Antes de todo lo demás está la infancia. La huella de los primeros años, los que deciden para siempre lo que vamos a ser.

Infancias con calor o frío, hambre o abundancia, olores, colores, sonidos, sensaciones gratas e ingratas. Infancias protegidas por el afecto inagotable de los adultos. O desoladas, inseguras, asentadas sobre un suelo movedizo que nunca llegará a ser firme.

Mis primeros recuerdos, muy tempranos, se sitúan en la casa de mis abuelos maternos en la que nací y donde viví etapas prolongadas de mi niñez. Es una casa que sigue apareciendo con frecuencia en mis sueños. En ella sitúo escenas y personas que no tienen que ver con ella pero que yo traslado allí por alguna razón desconocida.

La casa está en un lugar que era muy hermoso cuando yo nací. A un kilómetro al norte del pueblo de La Robla, en la carretera de Asturias. Detrás de la casa, hoy abandonada, hay una huerta y un jardín. Y unos metros más alto, en el límite de la finca, se extiende el ferrocarril Madrid-Asturias. Como telón de fondo se eleva una montaña gris y verde, rematada por la Peña del Asno.

Los trenes circulaban día y noche, de mercancías unos, de viajeros otros. Las horas de la noche las marcaban el expreso de Madrid en dirección al norte y el expreso de Asturias hacia el sur, camino de la Meseta. En el silencio absoluto de la noche, su presencia dividía nuestros sueños.

La Peña del Asno destacaba sobre el cielo las noches claras. Gris y altiva, protectora habitualmente, se volvía amenazante cuando alguna tormenta nocturna de rayos y truenos alteraba la paz del verano. En ocasiones yo escondía la cabeza debajo de la almohada y temía que alguna roca desprendida en lo alto bajara rodando hasta la casa y la destruyera.

El corte que en su día se había practicado para construir el camino de hierro descendía como un escalón hasta una breve planicie que terminaba en la carretera. En esa planicie estaba la casa de los abuelos.

Desde la carretera se veía abajo el río, al final de un suave terraplén que se detenía, a su orilla, en el soto misterioso y húmedo cubierto de vegetación por el que circulaban pequeños animales, nutrias y hurones quizá hoy desaparecidos.

Desde que tuve uso de razón y capacidad de reflexionar, me di cuenta de que mi infancia había sido feliz. Una infancia en contacto con la naturaleza despertó mis sentidos a la belleza de una tierra áspera, tierra de montaña, cercana a Asturias, que lucha por salir de la nieve y el hielo del invierno para fructificar en una tímida y valiente primavera. En abril asomaba la hierba en los prados bajos y se extendía una delgada alfombra vegetal en las tierras altas.

En mayo los prados estaban cuajados de flores blancas, amarillas, malvas. En la montaña se escondían las rojas peonías.

La huerta-jardín se extendía alrededor de la casa. La fachada principal daba a la carretera. Y en la parte posterior, detrás de la casa, había un caminito en cuyos bordes crecían grosellas amarillas, rojas y negras. El camino terminaba en un desnivel del terreno que separaba la huerta baja de la huerta alta. Porque, en realidad, había dos huertas. A la de arriba se subía por una escalera de mano de grandes escalones. Allí se cultivaban hortalizas y plantas aromáticas. Pero no había árboles ni flores, como abajo, en la huerta grande, mi territorio preferido.

Excavada en el desnivel que señalaba el límite de las dos huertas había una cueva. La cueva era motivo de historias fantásticas que me contaba María, mi tía favorita, joven e imaginativa. Un banco se extendía de un extremo a otro y en él una colchoneta convertía la cueva en un cómodo refugio para juegos y cuentos en las tardes calurosas del verano.

En aquella huerta llena de fruta y flores teníamos los niños nuestro paraíso encerrado y personal.

En la pared natural que nos separaba de las vías del tren se abría un túnel que pasaba por debajo de las vías. Por él descendía del monte un arroyo de agua muy fría que bordeaba la huerta para desaparecer bajo la carretera y alcanzar el río, en un descenso brusco, por un cauce pedregoso y estrecho, pradera abajo.

El verdadero protagonista del verano era el río. Los baños en el río y los cangrejos escondidos bajo las piedras que levantábamos y aprisionábamos con dos dedos. Los arrojábamos a un caldero pequeño para llevarlos a casa, donde la abuela los cocía en agua hirviendo hasta que estaban rojos y listos para comer.

Para bajar al río había que cruzar la carretera y descender por un sendero en cuesta, estrechísimo y lleno de curvas. Hacia la mitad del camino bordeado de arbustos aparecía una fuente de agua muy fresca que resbalaba piedras abajo hasta detenerse en un pozo pequeño, orlado de babosas negras y brillantes.

Abajo estaba el soto, la pequeña selva sombría. Los árboles entretejían sus ramas unos con otros y era fácil perderse en el enmarañado bosquecillo. El río tumultuoso sonaba alegremente al pasar sobre las piedras. No era un río muy grande, pero había partes en las que cubría poco y otras, bien delimitadas y conocidas, en las que aparecían pozos profundos y peligrosos, ensombrecidos por el recuerdo antiguo de ahogados imprudentes. Nunca volveré a recuperar el placer de esos baños en el río de los largos veranos de mi infancia.

De noche, llegaba hasta mi cuarto el aroma de las flores del abuelo distribuidas en parterres geométricos, hábilmente situados entre los árboles frutales. Los días eran secos y calurosos pero se volvían casi fríos al anochecer, cuando bajaba de la montaña un soplo helado, una brisa cortante.

En las tardes de verano, a la sombra del gran nogal que se erguía pegado a la cancela de entrada a la huerta, yo hacía los problemas que me preparaba mi abuela, maestra de un pueblo situado en lo alto de un monte, detrás de la casa, o leía o cosía con mis tías.

En agosto era la trilla en las eras altas, cercanas al río. Yo me subía al trillo con mis amigas, las niñas de Las Ventas, una casa muy cercana a la nuestra, también al borde de la carretera, y la única en un kilómetro a la redonda.

Las Ventas era una antigua «posada y fonda» de los arrieros y comerciantes que tiempo atrás iban y venían de Asturias a León o de León a Asturias, con sus productos y sus caballerías.

En agosto eran también las romerías en los pueblos cercanos a los que se podía ir andando monte arriba, o carretera de Asturias adelante.

La recogida de las frutas en el otoño era muy alegre. Nos ayudaban las niñas de Las Ventas y sus hermanas mayores, jóvenes como mis tías. Manzanas, peras de don Guindo, ciruelas claudias y moradas. El aroma de la fruta y el color cobre, siena, rojizo de los árboles han quedado para siempre unidos en el recuerdo de mis otoños infantiles.

Las manzanas se guardaban en la bohardilla, extendidas en el suelo. En el invierno se asaban al horno, después de perforar un agujero en el centro carnoso de la fruta y llenarlo de mantequilla.

En aquel espacio cerrado y silencioso descubrí el gozo de la soledad, la soledad como el mayor de los lujos. Tumbada sobre una manta de colores en el cuarto de las manzanas leía cuentos y novelas de aventuras y, al levantar los ojos del libro, contemplaba a través de la ventana los árboles del río, abajo, y el cielo claro y duro, arriba. Oía el tren que pasaba a espaldas de la casa, a horas fijas. Y mis sueños escapaban con esos trenes. Viajar. Llegar al mar o a la gran ciudad. A Asturias o a Madrid. Después regresaba a la lectura. La gran huida hacia otros mundos.

El invierno llegaba precedido de lluvias y vientos que dejaban los árboles definitivamente desnudos. Las hojas volaban ligeras al caer. Se detenían en el suelo, unas sobre otras, en pequeños montones ocres, tostados, negruzcos. La destrucción implacable del invierno me acongojaba. El viento, la luz en retirada temprana, de la tarde. A veces, en noviembre llegaba la primera nevada. El alboroto de los niños de la casa vecina nos reclamaba. Enseguida nos asomábamos mis tías y yo a la alegría de nuestros vecinos. Con nuestros gritos de alborozo al recibir los primeros copos de nieve, saludábamos el comienzo del invierno.

En la gran cocina de nuestras casas, nos refugiábamos los niños cuando el débil sol invernal se retiraba y ya no era posible resistir los juegos en la huerta ni en las eras vacías sobre el río.

En aquellas dos casas aisladas del pueblo no había luz eléctrica. Mis abuelos tenían lámparas de petróleo, colgadas del techo, en la planta baja, en la cocina, el comedor y la salita. Cuando llegaba la hora de dormir y subíamos al primer piso nos iluminábamos con quinqués. Toda la lana distribuida en jerseys, calcetines gruesos, chaquetas, era poca para abrigarnos. Al salir del cálido refugio de la cocina, el aliento se congelaba. La cama estaba helada. Ladrillos calientes depositados todo el día en el horno de la cocina de carbón, envueltos en fundas de paño suave, o canecos vacíos de ginebra llenos de agua caliente eran los recursos habituales en aquellas prolongadas noches invernales en las que nos sepultábamos bajo el peso de las mantas, abrazados a nuestros primitivos calentadores.

El pueblo de mis otros abuelos estaba cerca, a pocos kilómetros. También allí la vida era una constante sorpresa para un niño. Era un pueblo pequeño, alejado de la carretera general. La casa tenía un huerto y una antigua herrería y, en el desván, ordenadas por años, una serie de grandes tinajas llenas de miel: miel dorada, clara, la más joven; miel oscura, color caoba, la más añeja. El olor dulcísimo lo impregnaba todo y producía una especie de embriaguez.

Abajo, en la cocina, se estaba muy bien gracias a la «gloria», un sistema de calefacción primitivo y eficaz que transmitía el calor por una cámara hueca extendida bajo el suelo, y en cuyo interior se quemaba lentamente una capa de paja.

Así como mi abuelo materno me transmitía con fervor ideas y opiniones y me iniciaba en la magia de la lectura, mi abuelo paterno era mi maestro de la naturaleza. Lo sabía todo de tierras, cultivos, animales. Me llevaba con él a Las Quintas, una finca de las afueras del pueblo; me contaba historias vividas, de noches con nevadas terribles en las que los lobos le habían perseguido a él o a otros hombres del pueblo, de noches que pasaban refugiados en un caserón derruido cuando la luz del día desaparecía, al regreso de un trabajo o una visita a otro pueblo cercano y los aullidos de los lobos se acercaban peligrosamente…

La España rural de los años treinta, sin luz eléctrica, sin agua corriente en las casas, sin medios adecuados de transporte… Y el frío de mi tierra leonesa, como un enemigo amenazador que se prolongaba hasta bien entrada la primavera.

El tiempo fluye. Mi tiempo actual, la medida de mi tiempo en horas, minutos y segundos, se acelera cada vez más. El tiempo de mi infancia transcurría por largas mañanas de pequeñas tareas obligadas, tardes interminables de juegos y risas, noches adelantadas para ganar horas de sueño. Despedidas del día que se acaba con cuentos que me contaban en mis primeros años y que, más tarde, yo leía avariciosamente. Los días y las noches inolvidables de la infancia.

Aquella casa de mis abuelos fue mi primer refugio sobre la Tierra. Mi primer descubrimiento del mundo alrededor, un lugar seguro lleno de afectos y cuidados. Mi madre era la mayor de ocho hermanos —siete chicas y un chico—. Se casó muy joven y yo fui la primera hija, la primera nieta, la primera sobrina de mis tías.

En la casa de mis abuelos viví rodeada de cariño y disfruté de un protagonismo delicioso. Mis primeros recuerdos están unidos a esa casa y sobre todo a mi abuelo, un hombre muy inteligente, autodidacta, librepensador, ateo, republicano. Conmigo se esmeró. Me hizo depositaría desde muy pronto de muchas de sus creencias y cuando aprendí a leer me dejó libros a veces muy complicados para mi edad. Por ejemplo: Los Miserables de Victor Hugo, o Las mil y una noches, en dos tomos grandes, a los nueve años.

Siempre se vuelve a la infancia, al territorio de los juegos y la fantasía, al pasado más alejado de nosotros. En la alta madrugada al despertar de un sueño, que con frecuencia se desarrolla en esa casa, me atenaza una congoja absurda.

Quisiera volver a entrar en aquella casa, hoy abandonada. Recorrer las habitaciones. El cuarto de las manzanas. Mi cuarto, que daba al emparrado. La cocina, confortable en los fríos inviernos. El escaño alargado, el tablero que se alzaba o se bajaba según las necesidades del momento, donde desayunábamos, almorzábamos, cenábamos.

El abuelo y la abuela en dos sillas, colocadas por fuera. Al otro lado, los jóvenes y los niños en un banco que nos aprisionaba cuando el tablero descendía.

Volver por una vez a subir las escaleras hacia el dormitorio, con la palmatoria que sostenía una vela encendida.

Volver a leer los cuentos de Calleja con ilustraciones doradas en las tapas. Metidos en una caja grande, los vi después durante años en casa de mi madre porque en realidad eran suyos. Se los había traído el abuelo, su padre, de un viaje a Madrid en la primera década del siglo XX.

La casa en que nací está vacía. La huerta y el jardín se han convertido en un lugar lleno de maleza.

También aquel paisaje que preside la Peña del Asno ha ido cambiando con los años. La montaña horadada, las canteras, las industrias que se fueron levantando en La Robla y sus alrededores, están ahora presentes en un nuevo paisaje urbanizado. La carretera de Asturias, negra de brea, que se restauraba cada cierto tiempo, ya no puede servir de terreno de juego a los niños. Los coches lo invaden todo a pesar de que el tráfico más importante se ha derivado a la nueva autopista paralela a la carretera antigua. La nostalgia del tiempo perdido me invade al contemplar los cambios del presente pero es imposible, me digo, detener la evolución de los países, las tierras, los paisajes. El desarrollo económico, inevitable casi siempre, arrasa los sueños de un primitivismo ingenuo y ya caduco.

La política formó parte de mi propia historia desde el principio. Desde que puedo recordar, a mi alrededor se vivía un fervor político. Cuando cumplí cinco años, en España se proclamó la República. Recuerdo con nitidez algunas escenas aisladas de ese acontecimiento. Alegría, voces excitadas, banderas en el pueblo cercano.

También recuerdo con claridad la revolución de octubre del 34. Por entonces yo vivía con mis padres en un pueblo minero de la provincia de León donde mi madre tenía su escuela. La revolución de Asturias tuvo mucha repercusión en aquel pueblo. Era un pueblo dividido en dos partes por una línea invisible. Arriba las minas, abajo los cultivos y el ganado.

En mi novela Historia de una maestra hay paisajes, anécdotas y experiencias absolutamente autobiográficas de esa época; por ejemplo, la retirada del crucifijo de las escuelas y la voladura del puente que comunicaba el pueblo con la carretera general.

La historia personal y novelesca de esa maestra y su vida hasta el final, que se desarrolla en mi trilogía, es pura ficción. Pero es real todo lo que en esas novelas refleja un recuerdo histórico. El telón de fondo que da sentido a los tres libros es real al igual que los paisajes y el ambiente son reales, y fruto de mis experiencias infantiles o juveniles; testimonio de lo vivido.

Mientras mi madre atendía su escuela, mi padre viajaba mucho. Tenía representaciones comerciales, seguros, etcétera. Viajes de un día en autobús o en el único taxi del pueblo.

En el curso 1935-1936, mis padres me enviaron a vivir con las hermanas jóvenes de mi madre, que por entonces tenían un piso alquilado en León, donde estudiaban. La experiencia fue para mí muy interesante. Al pasar el tiempo, cuando a mi vez yo fui joven y estudiante, me di cuenta de lo importante que había sido aquella convivencia. Muchas curiosidades, preguntas y claves de la condición femenina surgieron en aquel curso entre mis jóvenes tías.

En junio de 1936 yo tenía diez años y había terminado el curso de la Escuela Preparatoria del Instituto para pasar, en el curso siguiente, a primero de Bachillerato. Era el plan de estudios vigente, espléndido por cierto. Mi profesor era magnífico. Nos daba clase de todas las asignaturas, como excelente maestro que era. Despertó en nosotros —niños y niñas— inquietudes. Cultivó nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia. Nos contaba anécdotas de Madrid, de la Residencia de Estudiantes, de los maravillosos poetas cuyas poesías nos hacía recitar: Machado, Juan Ramón, Lorca, Alberti…

Hacíamos experimentos de Ciencias Naturales. Inventábamos problemas de Matemáticas, como un juego. Recortábamos fotografías de monumentos y paisajes de otros países para los cuadernos de Geografía.

Además de la poesía, leíamos muchos cuentos. De la colección Araluce, de Andersen y Grimm, los clásicos. Y los populares de distintos países, sus leyendas y costumbres. Los cuentos de Elena Fortún, las novelas de Julio Verne, Salgari, James Oliver Curwood eran por entonces mis lecturas favoritas. La imaginación, estimulada y estimulante, nos guiaba en todas las actividades. Redactábamos, inventábamos, dibujábamos, modelábamos…

Desde muy joven fui consciente de que las escuelas de la República, las de mi madre, las primeras a las que asistí, y la última escuela, la Preparatoria del Instituto de León, habían sido decisivas en mi formación y mi desarrollo intelectual posterior. El curso de 1935-1936 fue un curso excelente en el que aprendimos mucho y sobre todo aprendimos a pensar, a desarrollar nuestra capacidad de análisis y nuestro sentido crítico.

En junio de 1936, al terminar el curso, mis padres se habían trasladado a vivir a León. Querían que también mis dos hermanos, más pequeños que yo, pudieran estudiar en la ciudad cuando se acercara el momento del Bachillerato. Mi madre pidió la excedencia voluntaria y mi padre abandonó sus continuos viajes por el norte para establecerse en la ciudad, donde alquilaron un piso amplio y alegre en la calle de Ramón y Cajal, enfrente del Instituto.

Yo me había instalado en casa de mis abuelos desde el primer día de vacaciones, con mi hermano Tasio, para pasar el verano. Gaba, la pequeña, se quedó con mis padres en León.

Un día, hacía calor, jugábamos en la huerta bajo los árboles cuando oímos un ruido de motores de avión. Era domingo. Los aviones pasaron muy altos y se dirigían hacia Asturias. Se perdieron en el aire tras la Peña del Asno. Enseguida empezó a pasar gente. Iban en grupos hablando agitadamente, manoteando, casi corriendo. Salimos a la carretera y los contemplábamos en su marcha. El abuelo habló con algunos y entró en casa preocupado. Yo no sabía qué estaba sucediendo pero había algo grave y trágico en el rostro de todos. Era difícil que me diera cuenta de que estaba asistiendo al final de mi infancia.

Todo se fragua en la infancia. Yo me reconozco en la niña que fui. En aquella infancia que terminó bruscamente un día de julio, cuando un rumor de motores se acercó por el aire y los aviones se precipitaron hacia Asturias para descargar sus bombas en tierras republicanas.

En el comienzo de aquella etapa histórica también me reconozco. En la tristeza de mi abuelo, en el miedo de los mayores, en la amenaza latente, el silencio repentino que parecía inundarlo todo. En la espera de nuevos motores en el aire y nuevas explosiones a lo lejos.

Mi padre fue a recogernos en el primer coche civil que pasó después de entrar las tropas en La Robla.

Aquel verano quedó truncado y mis padres decidieron que debíamos estar todos juntos en la ciudad.

Al llegar a León me enteré enseguida. Mi profesor de la Escuela Preparatoria había sido fusilado. Acusación: tratar de politizar a los alumnos. Nos leía a Lorca, a Machado, a Alberti, a Juan Ramón. Por primera vez comprendí que sí, que la cultura tenía que ver con la política y que, en determinadas circunstancias, la cultura era peligrosa. Aunque, con toda seguridad, también era la mejor de las políticas.

Aquella muerte injusta y brutal marcó un punto de imposible retorno. Un infantil «antes» durante el cual la política era un asunto de mayores. Y un «después» que me implicó directamente.

La política era también asunto mío, de la niña de diez años que la había sufrido.

El paso de un pueblo a una ciudad de provincias suponía un gran cambio. León era una ciudad acogedora y abarcable en aquellos años treinta. Pasear por las calles, descubrir los rincones, las plazas, los impresionantes monumentos, el paseo de la Condesa a la orilla del río. Los nuevos amigos. Era fácil ir de una casa a otra, salir a jugar a la calle. Aquel curso de la Preparatoria había supuesto un cambio de etapa vital.

El monte, el río, la carretera, la casa de mis abuelos, la huerta, las eras, los trabajos del campo, todos los lugares que habían alegrado mi infancia fueron sustituidos por otros más complejos, más evolucionados. El mundo crecía a mi alrededor, me abría nuevos horizontes, nuevas formas de relación, nuevas sensaciones.

Julio de 1936 fue el comienzo de una etapa diferente de mi vida, de la vida de todos los españoles.

A partir de aquel momento mis días transcurrieron bajo la amenaza de la represión política, la censura cultural, la autocensura, la angustia subyacente que en todo momento presidiría nuestro destino y nos amenazaría irremediablemente en cualquier ocasión.

Yo era demasiado niña entonces para entender del todo lo que había pasado. Y a pesar de haber vivido la infancia consciente en la República, en una escuela laica, en el seno de una familia de ideas claramente avanzadas, libres, tenía que pasar tiempo para que yo llegara a conocer a fondo lo que había significado aquella República que duró tan poco tiempo y cuyo recuerdo sin embargo había quedado grabado en mi memoria como algo alegre, nuevo y diferente. Algo que hacía vibrar a los que me rodeaban.

