Al día siguiente por la tarde recojo mis acuarelas y me dirijo al jardín con el pretexto de terminar un cuadro para Elena.
Por el camino un jilguero chilla y levanta el vuelo con un furioso batir de alas. Traza un círculo en el aire y se posa en un roble cercano.
También yo tengo ganas de chillar.
En lugar de chillar camino hacia el martilleo de la ladera. Finn está encaramado al último travesaño de una escalera de mano, clavando una viga.
—¡Señor Belastra! —llamo.
Finn se vuelve, sobresaltado. El brusco movimiento hace tambalear la escalera, que se inclina hacia un lado con él encima. Suelto un grito de alarma, pero es demasiado tarde: Finn está agitando los brazos como un molino. Finalmente cae al suelo en una postura extraña, con un tobillo aplastado debajo del cuerpo.
Suelto las acuarelas y el cuaderno de dibujo y corro hasta él maldiciendo el condenado corsé.
—¿Estás bien? —Me arrodillo a su lado.
Finn se ha sentado, pero su cara ha empalidecido bajo las pecas. Se vuelve hacia mí blasfemando como un vulgar marinero.
Suelto un gritito con fingida gazmoñería.
—¡Señor Belastra, ignoraba que conociera tales términos!
Intenta sonreír, pero solo le sale una mueca.
—Poseo un léxico extenso.
—¿Quieres que vaya a buscar a John? ¿Necesitas ayuda?
—Puedo solo. —Resopla. Desde donde estoy puedo verle la nuca rosada bajo el cuello de la camisa. También ahí tiene pecas.
Me pregunto cuántas pecas tiene. ¿Las tiene por todo el cuerpo o solo donde le da el sol?
—¿… su brazo?
Estoy demasiado avergonzada para mirarle a los ojos.
—¿Qué? —Señor, ¿por qué estoy pensando en Finn Belastra sin ropa? El aparatoso accidente me ha trastocado.
—Su brazo. ¿Me ayuda a levantarme? —pregunta.
—¡Oh, claro!
Se agarra a mi hombro y se impulsa hacia arriba con otra retahíla de maldiciones. Me levanto y cojo el abrigo que ha dejado doblado en el suelo de la glorieta.
Echamos a andar lentamente por el jardín. Finn camina apoyándose en mí, con el brazo descansando en mis hombros. No puedo evitar estudiarle con el rabillo del ojo. Ahora que conozco la determinación con que protegería a su madre y a Clara, yo…
No puedo evitar mirarle con otros ojos. Si antes me parecía guapo, ahora lo encuentro doblemente guapo. Pero no puedo enamorarme del jardinero. Sería como algo extraído de una de las novelas de Maura. Y con los Hermanos vigilando tan de cerca la librería, cualquier alianza con los Belastra solo conseguiría ponernos bajo un escrutinio aún mayor.
Finn se da cuenta de que lo estoy mirando.
—No se preocupe, no voy a desmayarme —bromea.
—Eso espero. No creo que pudiera contigo.
Llegamos renqueando a la puerta de la cocina. Finn se apoya en el muro de ladrillo mientras yo aviso a la señora O’Hare, que detiene los preparativos de la cena —probablemente para bien— y sale con grandes aspavientos. La cocina huele a pan recién hecho.
—Finn se ha caído de la escalera —le explico.
Lo sentamos en la butaca floreada de la señora O’Hare, frente al fuego.
La señora O’Hare chasquea la lengua.
—Cielo santo. ¿Aviso al doctor Allen?
Finn niega con la cabeza.
—No, gracias. Si no le importa, me quitaré la bota para evaluar los daños.
—Por supuesto. Te traeré una taza de té. —La señora O’Hare le alborota el pelo como si fuera un chiquillo. Ella no sabe de desconocidos.
Finn se quita la bota y mueve los dedos bajo su calcetín gris. Cuando intenta girar el tobillo se le escapa un silbido de dolor.
La señora O’Hare se acerca enseguida.
—Pobre muchacho. ¿Está roto?
—Creo que es solo un esguince.
La señora O’Hare toma su cesto de costura. Dentro hay algunas medias y camisolas nuestras a la espera de ser zurcidas. Me sonrojo y confío en que Finn no repare en ellas.
