pero es poco frecuente que al hombre —siempre en general— le interese lo que le pasa a la mujer en general. Y, pocas veces, lo que le ocurre por dentro a la suya.

La independencia económica y el cambio del papel de la mujer aumentan la desconfianza y la reserva en muchos hombres.

Por otra parte, el hombre quiere libertad individual total. Y no soporta que una mujer cercana sea igual a él, le observe, le analice, le exija una mayor complicidad y entendimiento. Una compañía mejor, más compleja, da más, pero exige más. ¿Por qué rechaza el hombre esa tensión intelectual que le exige una compañera igual a él?

Puede ocurrir que la mujer profesional, que ha elegido voluntariamente ser esposa, madre y ama de casa, sea «el ángel del hogar», «el reposo del guerrero», la compañera incondicional que apoya y anima al hombre porque cree en él y le admira. Pero no es éste el caso de Berta. En la historia de El enigma hay un gran derrotado: el hombre. Es un final desolador, lo sé. Será porque, como dice Julian Barnes, «La mayoría de los hombres pasan su vida en una tranquila desesperación».

La educación sigue siendo una pasión que me arrastra y me lleva a participar en las muchas actividades que me reclaman y me tientan. Charlas, coloquios, debates, mesas redondas, entrevistas sobre educación. Paralelamente, el mundo literario me convoca para participar en actos que tienen que ver con la literatura.

Tempus fugit, es cierto. Quisiera ampliar las horas del día, alargarlas, sumergirme en un tiempo sin relojes. Administrar el tiempo a mi gusto. Horas de trabajo en silencio, a solas conmigo misma, en acuerdo o discusión, con «esa mujer que va siempre conmigo». Y horas largas de presencias queridas, insustituibles.

Vivir ensimismada. Leer. A través de la lectura, dialogar en silencio con hombres y mujeres contemporáneos y con hombres y mujeres que hace años, quizá siglos, dejaron su mensaje en un libro para que yo lo leyera, lo encontrara en una búsqueda de respuestas a mis preguntas. Y el descubrimiento fascinante de afinidades, respuestas, sugerencias. Leer y leer, clásicos y modernos; libros en español y en otros idiomas.

Y escribir. Escribir es para mí la máxima compensación. Tratar de expresar lo que pienso y siento, lo que veo o imagino. Tratar de reflejar en mi escritura lo que he vivido y lo que he visto vivir a los demás. Comunicarme con ese lector desconocido, cercano o lejanísimo, a quien llegamos por encima del tiempo y el espacio. El que va a completar el libro que un día escribimos. Porque un libro no existe hasta que alguien lo haya leído.

La dinámica del proceso literario me absorbe horas y horas sin sentir el paso del tiempo. Nada es comparable con el placer de acertar con lo que se anda buscando, la palabra, el giro, la reacción de un personaje, la recuperación del hilo narrativo, a veces perdido, a veces oculto como un Guadiana, cuando éste reaparece. Nada es tan absorbente.

Vivimos à la recherche du temps perdu. Somos nuestro pasado. El futuro no existe y el presente será pasado dentro de un instante.

Desde que nacemos estamos perdiendo tiempo. El tiempo que se nos escapa y en su huida se lleva cada momento vivido. Sólo la memoria nos descubre el aroma, la sombra, la cicatriz de los momentos pasados.

En este libro hay una buena parte de mi vida hecha, deshecha, reconstruida, como un gran puzzle. Irremediablemente faltan piezas, fragmentos. Hay espacios vacíos. Estoy segura de que alguno de ellos encierra en su oquedad un recuerdo intolerable que he tachado sin saberlo, que no merece el precio del recuerdo.

Al final del viaje, cerca del puerto definitivo que se adivina entre la niebla, la memoria trabaja. El recuerdo reconstruye lo que fue real, adivina lo que aparece sumido en la oscuridad. Nos devuelve, en secuencias brillantes o brumosas, la vida recobrada.

He tenido una hija. He plantado un árbol, un haya purpúrea que mide ya doce metros, en mi jardín de Cantabria.

Y he escrito algunos libros. Con ellos he pretendido llegar a los demás, comunicarme con los otros. Que me conozcan mejor y, en consecuencia, me quieran más. En este deseo seguramente hay un punto de narcisismo.

Me he sentido, desde muy pronto y sin saberlo, parte solidaria de la humanidad. Nunca he encontrado nada que me apasionara más que los seres humanos que he tenido a mi alrededor. Nada me ha conmovido tanto como la tragedia de nacer para morir. La generosidad me ha parecido, siempre, la forma más deseable de vivir las relaciones humanas.

La ética y la estética han sido las dos guías de mi conducta. El trabajo bien hecho, la meta de mi actividad profesional. El existencialismo, la tendencia filosófica más cercana a mi sentido de la vida.

Al terminar este libro, contemplo con melancolía el camino que me queda por recorrer.

Soy afortunada, me digo. No estoy sola. A mi lado tengo una pequeña familia, una familia reducida que me quiere y me cuida; mi hija, mi nieto, mi yerno.

Susana fue mi protectora desde el primer momento, desde la primera noche, cuando todo había terminado e Ignacio se había ido para siempre de nuestra casa y de nuestras vidas. Hasta el día de hoy.

Cada día que pasa estoy consumiendo un fragmento del tiempo que me corresponde. Estoy respirando el volumen de aire que me ha sido asignado.

Radiantemente viva, devoro horas, minutos, segundos desde el día que nací. Me alimento del mismo hecho de vivir. Y camino hacia un final inexorablemente programado. Todo está previsto en el misterio biológico de mi sangre. Todo, en ese «viaje de un largo día a la noche», maravilloso título de la obra póstuma de O’Neill.

Las Magnolias, septiembre 2003