Yo no podía saber entonces lo que había significado el proyecto educativo republicano. No sabía qué era la Institución Libre de Enseñanza ni conocía a sus fundadores, que tanto habían luchado por la renovación de la enseñanza.

Sólo a través de comentarios, misteriosas opiniones de los adultos, que me llegaban a medias. Sólo a través del miedo reinante, de los susurros de los mayores, de los gritos de las mujeres cuando corrían a altas horas de la madrugada detrás de los camiones de los condenados a muerte. Venían de la iglesia de San Isidoro en cuyos bajos tenían a los presos políticos y pasaban por nuestra calle, delante de nuestra casa, del mirador de mi habitación. Los camiones iban camino de una cuneta, en las carreteras, a las afueras de la ciudad. Sólo ante la evidente injusticia de la muerte por fusilamiento de mi profesor, podía yo presentir que algo terrible y oscuro y negativo estaba sucediendo en nuestro país.

La infancia prevalece en las circunstancias exteriores más adversas. El niño es biológicamente alegre y sólo necesita tener seguridad en los afectos de los seres que le rodean. Un niño querido es capaz de soportar situaciones difíciles.

En plena guerra, entre el temor de los adultos, la inseguridad del presente y la incertidumbre del futuro, yo tuve una infancia feliz, una infancia protegida, cuidada, serena. Soporté sin dificultad la escasez de alimentos, de ropas, de juguetes. Fue una infancia con carencias materiales y rica en momentos felices. Pero no todas las infancias de la guerra fueron así. Hubo padres prisioneros, padres muertos en el frente de batalla, o fusilados en la retaguardia. Yo lo sabía y lo vivía a mi alrededor y la inmensa tristeza que envolvía las vidas cercanas me escalofriaba. Vidas destrozadas por la más cruel de las guerras, la guerra entre hermanos.

La catástrofe y el miedo a la catástrofe no me alcanzó personalmente pero fui testigo directo y conmovido de catástrofes ajenas.

Quizá desde entonces he conservado ese miedo a lo imprevisto, a lo no buscado, a lo antinatural e ilógico. Una guerra es monstruosa. ¿Podemos estar seguros de las huellas que deja una guerra? ¿Somos conscientes de lo que intuíamos sin ser capaces de analizarlo, simplemente viéndolo?

Cuando digo que mi vida estuvo siempre marcada por la política, no quiero significar que la política fuera una actividad a la que se entregaron los adultos que me rodeaban. Era la atmósfera política que se respiraba en aquellos años treinta y los sucesos de que fuimos testigos.

La historia nos condiciona. Nacer, vivir la infancia y la juventud en una u otra circunstancia histórica influye decisivamente en nuestra actitud ante la vida, en nuestras fobias y filias.

Los españoles que pertenecen a mi generación han vivido la historia de España desde lugares, circunstancias y condicionamientos familiares diferentes, pero todos tenemos en común algunas cosas. Quizá la más importante, haber vivido una infancia en plena guerra civil.

Creo en la influencia decisiva de la infancia sobre el futuro de los seres humanos. En mi infancia encuentro explicaciones para el origen de algunas de mis preguntas. Nada ocurre por azar. El azar puro y definitivo es un accidente. Algo inesperado e impredecible que sobreviene y que en un instante cambia nuestra vida. Un accidente físico que nos disminuye en algún aspecto. O un accidente psíquico que nos marca para siempre. Eso es el azar. El resto es destino, carácter, circunstancias. Y ahí es donde hay que regresar a la infancia en busca de explicaciones. En mi caso deduzco de mis indagaciones íntimas que fue el placer del trabajo, el orden exterior y el orden intelectual temprano, factores decisivos que pusieron las bases de toda mi trayectoria en el trabajo futuro.

Mi infancia fue una infancia sana, protegida, afectivamente colmada, austera pero pródiga en cuidados y atenciones. Una infancia afortunada que transcurrió bajo la guía y la presencia constante de mi madre. Mis hermanos menores fueron mis compañeros y mis cómplices, mis testigos y mi apoyo a lo largo de mi vida. A la luz del presente, surge en mi recuerdo la armonía de nuestro hogar tal como nosotros la percibíamos, sin saberlo entonces.

La mística del trabajo estaba instalada en la vida de mi madre por influjo directo de su propio padre, mi abuelo, una de las personas que indirectamente más influyó en mi infancia. A través de mi madre y también por su presencia real en las largas temporadas de mi niñez que yo pasé en su casa.

El trabajo bien hecho, con todo lo que supone de concentración, esfuerzo, entrega total a la tarea emprendida, ha sido decisivo y lo sigue siendo en todo lo que he intentado en mi vida. Me refiero, sobre todo, al trabajo intelectual, que me ha proporcionado los placeres más apasionantes, las compensaciones más completas.

El descubrimiento del juego creativo del pensamiento, la asociación de ideas, la fascinante explicación de misterios en apariencia inexplicables, me abrieron, desde la infancia, caminos de una riqueza incomparable a cualquier otra. Ese comienzo temprano en la experiencia del trabajo mental organizado, bien dirigido y bien estructurado, se lo debo a mi madre, una espléndida maestra.

La disciplina entendida como orden mental y también como forma de organizar el tiempo de la vida cotidiana y de realizar las pequeñas tareas que esa vida exige estuvo también presente en mi educación.

Ese trabajo, esa exigencia de orden y esfuerzo, nunca supuso una imposición rígida y autoritaria sino por el contrario una guía, una ayuda y una comprobación de lo fácil que se vuelve todo cuando se emplea la inteligencia adecuadamente.

El entusiasmo que produce el descubrimiento de los hallazgos que han hecho otros y que nos llegan a través del estudio desemboca a su vez en la curiosidad creciente por conocer más.

La deslumbrante revelación del conocimiento es el punto de partida para cualquier actividad intelectual.

El mundo de los libros, la pasión por la lectura precozmente despertada, suponen un estímulo decisivo que acelera la constante evolución, el creciente interés por lo desconocido, el cauce para dar forma y sentido no sólo a la función intelectual sino también a la sensibilidad y a la capacidad de acercamiento solidario hacia el resto de los seres humanos.

Mirando atrás, me reconozco en la niña que fui, me veo frente a mi madre pidiéndole que me explique lo que no entiendo, siguiendo sus orientaciones y aceptando su ayuda. Y me veo también en los largos veranos, en la bohardilla de mis abuelos maternos, tumbada sobre una manta frente al balcón, en el cuarto de las manzanas, leyendo sin cesar, devorando ávidamente cuentos, hojeando Alrededores del mundo y otras revistas de viajes que mi abuelo atesoraba y me impulsaba a leer.

La infancia en guerra duró tres años. Yo tenía trece aquel 1 de abril de 1939 y en junio terminé el tercer curso de Bachillerato. El final de la guerra coincidió con el despertar intenso de mi adolescencia. La adolescencia es la etapa más difícil, desde el punto de vista físico y psicológico, de la vida humana.

«La adolescencia —escribe Ericson— ha sido percibida como la etapa clave de crisis de identidad personal». La adolescencia es una búsqueda y una lucha en un intento de descubrir las claves que van a definir la propia personalidad adulta. Esta lucha no es grata. Es una lucha dura y se hace con dolor. El adolescente sufre con los cambios bruscos que experimenta y resulta insoportable, para los adultos cercanos, en su deseo de afirmar su personalidad. Los adolescentes, chicos o chicas, se vuelven malhumorados, provocadores, rebeldes, agresivos. Y sufren desgarros inconscientes en la búsqueda, el ensayo, el riesgo.

Así como mi infancia había transcurrido en la libertad y la alegría de la naturaleza, mi adolescencia se vio socialmente inmersa en los modos y formas de vida de una pequeña ciudad donde todo tenía un matiz añadido de observación, crítica, denuncia. Todas las conductas estaban bajo sospecha en aquella posguerra miserable y tiránica que estábamos inaugurando. Habíamos empezado a vivir bajo una dictadura. Los «paseos de provincia de siete a nueve y media» eran observatorios censores. ¿Con quién iba cada uno? ¿De qué discutían o parecían discutir? ¿De dónde había salido ese peinado, ese traje de mujer? Las comedias rosas americanas que de vez en cuando llegaban a nuestros cines eran peligrosas. Los libros que tuvieran un mínimo contenido alarmante habían desaparecido misteriosamente. La vida era gris. Una nube cargada de presagios, una losa, una inmensa cortina gris que lo envolvía todo. Muchas veces me he preguntado si eso era así para todos o si sólo algunos, los que se consideraban vencidos, tenían esa percepción. Lo que sí estaba claro es que aquella estrechez de criterios morales, aquella opresión religiosa, influía en todos los padres. Incluso los que habían sido siempre avanzados en sus ideas se convertían también en guardianes celosos de las costumbres y controlaban a sus hijos, y sobre todo a sus hijas, con rigor.

Nunca he olvidado la experiencia de una dictadura. Todavía ahora, al cabo de los años de libertad, yo temo con frecuencia la amenaza de un trámite burocrático mal hecho, de una declaración sincera y crítica —¿peligrosa?— en una entrevista.

El fantasma de la represión se cierne sobre mi conducta. ¿Qué ocurrirá si he puesto un sello menos en un documento? ¿Y si me he retrasado en rellenar un cuestionario en el que me reclaman —¿por qué siempre de modo autoritario?— una serie de datos personales para cualquier cuestión irrelevante?

Ese miedo, ese temor, permanece siempre. Es el resultado de una experiencia traumática. Es la consecuencia de una infancia, una adolescencia y una juventud vividas bajo la dictadura. «Cuidado, cuidado», parecía ser la consigna general de las familias. Los adultos tenían miedo y trasladaban su temor a los jóvenes.

Una mirada, un gesto captado en un adulto, era un signo de inquietud. ¿De dónde venía el peligro?, nos preguntábamos. ¿Cuál era la causa de la inseguridad y la incertidumbre que se percibía a nuestro alrededor? Trece, catorce, quince años. Nuestra adolescencia coincidió con la Segunda Guerra Mundial. La inquietud aumentaba. ¿Entraría España en guerra? Las noticias en español transmitidas por la radio desde París o Londres eran escuchadas en el rincón más retirado de la casa. «Estación de Londres de la BBC hablando para España…». En España la presencia de Alemania e Italia era evidente en todas partes, fachadas, banderas, himnos.

La política, la historia, seguían influyendo en mi vida. La sociedad española se volvió más timorata que nunca. Las costumbres, influidas por la presencia y el peso de la Iglesia, retrocedieron al siglo XIX.

Pero la adolescencia tiene en sí misma tal fuerza que esquiva las barreras impuestas. Los adolescentes se integran en un grupo y el grupo sustituye a la familia en cuanto a confianza y aceptación mutua de modos de conducta. Tengo que confesar que mis trece, catorce, quince años, fueron alegres y excitantes a pesar de las circunstancias sociales y políticas. La comunicación entre iguales, la rebeldía, los primeros amores platónicos, las confidencias entre amigas, llenaban mis días.

Lo malo de esta etapa fue que en sus comienzos descuidé totalmente mis obligaciones escolares y en junio suspendí prácticamente todo el curso tercero. La consecuencia de este desastre adolescente fue un verano encerrada en casa, estudiando y recuperando el tiempo escolar perdido. Mis padres no eran competitivos, pero yo había defraudado la confianza que habían puesto en mí y esa decepción tenía sus consecuencias. De modo que mi rebeldía adolescente naufragó ese verano en un mar de apuntes, libros, problemas.

Fueron unos meses largos y tediosos y nunca más en toda mi vida de estudiante volví a suspender una asignatura.

Limitadas al máximo las salidas con amigas, leía mucho. Por entonces empecé a escribir versos miméticos, plenos de sentimientos desbordados y exaltaciones pasajeras.

Mi afición a la lectura había ido aumentando con los años. A una infancia alimentada con toda clase de cuentos, libros de aventuras, etcétera, había seguido una adolescencia ávida de lecturas románticas y apasionantes. Al principio eran novelas rosas, novelas de amores desdichados y ambientes exóticos. Pero mi afición crecía y reclamaba más libros, más variados, más interesantes.

Una circunstancia definitiva se cruzó en mi adolescencia. El descubrimiento de la biblioteca de Azcárate, de la Fundación Sierra Pambley. Una institución laica de raíces izquierdistas, dirigida en ese momento por una persona que llegó a ser clave para la vida cultural leonesa. El director de la biblioteca era un sacerdote escritor y periodista, cultísimo y apasionado por la poesía, don Antonio G. de Lama. La biblioteca estaba a un paso de la catedral. Era una tasa grande, con un portal amplio y una escalera que, al fondo, conducía a las dependencias de la Fundación. En el portal, a la derecha, unos escalones y una puerta de cristal y, al fondo, la biblioteca, las librerías de madera oscura, llenas de libros a mi alcance. Las mesas de madera noble, gruesas, sólidas, amplias, donde podíamos leer toda la tarde. Y sobre todo, don Antonio en su estrado, detrás de su mesa-pupitre, dispuesto a atendernos, sonriente y cordial. Enseguida me di cuenta de que los que leíamos con pasión y una voracidad inextinguible estábamos ante una especie de milagro. Don Antonio nos iba introduciendo en breves conversaciones a la gran literatura prohibida, los libros censurados y relegados al sótano. Unos libros que hoy parecería absurdo prohibir dado que forman parte de la mejor literatura universal. Don Antonio nos instruía, nos explicaba, trataba de transmitirnos sus conocimientos literarios, sus puntos de vista sobre las obras que nos aconsejaba. Además, nos «examinaba» cuando devolvíamos los libros prestados. Escuchaba nuestras opiniones, tímidas al principio, libres y vehementes poco a poco, cuando nos habíamos convertido en visitantes habituales. Algunos, los más asiduos, nos quedábamos a veces un rato de tertulia, después de cerrar la biblioteca. Éramos pocos. Nunca olvidaré a los primeros contertulios literarios de mi vida. Los poetas Victoriano Crémer y Eugenio de Nora, el músico Pepe Castro Ovejero, el filósofo Eloy Terrón. Yo era por entonces la única chica del grupo. Allí nació en 1943 la idea de crear una revista de poesía cuyo primer número vio la luz en 1944, cuando yo acababa de trasladarme a Madrid con mi familia.

En la atmósfera árida y opresiva de la España de entonces, grupos de aficionados a la literatura parecidos al nuestro estaban apareciendo en muchas ciudades de España: el exilio interior de la inteligencia y la cultura. Y el deseo de saber más, de asomarse al fenómeno cultural de unos jóvenes que estábamos escasos de estímulos literarios y artísticos.

Otra casualidad afortunada fue, en aquellos años de bachillerato, la presencia en mi vida de una mujer que, después de mi madre en los años de Primaria, fue la que más me influyó en mi formación literaria adolescente. Felisa de las Cuevas, amiga de mi familia, formada en Madrid, asidua a la Residencia de Estudiantes y a los intelectuales de la República. Inspectora de enseñanza depurada desde el primer momento de la posguerra, era un claro ejemplo de los intelectuales ilustrados, y me abrió horizontes insospechados con las clases que recibía en su casa. En medio de la represión intelectual del franquismo, ella, como don David Escudero en la Preparatoria, me enseñó a distinguir lo bueno de lo excelente en literatura. Me contó anécdotas brillantes, me puso en contacto con un mundo que siempre he mitificado. El mundo superior europeo, inteligente, de los españoles que creyeron en un sueño. El sueño que duró los cinco años de la República.

Un día —creo que en el otoño de 1942, ya había empezado la guerra mundial— mi padre me llevó a Madrid, donde tenía que resolver algún asunto. Yo tenía dieciséis años y aquel Madrid pequeño y destartalado me fascinó. Mi padre me llevó al cine Callao un día y al Capitol otro. El Callao estaba decorado en tonos amarillos y el Capitol en rojos. La Gran Vía me pareció un escenario de las películas americanas de aquellas épocas que veíamos en mi ciudad. La Gran Vía, con sus tiendas, mucha gente, muchos coches. Todavía hoy, la Gran Vía me parece un escenario adecuado para una película de cine negro, en blanco y negro, de los años cuarenta.

Es curioso que sea ese impacto ciudadano lo que más recuerdo de esa primera visita a una ciudad en la que he vivido ya sesenta años. El Museo del Prado, la Puerta del Sol, el Madrid de los Austrias, El Retiro, todo me interesó. Pero fue la Gran Vía la que me hizo sentir que allí, en esa calle, había algo que tenía que ver con el mundo más amplio y lejano, el mundo cosmopolita de las películas.

Dos años después, en 1944, toda mi familia se trasladó a Madrid. Yo había hecho el primer curso de Filosofía y Letras en la Universidad de Oviedo, la más cercana a mi ciudad, pero mis dos hermanos que todavía estaban en bachillerato tenían que seguir en su momento mis pasos y mis padres decidieron, pensando en nuestro futuro, lanzarse a la gran aventura de Madrid. Los tiempos eran difíciles. La comida escaseaba después de la guerra. Había cartillas de racionamiento de primera, segunda y tercera clase, de acuerdo con la categoría económica de los ciudadanos. En la de tercera, por ejemplo, daban más pan y todo el mundo prefería ésa si podía conseguirla. El pan, por otra parte, se vendía en el mercado negro en las entradas del metro. El famoso puré San Antonio, una legumbre triturada, inidentificable, era la base de la alimentación para muchos madrileños. Llegados de una zona agrícola en la que era fácil conseguir legumbres, pan, embutidos, etcétera, el panorama alimentario de Madrid era duro.

Mi padre viajaba con frecuencia a León y volvía cargado de alimentos. Recuerdo muy bien aquella época, cuando las mujeres «estraperlistas», las que iban a conseguir los productos deseadísimos del campo para venderlos en Madrid a precios altos, antes de alcanzar la estación del Norte, tiraban sus maletas por la ventanilla. Las maletas eran recogidas por colaboradores, ya preparados, que esperaban los equipajes prohibidos. Era una forma de rehuir los registros que se producían al entrar en la estación de Príncipe Pío.

Nosotros llegamos a Madrid a principios de septiembre, justo para que los tres hermanos pudiéramos empezar nuestros cursos.

Para mí, la Ciudad Universitaria y el edificio de Letras significaron el comienzo de otra etapa de mi vida. Los primeros días empecé a conocer a los nuevos compañeros de segundo de Comunes. No éramos muchos. El primer compañero interesante que me encontré fue a José María Valverde, dieciocho años, como yo, y ya era un poeta que acababa de publicar Hombre de Dios, un libro que había despertado entusiasmo en los medios literarios. Yo le admiré desde el primer momento. Conservo dedicado un ejemplar del libro. Para nosotras, las compañeras de clase, fue una especie de Etvuchenko, el joven poeta ruso al que seguían las jóvenes como si fuera un actor o un cantante de moda. Valverde y yo solíamos ir juntos a la Facultad. Coincidíamos en Cuatro Caminos. Él venía de El Viso y yo de Ríos Rosas, donde vivíamos entonces. Desde allí bajábamos andando por Reina Victoria hasta la Ciudad Universitaria. Al terminar segundo de Comunes nuestros horarios ya no coincidían y nos veíamos menos porque cada uno había elegido una especialidad.

Desde el principio de la carrera yo había simultaneado mis dos pasiones, literatura y educación. Los dos primeros cursos de la carrera de Filosofía y Letras eran comunes a todas las especialidades, pero en el tercero había que decidirse por una. Justo cuando yo tenía que elegir, curso 1945-1946, comenzó por primera vez después de la guerra la especialidad de Pedagogía, que me tentó de inmediato. Filología Hispánica, la rama que seguían los que querían escribir, me inspiraba dudas dada la censura vigente, sobre todo en literatura contemporánea, que en ese momento absorbía mi atención.

En cuanto a la nueva rama de Pedagogía, despertó toda mi herencia familiar en educación. Llevada sólo de la pretensión de saber más «científicamente» en cuanto a educación, todavía hoy no comprendo cómo no me di cuenta de que la censura ideológica no podía estar ausente en la nueva especialidad.

Así que los tres años siguientes fueron, desde el punto de vista universitario, un limitado periodo durante el cual, lo mismo que en la formación literaria, funcionó sobre todo el autodidactismo. Con excepción de algún profesor que estaba ávido de saber más de su asignatura, la tónica general fue gris, aburrida, mediocre.

Para entonces yo tenía ya muchos amigos, compañeros que estaban en la Facultad porque querían ser escritores y pensaban que aquél era el mejor camino para aprender. Del 44 al 48 frecuenté a Miguel y Rafael Sánchez Ferlosio (Miguel no era de nuestra Facultad pero venía mucho por allí), a Alfonso Sastre, a Francisco Pérez Navarro, a Jesús Fernández Santos. La amistad con todos ellos continuó después de terminar la carrera.

En aquel tiempo, la Facultad tenía pocos alumnos y era fácil conocer a todo el mundo. Ocupábamos sólo la planta baja, el primer piso y, parcialmente, el segundo.

Charlábamos, de literatura sobre todo. Poesía, novela, cuento, teatro, eran nuestras pasiones y nuestro tema principal de conversación.