—Déjame ver. He vendado más de un esguince en mi vida. Kate es testigo.
—No, no, puedo hacerlo yo —replica Finn.
—¡Tonterías! Dame solo un minuto. —La señora O’Hare destapa la olla para remover algo que desprende un apetitoso aroma a cebolla y calabaza. Tal vez la cena de esta noche no sea una parodia.
—¿Le importaría hacerlo usted? —me susurra Finn.
—¿Yo? —No soy enfermera—. Te irá mejor con ella.
Finn mira a la señora O’Hare, ajetreada con su olla de sopa, y se levanta la pernera del pantalón lo justo para mostrarme la pistola amarrada a la pantorrilla.
—Por favor, Kate.
Oh. Asiento y me arrodillo a su lado.
—Claro.
La señora O’Hare se ríe cuando me ve trajinar con su rollo de vendajes.
—¿Jugando a las enfermeras? ¿Qué bicho te ha picado?
Pestañeo inocentemente.
—Ya es hora de que aprenda, ¿no cree? Por si alguien se compadece de mí algún día y me propone matrimonio.
—Dios se apiade del hombre. —Ríe—. De acuerdo, pero no aprietes mucho la venda o le cortarás la circulación.
Miro a Finn con una sonrisa maliciosa.
—¿No crees que una pata de palo te quedaría que ni pintada? ¿Como un pirata? El primer oficial del Calypso tenía una, ¿verdad?
—Me daría cierto aire de libertino. ¿Qué tal un parche en el ojo?
—Dejaos de bromas, vosotros dos —nos reprende la señora O’Hare—. La gangrena es un asunto muy serio.
Levanto la vista y mis ojos tropiezan con los ojos castaños de Finn. Detengo la mano a dos centímetros de su pierna y le miro mientras los nervios se arremolinan en mi estómago. No entiendo de dónde sale este repentino embarazo. No es la primera vez que veo la pierna desnuda de un chico. Cuando Paul y yo éramos niños, él se arremangaba el pantalón hasta las rodillas, y yo me recogía las faldas, y juntos vadeábamos el estanque tratando de pescar pececillos con las manos.
Pero era Paul, y entonces solo éramos unos niños. Por la razón que sea, esto se me antoja algo muy diferente.
—Espabila —me insta la señora O’Hare, y eso hago. Paso la venda por encima del arco del pie y subo por una pantorrilla musculosa cubierta de finos pelos cobrizos y más pecas. Me fascina el dibujo que las pecas crean sobre su piel. ¿Le llegan hasta la ingle?
Me pongo colorada.
—Ahora tómate un té y deja esa pierna un rato en alto —dice la señora O’Hare—. Luego le diremos a John que te lleve a casa. Buen trabajo, Kate.
Cuelgo mi capa, presa del desconcierto. Si he de fijarme en un hombre, ese hombre debería ser Paul. «Pero ¿te late el corazón con fuerza cuando lo tienes cerca?».
Mi corazón trina ahora, palpitando violentamente en mi pecho.
Arrastro una silla y me siento al lado de Finn. Me está mirando con sus grandes ojos a través de las gafas.
—No hace falta que se quede conmigo.
—No tengo nada mejor que hacer. —Me encojo de hombros. Entonces me digo que tal vez desee que me vaya—. A menos que… quieras que me vaya.
Ríe entre dientes. Su risa es un murmullo grave y agradable. Es la primera vez que reparo en ella.
—No.
—¿Cómo? ¿No llevas un libro en el bolsillo de tu abrigo?
—Sí, pero solo lo saco cuando la compañía es tediosa.
¿Me está diciendo que le gusta mi compañía? Me aliso la falda verde, contenta de vestir por una vez algo bonito, sin barro en las rodillas ni dobladillos deshilachados.
Estamos sonriéndonos como bobos cuando la puerta se abre bruscamente y Paul irrumpe a grandes zancadas en la cocina.
—¡Aquí está mi chica! Te he buscado por el jardín. Maura me ha dicho que estabas con tus acuarelas. —Me besa la mano. Le lanzo una mirada de advertencia: sabe que no debería permitirse tales libertades delante de la gente—. Belastra, ¿qué te ha pasado?
Finn bebe un sorbo de té.
—Me he caído de la escalera de mano —responde con calma.
Paul tuerce el gesto, y siento el impulso de proteger a Finn.
—Ha sido culpa mía —barboteo.
—¿Por qué? —Paul ladea la cabeza, sin comprender.
Me revuelvo en mi silla.
—Le he asustado.
—No le guardo rencor. Ha hecho un gran trabajo con el vendaje —asegura Finn.
—¿Kate? —Paul se ríe hasta que repara en la sonrisa de Finn y su mandíbula se endurece—. También yo debería caerme de más escaleras si eso me garantiza una enfermera tan bonita.
—Ya está bien —protesto.
—Ahora en serio, Kate, podría ayudar a John a terminar la glorieta. No me importaría una excusa para venir por aquí más a menudo. Y ya que estoy, podría hacer algunas mejoras en el diseño —reflexiona Paul con una sonrisa.
—No es necesario. En un par de días estaré como nuevo —dice Finn.
—¿Qué? —exclamo—. Ni hablar, se acabaron las escaleras para ti. No voy a permitir que la próxima vez te rompas la crisma.
Paul suelta una risita.
—Tan mandona como siempre.
Ay, Señor, acabo de ordenar a Finn como ordeno hacer algo a mis hermanas. Hago una mueca.
—Lo siento, no era mi intención ser tan directa. Yo…
—No me importa —me interrumpe Finn.
Su mano, en el brazo de su butaca, está muy cerca de la mía, en el brazo de mi butaca. Si estiráramos los dedos nos tocaríamos. De repente se me antoja un gesto increíblemente difícil de resistir. Todo mi cuerpo está inclinado hacia él. ¿Resulta evidente lo atractivo que me parece? Cruzo las manos sobre el regazo.
Paul nos observa con una expresión extraña.
—Seguro que no te importa. A mí también me gustan las mujeres con brío.
—¿«Con brío»? —protesto—. Hablas como si fuera un caballo. —Como algo que hay que domar y doblegar.
—En absoluto. —Paul esboza una amplia sonrisa y agarra una pala de jardinería de madera del gancho de la pared y se pone en posición de espadachín—. En garde.
Miro a Finn muerta de vergüenza. Paul y yo luchábamos en el jardín con palos —y por la cocina con cubiertos—, pero cuando yo tenía doce años. Meneo la cabeza.
—Paul, no.
Paul agita su estoque improvisado.
—Vamos, puede que esta vez consiga vencerte. He estado entrenando en el club Jone’s.
Finn se ríe.
—Apuesto por Kate.
—¿Apuesta de caballero? —propone Paul, arrojando sobre la mesa una moneda que se saca del bolsillo.
A ninguno de los dos les sobra el dinero como para malgastarlo en semejante tontería.
—Nada de dinero. Solo nos jugaremos el orgullo —anuncio a la vez que agarro de la mesa una cuchara de mango largo y avanzo amenazadoramente hacia Paul.
—¡Kate! —aúlla la señora O’Hare—. La estoy usando. Déjala donde estaba o salpicarás de sopa todo el…
—¡Excelente! —Dejo caer la cuchara sobre el hombro de Paul, y una mancha de color calabaza se aposenta en su chaqueta gris.
—¡Te vas a enterar! —Paul agita la pala frente a mi cara—. ¡Es una chaqueta nueva!
Nos agachamos y esquivamos alrededor de la mesa de la cocina, el refrigerador y los fogones. La señora O’Hare unas veces sonríe y otras me insta a comportarme como una señorita. Yo río mientras el pelo se me escapa de las horquillas y me cae por la espalda.
—¡A por él, Kate! —grita Finn.
Le miro por encima del hombro, y su sonrisa me corta la respiración.
Paul se acerca sigilosamente por detrás y me retiene contra su torso. Me da la vuelta y me toca la coronilla con la pala de madera.
—Eres mía —susurra.
Aunque su tono es juguetón, percibo algo más. Está reclamando su presa.
—¿Señorita Kate? —La puerta que conecta con el vestíbulo se abre. Una ojeada al rostro de Lily y sé que algo no va bien.
Me separo de Paul.
—¿Qué ocurre?
—Los Hermanos están aquí.
Me quedo paralizada, pero solo un segundo.