Conseguir libros era difícil. La búsqueda de la literatura prohibida, el hallazgo, el descubrimiento de una librería de confianza que escondía tesoros o de un amigo que había recibido de un pariente en Argentina una traducción interesante, todo era motivo de exaltación y alegría. Los libros pasaban de unos a otros. El existencialismo francés, los novelistas italianos, los americanos. Descubrimientos comunes, descubrimientos difíciles que sólo quienes hayan vivido experiencias de parecidas dictaduras pueden comprender.

Aquel grupo de amigos eran jóvenes escritores que empezaban a publicar en las revistas universitarias del momento. Sobre todo La Hora, que acogía en sus páginas sus trabajos literarios.

La Hora dependía del SEU, el Sindicato Español Universitario, al que pertenecíamos todos los estudiantes por decreto y cuya cuota anual de pertenencia se pagaba al hacer la matrícula, con los costes correspondientes al curso. La Hora la dirigía un compañero, y fue, que yo recuerde, el primer papel impreso en que aparecieron cuentos, poemas y artículos de todos los amigos. Hace poco, Juan Cruz me regaló una colección de la revista que había encontrado en alguna librería de libros antiguos. En ella he reencontrado con nostalgia las colaboraciones y los nombres de todos nosotros.

En aquella aridez de la vida universitaria, había un grupo de alumnos muy interesados por el teatro. Entre ellos Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos, Medardo Fraile y Alfonso Paso. Su entusiasmo hizo posible que se pusiera en marcha el montaje de un estreno bajo los auspicios del TEU (Teatro Español Universitario).

En el paraninfo de la Facultad de Letras se representó la obra de Synge, Jinetes hacia el mar, que tuvo un verdadero éxito. Invitamos a Walter Starkie, director del Instituto Británico, que nos elogió mucho. (Digo «nos» porque, en mi modestia, yo tenía una frase al final de la obra). Jesús Fernández Santos, el protagonista, era un formidable actor, lo mismo que Paso.

En aquel curso (1948-1949) también se estrenaron dos obras cortas: Hello, out there de Saroyan y 27 vagones de algodón de Tennessee Williams; la primera vez, por cierto, que se oía hablar de estos autores.

La Facultad, desde el punto de vista académico, era aburrida. La censura gravitaba sobre todas las asignaturas y la biblioteca se veía limitada y disminuida por la misma razón. Eran malos tiempos para una carrera de Letras. En mi asignatura de Psicología estaba prohibido Freud. Por otra parte, apenas había actividades extraescolares, deporte, conferencias, música.

Como acontecimiento excepcional, recuerdo la visita de Eva Perón a la Facultad y un acto que hubo en el paraninfo al cual nos «invitaron» a asistir a todos los alumnos. Evita llevaba un traje blanco y era rubia y guapa. Debió de pronunciar algunas palabras pero lo cierto es que no las recuerdo.

Nada más llegar a Madrid yo me había matriculado en el British Institute, en la calle Almagro. El inglés que había iniciado muy superficialmente en el bachillerato me entusiasmaba y decidí continuar estudiándolo en el lugar que me parecía más adecuado, el British Institute.

En plena guerra mundial, lo británico no era muy popular en un país gobernado por un indiscutible partidario de la Alemania nazi. Por esa razón, los alumnos del British eran escasos. En mi clase, sólo cuatro o cinco. El profesor, Mister Kelly, era magnífico. Creo que con él aprendí todo lo más importante del idioma. Era alegre, simpático y tenía unos métodos estimulantes.

Como anécdota significativa, recuerdo que un día nos enteramos de que grupos de jóvenes pronazis habían asaltado a algunas alumnas al salir del British al anochecer. Les cortaban el pelo al rape, las obligaban a tomar aceite de ricino, etcétera. A mí nunca me ocurrió nada, quizá porque mi clase era a primeras horas de la tarde, en pleno día.

Poco tiempo después entré en contacto con el Instituto de Boston, el famoso Institute for Girls in Spain. Era una institución fundada en Madrid por Alice Gordon Gulick, en 1892, dedicada a mejorar la educación y la enseñanza de la mujer española. En 1910 se amplió el edificio original, en Fortuny 53, con otro nuevo edificio en Miguel Ángel 8.

Allí hice unos cursos de Biblioteconomía, siguiendo el método Dewey, y conocí a algunas americanas interesantes. Al descubrimiento del Boston y su biblioteca siguió otro, apasionante, la Casa Americana[1], centro cultural de la Embajada de Estados Unidos, cuya biblioteca fue fundamental para mis aficiones literarias. En aquella época tenía una espléndida sección literaria. Libros de autores poco conocidos para nosotros y supongo que poco conocidos en España. Sherwood Anderson, Sinclair Lewis, Steinbeck, Dos Passos, Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald, etcétera. Las obras estaban en inglés pero había bastantes traducidas al español.

Aquel descubrimiento sirvió para que los amigos nos pusiéramos al día en literatura norteamericana y nos embriagáramos de «generación perdida».

A propósito de esta literatura recuerdo que, por entonces, descubrimos en la calle Barquillo un almacén de Espasa Calpe en el que se encontraban libros que habían quedado fuera de circulación por distintos motivos. Allí compramos, sorprendentemente, al final de los cuarenta, Santuario de Faulkner (ocho pesetas), la primera novela que leí en español de ese autor.

En cuanto a la literatura española, nosotros, los jóvenes de entonces, seguíamos leyendo y admirando a la generación del 98 y a la del 27, y hubo dos novelas, nuevas, que nos sorprendieron de distinta forma: La familia de Pascual Duarte de Cela y Nada de Carmen Laforet.

El libro de Cela se salía del esquema deseado oficialmente: triunfalismo, imperialismo, España, el mejor lugar de la Tierra. Con un lenguaje brillante y un tema terrible, sacudió la sensibilidad adormecida de los lectores de la posguerra.

En cuanto a Carmen Laforet, Nada, aquella novela escrita por una joven en la que habla de una estudiante en la Barcelona de los cuarenta, tenía una carga de angustia y desolación que coincidía en muchos aspectos con nuestra propia percepción del Madrid de posguerra.

Un día fui con unas amigas a visitar a don Pío. Era un atardecer de invierno. Nos acercamos tímidas a aquel barrio señorial, la Academia, El Retiro, el Museo del Prado. La calle Ruiz de Alarcón. Nos abrió él mismo la puerta, envuelto en su bufanda y protegido por su boina. Nos pasó a un salón donde había dos o tres personas de su edad y dos de la nuestra: Juan Benet, apoyado en la chimenea, a quien conocí ese día, y a su lado Manolo Pilares, a quien ya conocía del Gijón.

Baroja era como nos lo imaginábamos, como nos habían dicho, como se reflejaba en sus anécdotas y en su literatura. Era el gran novelista vasco a quien leíamos con pasión. Jamás olvidaré aquella visita en la que nosotras hablamos poco y él dialogó con sus amigos de temas variados que iban surgiendo en el tiempo que estuvimos allí.

A Azorín se le podía ver por la calle de la Montera, paseando por la mañana, a la busca de un programa de cine doble porque se había convertido, en sus últimos años, en un aficionado tremendo.

Adorados viejos, antepasados vigorosos, supervivientes de una generación de ¿abuelos? nuestros. El nexo que nos mantenía unidos a la historia de nuestra literatura.

En librerías buenas y de confianza se podían encontrar de vez en cuando traducciones interesantes de otros países y también literatura iberoamericana.

A través de los libros que podíamos conseguir, de las revistas que parientes o amigos enviaban a España y de las películas por inocentes y censuradas que fueran, un mundo «ancho y ajeno» se abría ante nosotros. Salir de España, conocer otros países, era un deseo recurrente, con un fondo de congoja y desesperación. A los problemas meramente técnicos —pasaportes, visados—, a la dificultad de viajar a una Europa recién salida de la guerra de 1945, destrozada y en periodo de convalecencia, se unían las dificultades del régimen franquista, mal visto por los vencedores de Europa y poco dado a facilitar a sus ciudadanos la salida al exterior.

Por otra parte, la economía nacional estaba sometida a toda clase de restricciones. Recuperarse de los destrozos de la guerra civil, prescindir de la ayuda exterior dedicada a la propia reconstrucción de los países implicados en la guerra mundial, hacía casi imposible para una familia de clase media propiciar la salida de nuestras fronteras a alguno de sus miembros.

En el curso 1948-1949 yo había iniciado los dos cursos del doctorado. Precisamente a finales de ese curso tuve la suerte de conocer a una sobrina de María Moliner, cuya casa frecuentaba porque mi hermana Gaba era amiga de Carmina, una de sus hijas. Emilia Moliner, que acababa de llegar de Londres, me contó que había trabajado varios meses, de mayo a octubre, en Crosby Hall, una residencia famosa de mujeres universitarias, posgraduadas y profesionales de distintas especialidades. El trabajo de Emilia consistía, como el de otras estudiantes extranjeras, en sustituir al personal de la residencia en tareas no cualificadas, como ayudar en los turnos de comedor, de cocina, de habitaciones, durante las vacaciones de las empleadas fijas.

Las estudiantes extranjeras tenían su propia habitación como una residente más y recibían una pequeña cantidad semanal para sus gastos. En las horas libres de trabajo comían con las residentes y tomaban parte en las actividades culturales que la residencia organizaba. La libertad de entrar y salir en sus horas libres era total.

Absolutamente fascinada por las confidencias de Emilia Moliner le pedí los datos necesarios para escribir y solicitar un puesto para el verano, fecha en la que terminaría mi segundo curso de doctorado. La respuesta fue rápida. Me esperaban en junio del 50.

Cincuenta y dos años después, me resulta difícil creer que un viaje a Londres pudiese significar tanto para mí y para los que me rodeaban. Hoy no podría imaginar un viaje que sorprendiese más. ¿Quizá un viaje a la Luna? Puede que ni siquiera eso.

Mis padres apoyaron la idea, me pagaron el viaje y me ayudaron en todo lo que pudieron. Hoy, cuando pienso que mi hija salió por primera vez de España a los catorce años y que mi nieto a los ocho ya había viajado a París, a Nueva York, a Londres, a Suiza, me doy cuenta una vez más con una tristeza resignada de lo decisivo que es nacer en uno u otro momento de la historia del propio país. Pero nada es blanco o negro. Todo tiene su lado positivo, en medio de una abundancia de lados negativos.

Ellos, mi hija y mi nieto, no han podido vivir etapas y circunstancias que yo he vivido y que no cambiaría por las facilidades del mundo de hoy.

Circunstancias y etapas que a la gente de mi generación nos prepararon para afrontar con serenidad las dificultades del vivir cotidiano y desarrollaron en nosotros la capacidad de valorar los pequeños momentos felices, los breves instantes de felicidad conquistada.

El hecho es que a finales de mayo emprendí mi viaje en tren hacia París, primera etapa del viaje a Londres.

La belleza fulgurante de la ciudad me deslumbró. Permanecí en ella dos días vagabundeando solitaria con mis planos en la mano, absolutamente extasiada. Comprobar que estaba en Europa, que había traspasado la barrera de unos Pirineos mucho más significativos que el mero accidente geográfico, me hacía estremecer. Las inevitables huellas de la guerra, una cierta melancolía, un aire de convalecencia generalizada, no eran suficientes para oscurecer el brillo, el ritmo vital recuperado, la fuerza de un país, una sociedad, una cultura impresionantes.

La bandera del partido comunista que ondeaba en un edificio, las librerías que exhibían títulos tentadores, las parejas que se besaban bajo una farola junto al Sena, todo me producía una conmoción acongojante. La libertad estaba allí. Existía. Era la libertad soñada, idealizada, angustiosamente ausente en nuestra adolescencia y nuestra primera juventud. Estaba tocando el paraíso.

La travesía del Canal fue tranquila. En cubierta había un grupo de estudiantes, chicos y chicas ingleses. Enseguida vinieron a hacerme la inevitable pregunta.

«Where do you come from?»

Mi respuesta les fascinó.

«Oh, Spain!»

Me hicieron mil preguntas de la guerra, de Lorca, de Franco, de nuestra universidad. Dos de ellos, Michael y Margaret, fueron mis primeros amigos ingleses. Intercambiamos direcciones y promesas de llamadas telefónicas durante el viaje en tren hasta la estación Victoria.

El tren inglés, el té que nos ofrecieron, el paisaje que se deslizaba ante nuestros ojos, las casas rojas, los jardines, el cielo gris, me iban introduciendo en un país que siempre me había atraído a través de la literatura.

Estación Victoria, Londres. La llegada. Era el comienzo de una experiencia deseada, esperada y, en aquel momento, insólita.

Muchas veces desde entonces, he vuelto a Inglaterra. Pero por encima de otras experiencias posteriores, ese primer viaje a Londres, a Europa —una Europa que se estaba recuperando de una guerra terrible terminada sólo cinco años antes—, ese viaje a la libertad y a la cultura que en España permanecía reprimida, ha quedado grabado en mi memoria para siempre.

Londres había sido una de mis ciudades soñadas desde la adolescencia, cuando leí La ciudad de la niebla de Baroja.

«El sol, como un círculo indeciso ahogado en la bruma, parecía disolverse entre nubes ambarinas y después de mirar en los miradores del Parlamento, se acercaba a sus torres y a sus pináculos que se destacaban negros en el horizonte», escribió don Pío.

Londres, hermosa, fuerte, serena a pesar de los destrozos de los bombardeos, estaba llena de vida. El río. Barcos, gabarras, el transporte fluvial renacido con su vigoroso poderío. El Londres malherido de los nueve meses ininterrumpidos de bombardeos había renacido.

Los parques eran maravillosos. Los museos, espléndidos. Un mundo nuevo y diferente se extendía ante mis ojos asombrados.

La primera visión de Londres como «ciudad con río» fue inevitable. Paseando cerca del Támesis desde la orilla izquierda en que está Crosby Hall, se veía al otro lado la orilla derecha, las fábricas, los almacenes, las grúas altas. El Londres industrial, herido todavía como consecuencia de los bombardeos.

Crosby Hall, situado en el barrio de Chelsea, se fundó, como residencia para mujeres, en 1927. El edificio es espléndido. La residencia se construyó anexa al Gran Hall, que data de 1466, y se utiliza como comedor y para encuentros, exposiciones y otras actividades ocasionales.

El Hall tiene una gran tradición de visitas históricas y actos importantes en el pasado. El lugar donde se construyó era parte del jardín de la familia de Sir Thomas More, el famoso filósofo del siglo XVI, quien, adelantado a su tiempo, educó a sus hijas igual que a su hijo.

El mismo día que llegué, por la tarde, me indicaron una dirección cercana donde tenía que ir a inscribirme para recibir mi cartilla de racionamiento. Todo se resolvió en unos minutos, sin hacer cola. Era una cartilla para bombones y algún lujo gastronómico más. Comparada con la carencia que sufríamos en España, con alimentos fundamentales racionados después de once años del final de nuestra guerra, aquella abundancia me sorprendió.

Mi asombro crecía ante el nivel de confort que este país convaleciente disfrutaba. Me sorprendieron los pequeños objetos de uso diario que nunca había visto en España, objetos prácticos para la casa, de diseño cuidado y de escaso precio.

El trabajo en la residencia era fácil y me ocupaba pocas horas. Tenía libertad de horario cuando no trabajaba.

En la cocina me dejaban la cena en el horno cuando salía y regresaba tarde. Tarde eran las diez de la noche porque la cena se servía a las seis. Las cocineras y las camareras me recibieron con mucha cordialidad.

Me preguntaban acerca de España, un país desconocido y lejano, al que, aunque ellas no lo sabían, les sería fácil viajar algunos años después.

Me contaban historias interminables sobre las diferentes personas del staff. Y sus propias vidas, sus dramas, sus recuerdos. Eran gentes fuertes y sonrientes que llevaban adelante las tragedias vividas con una energía admirable.

Las residentes eran en gran parte extranjeras y sólo una procedía de un país que hablaba español: Leonor Fiorini, argentina, especialista en hidrogeología, mayor que yo. Enseguida nos hicimos amigas.

Michael, mi conocido de la travesía en el ferry, me fue a recoger un día y me llevó a la casa de sus padres. Era una familia de músicos. El padre era director de orquesta, una de las hermanas pianista, otra violinista y él, Michael, estudiaba Letras. Vivían en una casa victoriana con un jardín encantador. Me sorprendió ver que, en el garaje, el hermano mayor había instalado un taller de reparación de coches y que toda la familia lo aceptaba con naturalidad. En 1950, en una familia española de parecidas características, esa elección hubiera sido una vergüenza social.

Michael me llevó otro día a visitar a un hermano de su padre que vivía en una casa maravillosa cerca de Londres. Fue una tarde deliciosa. En mi honor, después del té, el anfitrión, un hombre mayor, de pelo blanco y arrogante figura, me leyó sus fragmentos favoritos del Quijote en un español difícil de entender pero que él comprendía profundamente.

La vida en Crosby Hall era interesante. Las mujeres residentes procedían de todas partes del mundo. Europa, América, Australia, Nueva Zelanda… Las profesiones también eran variadas. Desde una especialista en enfermedades tropicales a una investigadora sobre la delincuencia juvenil. Desde una directora de museo a una estudiosa del diseño de alta costura.

Me gustaba mucho hablar con ellas. Me mostraban un mundo, el suyo, de mujeres superiores intelectualmente, independientes, progresistas, libres. Me preguntaban por España y por nuestra guerra con un interés melancólico y hacían una alusión inevitable a la suya.

En Crosby Hall había actividades culturales con frecuencia, conferencias, debates, etcétera.

Un mundo nuevo, apasionante, se desplegaba ante mi curiosidad cuando charlaba con estas residentes. En las horas libres de trabajo, mi vida se incorporaba a la de ellas, durante las comidas o en el salón de descanso.

Crosby Hall está situado en una zona muy hermosa de Londres, en Chelsea. Un barrio aristocrático y residencial, con un pasado bohemio, lleno de recuerdos literarios. Allí vivió Oscar Wilde, allí murió Henry James.

En Chelsea, los jóvenes tomaban cerveza sentados en el suelo a la entrada de los pubs. Era verano y las márgenes del río cercano, los jardines, las calles, invitaban a estar fuera. En los parques, jinetes y amazonas paseaban a caballo y las gentes, tumbadas en la hierba, se relajaban bajo un tímido sol. Me sorprendía no ver ningún letrero de «Prohibido pisar el césped» tan habitual en la España de entonces.

Las dos Españas tenían su representación cultural en Londres.

La España oficial, en el Instituto de España, y la España republicana, en el Instituto Español, donde se reunían los exiliados. En aquellos tiempos había muy pocos españoles en Londres con pasaporte español. Desde el principio —supongo que localizada por el pasaporte— me invitaron a los festejos que en el Instituto de España se celebraban. Por su parte, en el Instituto Español también me invitaban. Tenía algunos conocidos en la ciudad, exiliados para los cuales me habían dado tarjetas amigos de Madrid, como, por ejemplo, el folclorista Eduardo Torner, que vivía en Londres con su familia. O Francisco Mateos, pintor. En el Instituto Español conocí a varios locutores de la BBC que me invitaron a visitar el Cristal Palace, donde trabajaban en los programas de radio para España.

Observé un fenómeno muy curioso. Muchos de los exiliados no sabían apenas inglés pero tenían a su alrededor a un grupo de ingleses que habían aprendido con ellos nuestro idioma. Era el caso de Wanda, una pintora que me presentó Mateos y de la que me hice amiga.

Los exiliados españoles habían estado muy comprometidos con la defensa civil de Londres durante la guerra. Noche tras noche colaboraban en la ayuda a los barrios que resultaban afectados por los constantes bombardeos nocturnos y, más tarde, al terminar la guerra, ayudaron a recuperar la normalidad de los servicios en la gran ciudad.

Los cinco meses que pasé en Londres fueron decisivos para mí. A los veinticuatro años, con los cursos de doctorado terminados y con el horizonte desértico y poco alentador que se vivía en España al comenzar la década de los cincuenta, mis dudas y mis inseguridades acerca de mi futuro profesional eran abundantes.

Mi madre, como maestra, me había transmitido con su ejemplo, sus libros y las revistas profesionales del breve periodo republicano, la base y el fondo de lo que iba a ser mi formación pedagógica individual.

Por ella supe que los grandes fundadores de la ILE fueron los que habían influido intensamente en el programa educativo de la República. El sueño europeísta tenía su raíz en la formación de sus componentes, que habían vivido y estudiado en Inglaterra, Francia o Alemania.

Los libros que encontré de personas vinculadas a la educación y a la psicología de la ILE fueron muy importantes para ampliar, más adelante, mi horizonte de autodidacta cuya base había sido la educación familiar.

De las personas que conocí en Londres, algunas me impresionaron especialmente por su significado cultural. Por ejemplo, Sir Cyril Burt, un psicólogo importante a quien me presenté con una carta del doctor Germain, mi maestro en Psicología, cuando después de terminar la carrera empecé a frecuentar el Instituto de Psicología del CSIC, que estaba incluido en el Luis Vives de Filosofía. Germain era un hombre muy interesante, con gran formación científica y humanista, que había traducido e introducido en España el famoso test de Terman en los años treinta. Trabajar con él fue un privilegio. Había dirigido el Instituto de Psicología y Psicotécnica y fue uno de los pocos intelectuales que no se exilió a pesar de su clara pertenencia al grupo de la República. Por cierto, en el departamento de Psicología conocí a Luis Martín Santos, un joven psiquiatra que también acudía allí en busca del doctor Germain. Martín Santos publicó años después una excelente novela, Tiempo de silencio. Luis asistía a una tertulia en Gambrinus a la que también asistían amigos míos: Francisco Pérez Navarro, Juan Benet y Miguel Sánchez Mazas. Yo fui alguna vez. Recuerdo que se hablaba sobre todo, y mucho, de filosofía.

Siempre pendiente de la prensa que anunciaba las actividades culturales en la ciudad, descubrí algo sorprendente: una exposición de arte infantil organizada por el Sunday Pictorial.

La visita a esta exposición no sólo me proporcionó el tema de mi tesis, El arte del niño, sino que me abrió un horizonte nuevo en el terreno educativo.

Busqué toda la bibliografía posible en librerías y bibliotecas y descubrí un camino libre para la creatividad espontánea y su valor excepcional para comprender y respetar el desarrollo de la personalidad infantil.

Cizek, el pintor vienés de los años treinta, había sido uno de los descubridores del valor estético y psicológico de la pintura infantil y de su influencia decisiva en la educación.

Perteneciente al renovador grupo Secesión, un grupo de jóvenes pintores y arquitectos que se rebelaron contra el arte académico, y cuya meta era despojarse de los siglos de cultura adquirida, del prejuicio estético, y afrontar la realidad que le rodeaba con los ojos limpios de un primitivo, de un niño. El descubrimiento de Cizek fue casual. A los veinte años se fue a Viena desde su ciudad natal y se alojó en casa de una familia modesta que tenía niños. Cuando los niños le vieron pintar quisieron imitarle, «jugar a pintar». El pintor les dio lapiceros, pinceles, pinturas, y los niños crearon obras que fascinaron a Cizek. Los amigos de éste, Klimt, Olbrich, Otto Wagner, se quedaron maravillados y animaron a Cizek a abrir «lo que apenas gustaban de llamar una escuela», escribe el pintor. El éxito de la escuela fue muy grande. De todo el mundo llegaban a Viena artistas y educadores a visitar la escuela de Cizek.

En otras naciones de Europa, y también en América, se estaba produciendo a principios del siglo XX una evolución lenta hacia una educación libre y una enseñanza creativa y estaban llegando a unos resultados parecidos a los de Cizek, a los del artista que de modo intuitivo había «descubierto» el arte libre del niño.

Cizek resumió su descubrimiento en una frase: «Dejad a los niños crecer, desenvolverse y madurar». En España, como descubrí a mi regreso, sólo el gran escultor Ángel Ferrant había llegado a descubrimientos parecidos. Él me regaló unos cuantos dibujos de su espléndida colección de arte infantil internacional y en una ocasión escribió: «Los niños de todos los países, por lo que hacen, se parecen como gotas de agua. Y, como ellas, son transparentes, a pesar de lo cual, en esa misma transparencia se ocultan multitud de significaciones que ellos mismos ignoran. La mundial sintonía del llanto o de los juegos de los niños se manifiesta también en sus dibujos».

Ferrant tenía razón. El llanto de los niños, el dolor de los niños, se refleja en sus dibujos. Dibujos sombríos, desgarradores, cuando los niños viven las guerras, la miseria y el dolor a su alrededor.

Un día, al poco tiempo de instalarme en Crosby Hall, vi una nota clavada en el corcho del vestíbulo. Se trataba de ponerse en contacto con unas señoras que vivían en Chelsea y se ofrecían para practicar inglés con las residentes extranjeras: leer con ellas, corregir su acento, recomendarles libros, ayudarles en suma. Enseguida mostré mi interés por esa generosa oportunidad y me dieron el nombre y la dirección de una de las damas: Alys Russell.

Acudí a la cita que concertamos por teléfono con una mezcla de curiosidad y timidez, pero enseguida comprendí que mi anfitriona era una mujer encantadora. Tenía entonces ochenta y tres años y miraba pasar la vida bajo su ventana, clavada en un sillón por la dolorosa necesidad de la edad. Su salón era amplio, tranquilo, y estaba lleno de libros, de cuadros, de platos de cristal en los que nadaban rosas sin tallo. La ventana del salón daba a la plaza de Wellington. La anciana parecía transparentada de luz grisácea, de delgadez y de elegancia. El corazón se le oía como un reloj gastado pero ella era joven de inquietudes, se interesaba por todo lo vivo y lo nuevo.

Ante una taza de té, le conté mi deseo de mejorar mi inglés después de mi experiencia en el British Institute de Madrid, y también mi doble vocación, la literatura y la educación. Ella mostró un interés especial en España. «Estuve allí con Bertie hace muchos años, en 1921», me dijo. Y me sometió a una serie de preguntas sobre el país, la política, la guerra civil. Yo traté de ser lo más clara y sincera posible y, en un momento de la conversación, ella me dijo cambiando de tono:

—Soy la primera mujer de Bertrand Russell.

Yo sabía muy poco de Bertrand Russell. Como alumna de la Facultad de Letras de los años cuarenta, ignoraba muchas cosas. Pero conocía ese nombre y sabía que era un filósofo importante. Mostré el máximo interés por todo lo que me contó Alys. Día tras día, a la hora del té, me pasaba a visitarla. He conocido a muchas mujeres interesantes en España y en otros países, pero la personalidad de esta americana progresista, feminista, perteneciente a una élite cultural renovadora de la sociedad inglesa, me fascinó. «Por unos días —me dijo— no has podido conocer a Bertie. Ahora está en la India, pero celebró aquí, conmigo, su setenta cumpleaños».

Efectivamente, después de otros matrimonios de Bertrand Russell, a los setenta años se produjo el reencuentro. Alys había compartido con Bertrand Russell una parte importante de su vida y recuperó su amistad, que duró hasta el fin de sus días. A través de sus charlas, cada tarde conocí un mundo apasionante.

Una hermana de Alys Pearsall Smith se había casado con un inglés y toda la familia se trasladó a vivir a Inglaterra desde la aristocrática Filadelfia. Un hermano, Logan Pearsall Smith, era poeta y ensayista, y Alys había terminado sus estudios en el prestigioso Bryn Mawr College. Los Pearsall Smith, por razones de vecindad, hicieron amistad con un tío de Bertrand Russell y con Russell mismo, que pasaba unos días en su casa.

En sus memorias, Bertrand Russell cuenta cómo conoció a Alys, y describe así su impresión: «Estaba más emancipada que todas las jóvenes que conociera hasta entonces, porque estaba en un colegio y cruzaba el Atlántico sola, y, según descubrí muy pronto, era íntima amiga de Walt Whitman. Me preguntó si había leído alguna vez cierto libro alemán titulado Ekkehard, y ocurrió que lo había terminado de leer aquella misma mañana. Aquello era suerte. Se mostró muy amable e hizo que no me sintiera tímido. Me enamoré de ella desde el primer instante».

Efectivamente, Walt Whitman era amigo de su familia y Alys, cuando tenía quince años, cruzaba el río Delaware, en Candem, para llamar a la casa de madera del poeta, anciano y paralítico. «Por cierto —me contaba Alys Russell— que nuestra amistad con Whitman era tan criticada por la buena sociedad puritana que nuestras amistades se negaban a visitarnos cuando él pasaba unos días con nosotros. En el conservadurismo literario americano no había lugar para las apasionadas expresiones de Walt».

En casa de los Pearsall Smith conoció Bertrand Russell a Sydney Webb. Sydney y su mujer Beatrice pusieron a Russell en contacto con los Fabianos, que influyeron decisivamente en el socialismo británico.

«Cuando pensamos en los gigantes intelectuales, que fueron los líderes del pensamiento en nuestro siglo —escribe Alys Russell—, pensamos en ellos como gente famosa, con muchos títulos después de sus nombres y cargados de honores. Dos de ellos recibieron el O. M., máximo honor británico; dos están enterrados en Westminster Abbey. Pero yo les conocí cuando eran jóvenes y pobres y desconocidos, cuando no tenían un lugar en la sociedad, ni privilegios, ni riquezas. Recuerdo a uno como un oficinista, a otro como un maestro de escuela y a otro como un irlandés, crítico musical, ganando treinta chelines a la semana: tales eran Sydney Webb, Graham Wallas y Bernard Shaw cuando yo los conocí por vez primera».

Bernard Shaw, rico y extravagante, genial y divertido, muere poco antes que Alys Russell. Cerca de la muerte escribe a Alys y le dice: «Yo nunca creí que el complicado Bertie pudiera entender a la sencilla muchacha americana que hay en ti».

Alys resiste todavía. Espera algo más. Y llega la suma recompensa. El Premio Nobel para Bertrand. Y me llega en una carta el grito alegre de la anciana de Chelsea: «El Premio Nobel para Bertrand. ¿No es maravilloso?».

A mi regreso a España, a finales de septiembre, había mantenido una atractiva correspondencia con Alys Russell. La última carta es del 6 de enero de 1951. En ella me habla de la wonderful reception que Bertrand Russell había tenido en Estocolmo y me anuncia el envío de fotografías «no muy buenas», dice, de la recepción.

Nunca las recibí. Sólo llegó una carta de una amiga de Crosby Hall en la que me daba la noticia de la muerte de Mrs. Alys Russell.

Un acontecimiento importante añadió un capítulo a mi interés por la política. Iba a celebrarse en Londres, por primera vez después de la guerra, un encuentro organizado por Europa Unida, en el que participarían Churchill, Spaak y Salvador de Madariaga.

El acto tuvo lugar en el Albert Hall y fui con unos amigos ingleses que me invitaron. La figura de Churchill había llegado a nosotros, los que éramos anglófilos en la Segunda Guerra Mundial, a través de la BBC. Por otra parte, la presencia de Salvador de Madariaga me conmovió especialmente.

En 1950, en España y en la Facultad de Letras, yo no había oído hablar de Bertrand Russell, pero tampoco había oído hablar de Wimbledon ni del famoso campeonato de tenis. El deporte en general no me importaba mucho. Los chicos jugaban al fútbol y supongo que vivían con interés el curso de la temporada futbolística, lo mismo que el Tour de Francia, o la Vuelta Ciclista a España. Por otra parte, no había muchas ocasiones de practicar otros deportes. Sólo años después, con la llegada de la televisión, los programas deportivos de todo tipo se hicieron muy populares. Lo cierto es que yo no sabía nada de Wimbledon cuando los padres de Michael me invitaron a asistir al campeonato anual. El espectáculo me interesó en su conjunto. Me fijaba en la gente tanto como en los tenistas. El público formaba una masa de rosas, azules, amarillos, los colores pastel de los trajes. Las cabezas se movían rítmicamente de derecha a izquierda siguiendo los movimientos de la pelota. Años después conocí en Madrid a Lilí Álvarez, nuestra gran tenista, y le conté la anécdota. Comprendió perfectamente mi ignorancia de entonces.

Al poco tiempo de vivir en Londres tenía ya muchos amigos. Jóvenes estudiantes que había ido conociendo a través de distintos contactos. Algunos vivían en Hampstead, un barrio en el que había muchos artistas bohemios, a otros los conocí a través de Wanda. A otros, interesados por España, a través del Instituto Español.

Tasio, mi hermano, estaba en París aquel verano. Estaba terminando las carreras de Derecho y Económicas y deseando, como yo, salir de España. En París hacía pequeños trabajos de estudiante. Le busqué en Londres un alojamiento adecuado en un centro recomendado por mis amigos y se vino una semana a visitarme. Lo pasamos muy bien juntos y me contó muchas cosas de aquel París que yo había entrevisto.

Cuando dejé Londres en septiembre, pasé con él unos días que remataron brillantemente mi primera salida a esa Europa que tanto me atraía.

Al regresar a España, me sentía diferente. Desbordada por las sensaciones acumuladas, la sorpresa de los descubrimientos, la variedad de personas conocidas, las actividades culturales, conferencias, conciertos, cine, teatro. Por ejemplo, allí asistí al estreno teatral de Un tranvía llamado deseo, con Vivian Leigh de protagonista.

Londres había sido una experiencia estimulante. Una ciudad vigorosa, cargada de energía a pesar de los muertos, de la guerra, de las heridas sin cicatrizar y los edificios destruidos. A pesar de los nueve meses de bombardeos ininterrumpidos.

España estaba igual. La frontera de Hendaya daba paso a un país adormilado que apenas intentaba despertar. Parecía que nadie deseaba percibir con claridad la amplitud de la penuria material, psicológica, moral y cultural de nuestra posguerra.

Madrid, octubre de 1950. Había que seguir adelante. Con los cursos de doctorado aprobados antes de mi viaje, ahora sólo quedaba escribir con calma la tesis doctoral.

Hablé con el profesor García Hoz, muy joven entonces y el único catedrático que teníamos en la especialidad. Nuestro curso había sido su primer curso como catedrático. Le conté mi intención de hacer la tesis sobre el arte del niño y le llevé los libros conseguidos en Londres. Se entusiasmó y aceptó dirigírmela. Una vez firmada en la Facultad, me presenté a una beca del CSIC (doscientas cincuenta pesetas al mes, muy poco hasta para la época).

Tenía que ir todas las tardes y colaborar en trabajos del Instituto de Pedagogía San José de Calasanz, además de «investigar» en la biblioteca sobre mi tesis. No encontré nada sobre el tema. Sólo había algunos libros sobre el dibujo infantil y los trabajos manuales con una intención didáctica y subordinada a otras metas pedagógicas: la perfección en el trazo, la exactitud, la maestría. Todo muy encorsetado.

Lo que sí fue una grata sorpresa fue descubrir en un cajón de la mesa de la biblioteca en que yo trabajaba una lista inesperada: la relación de los títulos y autores que se habían seleccionado durante la República para enviar a las escuelas. Reconocí muchos títulos de libros que yo había leído en la escuela de mi madre antes del 36. Mi asombro fue total. ¿De dónde había salido aquella relación impresa? Enseguida me di cuenta de que estaba allí por un descuido. Nadie se había preocupado de aquel papel cuando se había hecho el traslado al Instituto San José de Calasanz del material del Museo Pedagógico de la República, adecuadamente censurado. Quizá la lista se deslizó de forma inopinada en algún libro o pasó inadvertida a un distraído censor.

Meses después, y también de un modo casual, cayó en mis manos un libro, Memorias de las Misiones Pedagógicas, del que extraje notas, fragmentos, listas de pueblos adonde habían viajado los misioneros de la República.

No me atreví a llevármelo a casa aunque estaba sin clasificar ni fichar en un armario-librería poco organizado. Entonces no existían fotocopiadoras, o al menos no existían a mi alcance, así que me limité a copiar lo que más me interesaba.

Aquel libro fue un verdadero tesoro y me hizo soñar con lo maravilloso que sería poner en marcha un plan de Misiones Pedagógicas en algunos de los pueblos aislados de los que hablaba el libro.

A lo largo del 51 trabajé intensamente en la tesis reuniendo muestras de arte infantil, recogidas en sesiones con pequeños grupos de niños a los que yo ponía a pintar en libertad, utilizando temples, ceras, papel de distintas clases y texturas, desde el papel de embalar hasta el papel de periódico, y utilizando hojas de distintos colores.

También modelaban con arcilla. Mi trabajo progresaba. Estaba comprobando con alegría que los resultados obtenidos eran los esperados, los que había contemplado en la exposición de Londres y en los libros que de allí me había traído.

Me parecía milagroso que niños de diferentes edades que nunca habían pintado antes reaccionaran brillantemente en un clima de libertad y estimulación indirecta de su imaginación visual. Por medio de la música, o de poemas, o invitándoles a pensar con los ojos cerrados en una escena, en un lugar sugerente, el mar, la ciudad, el campo, los personajes o las situaciones de un cuento, etcétera, los niños eran capaces de conseguir resultados estéticos espléndidos. Creaciones inesperadas, llenas de vida y de color. Y lo hacían disfrutando intensamente con la actividad.

Yo tomaba notas sin cesar, a la vez que organizaba los capítulos teóricos de la tesis y rebuscaba en las bibliotecas de los centros extranjeros libros sobre mi tema.

El plan en cuanto a la parte educativa de mi vida profesional estaba en marcha.

El Consejo, la tesis por la tarde y, por la mañana, el trabajo con un grupo de niños con problemas de lenguaje y audición que me proporcionó el doctor Germain. Era un pequeño centro que una magnífica maestra, Rosalía Prado, había instalado en su propio y amplio piso de la calle de Alcalá.

Con Rosalía aprendí muchísimo. Era una mujer muy interesante que, como mi madre, había vivido la experiencia pedagógica republicana en Madrid. Su preparación y su entrega a la educación fueron un gran estímulo para mí. Por otra parte, tratar con niños que tienen algún problema —en este caso de lenguaje— es una práctica inapreciable antes de iniciar un trabajo con niños sin problemas.

Paralelamente, y después del descubrimiento del libro sobre las Misiones Pedagógicas de la República, empecé a animar a algunos compañeros de la Facultad a poner en marcha de nuevo una versión reducida de aquellas «misiones». El proyecto me fascinaba porque respondía a la pasión renovadora de los intelectuales de la República. Junto con La Barraca de García Lorca, había llevado luz y alegría a los pueblos perdidos de aquella España rural y atrasada de los años treinta.

Una vez más acudimos al único interlocutor posible: Víctor García Hoz, que precisamente dirigía el Instituto de Pedagogía San José de Calasanz.

Y una vez más él nos atendió y nos comprendió. Le hablé de las notas tomadas del libro de las Misiones Pedagógicas, que por cierto había desaparecido del lugar donde yo lo había descubierto, y se interesó por el proyecto.

Elegimos pueblos que habían visitado las misiones de la República y tratamos de seguir el programa de actividades que ellos habían elaborado: poesía, música, teatro.

Uno de los compañeros interesados en participar se encargó de construir un teatrito de guiñol para las sesiones infantiles.

Yo pedí prestado a la Casa Americana un proyector de cine de 16 milímetros y una serie de documentales cinematográficos de distintos temas interesantes. Los pueblos elegidos estaban lejos de la civilización y no tenían luz eléctrica, así que conseguimos un grupo electrógeno que había que transportar hasta el pueblo. También llevábamos carteles de turismo que era el único material a nuestro alcance para mostrar paisajes y monumentos.

Nuestro profesor nos «prestó» su coche oficial —que era el único que había para servicio del Instituto y de su director— con su chófer. El grupo era pequeño, dos chicas y dos chicos fijos y algún invitado especial que tuviera interés en ir: un médico para hablar de medicina e higiene, un escritor, un actor, etcétera.

En los dos años que duró nuestro empeño, el 51 y 52, tuvimos experiencias inolvidables. Empezamos por provincias cercanas a Madrid y con pueblos especialmente atrasados, y luego nos fuimos hasta Andalucía.

El contacto con aquellas gentes era impresionante. Daban muestras de una sensibilidad natural insospechada cuando les recitábamos poesías. El silencio era total y a veces hacían comentarios conmovedores. En el comienzo de los cincuenta, aquellos pueblos aislados, muchos de ellos con las huellas de la guerra civil todavía vivas, con maestros heroicos que cumplían su trabajo sin la menor comodidad, nos daban testimonio real de nuestro país. Todas nuestras carencias, nuestras quejas por la situación política y social que vivíamos, nos parecieron especialmente graves ante las condiciones de vida en aquellos núcleos de población alejados de la carretera a los que llegábamos andando, ayudados con caballerías para nuestros equipos. Pueblos que carecían hasta de agua suficiente para las personas y los animales.

La mayoría de aquellos habitantes de zonas desérticas unas, escondidas entre montañas otras, no habían visto el cine ni la luz eléctrica, pero fueron de lo más hospitalario y generoso con nosotros. Al comenzar, yo decía unas palabras inspiradas en las de los antiguos misioneros. Un mensaje de solidaridad humana y cultural.

Después, a primera hora de la tarde, había una sesión infantil al aire libre, si el día era bueno, o en la escuela, la iglesia o el lugar que pudieran prestarnos, si el tiempo era malo. Contábamos cuentos, hacíamos sesiones de guiñol y cine para niños, cantábamos con ellos. Previamente, desde el Instituto de Pedagogía habían avisado de nuestra visita a la Inspección de la provincia y ellos lo habían anunciado a los pueblos elegidos.

De todos modos, era difícil que entendieran nuestro propósito. En un principio temían que fuéramos a cobrarles un dinero y en unos pueblos nos tomaban por titiriteros y, en otros, por enviados del Gobierno para anunciarles un impuesto.

Nos alojaban en sus casas con un sentido de la hospitalidad extraordinario. Y se mostraban atentos y felices durante toda la misión. Les contábamos historias, les dábamos noticias del mundo, les hacíamos oír música de otras regiones y países con nuestro tocadiscos primitivo. El cine de adultos se reducía a documentales educativos sobre sanidad, países lejanos y exóticos, fauna y flora. Estos documentales, en español, nos los prestaba la Casa Americana. Procedían de programas educativos que habían hecho en Estados Unidos para los países latinoamericanos.

Una gran mayoría veía el cine por primera vez. A veces había anécdotas inesperadas. En una ocasión, un viejo, al ver un documental sobre México, exclamó: «¡Ahí he estado yo!». Un emigrante regresado tras unos años de trabajo poco gratificante.