¿Maura o Tess? ¿Qué han podido estar haciendo mientras no las vigilaba?
¿Por qué no estaba vigilándolas como es debido?
—Gracias, Lily —digo, y la voz no me tiembla ni un ápice. Estoy deseando mirar a Finn, pero me contengo. Si le mirase, podría suplicarle que me prestara esa pistola.
—¡Kate, el pelo! —La señora O’Hare se apresura a adecentarlo.
Cuando ha terminado, sacudo la hierba mojada del bajo de mi vestido y enderezo los hombros. Dejo que la sonrisa alentadora de la señora O’Hare me dé fuerzas y sigo a Lily.
El hermano Ishida y el hermano Ralston aguardan en el salón. El hermano Ralston es un hombre bigotudo de barriga prominente y una frente tan arrugada que parece un campo recién arado. Enseña literatura y composición en el colegio masculino y es amigo de padre.
—Buenos días, señorita Kate —dice.
—Buenos días, señor. —Me arrodillo frente a ellos.
El hermano Ishida posa su mano rolliza sobre mi cabeza.
—El Señor la bendiga ahora y todos los días de su vida.
—Así sea. —Me levanto, pero me muerdo la lengua. No oso preguntar qué hacen aquí. Sería una impertinencia.
Me hacen esperar un largo minuto.
—¿Ha mantenido alguna correspondencia con Zara Roth? —me pregunta el hermano Ishida.
Presa de un profundo alivio, levanto la cabeza.
—No, señor —miento—. Ni siquiera sabía que tenía una madrina hasta que la señora Ishida me habló de ella. ¿No está en el manicomio de Harwood? Creía que las pacientes no tenían permitido escribir cartas.
—Y no lo tienen, pero en el pasado ha habido algunas enfermeras sin escrúpulos dispuestas a echar alguna que otra carta al correo. ¿No ha mantenido con ella ningún contacto?
Hago que mis ojos grises se abran como platos.
—No, señor, nunca.
—Si tiene noticias suyas, si intenta ponerse en contacto con usted, debe comunicárnoslo de inmediato —me insta el hermano Ralston.
Junto las manos y bajo la mirada hasta sus botas.
—Por supuesto, señor. Se lo haría saber enseguida.
—Zara Roth es una mujer malvada, señorita Cahill. Una bruja que se hacía pasar por miembro devoto de nuestra Hermandad y traicionaba a nuestro gobierno y a nuestro Señor. No entiendo por qué su madre, el Señor la tenga en su gloria, le designó semejante persona como madrina. —Los ojos negros del hermano Ishida me miran como si estuviera mancillada por esa relación.
Vuelvo la vista hacia el retrato de mi familia, donde mi madre aparece serena y hermosa, y meneo la cabeza con tristeza.
—Yo tampoco lo sé, señor. Mi madre nunca la mencionó.
—Confiemos en que fuera únicamente una cuestión de debilidad femenina —dice el hermano Ralston—. Debe recelar de los susurros tentadores del demonio que se ocultan bajo una voz amiga, señorita Kate. Confiar en las personas equivocadas puede llevarla por senderos oscuros.
—Esperemos que no siga los pasos de su madrina —prosigue el hermano Ishida—. Ayer advertimos que visitó la librería de los Belastra.
Me estremezco. ¿Estuvieron siguiéndome? ¿Por qué querrían seguirme? Pero el hermano Ralston hace un gesto tranquilizador con la mano, como si yo fuera una potra asustadiza.
—Llevamos cierto tiempo vigilando las actividades de la librería. No es propio de una muchacha de su clase entretenerse en tales lugares, señorita Kate. Las compañías de las que se rodea una joven afectan directamente a su reputación.
—Fui a cumplir un recado de mi padre —miento.
—No se marchó con ningún paquete —señala el hermano Ishida.
—Pensaba que su padre estaba en New London —añade el hermano Ralston.
«Señor, es cierto que lo están controlando todo», pienso de inmediato.
—Tenía que entregarle un mensaje a Finn Belastra. Es nuestro nuevo jardinero. Me puse a hablar y… —Espero que no me pregunten por qué no lo entregó John. O si Finn y yo estábamos solos en la tienda.