Las misiones duraban cinco o seis días en la misma zona y hacíamos tres o cuatro en el curso.

El Consejo nos pagaba la gasolina del coche y el chófer. En los pueblos nos daban de comer. El resto de los gastos, una comida de camino, una emergencia, eran cosa nuestra.

Regresábamos a la ciudad más cercana repletos de sensaciones nuevas y con un sentimiento de rebeldía e indignación ante el subdesarrollo y la miseria que habíamos presenciado. Falta de asistencia médica regular, ausencia de los más elementales objetos de uso diario, alimentaciones arbitrarias e incompletas. Y todo ello soportado por unas gentes generosas, resignadas y alegres que nos agradecían expresivos y cordiales el tiempo y el esfuerzo que les dedicábamos. Pasábamos dos días en cada pueblo y nos dirigíamos a otros de la misma región que a veces estaban lejos o tenían un difícil acceso.

Más adelante, cuando nos casamos, Ignacio se incorporó a nuestro grupo y también Alfonso Sastre vino en algunas ocasiones.

Un día nos llegó la noticia de que aquel sueño había terminado.

Las Cátedras Ambulantes de la Sección Femenina, que recorrían España con un propósito educativo centrado sobre todo en la mujer (clases de costura, cocina, gimnasia, folclore), absorbieron nuestro modesto y nostálgico propósito.

Ya antes de mi viaje a Londres solía ir al café Gijón con mis amigas Pilar, Marité y Palmira. En aquel tiempo, tener un lugar de encuentro era esencial. El café era un foro abierto a primera hora de la tarde. Escritores, pintores, actores, dramaturgos, coincidían en las distintas mesas. Buero Vallejo, Cela, los pintores de la Escuela de Madrid, Eduardo Vicente, Juan Esplandiú, el escultor Cristino Mallo. Y jóvenes de Madrid o recién llegados de provincias en busca de un lugar más abierto. En las mesas se hablaba con relativa libertad de todo lo divino y lo humano. A veces aparecía algún extranjero en busca del ambiente madrileño. El café no era una cita obligada. Era una opción libre y agradable. Saber que allí esperaban o llegaban personas conocidas o amigas buscando interlocutor. Si se llegaba solo siempre se encontraba a alguien conocido a cuya mesa sentarse e iniciar el diálogo. Se charlaba, se discutía acaloradamente, se intercambiaban informaciones de todo tipo, se rumoreaba, se criticaba, se proyectaba, se soñaba.

En la atmósfera reprimida de la posguerra, los cafés y las tabernas eran reductos de libertad de expresión cuya única limitación era la confianza personal en los asistentes a las tertulias o los visitantes de paso que llegaban apadrinados por algún habitual. Desde el Gijón, a veces, íbamos las amigas con Eduardo Vicente, buen amigo nuestro, hasta su casa-estudio en la Colonia Residencia donde vivía con su mujer, María Fernanda, y su hija.

En septiembre, recién llegada de Londres, me encontré con mis compañeros de la Facultad en el café Gijón. Con ellos estaba Ignacio Aldecoa, aquel chico a quien yo había entrevisto vagabundeando por la Facultad y muchas más veces en el bar, de charla con los alumnos de Medicina que solían acercarse a nuestro territorio porque en Medicina apenas había chicas.

Alguien me dijo que era vasco, que se llamaba Ignacio Aldecoa, que venía de Salamanca, donde había hecho los cursos Comunes, y que se había matriculado en Historia de América, una especialidad nueva, que al parecer le había defraudado.

Ignacio estaba sentado al fondo, en un diván bajo un espejo que había entonces, y me lo presentaron mis amigos, Rafael Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre, José María de Quinto y Carlos José Costas.

Desde el primer día nos dedicamos el uno al otro. Londres fue el primer tema general de conversación. Luego nos dirigimos hacia la segunda parte de la tarde. Libres y desocupados, al salir del Gijón empezamos a andar por la calle Prim para iniciar el recorrido de las tabernas y bares que florecían cruzando Barquillo, por las calles de Augusto Figueroa y limítrofes.

En alguno de aquellos «establecimientos» empezó mi diálogo con Ignacio, un diálogo que ya, desde ese primer día, fue una discusión interminable. Una discusión en la que cada uno quería tener razón y que casi siempre versaba sobre literatura. Una discusión, un diálogo apasionado que duró desde ese día hasta el 15 de noviembre de 1969, el día más terrible de mi vida.

Ignacio había llegado a Madrid en 1944. Venía de Salamanca, donde había hecho los Comunes en la Facultad de Filosofía y Letras. Allí había sido compañero de Carmen Martín Gaite, que apareció en Madrid años después y fue incorporada al grupo de amigos por Ignacio.

Nuestros encuentros en grupo de aquel invierno del 50 siguieron ininterrumpidamente hasta el verano del 51, momento en el que Ignacio y Alfonso se fueron a Mallorca invitados por un amigo mallorquín y poeta.

Fascinada por las historias de Ignacio, sentí la necesidad de conocer el País Vasco y organicé una larga excursión con mi madre y mi hermana. Recorriendo la costa desde San Sebastián llegamos a Lekeitio, donde nos quedamos una semana. Me impresionó la belleza y la fuerza de la tierra, la personalidad de sus habitantes. Recordaba Las inquietudes de Shanti Andía de Baroja, que tanto le gustaba a Ignacio y que se desarrollaba en el hermoso pueblo marinero.

Por primera vez oí hablar en euskera. Sólo conocía algunas canciones melancólicas que Ignacio me había enseñado y algunas teorías acerca de esta lengua que a él le intrigaba y cuyos orígenes le interesaban.

Al llegar las Navidades de ese mismo año, consolidado nuestro «noviazgo», Ignacio me invitó a visitar a su familia en Vitoria.

Pasé con ellos el Año Nuevo, instalada en la casa Aldecoa, de Postas 42, un edificio de dos pisos, hoy desaparecido. En la planta baja estaba instalada la tienda de pintura fundada por el abuelo Laureano Aldecoa. Había retablos convertidos en armarios, recubiertos de pan de oro y mesas barrocas. En el taller se hacían restauraciones de cuadros, escenografías de teatro, etcétera.

Un jardín interior y una escalera daban acceso a un estudio donde habían trabajado el abuelo Laureano y el tío Adrián, pintor reconocido de la escuela vasca que había muerto hacía años y a quien Ignacio admiraba y quería mucho.

El estudio era un lugar muy literario, lleno de cuadros, muebles y objetos acumulados con el paso del tiempo. Allí se reunían a principios del siglo XX los pintores amigos de los hermanos Aldecoa: Gustavo de Maeztu y Díaz Olano, entre otros.

Pintaban, tenían sus tertulias. Era un lugar vivo con un aire de atelier parisino donde se recordaba, se charlaba, se discutía. Simón Aldecoa, el padre de Ignacio, y el tío Adrián habían pasado años de su juventud en París y Bruselas, antes de la Primera Guerra Mundial.

Aquel mundo bohemio y parisino alimentaba los sueños de Ignacio. París fue para él, ya desde la adolescencia, una fiesta. Conservaba fotos de los amigos de su padre y las cartas que le escribían desde el frente de batalla durante la Primera Gran Guerra. Por otra parte estaba la raíz vasca. Con sus abuelas Ignacia y María, revivió Ignacio las guerras carlistas que ellas le narraban.

La familia Aldecoa —los padres de Ignacio y su única hermana Teresa, dos años más joven que él— me recibió con gran cordialidad. Desde el primer momento, hasta el día de hoy en que sólo quedan los tres hijos de Teresa, me sentí a gusto con ellos, aceptada y querida y vinculada por lazos afectivos que más tarde, con el nacimiento de nuestra hija Susana, se convirtieron para siempre en lazos de sangre indestructibles.

En marzo de 1952, Ignacio y yo nos casamos en la ermita de San Antonio de la Florida, situada enfrente de la casa de mis padres y muy cerca del lugar en que íbamos a vivir, uno de los primeros bloques de apartamentos que empezaban a aparecer en Madrid. La nuestra fue una boda nada convencional, sin invitados ni traje blanco, ni banquete, ni viaje de novios. Tomamos unas copas en nuestro apartamento con los amigos y nuestros padres y hermanos. Y eso fue todo.

Aquel nuevo hogar tenía dos amplios salones con ventanas al río Manzanares. En uno de ellos había una pequeña cocina empotrada y oculta por un hermoso escaño de caserío vasco procedente del estudio de la casa Aldecoa vitoriana. Bajo la ventana instalamos nuestro primer mueble, una espléndida mesa antigua de nogal que compramos en el Rastro. Esa mesa en la que escribió Ignacio todos sus cuentos y novelas, me ha seguido hasta mi casa cántabra, y a una casita en el jardín que se ha convertido en mi lugar de trabajo. En ella están también todos los libros que Ignacio aportó al apartamento de la Florida. Libros acumulados desde la adolescencia, ediciones antiguas encontradas en los más variados rincones, y muchos de sus cuadros y objetos queridos.

En el otro salón instalamos un estudio dormitorio, también con libros y un tablero alargado para mis trabajos, bajo la ventana.

Desde el principio nuestra casa fue la casa de nuestros amigos. Éramos los primeros que teníamos un lugar propio. Además de frecuentar los cafés y las tabernas, nos reuníamos en aquellas dos habitaciones amplias y alegres y estábamos charlando, bebiendo y discutiendo hasta altas horas de la madrugada.

Éramos jóvenes, teníamos tiempo libre y, todavía, escasas ataduras. Aquel barrio, el río, Casa Mingo, la verbena de San Antonio de la Florida que se celebraba en la glorieta de la ermita, todo permanece en mi memoria grabado con el fuego del recuerdo.

Es verdad que «la música barata nos recuerda cosas caras».

Alguien, en aquella época juvenil, lo dijo. No sé si la frase era original o evocaba el recuerdo de algo oído o leído. Pero me parece absolutamente acertada. El tango fue la música de fondo de nuestra primera juventud.

Luego llegaron las canciones protesta. Los discos de Atahualpa Yupanqui que trajo Tasio de París y que escuchábamos con pasión en las tardes-noches de nuestro refugio junto al río.

Aquélla que dice:

Que Dios vela por los pobres

Tal vez sí y tal vez no

Pero es seguro que almuerza

En la mesa del patrón…

O aquella otra:

El yanki vive en palacio

Yo vivo en un barracón

Cómo es posible que viva

El yanqui mejor que yo…

Tangos y canciones de aquellos años que siguen despertando en mí sentimientos nunca dormidos.

En el otoño del 52 hicimos un viaje a París. Mi hermano estaba allí desde hacía algún tiempo.

Había terminado sus carreras y se había tomado un año sabático de vida de estudiante y práctica del francés. Fue un viaje maravilloso. Nos instalamos con Tasio en el hotel Beau Séjour en la plaza de la Contrescarpe. El hotel era muy parisino y muy bohemio. En esta pequeña plaza vivió Hemingway como leímos, años después, en París era una fiesta.

«Teníamos que cerrar las ventanas de noche por la lluvia y el viento que arrancaba las hojas de los árboles de la plaza Contrescarpe…», escribió en aquel libro.

El ambiente no podía ser más atractivo. París, el lugar de nuestros sueños, el existencialismo, el Barrio Latino, el Café de Flore, el cine sin censura, los libros libres, la patria de la libertad.

Tasio salía cada mañana vestido de riguroso «negro existencialista» a hacer de guía para hispanoparlantes en el Museo Grevin.

Era una de las varias ocupaciones que conseguían los estudiantes extranjeros y sin dinero. Nosotros callejeábamos hasta el agotamiento, calles, museos, librerías. Por la tarde íbamos al cine.

Ignacio sabía muy bien lo que quería descubrir en París. Por ejemplo, la estatua de Balzac, de Rodin, y el museo del escultor; o el cementerio del Pére Lachaise donde localizábamos las tumbas de los escritores.

París fue una fiesta en aquel primer viaje juntos. La primera vez que nos sentimos, y ya para siempre, ciudadanos del mundo.

Al regresar a Madrid, volvimos a nuestros trabajos. Ignacio escribía cuentos y los publicaba en las pocas revistas que había, las universitarias y algunas nuevas como La Estafeta Literaria, El Correo Literario, Índice, Ínsula.

Ignacio escribía los cuentos de un tirón cuando los tenía «vistos» e imaginados en todos sus detalles. El cuento le salía a borbotones, a golpes. Se ponía a escribirlo sólo si tenía muy claro el proceso completo.

Entonces me llamaba y me lo leía. Y, muchas veces, llorábamos los dos, tal era la intensidad emocional de la narración. Podría hacer una antología de los cuentos llorados. ¡Qué jóvenes éramos!

La pertenencia, desde el punto de vista cronológico, a un conjunto de españoles que fueron niños en la guerra, adolescentes en la posguerra y profesionales adultos al comienzo de los cincuenta, dio nombre a una generación de escritores. Los estudiosos se han ocupado de analizar las obras literarias de los cincuenta y de buscarles un lugar, con mayor o menor fortuna, en los sagrados anaqueles de la historia de la literatura.

Históricamente, es frecuente la irrupción de un grupo de jóvenes en mundos que tienen relación con la creación artística: pintores, escritores, músicos, cineastas. Y más cuando los ambientes que rodean a quienes inician estas profesiones hacen difícil encontrar un hueco generacional en el propio país.

La aparición en el mundo literario de los jóvenes escritores de los cincuenta se produjo, en Madrid, en grupo. Del mismo modo, en Barcelona, un grupo amplio de jóvenes escritores, la mayoría poetas, iniciaba su andadura literaria en aquellos años. Carme Riera los ha estudiado brillantemente.

Situaciones históricas como la de nuestra posguerra favorecen las reuniones en lugares, abiertos a todos y a la vez neutros, que adquieren un carácter de refugio y propician la creación de grupos de amigos con intereses comunes que necesitan verse y encontrarse constantemente. Ése es el caso de los cafés —«catacumbas» los llamaba Buero Vallejo—. Todo ello tiene relación con la atmósfera claustrofóbica del país y la ciudad en la que se está viviendo.

Por una parte la universidad, decepcionante como fue, y por otra parte la frecuentación de «guetos» culturales, reuniones en casas, trastiendas de librerías, etcétera, favoreció, en la gente de mi generación, una amistad basada en la simpatía mutua, el afecto y las experiencias comunes. La endogamia es el resultado de estas etapas históricas excepcionales, cerradas, crípticas. En nuestro grupo hubo parejas, Rafael Sánchez Ferlosio y Carmen Martín Gaite, José María de Quinto y María Luisa Romero e Ignacio y yo.

«Partidarios de la felicidad» es una definición perfecta para todos los que en Barcelona y Madrid, y en núcleos más reducidos de otras ciudades españolas, trataban de escribir en un momento difícil de nuestra historia.

Soñábamos con paraísos lejanos, experiencias vitales generosas e inéditas. Necesitábamos, angustiosamente, la libertad.

Siempre he creído, y eso lo analizábamos muchas veces Ignacio y yo y con frecuencia con los amigos, que fue la amistad, el deseo de encontrar un camino individual, lo que nos unía día a día en aquellos primeros cincuenta, lo que nos exaltaba entre las copas y los enamoramientos y las lecturas de los libros difíciles de encontrar que nos pasábamos unos a otros. Los descubrimientos de un mundo muy lejano y, sobre todo, la conciencia del propio mundo, de la vida española limitada y mediocre. Con profunda melancolía recuerdo aquellos años.

Pocas veces se podrían aplicar a alguien con más oportunidad los hermosos versos de Antonio Machado dedicados a Alejandro Sawa:

Nadie más nacido para el placer

fue al dolor más derecho…

como a los jóvenes escritores de los cincuenta.

El deseo de vivir intensamente y la lucidez temprana para percibir el país como una prisión de la sensibilidad y la inteligencia llevó a muchos de estos jóvenes escritores a una autodestrucción derivada de las limitaciones, de la mediocridad y la mezquindad de una sociedad que se desarrollaba entre la avidez de dinero de unos pocos y la desesperación en la lucha por la vida de la mayoría. De ahí la elección, por parte de muchos escritores de los cincuenta, de unos personajes «humillados y ofendidos» que sobrevivían con desesperación en la España oscura del medio siglo XX.

Literatura social, literatura realista, literatura «de la berza», como quiera que al ir pasando el tiempo se calificara a estos escritores, lo cierto es que pocas veces un condicionamiento histórico ha propiciado unos resultados literarios más auténticos y comprometidos con la realidad. Y paralelamente, pocas veces se ha producido una destrucción temprana más amplia entre los creadores como aquella de los que vivieron su juventud en los años cincuenta y sesenta.

Antonio Rodríguez Moñino, bibliófilo excepcional, persona extraordinariamente culta, vio clara la irrupción de aquel grupo de jóvenes que de algún modo tomaría el relevo, absolutamente natural por razones cronológicas, de la literatura de creación en Madrid. Llamó un día a Ignacio Aldecoa, a Alfonso Sastre y a Rafael Sánchez Ferlosio y les propuso que se hicieran cargo de una revista de literatura en la que se publicarían cuentos, artículos, poemas, críticas, todo ello de jóvenes.

La idea fue acogida con entusiasmo y, en 1953, salió a la calle el primer número de Revista Española con un formato parecido al de la Revista de Occidente.

Cuando estaba a punto el primer número de la revista, llegó a nuestra casa una carta no por esperada menos inquietante: la llamada del ejército al ciudadano Aldecoa para cumplir «sus deberes con la Patria». Ignacio había hecho una parte de su milicia universitaria en los primeros cursos de la Facultad, solución que elegían por entonces la mayoría de los estudiantes con objeto de compaginar estudios y servicio militar. Como no había terminado la carrera —definitivamente rechazada hacía tiempo—, se veía obligado a hacer unos meses, creo que seis —como sargento y no como alférez, que era la categoría que alcanzaban los que se graduaban—. Así que, al poco tiempo de casarnos, nos dispusimos a sufrir la primera separación. Ignacio se dirigió a Salamanca, lugar adonde había sido destinado para cumplir el tiempo de servicio militar que le quedaba. Cuando salió definitivamente el primer número de Revista Española decidimos los amigos ir a Salamanca para bautizarla. A la excursión se apuntaron Rafael Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre, José María de Quinto y yo.

Era verano y bautizamos la revista en el Tormes. De ese «acto» quedó constancia en la página uno del primer ejemplar de ese primer número. Un largo testimonio que escribió Rafael en el momento y a mano con verdadera gracia y humor, firmado por todos los asistentes.

En Salamanca coincidimos casualmente con José María Valverde, que estaba en un café de la Plaza Mayor con el poeta inglés Roy Campbell a quien nos presentó. Creo que participaban en algún curso o actividad cultural del verano universitario salmantino.

Roy Campbell fue el poeta de la coronación de la reina Isabel de Inglaterra y uno de los pocos intelectuales ingleses que había aceptado la victoria de Franco.

Los tres días que pasamos en Salamanca fueron una permanente fiesta. Supongo que Ignacio tendría horas libres o permiso por visita de su mujer, no lo recuerdo. Nos había buscado habitaciones en una pensión deliciosa donde él había vivido en sus años de estudiante y donde la dueña, prudente y respetuosa, no dejaba salir al comedor a una animadora de un cabaret que estaba allí alojada siempre que estuviésemos nosotras, Rosa, una amiga italiana, y yo, que creo que éramos las supuestamente respetadas.

Revista Española publicó sólo seis números. Los seis juntos constituían un ejemplar de 636 páginas (la numeración de cada número era la continuación del anterior). Despertó el interés de los aficionados a la literatura y dio a conocer al grupo de prosistas madrileños que empezaban[2]. En el número uno Ferlosio tradujo una historia de Zavatini. En el número dos yo publiqué la traducción de «Maese Miserias», un cuento de Truman Capote, joven escritor desconocido en España.

Y en el número cuatro apareció el cuento de Dylan Thomas «Los melocotones», traducido por Joaquín González Muelas.

En aquella época solíamos hacer, con los amigos, cortas excursiones a pueblos cercanos a Madrid, en trenes de cercanías que nos dejaban en una estación desde la cual muchas veces andábamos un buen rato en busca del pueblo elegido. La elección tenía que ver con lecturas de algún escritor que hablaba de un paisaje concreto o de algún otro escritor viajero que descubría rincones sorprendentes.

Un día hicimos una excursión a Maqueda. Paseamos por los alrededores y en las afueras del pueblo, en una colina, descubrimos un castillo que destacaba sobre un cielo intensamente azul. Subimos hasta lo alto y nos encontramos con un guardia civil en la puerta. Dentro de las murallas, en el patio, habían construido la casa cuartel de los guardias. Nos dejaron entrar fácilmente y nos dimos un paseo alrededor de la construcción. Nos sorprendió observar que las ventanas de la casa daban a las murallas y no se veía el hermoso paisaje que se extendía abajo y a lo lejos, desde la altura de la colina.

Charlamos con algunas mujeres de los guardias que parecían deseosas de comunicarse con el mundo exterior, enclaustradas como estaban dentro de las murallas del castillo, en lo alto de aquella colina vigilante. La sensación de extranjería se reveló en el comentario que algunas de ellas hicieron. En el pueblo, al parecer, las miraban con cierto recelo. Sus hijos, en la escuela, sufrían discriminación por parte de los niños. Nos pareció la consecuencia de la guerra, el recelo ante la forzada convivencia con desconocidos, a veces refugiados que venían de otros pueblos. El sentimiento de desconfianza se acentuaba si los «extranjeros» eran a la vez guardias, guardianes de la posguerra.

Creo que aquella excursión por Castilla nos impresionó a todos. En el caso de Ignacio fue el origen de su primera novela, El fulgor y la sangre, la primera de una trilogía que iba a continuar en otra novela, Con el viento solano, y en cuya tercera parte trabajaba muchos años después, cuando le sorprendió la muerte. La trilogía estaba concebida con un título subyacente, La España inmóvil, y trataba de ser el reflejo de tres tópicos españoles: la Guardia Civil, los toreros y los gitanos.

En 1952 yo había empezado a escribir una novela, La casa gris, inspirada en mi reciente experiencia londinense. La atmósfera de Crosby Hall y la ciudad de fondo me inspiraron una historia entre la realidad y la ficción que tenía como protagonistas a seis mujeres. Cuando la terminé decidí enviarla al Premio Nadal, que se fallaba en enero de 1953. Quedó entre las seleccionadas (creo que la séptima).

Esa primera experiencia me dejó desolada. En mi absoluta ingenuidad creía que una novela «cosmopolita» iba a tener posibilidades en aquel pobre panorama vital que disfrutábamos en España. Comprendí mi error de cálculo cuando vi que entre los finalistas también había nombres que yo entonces conocía y valoraba.

El pasajero disgusto quedó compensado con una realidad maravillosa. El anuncio de un embarazo que nos llenó de alegría.

Cuando supe que estaba embarazada fui consciente de que todo iba a cambiar en mi vida. La espera fue relajada, serena, cómoda. No recuerdo ni un solo día malo físicamente y todos fueron espléndidos anímicamente.

«Voy a tener un hijo», me decía en masculino, como todas las embarazadas del mundo. De todos modos, la niña ya tenía nombre, lo mismo que el supuesto niño. Él sería Diego y ella iba a ser Susana. Y fue Susana que, además, «nació de pie».

La maternidad fue una invasión arrolladora. Mi hija se había adueñado de todas y cada una de mis células. Tuve muy claro que yo me había transformado en otro ser. «Yo soy yo y mi maternidad», me decía parafraseando a mi admirado Ortega. Porque esa «ocupación» definitiva iba más allá de lo puramente físico. Ese alimento que ayudó a crecer dentro de mí a mi hija nos dejó para siempre irremediablemente unidas. El padre, el gran responsable del milagro, fue también el que «decidió» el resultado final de la gloriosa invasión. Porque cuando llegó el momento de la separación y mi hija se desprendió de mí, apareció ante mis ojos como el retrato, el diseño, la caricatura de su abuela paterna, Carmen Isasi.

Efectivamente, Susana, nuestra hija, iba a ser Susana Aldecoa no sólo en los rasgos físicos sino en todo lo que llamamos inteligencia, temperamento, sensibilidad, etcétera. Y que no es otra cosa que sistema nervioso, juego de neuronas, cerebro.

El nacimiento de Susana, en 1954, en la mitad de los cincuenta, fue un motivo más de la mitificación personal de esa década, dentro de mi biografía.

A la clínica fueron llegando los amigos que me habían despedido el día antes, cuando salí de nuestro apartamento entre copas y palabras de ánimo. Susana era el primer bebé nacido en nuestro grupo de amigos.

El 5 de octubre nació Susana. El 15 se fallaba el Premio Planeta, al cual se había presentado Ignacio con El fulgor y la sangre.

Los amigos esperaban con Ignacio los resultados del fallo en la radio de un bar cercano para no perturbar el sueño —supuesto— de la niña recién nacida.

Cuando en la última votación salió vencedora Ana María Matute y quedó finalista Ignacio, hubo «llanto y desencanto» entre los amigos.

El disgusto que recuerdo está tan teñido de la presencia de mi hija y tan impregnado de los descubrimientos gozosos y acongojantes de la maternidad que no podría reproducirlo. Sé que la frustración de Ignacio me preocupó y me disgustó, pero enseguida la superamos ambos.

José Manuel Lara, que estaba en Madrid aquellos días, había llamado enseguida a Ignacio para decirle que su novela saldría a la vez más o menos que la ganadora y le ofreció una cantidad modesta pero dentro de los límites habituales en la época. Una curiosa y paternal modalidad de pago —«te pagaré esta cantidad dividida en doce mensualidades para que no te la gastes enseguida», había dicho el editor— nos permitió salir rumbo a Málaga ¡en avión!, lujo exótico, para pasar una temporada en Torre del Mar, un pueblo malagueño que alguien nos recomendó.

Fue una experiencia maravillosa. Nos alojamos en la única fonda que había entonces en el pueblo, la fonda España. Éramos los únicos huéspedes en aquel invierno de 1954 tan ajeno aún a las visitas de turistas nacionales o extranjeros.

Teníamos una habitación grande con dos camas, una camilla y una mesa en la cual instaló Ignacio su máquina de escribir.

Por la mañana íbamos a pasear por la playa con la niña. Al mediodía nos pasábamos por la taberna del pueblo, siempre con la niña, tomábamos un vino andaluz con sus tapas y luego comíamos en la fonda, donde por cierto se comía muy bien.

Por la tarde, Ignacio escribía y al anochecer se iba a pasar un rato al casino con los hombres del pueblo. Pronto se hizo popular allí. La gente era cariñosa y muy hospitalaria y creo que les inspirábamos sentimientos de protección al vernos jóvenes y con una niña, lejos de casa —muy lejos entonces— y sin acabar de entender por qué estábamos allí en lugar de estar en una ciudad como Madrid. Recuerdo una mañana, a las doce del mediodía, oyendo flamenco en la taberna, a un hombre que cantaba extraordinariamente y que nos ofrecía su arte a esas horas tan poco «propias» porque se lo dedicaba «a la señora y la niña, que la noche es muy fresca para salir».

De esa breve etapa malagueña propiciada por Lara con su cariñosa «distribución», escribió Ignacio dos cuentos: «Anthony, el inglés dicharachero» y «Pedro Sánchez, entre el cielo y el mar».

Ana María Matute, la ganadora del Planeta, era una muy querida amiga nuestra, que entonces vivía en Madrid con su marido Ramón Eugenio de Goicoechea y con su hijo Pablo, que había nacido con pocos meses de diferencia con Susana.

A Ana María la queríamos todos, pero Ana María e Ignacio fueron siempre especialmente cercanos. Los dos habían nacido bajo el signo de Leo, Ignacio el 24 y ella el 26 de julio del mismo año. Los dos respondían a los caracteres apasionados que supuestamente rige el signo.

Nuestra amistad no sufrió con los resultados del premio. Al contrario, creo que se afianzó. De algún modo, el premio no había sido una decepción definitiva, ya que había recaído en una amiga a quien considerábamos merecedora de ése y cualquier otro galardón.

Lo celebramos poco después, a nuestro regreso de Málaga, de una manera divertida que siempre recordamos Ana María y yo cuando nos encontramos. (Ella lo rememora magistralmente en el prólogo de una selección de cuentos de Ignacio, Tierra de nadie, publicada poco después de su muerte).

Fue un viaje disparatado que se fraguó una tarde que tomábamos copas en nuestro apartamento del paseo de la Florida. Ignacio empezó a hablar de sus años de estudiante en Salamanca, ciudad que le entusiasmaba y, de anécdota en anécdota y ante la declaración de Ana María de que no conocía la ciudad, decidimos hacer un viaje, pero ya, en aquel instante. Había un expreso que salía a las once de la noche y teníamos tiempo de «colocar» a los bebés adecuadamente, yo sin problemas porque mis padres vivían muy cerca.

Era el segundo viaje a Salamanca que yo emprendía, un año después del glorioso bautizo de Revista Española.

El tren salía a las once de la noche de la cercana estación del Norte y su llegada estaba prevista para las siete de la mañana. El viaje fue pesadísimo, pero la llegada y la estancia de dos días fue muy divertida.

Paseando por la Plaza Mayor, recuerdo una anécdota curiosa. Un colaborador de un periódico local, que estaba al día en literatura y que conocía a Ignacio de su época de estudiante, se quedó asombrado de que la ganadora y el finalista de un premio como el Planeta estuvieran allí juntos y celebrando sin resentimientos la salida de sus libros.

Hay que reconocer que, entonces, con tan pocas probabilidades de publicar para un joven, un premio suponía un lanzamiento único dentro de la penuria mediática que vivíamos.

Aquella noche fuimos a un cabaret local en el que una animadora, ¿la misma del otro viaje?, cantaba una canción que nunca olvidaré: «El gran Madrid se nos quedó pequeño…».

En Los niños de la guerra recuerdo este viaje en el capítulo correspondiente a Ana María. Y recuerdo el cabaret salmantino, «… donde nos dieron un pippermint frappé. Recuerdo a Ana María con la copa entre las manos, mirando largo tiempo aquel brebaje, investigándolo por dentro, como si quisiera sumergirse, reflejarse en las ondas verdosas que el hielo movía en círculos, olvidada momentáneamente del cabaret, de la canción, de nosotros».

En 1956 nos cambiamos de casa. Susana tenía ya dos años y el pequeño apartamento del paseo de la Florida era insuficiente para los tres.

El día de la mudanza nos quedamos muy incómodos porque se habían trasladado los muebles pero no estaban todavía organizados en el nuevo piso. Así que esa noche la pasamos en blanco, en el precioso ático de unos nuevos amigos, los Alcántara, que llevaban viviendo en la casa el mismo tiempo que nosotros pero a los que conocíamos sólo como vecinos. Ignacio y Manolo, que ya había publicado algún libro de poesía, sí se habían reconocido y se saludaban muy cordiales.

Paula y yo nos encontrábamos a veces, cuando salíamos con nuestras hijas. Lola había nacido pocos meses después que Susana y coincidíamos paseando con ellas en las cercanías de la casa. Paula, generosa, alegre, cordial, se ofreció enseguida a sacar de paseo a las dos niñas las tardes que yo trabajaba en el Consejo en mi tesis.

Pero la verdadera amistad nació aquella larga noche de nuestra despedida, en aquella casa a orillas del Manzanares, mientras las niñas dormían y nosotros charlábamos de todo lo divino y lo humano entre cigarrillos y cubalibres.

Esa amistad ha permanecido intacta a lo largo del tiempo. Aunque ahora nos veamos menos, porque los Alcántara hace años que viven casi permanentemente en Málaga.

El traslado al ático de Blasco de Garay, esquina a Cea Bermúdez, fue un acierto. El piso tenía un torreón en el chaflán y una hermosa terraza. Era un piso amplio, con varias habitaciones, y en un lugar muy agradable del barrio de Argüelles.

Aquel verano del 56 Ignacio terminó la segunda novela de la trilogía, Con el viento solano, y con la palabra «Fin» recién estampada se fue a Santander para enrolarse en un barco de pesca que hacía la marea del Gran Sol. En realidad se trataba de una pareja de barcos, el Puente Viesgo y el Puente Nansa.

El mar, su permanente obsesión, era el tema de su próxima novela. Era difícil conseguir que aceptaran a un extraño en un viaje de trabajo duro y largo, y mucho más hace cuarenta y siete años, cuando los barcos carecían de los adelantos técnicos que hoy tienen.

Pero el patrón de pesca era vasco y recibió la petición de Ignacio con interés y simpatía. Ignacio consiguió su cartilla de marinero, sellada y firmada rigurosamente, y se lanzó a vivir una aventura con la que siempre había soñado. Durante casi un mes navegó con los pesqueros por las aguas de Irlanda.

La novela Gran Sol fue publicada en 1957 y recibió el Premio de la Crítica de ese mismo año. Fue un éxito dentro de la limitada trascendencia de los éxitos literarios de los años cincuenta y se ha convertido en una novela clásica. El tema del mar, en un país con tantas costas como España, era un tema literario poco frecuente con excepción de la obra del vasco Baroja. Existen numerosos estudios sobre este libro de Ignacio, para muchos el mejor de su obra.

Paralelamente a las novelas, Ignacio escribía cuentos. En 1955 publicó un volumen con los que más le gustaban entre los publicados en las revistas. Espera de tercera clase se publicó en la editorial Puerta del Sol, y el mismo año apareció Vísperas del silencio, otra selección de cuentos publicada por Taurus. Por cierto, también publicó Taurus Caballo de pica en 1961.

Mi querido amigo Pancho Pérez González me recordaba hace poco la publicación, en la que él intervino, de Vísperas del silencio, lo jóvenes que éramos todos, las ilusiones literarias que teníamos.

Con frecuencia leo, o escucho, a alguien que me dice que Ignacio es un cuentista excepcional, o que es el mejor cuentista desde Clarín, o que es el mejor entre…

Estoy segura de que Ignacio es un gran cuentista. El cuento le entusiasmaba como género y leía cuentos con verdadera pasión. Le gustaban sobre todo los escritores clásicos franceses y rusos y muy especialmente los americanos, a quienes consideraba los grandes creadores de la short story moderna.

Hay cuentos, entre los que Ignacio escribió, que han aparecido en numerosas antologías españolas y extranjeras. Con frecuencia hizo declaraciones a favor del cuento en entrevistas, artículos, etcétera. Algunas verdaderamente explícitas: «El cuento tiene ritmos y urdimbre muy especiales, lo mismo que la novela. De aquí que el cuento no sea un paso hacia más grandes empresas, sino una gran empresa en sí».

Su calidad de cuentista y la abundancia de títulos convirtieron a Ignacio en un escritor, para muchos críticos y lectores, especializado en cuentos. Personalmente creo que Ignacio es un extraordinario cuentista. El cuento era un género que le fascinaba. Pero la calidad, fuerza y la solidez de sus novelas es evidente. Los dos géneros parten de una misma concepción de la literatura y su contenido. Ambos son el resultado del talento, la autenticidad y el dominio del idioma, la belleza y la expresividad de un lenguaje personal y de un estilo inconfundible, cuya valoración se afirma positivamente día a día a pesar de la temprana muerte de Ignacio.

El año 1958 marca un punto de no retorno en nuestros descubrimientos personales. El verano de ese año descubrimos el Mediterráneo. Y ese otoño viajamos a Nueva York para pasar allí el curso 1958-1959.

El Mediterráneo, en realidad, lo habíamos entrevisto ya, en algún breve viaje a Barcelona, Málaga y Almería. Pero el descubrimiento deslumbrante y cautivador fue en los comienzos de julio de 1958, cuando llegamos por primera vez a una isla, Ibiza, la isla todavía virginal a la que había que llegar en barco.

Precisamente ese verano empezó a funcionar el primer vuelo diario de Iberia desde Madrid, con escala en Valencia.

Dos amigos, Rafael Azcona y Fernando de Castro, que ya la habían descubierto antes, nos hablaron con tal entusiasmo de la isla que decidimos organizar nuestro primer verano en ella.

El cine, la literatura, nuestra imaginación desorbitada por las impresiones de Rafael y Fernando, habían anticipado la belleza y la magia de una isla mediterránea. Pero toda anticipación se queda corta.

La llegada a la isla fue deslumbrante. Ibiza era blanca y verde y azul. «Había un resplandor de porcelana en la cal de las fachadas», escribió Ignacio más tarde. «Las casas blancas, el verdor de las sabinas, los algarrobos, los almendros. El gris argentino de los olivos. El azul radiante del cielo y el mar».

Ibiza era otro mundo, no podía ser España, la España mesetaria de la que procedíamos. Ibiza era la alegría, la libertad, la juventud, la estética. Ibiza era «el extranjero», esa palabra mágica que en los años cincuenta sonaba a paraíso.

Llegamos al mediodía a San Antonio Abad, al piso que habíamos alquilado en la misma casa del pueblo en la que vivían nuestros amigos. Ellos iban solos, libres y ligeros de equipaje. Ignacio y yo llevábamos a nuestra hija Susana y a nuestra Teresa, que se ocupaba de la niña, la casa, la comida en Madrid y tenía que hacer otro tanto en la isla. Una familia completa.

El piso era nuevo y céntrico. La cocina era muy antigua. Había que cocinar con leña. Pero el baño era suficiente y las habitaciones amplias y luminosas.

Desde el primer día nos integramos en el ritmo acelerado de San Antonio. La bahía luminosísima, los bares, las salas de exposiciones, las tiendas, todo tenía el aire de la Ibiza diferente y exótica que imaginábamos.

El agua del mar todavía llegaba hasta la casita de Correos. Había un hotel tradicional, el Portmany, y muy pocos apartamentos.

Es difícil expresar lo que significó para nosotros la inmersión en un mundo ajeno por completo a la realidad que vivíamos en Madrid. Por encima de todo, Ibiza era la libertad. Con ciertas restricciones todavía, es cierto. Guardias municipales que vigilaban las playas para comprobar que los bañistas eran correctos en sus vestidos y actitudes pero que paseaban lánguidamente, convencidos ya de que Europa empezaba allí, en las calas pobladas de europeos, y que ellos eran una especie de guardianes diplomáticos con tácitas consignas de hacerse los distraídos.

Ibiza, 1958. San Antonio. Playa Blanca, la sala de fiestas al aire libre con sus animadores.

Por segunda vez en mi vida, la primera fue en París, me sentí ciudadana del mundo, de un mundo al que todavía no habíamos llegado oficialmente.

Ignacio era feliz. En la isla vivían ingleses jubilados, en calas alejadas y todavía no descubiertas. Se visitaban de cala en cala y tenían sus partidas de bridge. Cuando aparecían por San Antonio a hacer las compras, venían en automóviles viejos que se habían traído de su isla. Recuerdo dos viejos muy simpáticos, uno era cojo y otro manco. Eran mutilados de la Primera Guerra Mundial. Se apoyaban el uno en el otro, charlaban, reían. Ellos también eran libres.

A la isla empezaban a llegar los primeros «hippies de oro», los niños mimados de Estados Unidos. Tenían una revista, Black Saturday. Bebían como descosidos por los bares soleados de la isla. Absenta por la mañana y ginebra o whisky por la tarde-noche. Todos bebíamos. Era nuestro East of Eden, un Edén real y vigoroso al que habíamos llegado desde la oscuridad.

El agua del Mediterráneo era transparente. El descubrimiento de los fondos con las primeras gafas y tubo. Los barcos. El de Miska, el húngaro, amigo de Fernando y Rafael y, enseguida, nuestro. Miska tenía un barco de pescadores adaptado a sus necesidades lúdicas y con él hacíamos excursiones. También pasábamos diariamente por Buda, la galería de arte de Miska, que vivía allí todo el año.

Aquel verano descubrimos los rincones de la isla. El interior rico en sabinas, pinos y casitas aisladas, blancas y cuidadas.

A veces se apagaban las luces de San Antonio durante un rato. Luego volvían. Se decía, se rumoreaba, se fantaseaba que Errol Flynn tenía un yate en la isla, y que tenía algunos contactos con los proveedores de tabaco de contrabando. Se decía que ese tiempo que estábamos sin luz se empleaba en el desembarco del cargamento. ¿Era verdad o sólo una leyenda? La leyenda de una isla de película mediterránea. Pero el yate era real. Lo vimos anclado en el puerto.

A Ibiza íbamos con frecuencia. Solíamos subir hasta la ciudad alta y contemplar desde allí el paisaje. Al atardecer empezábamos a recorrer los bares, algunos de amigos madrileños en los que la música, la charla y la alegría física de vivir, combinaban perfectamente.

Aquel verano fue el comienzo de una docena de veranos más. Hasta 1969 fuimos felices allí. La isla iba cambiando, pero no lo notábamos porque ya pertenecíamos a ella.

Después de algún tiempo, Fernando de Castro construyó, en una cala cercana a San Antonio, Los Albares, una casa blanca sobre una roca con seis apartamentos. Él se reservó los dos del tercer piso. Uno de los restantes nos lo alquiló a nosotros para todo el año y entonces fue el verdadero paraíso. De la mañana a la noche, el mar nos esperaba abajo, a nuestros pies. Nos bañábamos a cualquier hora, y desde la terraza de nuestro salón veíamos caer el sol, hundirse cada día, detrás de la isla Conejera, con la primera copa de la noche, que hay que tomarla «cuando el sol está por debajo del bauprés», decía Ignacio.

En realidad, era la primera copa del atardecer. Cuando se hacía noche cerrada, nos vestíamos. Pantalones blancos de lino grueso tejido en la isla. Blusas de lienzo, pintadas de colores. La primera que tuve la compré en el estudio de una inglesa precursora de la moda ibicenca, con los primeros collares de cuentas negras, o azules, o rojas. Todo suelto, amplio, ligero, libre.

Bajábamos al pueblo. Allí seguían las copas, los amigos, la música, el humor. Días de sol y vino y rosas.

La huella que Ibiza dejó en nosotros y en nuestros amigos más próximos durante aquellos años está reflejada en nuestros libros. Rafael Azcona en su novela Los europeos, Ignacio Aldecoa en tres cuentos, «Ave del paraíso», «Un corazón humilde y fatigado» y «Amadís», Fernando de Castro en sus memorias, La isla perdida, y yo en mi novela Porque éramos jóvenes y en el cuento «Espejismos».

El regreso a Madrid después del largo verano —julio, agosto y septiembre— era deprimente. Volvíamos de un mundo abierto, luminoso, cálido. Un mundo de extranjeros y españoles emigrados en busca del Edén. Y encontrábamos la misma realidad que habíamos abandonado: la represión intelectual, la censura, las noticias que llegaban de las radios extranjeras. Y siempre el mismo mensaje machaconamente repetido: España, el mejor de los mundos, la salvación de Occidente, el castigo de infieles. Volvíamos de un mundo feliz, joven y frívolo, de un mar civilizado, el «mar nuestro», que compartíamos con Francia, con Italia, con Grecia. El mar al que se asomaban los europeos del norte, los americanos rebeldes. Era difícil recuperar el ritmo olvidado de la capital de una España áspera, gris y somnolienta. Las normas, las claves, las dificultades, las permanentes advertencias sobre lo permitido y lo no permitido, lo bueno y lo malo. Desde Madrid, Europa seguía siendo un lugar inalcanzable.

Pero aquel primer verano ibicenco de 1958 tuvimos suerte. En Ibiza recibimos la noticia de que nos habían concedido la beca americana que habíamos solicitado meses antes, para pasar el curso 1958-1959 en Nueva York.

Nuestro entusiasmo no tenía límites. Pero una sombra lo empañaba. Teníamos que dejar a Susana con mis padres porque era difícil compaginar nuestras actividades en América con la vida de una niña de cuatro años.

La maternidad fue para mí, desde el primer instante, la experiencia suprema, el más fabuloso de los milagros. Y a la vez la mayor de las amenazas. Toda clase de peligros podían rodear a ese ser indefenso y vulnerable. Vivir en el sobresalto, extremar las precauciones y cuidados de mi hija, comprobar a cada momento que respiraba, cuando estaba dormida, al principio; más adelante, que no se hubiera roto algo cuando se caía; que la fiebre repentina no significara necesariamente una enfermedad grave. Esta amenaza que yo sentía gravitar sobre la niña en los primeros años de su vida se dulcificó un poco cuando empezó a hablar y se serenó, cuando se convirtió, a los cuatro años, en una niña «mayor».

Sin embargo, la idea de una separación tan larga y con tanta distancia por medio me parece, todavía hoy, terrorífica. Sobre todo en una época en que era impensable que pudiéramos venir a España en cualquier momento a pasar unos días con ella.

Mi madre era una abuela joven. Tenía cincuenta y seis años y, en aquel momento, mucha energía. La idea de cuidar a Susana le pareció estimulante. Mi padre también estaba encantado. Pero nosotros lo pasamos mal cuando tomamos la decisión de «abandonarla» y partir. No obstante, tengo que reconocer que, a pesar de todo, aquel viaje, aquella aventura extraordinaria que suponía Nueva York, en el año 58, fue un proyecto de cuya realización nunca me arrepentí. Aquella experiencia iluminó para siempre nuestras vidas.

Pienso que hoy no soportaría una separación tan larga de mi hija y de mi nieto, tan adultos los dos. Pero hoy soy mayor y me he convertido en un ser muy vulnerable. En el 58 era joven, necesitaba vivir, viajar, conocer nuevos países, nuevas formas de vida. Las circunstancias históricas que vivíamos desde la infancia nos habían hecho desear, con una intensidad irrepetible, la huida hacia otros mundos. Hoy todo ha cambiado. Un viaje sigue siendo tentador pero nunca, por un viaje, me separaría tanto tiempo de mis seres queridos, de mi mundo. El tiempo que hoy se extiende ante mí es cada vez más corto, no puedo desperdiciarlo. Pero entonces, en aquel lejano año que iba dejando atrás la década de los cincuenta, yo tenía la presencia única de Ignacio, el ser del que nunca hubiera podido separarme, el más estimulante de los compañeros para emprender una aventura vital de la importancia y el significado que, en aquel momento, tenía vivir un curso en Nueva York.

Así que emprendimos la marcha entre la angustia de la despedida y la emoción anticipada de la experiencia que íbamos a vivir.

Y puedo asegurarme a mí misma que fue aquel año, de Ibiza y Nueva York, el año más brillante y atractivo de mi vida.

Llegar a Nueva York a primeros de octubre fue extraordinario. El otoño soleado, el aire fresco y suave a la vez, el ritmo alegre de las calles. Los primeros pasos de conocimiento y reconocimiento de una ciudad descubierta e idealizada a través del cine en blanco y negro. Central Park, Broadway, la Quinta Avenida, el Puente de Brooklyn. Todo nos llenó de alegría y de ganas de vivir. Acompañados por nuestros amigos los Costas, que vivían entonces en Nueva York, recibimos las primeras sensaciones de una ciudad que pasó ya para siempre al registro personal de nuestros mitos.

Nunca, con ninguna otra ciudad, nos volvió a inundar el sentimiento de pertenencia a primera vista que nos produjo Nueva York. Éramos conscientes de que We belong there, expresado en ese hermoso verbo inglés intraducible en todo su significado, to belong —¿to belong?—, durante todo el tiempo que estuvimos allí. Por una parte los Costas, por otra los nuevos amigos americanos para quienes llevábamos cartas de Dionisio Ridruejo, fueron nuestros guías en la vida intensa de la ciudad.

Mi programa de educación incluía cuatro días a la semana en Hawthorne School, donde viví una experiencia educativa absolutamente nueva. Y un día, el martes, lo pasaba en New York City, donde visitaba escuelas de todo tipo y condición, desde las públicas de distintas zonas hasta las más lujosas privadas o las más renovadoras en técnicas y programas. En todas recibí las máximas atenciones y facilidades para visitar hasta el último rincón y para recibir respuesta a todas mis preguntas.

Hawthorne School era un reformatorio modelo dependiente del Jewish Board of Education, destinado a jóvenes delincuentes. Tenía un programa revolucionario. Los chicos y chicas que allí vivían habían sido enviados por el Tribunal de Menores por delitos o infracciones más o menos graves: escaparse de casa, robar en una tienda, robar un coche.

Cada día me dirigía a la Grand Central Station, en la Calle 34, para tomar mi tren a Pleasantville y pasar el día en el centro.

A veces regresaba en el tren de la tarde y otras en el coche de alguno de los miembros del staff que vivían —todos— en Nueva York.

La escuela estaba en un gran parque natural y los chicos vivían en casas para quince alumnos o alumnas. En cada casa vivía una pareja de adultos que hacía el papel de «padre y madre» para los niños y que organizaban los horarios, las comidas, etcétera, como —en teoría— podía organizarse en un verdadero hogar. Se trataba —ahí estaba lo renovador— de proporcionar a los adolescentes un ambiente relajado y familiar, la atmósfera moral y afectiva de una verdadera familia.

Durante el día tenían clases en las escuelas del parque y cada uno de los alumnos recibía atenciones y tratamiento individual a cargo de psicólogos y especialistas, en el despacho correspondiente. El staff estaba compuesto por profesores de distintas materias, psiquiatras, psicólogos, médicos, enfermeras, asistentes sociales, etcétera, que se reunían en grupos de trabajo diario para el seguimiento y el análisis de la evolución individual de las conductas de los alumnos a los que se trataba como «enfermos».

Por supuesto, las hectáreas de bosque donde se asentaban los edificios del establecimiento educativo no tenían barreras. Había guardianes de noche pero en teoría —y a veces en la práctica— los chicos podían escaparse.

La intención era que los alumnos vivieran en un «hogar reconstruido» una vida no de internado al uso, sino de familia, sin los límites que recordaran a una prisión.

Yo tuve todo el tiempo acceso a los expedientes e historias de los chicos para poder participar, cada día, en las reuniones de trabajo del equipo pedagógico y psicológico en las cuales se aludía a los casos concretos.

Luego, a partir de las cinco de la tarde, en cada casita se recogían los alumnos y a esa hora, hasta las siete, yo tenía ocasión de estar con un grupo de chicas que me fue asignado, haciendo vida «social», charlando, viendo televisión, escuchando música y cenando con ellas, a las seis.

La experiencia fue apasionante y dura. Las historias me parecían insólitas. Familias deshechas. Maltratos. Abusos sexuales.

Un mundo que parecía inexistente entonces en nuestro país, imposible como fenómeno social en la España «perfecta», censurada, con costumbres y prohibiciones que ocultaban todo lo irregular de la dictadura. Un mundo de cuya existencia nos han ido llegando noticias paulatinamente, con parecidas características, cuando llegó la libertad.

Las cartas de Dionisio nos llevaron a conocer a personas muy interesantes. Los Barnes, Courtie y Trina —Trina pertenecía a la familia McCormick del Chicago Tribune—, nos abrieron las puertas de su casa y allí conocimos el ambiente más atractivo que podíamos soñar.

Gentes que pertenecían al mundo intelectual neoyorquino. Gentes de la Partisan Review, la lucha por los derechos civiles, el recuerdo vivo de la guerra civil española.

Un día nos invitaron a una fiesta de bienvenida en honor de Gustav Regler, que acababa de llegar a Nueva York.

La historia reciente de Regler era sorprendente. Llevaba años queriendo entrar en Estados Unidos pero, a pesar de estar casado con una norteamericana, se le negaba el permiso de entrada por «prematuramente antifascista», es decir, por su participación en nuestra guerra civil.

Hemingway había intercedido públicamente a su favor y había escrito el prólogo de su libro The Great Crusade, sobre su experiencia española. Al fin, ante la presión de varios núcleos culturales, le fue concedido el visado y tuvimos la oportunidad de conocerlo a él y a su mujer. Charlamos con ellos y se interesaron mucho por la situación de España en aquel momento, la represión, la censura, la vida cultural, la resistencia política, etcétera.

En otra ocasión también conocimos a Waldo Frank, que nos dedicó varios libros en su casa.

Un amigo de mi hermano, Dale Brown, a quien ya habíamos conocido en Madrid, vivía en el Village, que entonces atravesaba su mejor momento. Dale conocía muy bien el ambiente artístico-literario del mítico barrio. Nos invitaban con frecuencia a su casa y a los restaurantes italianos de la zona. Ignacio y él se habían hecho amigos y, como ninguno de los dos tenía horarios fijos (Dale también escribía), vagabundeaban por la ciudad guiados por las mismas curiosidades y aficiones.

Una tarde nos llevó al White Horse, un bar frecuentado por poetas. Dylan Thomas salió de allí un día herido de muerte hacia el cercano hospital de St. Vicent.

Los Costas, Carlos José, su mujer Pili y su hijo Mario, fueron desde el primer momento nuestra familia en Nueva York. Queridos amigos de Madrid, su casa fue para nosotros un refugio entrañable lleno de alegría y buen humor. Juntos frecuentábamos lugares deliciosos de la ciudad, que ellos conocían muy bien.

Recuerdo una excursión a Long Island en pleno invierno. Las playas vacías, las casas de verano cerradas y al entrar por azar, en un camino entre los árboles de un bosque, el descubrimiento de un restaurante español, Carmen, en el que nos hicieron una paella con mariscos locales.

En una ocasión asistimos al estreno de una zarzuela de Moreno Torroba en una iglesia off Broadway. Fuimos con los Costas y con Ángel Zúñiga, corresponsal de La Vanguardia, un conversador incansable y un generoso guía que conocía exhaustivamente la ciudad.

Un día nos llevó a un pequeño restaurante árabe en el que se bailaba la auténtica danza del vientre y donde había, en una mesa cercana, un grupo que hablaba un castellano muy claro pero con un acento difícil de localizar. En un momento dado se dirigieron a nosotros preguntando: «¿Españoles, de dónde?». «De España», contestamos, y uno de ellos muy sonriente aclaró: «Nosotros de Constantinopla».

En aquel momento, se preparaba en Nueva York una importante exposición de Dalí. Zúñiga nos invitó a la inauguración y nos presentó a Dalí y a Gala. Y también a Henry Fonda y a su mujer italiana. En un cóctel que Zúñiga dio en su casa a Andrés Segovia y a los Dalí, nos presentó a un fotógrafo catalán exiliado y muy conocido por su espléndido trabajo, Carles Fontseré, y a su mujer, una encantadora pareja a quienes he recuperado, por correo, en su actual residencia de Cataluña.

De Fontseré conservo una serie de fotografías que nos hizo en distintos lugares. Una de Ignacio sonriente con un fondo de rascacielos me autorizó a reproducirla en la portada de los Cuentos de Alfaguara.

Luego estaba el Nueva York de la Columbia, Paco García Lorca y Laura de los Ríos, Eugenio Florit, Ángel del Río, todos cordiales, entrañables, emocionantes para nosotros porque representaban lo que siempre habíamos añorado, la cultura perdida, el mundo desconocido y mitificado de los españoles en el exilio.

Entre los recuerdos de aquel año en Nueva York, lejano y vivo en la memoria, está la película Tierra española, dirigida por Orson Welles, con guión de Hemingway.

La vimos en un cine down town y nos emocionó profundamente. Las imágenes de la guerra me siguen estremeciendo todavía hoy, cuando ya hemos visto en nuestra propia televisión numerosos documentales.

Pero aquella primera visión del drama en un cine neoyorquino, al lado de Ignacio, será siempre la referencia más auténtica de mi emoción. Con lágrimas en los ojos, salimos a la calle sin hablar y nos refugiamos en el primer bar que encontramos.

En Nueva York se podía encontrar el mismo día, en la calle, desde a Greta Garbo —cliente de una perfumería de las hijas del «Caballero Audaz»— hasta a Mikoyan, de paso por las Naciones Unidas.

Por una hora no conocimos a Henry Miller. Nos llevó Dale Brown a visitarle al hotel donde vivía y acababa de salir momentos antes hacia el aeropuerto.

Pero tuvimos la gran suerte de conocer a Francisco Ayala, que nos invitó a su casa más de una vez y se nos mostró como el hombre brillante y generoso y el escritor auténtico que habíamos adivinado en sus libros. Reencontrarlo en Madrid, a su regreso al cabo de tantos años, significó para mí una gran alegría y una profunda nostalgia neoyorquina.

Casa Moneo, una tienda española de ultramarinos, olía como cualquier tienda de cualquier pueblo de España, instalada en el auténtico ultramar. Albergaba tesoros para cocinar «a la española», desde garbanzos a pimientos enlatados.

Pero había otros lugares de raíz hispana, como el restaurante vasco Jai Alai donde alguna vez coincidimos con Alberto Machimbarrena, amigo de amigos de Madrid. O la taberna de un gallego anarquista, down, down town, donde se podía comer un cocido muy apetitoso.

Se acercaba la Navidad y Nueva York era una fiesta luminosa. Las calles, los árboles, los escaparates, los teatros. Todo rebosante de bombillas de colores, de reflejos dorados, de luz.

El gigantesco árbol del edificio Rockefeller derramaba su luz en la pista de patinaje sobre hielo. En las aceras brillaban las brasas de los puestos de castañas asadas y hot dogs. La calle era un vertiginoso desfile de gentes de todas las edades, Papás Noel sin cuento, tintineo de campanillas, música navideña. Pasamos la Nochebuena en familia, es decir, en el apartamento de nuestros Costas.

El día de Navidad fuimos a Harlem para asistir a una misa, famosa por la música y los cánticos de los negros. Fue una fiesta maravillosa. Éramos los únicos blancos. Nos sentamos en un banco que tenía un hueco libre y las personas que nos rodeaban nos sonrieron amistosas. Una mujer, a mi lado, me dio la mano y me dijo: «Thanks for coming».

El Belén era un Belén vivo, todos los personajes eran de color.

La música fue de una belleza extraordinaria. Nos sentimos felices en aquel ambiente cálido y vibrante de emociones estéticas.

Muchos años después he vuelto a una misa en Harlem, pero con un carácter turístico programado. Desde el hotel nos llevaron en un coche y entramos discretamente con el grupo de extranjeros que esperaban para contemplar el espectáculo religioso. Todo fue hermoso pero incomparable con aquella primera Navidad.

El año nuevo comenzó para nosotros celebrando a las seis de la tarde el español, y a las doce el neoyorquino, en el apartamento de nuestros amigos. De madrugada, alegres por la grata velada y un punto melancólicos, regresamos a nuestro hotel, en Broadway esquina a la 77. Teníamos un apartamento muy cómodo con kitchenette, salón-dormitorio y baño. Por la ventana se veía, al fondo, Central Park. Mientras tomábamos la última copa, empezó a llegar a nuestros oídos un alboroto de canciones y gritos en español que brotaban de algún lugar cercano. Al día siguiente descubrimos el origen de la fiesta hispana. Cerca del hotel estaba el Centro Cubano y era el 1 de enero de 1959. Fidel Castro había triunfado y los cubanos de Nueva York celebraban la caída del dictador Batista.

Poco tiempo después, un día, el centro de Nueva York se vio invadido por grupos de barbudos pacíficos que se sacaban fotografías con los niños. Acompañaban a Fidel Castro, el joven de nuestra edad que era el gran protagonista de la ciudad. El New York Times le había dedicado amplios espacios durante todo el proceso revolucionario.

Fidel era un héroe. Pudimos verlo, o mejor, adivinarlo entre las multitudes, un día en Macy’s y otro en Washington Square.

Ignacio tenía la dirección del Centro Vasco de Nueva York, que algún amigo de su padre le había dado, y una tarjeta para un folclorista famoso cuyo nombre no recuerdo.

Nos pusimos en contacto con él y nos invitó a la fiesta de Santa Águeda, que se celebraba un día de febrero.

La visita nos impresionó fuertemente. En una casa antigua down town, en un piso, estaba la Casa Vasca. Entrar allí era entrar en un casino, taberna o lugar de encuentro de un pueblo vasco. Un mostrador de madera, paisajes vascos, fotografías de Euskadi y orlas de soldados vascoamericanos muertos en la guerra mundial.

El centro estaba lleno de gente, familias completas, hombres, mujeres y niños.

Un grupo de hombres mayores vestidos con pantalón negro y camisa blanca, boina y pañuelo al cuello estaban dispuestos para cantar a Santa Águeda. Nuestro anfitrión nos dijo que era en el único lugar en que se conservaban esas canciones muy antiguas y desaparecidas en España. La belleza de la música, la melodía del idioma, la atmósfera que nos rodeaba, nos conmovieron.

Tomando unas copas de vino nos dimos cuenta de que la mayoría no sabían español. Sus idiomas eran el euskera y el inglés. Había viejos, gente madura y jóvenes que pertenecían ya a la tercera generación.

El programa de educación que me habían asignado se completó con un viaje a Topeka, Kansas, capital de este Estado, centro geográfico de Estados Unidos. Allí visité la Menninger Foundation, dirigida por Karl Menninger, discípulo de Freud, y el Veterans Hospital, ambos centros con importantes departamentos de Psiquiatría y Psicología que me interesaron mucho. Me invitaron a asistir a reuniones de trabajo de los especialistas residentes y tuve ocasión de conocer a varios médicos españoles que fueron cordiales conmigo.

Al regreso de Topeka hice un viaje muy atractivo en autobús —la ida había sido en avión— que me permitió tener la experiencia, tantas veces seguida en libros y películas, de una ruta de los Greenways que tenía parada en diferentes puntos.

El viaje hasta Washington, donde había quedado citada con Ignacio, era bastante largo. Al pasar por Carolina del Norte, tuve una experiencia inesperada. Yo iba en la primera fila de asientos y, al descender del autobús en una parada y entrar en la sala de espera, me di cuenta de que estaba rodeada por todas partes por gente de color. Me miraban con cierto asombro que yo interpreté como reconocimiento de mi condición de extranjera. Pero luego me di cuenta de que yo era la única blanca. Salí de la sala, buscando una indicación de Toilet-Room, y entonces observé que a unos pasos había una puerta de acceso a otra sala de espera sobre la cual, en letras grandes y claras, indicaba «WHITE». Miré a la sala que acababa de abandonar y observé que también sobre su puerta había un letrero: «COLORED».

Al regresar al autobús, la señora que tenía al lado me habló por primera vez para decirme: «¿Se ha dado usted cuenta? ¿Ha visto esta gente?». Y señalaba a una negra joven y bella que se había sentado al otro lado del pasillo en la segunda fila.

Fue entonces cuando observé que, efectivamente, en las últimas filas sólo iban sentadas gentes de color. La white lady siguió mascullando quejas con su acento sureño durante un buen rato.

En otros viajes, muchos años después, en los que he visitado algún estado del Sur, no he tenido ocasión de contemplar una reacción racista parecida, quizá porque mis visitas eran a universidades en las que el clima social es muy diferente.

Ignacio me esperaba en Washington después de unas entrevistas con gente de prensa que había organizado alguno de los amigos exiliados de Nueva York. Sus actividades eran muy diferentes de las mías. Ignacio daba conferencias en distintos centros universitarios, cercanos a Nueva York, y colaboraba en periódicos hispanos de gran tirada a través de Joaquín Maurín, el conocido fundador del POUM, también exiliado.

Era mayo y en Washington los cerezos estaban en flor. La ciudad nos pareció hermosa a primera vista, pero fue una visita rápida en aquella ocasión.

Cuando llegó el momento de terminar el curso y regresar a España, nuestros sentimientos oscilaban entre el deseo urgente del regreso y la recuperación de nuestra hija y la nostalgia anticipada de abandonar Nueva York. Ya entonces fuimos conscientes de que el contacto con la gran ciudad nos había cambiado. Creo que, si hubiéramos tenido la oportunidad medianamente satisfactoria de quedarnos en ella, hubiéramos aceptado el reto que se habría convertido en atractivo ante la idea de tener a Susana con nosotros, en uno de aquellos maravillosos jardines de infancia que había visitado en mis martes neoyorquinos.

A primeros de junio estábamos instalados de nuevo en Madrid, dispuestos a retomar la vida familiar de los tres y poner los pies en la tierra para empezar una vez más la lucha por la supervivencia.

Uno de los problemas que enseguida nos asaltó fue la necesidad de buscar un lugar para nuestra hija, que en octubre iba a cumplir cinco años. Algunos de nuestros amigos estaban en una situación parecida, tratando de resolver la próxima escolarización de los niños. Fuimos al Instituto Italiano, que tenía muy buena fama y una excelente tradición de Jardín de Infancia. Pero no había plazas. No abundaban las opciones tentadoras, así que un día mi compañera de Facultad y amiga, Rosario Correa, que había trabajado conmigo antes de mi viaje en los grupos de Rosalía Prado, muy interesada en lo que le contaba de Nueva York y sus escuelas, me dijo: «¿Por qué no abres un jardín de infancia, por qué no lo abrimos las dos?».

Su marido, Salvador Pons, era un gran entusiasta de la idea (tenían entonces dos hijos) y entre los dos hicieron una buena labor de convicción. Yo rechazaba el proyecto con verdadera energía. Me horrorizaba la responsabilidad que suponía crear una escuela. Lo primero que hice fue aclararles, aunque lo tenían claro, mis ideas sobre educación, bastante alejadas de las que en aquel momento se aceptaban como únicas. Pero, al parecer, esas ideas a ellos les parecían bien. Lentamente el proyecto fue tomando forma y me vi inmersa aquel verano, junto con Rosario, en la puesta en marcha de aquel Jardín que tanto me preocupaba.

Alquilamos un chalet en El Viso, lo amueblamos a nuestro gusto y con ayuda de nuestros padres y así nació el colegio —Estilo Jardín-Escuela— en el que, entre otras cosas, ofrecíamos como gran renovación el inglés.

Lo cierto es que aquella aventura pedagógica la iniciamos Rosario y yo con verdadero entusiasmo. Una vez decidida, yo dejé de lado mis primeros temores y me entregué a la tarea con pasión.

El 5 de octubre de 1959 comenzamos el curso con una veintena de niños de tres a cinco años, todos hijos de amigos y, entre ellos, mi hija Susana. Pronto nos vimos sorprendidas por lo apasionante de nuestro trabajo y la fácil realización de nuestro programa que no ofrecía obstáculos.

Por razones familiares, el nacimiento de otros hijos hizo a Rosario renunciar a su parte en el colegio y en 1962 me encontré sola ante el obstáculo. Sola, pero muy bien acompañada desde el primer momento por mi hermana Gaba, una verdadera artista que interpretó mi idea del arte del niño y trabajó con nuestros pequeños maravillosamente.

Muchas veces con admiración y cariño a lo largo de estos años me han llamado «maestra», una palabra y una profesión que admiro profundamente. Sin embargo, yo nunca he sido maestra. En los cuarenta años que he dirigido sola el colegio, nunca he enseñado. He ido desarrollando un proyecto educativo que tenía muy claro y que tiene una importante e inevitable consecuencia en la práctica de la enseñanza. Sin embargo, para mí, educar es lo más importante, lo básico, lo que subyace en cualquier forma de enseñanza.

Enseñar ¿qué? ¿Para qué? ¿Cómo? Todas estas preguntas tienen respuesta en el concepto que tengamos de la educación.

La educación tiene que ver con una actitud ante la vida, una filosofía de la existencia por elemental que esta filosofía sea.

El modo en que se desarrolla nuestra vida individual, lo que queramos hacer, cómo queremos vivir y convivir, lo que valoramos por encima de todo, es lo que determina nuestra idea de la educación. La enseñanza, la transmisión de conocimientos, es una consecuencia de la educación, una forma sistemática de actuar que aparece íntimamente ligada a la educación.

Si creemos en el ser humano, en la variedad de las personalidades individuales, en la libertad para desarrollar armoniosamente los aspectos que distinguen a un niño de otro, estamos decidiendo y definiendo el tipo de educación y enseñanza que queremos desarrollar.

Cada niño es único y diferente a todos los demás. Pero tiene que adaptarse a una sociedad que va a exigirle un conjunto de conocimientos, actitudes, normas generales, flexibles unas, de obligado cumplimiento otras, que necesita adquirir para desarrollar una profesión futura de modo eficaz y satisfactorio y para mantener una convivencia pacífica con los demás.

La educación de un niño depende, en primer lugar, de los padres desde que nace, y de la escuela cuando alcanza la edad adecuada.

Una escuela a la que tiene derecho como ciudadano de un país democrático. Una escuela flexible, amplia de horizontes, capaz de respetar las distintas ideas y las características de los grupos sociales, culturales, históricos y étnicos que forman una nación. Una escuela dispuesta a aceptar las características individuales de los niños, dispuesta a ayudarles a desarrollar al máximo sus capacidades.

La educación basada en el autoritarismo, planteada desde un esquema rígido e inflexible que pretende crear un tipo de ciudadano impuesto por el Estado, está limitando el crecimiento armónico de un niño y está formando adultos limitados, apáticos, desinteresados.

Una educación basada en un sentido de la vida generoso y amplio, que pretenda por encima de todo cultivar la inteligencia y la sensibilidad de los niños, despertar su curiosidad por el mundo que les rodea, invitándole a explorar ese mundo para descubrir la riqueza de posibilidades que su investigación le ofrece. Una educación que prepare al niño para disfrutar de los bienes culturales que la humanidad ha ido conquistando a lo largo de los siglos. Que le permita estimular su creatividad, que favorezca la libertad de pensamiento, de comunicación, de expresión, y que desarrolle desde muy temprano su sentido crítico y analítico.

Éste es el tipo de educación al que he dedicado buena parte de mi vida. He tratado de ayudar a los niños, a los padres, a los maestros y profesores, y he procurado facilitar las relaciones entre estos tres grandes grupos de protagonistas de la educación.

Con los niños me he esforzado en valorar su trabajo y su esfuerzo, la gracia y la originalidad de sus logros, y despertar en ellos la alegría de vencer los obstáculos y el placer del trabajo bien hecho.

He procurado comprender y ayudar a los padres a calmar la angustia o la preocupación por el proceso educativo que a veces les atenaza.

He estimulado a los maestros jóvenes para que encuentren su propia forma de enseñar, que dependerá de su personalidad, de sus conocimientos, de sus recursos instintivos y adquiridos.

Y me he desesperado a veces con la educación en general, con la Educación con mayúscula que escapa, como es natural, a mi capacidad de intervención, de crítica y de ayuda.

He visto a mi alrededor convertir en problema lo accesorio y dejar de lado lo fundamental.

He sido testigo de cambios sucesivos en los planes de estudio, en un intento desesperado de resolver problemas generales cuya raíz está en algo más profundo y posiblemente utópico, porque depende de la filosofía de la existencia y los principios éticos que un país ha desarrollado a lo largo del tiempo. De las creencias que ha mantenido acerca del ser humano y su destino. Del respeto a la libertad por encima de todo y de la decisión firme y segura de luchar por convertir a cada niño en un adulto maduro, responsable, que respete la libertad de los otros, la convivencia pacífica, la justicia, la solidaridad, la conservación de la naturaleza.

Para conseguir esa educación es necesario un compromiso individual y colectivo.

Individual por parte de los padres y los educadores profesionales. Y colectivo por parte del Estado y de los responsables del mundo de la cultura, la ciencia, el arte, la literatura.

El curso de 1959-1960 comenzó mi experiencia real en educación. Por primera vez iba a tener responsabilidad total de un centro educativo, aunque compartida en un principio con mi amiga Rosario.

La historia del colegio la he contado grosso modo en muchas ocasiones. Pero en el libro de Amelia Castilla Memoria de un colegio hay un espléndido trabajo de investigación periodística que supera todo lo que yo haya podido contar a rachas en entrevistas, prólogos o artículos.

La década de los sesenta fue una década intensa, llena de vida y alegría. No podíamos imaginar que, a punto de cerrarse, nos esperaba la tragedia.

En aquel Madrid en el que escribir seguía siendo llorar, en el que la censura funcionaba en la prensa, la radio y la recién incorporada televisión; en el que cualquier iniciativa política era difícil y dura por insignificante que fuera, desde las firmas reclamando la devolución del más pequeño derecho hasta la expresión de compromisos intelectuales cuya respuesta era el silencio oficial y el insulto anónimo por carta o por teléfono. En medio de una dictadura que nos limitaba y nos desesperaba, nosotros éramos aceptablemente felices porque, malgré tout, éramos jóvenes, teníamos una hija maravillosa, muchos amigos, viajes, libros nuevos publicados, películas sobre libros de Ignacio, veranos en Ibiza, la isla libre.

En 1961 Ignacio había descubierto las Islas Canarias. Escribió un libro, Cuaderno de godo, sobre ellas. Lo publicó Fernando Baeza en Arión, la editorial que él había puesto en marcha y en la que editó libros de varios amigos, Rafael Azcona, Jesús Fernández Santos y uno mío, una colección de cuentos, A ninguna parte, título que no anunciaba precisamente un mensaje optimista. En la misma colección de Arión había publicado años antes Ignacio su libro El corazón y otros frutos amargos.

Domingo y Carmela Dominguín entraron en nuestra vida en los años sesenta. Coincidimos en casa de amigos comunes y, desde el primer momento, Domingo e Ignacio se sintieron cercanos.

A Ignacio le apasionaban los oficios de riesgo. Aquellos en los que el hombre se mide con el obstáculo y ese obstáculo encierra riesgo, como la mina o la pesca de mar. En cuanto a los espectáculos, los toros y el boxeo. En ambos casos, más allá de lo que supone para el espectador la habilidad o la belleza del que actúa, le interesaban las connotaciones humanas y sociales de la profesión. Y, como casi todas sus pasiones, toros y boxeo tenían una raíz literaria.

Es curioso que a los quince años publicara su primer artículo, en un periódico de Vitoria, sobre toros. Se titulaba «¿No es verdad, Villalta?». Nunca pude leerlo porque no lo conservaba.

Ignacio disfrutaba con las historias que Domingo le contaba. Los comienzos de los tres hermanos Dominguín, adolescentes casi niños. La historia de los padres, el viejo Dominguín fundador de la dinastía y doña Gracia, a quien conocimos en La Companza, la finca familiar cercana a Quismondo, el pueblo del padre. Los Dominguín eran una leyenda viva y fascinante para Ignacio. Conoció a los tres en distintos momentos, pero era Domingo con quien tuvo una verdadera amistad. Durante su vida profesional Domingo destacó como matador, pero tenía otras pasiones: la política, la literatura, el cine, el arte. Su capacidad de entusiasmo, la fuerza de su personalidad, su sentido del humor, su actitud ante la vida, eran arrolladores. Su atractivo personal arrastraba a los que le rodeaban, que vivían en un continuo deslumbramiento.

La casa de Domingo y Carmela era una fiesta para los amigos. Allí se podía encontrar a Juan Manuel Caneja, el pintor, con su mujer. Allí, Jorge Semprún, Javier Pradera, Juan Benet. Y Simón Sánchez Montero y su mujer, una pareja legendaria por su valor, su honestidad, su entrega a una causa que les costó a ambos sufrimientos, sacrificio y dolor sin cuento. Tantos y tantos amigos…

Los niños circulaban por la casa. Los hijos de Domingo y de Pepe venían al Colegio Estilo y nuestra hija Susana era y es amiga de la hija mayor de Domingo, Pati.

Nunca olvidaré las temporadas taurinas de los sesenta. El lanzamiento de Ángel Teruel, a quien seguíamos muchas veces de ciudad en ciudad con Domingo y su cuadrilla. Y luego el debut de Curro Vázquez, su temporada magnífica de novillero y el día sangriento de su alternativa. Pocos años después Curro se casó con Pati, tan jóvenes los dos y tan enamorados. Una boda muy íntima en la que todos estábamos. Ya había muerto Ignacio y Domingo estaba en América.

Dionisio Ridruejo había fundado un partido, el PSAD (Partido Social de Acción Democrática), en el que estaba también nuestro amigo Fernando Baeza.

En 1962, un grupo de políticos liberales y antifranquistas, entre los que se encontraban Dionisio Ridruejo, Carlos Bru, Miralles, Satrústegui, Íñigo Cavero, había organizado un encuentro en Munich con la España del exilio. Se trataba de poner en contacto a la gente de dentro y fuera de España que deseaban retomar de algún modo la convivencia pacífica y democrática entre todos los españoles.

Dionisio y Baeza invitaron a Ignacio a ir como participant observer. Él aceptó encantado con la curiosidad que le inspiraban las situaciones atípicas.

Durante los días que se celebraron las reuniones de Munich, ni la radio ni la prensa hicieron la menor alusión al suceso.

El día previsto para el regreso, a las dos de la tarde, poco antes de la llegada del avión, se desató el ataque en el diario hablado de Radio Nacional.

Los insultos, las acusaciones, fueron terribles: traidores, malos españoles, etcétera.

Preocupadísima, esperé la llegada de Ignacio, que apareció en casa a la hora prevista. Me traía la última noticia. La policía había detenido en el aeropuerto a un buen grupo de los políticos que habían participado en el encuentro de Munich.

Los días siguientes hervían las noticias extraoficiales en torno a los políticos de Múnich. A unos los habían detenido. A otros los habían desterrado a Fuerteventura. Ignacio esperaba decepcionado, porque la idea de pasar un tiempo de destierro en la isla canaria le atraía bastante.

Los ataques del Gobierno arreciaban. El NODO ofrecía las manifestaciones de toda España perfectamente organizadas desde Madrid. Los gritos de «traidores», «canallas», etcétera, se repetían. Grandes pancartas con peticiones desorbitadas se exhibían por todas las ciudades españolas. «Los de Munich a la Horca» era uno de los eslóganes.

Teniendo en cuenta que era la primera vez que se reunían abiertamente y fuera de nuestro país las dos Españas, no se podía esperar otra cosa.

Ignacio me contó con detalle todo lo sucedido en el congreso. Estaba entusiasmado porque había conocido a mucha gente interesante, entre ellos a parte del Gobierno Vasco en el exilio. Nombres que había oído a su padre muchas veces porque eran amigos y correligionarios suyos.

Pasaron varios días y a Ignacio no le detenían. Un día —era domingo y aunque los amigos sostenían que en domingo la policía no trabajaba—, a las ocho de la mañana sonó el timbre de la puerta. Abrí yo y allí estaban dos hombres jóvenes, de paisano, que se identificaron como policías y que preguntaban por Ignacio. Les hice pasar y llamé a Ignacio, que se fue con ellos ante su requerimiento.

No había pasado media hora cuando me estaban llamando los encargados de la «resistencia interna» de los partidos de Múnich para ofrecerme su interés y ayuda que no fue necesario utilizar porque, después de largas horas de interrogatorio, Ignacio regresó a casa. Parece que no le habían molestado gran cosa, dado que no podían constatar intervención suya alguna en el congreso.

No obstante, los días siguientes llovían llamadas telefónicas de amenazas de muerte e insultos variados.

A todo esto, al regresar de Múnich, un grupo de los congresistas se había quedado en París para seguir manteniendo algunos contactos políticos. Entre ellos, Dionisio Ridruejo, Fernando Baeza, Carlos Bru y Antonio García López, que vivía allí.

Ignacio y yo teníamos previsto viajar a Polonia ese verano, pues se acababa de publicar en Varsovia la traducción al polaco de Con el viento solano. El problema era el visado.

A través de sus contactos, Dionisio Ridruejo nos consiguió un visado especial, en una hoja suelta, que se eliminaba al regresar sin dejar huellas en el pasaporte. Era la fórmula —restringida— para viajar a los países que figuraban como prohibidos en el pasaporte español: «Válido para todo el mundo excepto Rusia y países satélites».

De modo que aquel verano del 62 emprendimos el viaje a París donde continuaban «Los de Múnich», que prolongaron su estancia en la ciudad a la espera de noticias.

Los amigos nos recibieron con alegría y pasamos unos días de inolvidables charlas en terrazas hasta altas horas de la noche, descubriendo lugares con Fernando Baeza, que había vivido en París y trabajado en la Unesco al regresar de un largo exilio en América con su familia. Su padre, don Ricardo Baeza, brillante intelectual, hombre ilustrado, traductor espléndido de muchas novelas europeas, era embajador de la República en Costa Rica cuando estalló la guerra. Su madre, doña María Marros, mantenía en su casa de la colonia de El Viso tertulias femeninas a las que yo asistí en alguna ocasión.

Fernando y Mary, su mujer, se habían convertido en grandes amigos nuestros y sus hijas, Laura y Patricia, eran amigas de nuestra hija Susana.

Antonio García López, que vivía y trabajaba en París, nos alojó en su casa, generosamente.

Un día que habíamos quedado citados con Fernando, Dionisio y algunos amigos más para una cena en el apartamento de nuestro anfitrión, cena que estaba previsto que prepararía Ignacio, se presentó Fernando con lágrimas en los ojos diciendo: «Ha muerto Marilyn». Era el 5 de agosto de 1962.

Nos quedamos todos sin palabras. Marilyn tenía treinta y seis años, había nacido el mismo año que yo, en 1926, y era un ídolo mundial.

Cuando escribo estas líneas, hoy 5 de agosto de 2002, Canal Plus ha emitido un programa con motivo del 40 aniversario de su muerte.

Hoy he sido yo la que he llorado recordando aquel día, aquel año, aquella época. El tiempo ha pasado, largo y rápido. Pero desde la muerte de Marilyn han desaparecido Ignacio, Dionisio y dos protagonistas del programa de Canal Plus: los dos hermanos Kennedy.[3]

De París, resuelto nuestro visado para Varsovia, Ignacio y yo nos fuimos a Colonia para cobrar una traducción de El fulgor y la sangre y seguimos viaje a Amsterdam, donde nos detuvimos dos días visitando la bellísima ciudad. Desde allí volamos a Polonia.

El vuelo era por la tarde y aterrizamos ya de noche en el aeropuerto de Varsovia.

Por una carretera muy poco iluminada nos trasladamos a la ciudad. Estaba previsto que nos alojáramos en el único hotel para turistas que había entonces. Un hotel con un buen restaurante de cocina afrancesada y un bar agradable y cosmopolita donde tomamos copas en un ambiente muy grato y con muy pocos clientes, todos aparentemente extranjeros. Al día siguiente era domingo y visitamos la ciudad por sus calles más céntricas.

Todavía estaban reconstruyendo los edificios destruidos por la guerra. Todo lo que aparecía en pie era nuevo. La ciudad había quedado arrasada por los alemanes. Paseamos hasta un pequeño parque, luego hasta el río Vístula de aguas grises y revueltas. La ciudad nos produjo una sensación de vacío y tristeza, acrecentada por la universal lentitud y soledad de los domingos.

El lunes nos pusimos en contacto con Stanislaw Zembrzniski, el traductor de Ignacio, un muchacho de nuestra edad, que resultó ser el más cordial, efusivo y generoso de los anfitriones. Nos acompañó a la editorial para cobrar los derechos de autor, gestión que nos había servido de pretexto para el viaje, ya que no se podía sacar el dinero de Varsovia. Nuestro plan era quedarnos unos días allí, gastar nuestros slotys y conocer un poco el país, tan lejano y, en ese momento, insospechado y exótico.

Hoy que el mundo se ha vuelto cercano, y hay tantas facilidades para viajar, es difícil imaginar lo que tenía de aventura nuestra visita clandestina, desde el punto de vista de España, a un país del Telón de Acero.

El contraste entre la dureza de una ciudad que todavía estaba recuperándose de los desastres de la guerra y las deslumbrantes ciudades occidentales que acabábamos de abandonar, París y Amsterdam, nos acongojaba.

Stanislaw había regresado de Argentina, donde se había exiliado con su abuela al final de la guerra. Allí había aprendido perfectamente el español y toda su formación primaria y secundaria había sido en nuestro idioma.

Nos hizo una crónica apasionada y dolorida de cada esquina, cada rincón, cada calle, y del destino que habían sufrido en la guerra. Era frecuente encontrar en un cruce de calles, delante de una casa, flores en ramilletes, en tiestos, en pequeños recipientes colocados en el suelo. «Aquí —nos decía— murieron fusilados veinte, treinta o cuarenta polacos». Según los lugares variaba el número. Varsovia entera era un homenaje floral a sus muertos.

La ciudad antigua había sido reconstruida piedra a piedra con la ayuda desinteresada de los ciudadanos que pusieron en pie la muralla, la catedral y el núcleo antiguo trabajando durante años, los días festivos de sol a sol, en un empeño heroico de recuperar su ciudad.

Nuestro amigo nos contaba que después de la guerra se había considerado la posibilidad de cambiar la capitalidad a otro lugar, dado que la mayor parte de los edificios, ¿el ochenta, el noventa por ciento?, había sido destruida. No lo hicieron porque la infraestructura subterránea, agua, luz, etcétera, permanecía en gran parte utilizable.

Nos enseñaba los lugares donde habían hacinado a los judíos hasta su eliminación, en campos de concentración y exterminio. Eran historias e historias, anécdotas terribles, recuerdo que flotaban en el ambiente de toda la ciudad.