Demasiado dispuesto a creer en mi fragilidad femenina, el hermano Ralston sonríe afectuosamente. Si no fuera porque me conviene, le borraría esa sonrisa de un bofetón.
—Eso tiene más sentido. Ya nos dijo su padre que no destaca por su inteligencia.
Aprieto los dientes.
—Confieso que no entiendo ese interés desmedido por aprender de los libros. —Les miro con cara de inocente, agitando mis largas pestañas rubias. Sachi Ishida estaría orgullosa de mí.
—No tiene nada de malo. Demasiados conocimientos trastornan la mente femenina —asegura el hermano Ralston.
—Nunca echará de menos a su madrina, señorita Cahill —dice el hermano Ishida—. Usted ya goza de toda la orientación que necesita. Nuestro deber es cuidar de nuestros hijos e hijas, y estamos encantados de hacerlo.
Oculto mi furia con una sonrisa.
—Sí, señor. Y yo estoy muy agradecida por ello.
—¿Cuándo cumple los diecisiete, señorita Cahill?
Oh, no.
—El 14 de marzo, señor.
El hermano Ralston me mira incómodo con sus joviales ojos azules.
—Imagino que es consciente de la importancia de su próximo cumpleaños. —Asiento mientras confío en que eso sea todo, pero continúa—: Tres meses antes de cumplir los diecisiete deberá anunciar o bien sus esponsales o bien su intención de unirse a las Hermanas. A mediados de diciembre habrá una ceremonia en la iglesia donde prometerá servir a su marido o al Señor. Nosotros nos tomamos la declaración de intenciones muy en serio.
—Un mes antes de su ceremonia, si no ha identificado un posible pretendiente o recibido una oferta de las Hermanas, la Hermandad se interesará en el asunto —añade el hermano Ishida—. Nosotros mismos le buscaremos un marido. Consideramos un honor y un privilegio ayudar a nuestras hijas a encontrar su lugar dentro de nuestra comunidad.
El hermano Ralston me observa con inquietud.
—Estamos hablando de mediados de noviembre.
Un escalofrío me recorre la espalda. Hoy es 1 de octubre. Solo faltan seis semanas. He de tomar una decisión antes todavía de lo que pensaba.
—Ya han acudido a nosotros hombres interesados en su mano —me informa el hermano Ishida—. Su dedicación a sus hermanas desde el fallecimiento de su madre no ha pasado desapercibida. Conocemos a varios viudos con hijos pequeños que necesitan los cuidados de una madre. El hermano Anders o el hermano Sobolev serían buenos maridos para usted.
¡No puedo casarme con ninguno de esos carcamales! Ni hablar. El hermano Sobolev es un hombre adusto con siete hijos de entre once y dos años. Por lo menos su esposa goza de algo de paz en el cielo. Y el hermano Anders es mayor que padre; tiene por lo menos cuarenta años, además de dos niños gemelos, y para colmo es calvo.
—Sí, señor —murmuro—. Gracias.
—Bien, eso es todo por el momento —dice el hermano Ishida—. Limpiamos nuestra mente y abrimos nuestro corazón al Señor.
—Limpiamos nuestra mente y abrimos nuestro corazón al Señor —repetimos el hermano Ralston y yo.
—Puede ir en paz para servir al Señor.
—Gracias. —Y, ciertamente, estoy agradecida. Una vez que los pierdo de vista estoy tan agradecida que podría escupir.
¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven a venir a mi casa y decirme que mantenga la boca cerrada y la mente vacía, y que me busque un marido antes de que ellos tengan que hacerlo por mí?
Oigo el carruaje de los Hermanos alejarse por el camino y me dirijo de nuevo a la cocina. La magia se agita dentro de mí como las olas del estanque durante una tormenta. Respiro hondo y aprieto la palma contra el frío cristal de la ventana del comedor.
Un destello rojizo atrae mi atención. Maura está paseando del brazo de Elena bajo los robles del jardín. Por debajo de su capucha asoma un mechón pelirrojo. Yo nunca consigo que abandone sus condenadas novelas para pasear conmigo; sin embargo, con esta desconocida de vestidos bonitos y modales delicados se muestra sobradamente dispuesta. Maura escucha a Elena, la adora, pero soy yo la que se preocupa constantemente por su seguridad.
No obstante, ¿qué decisión garantizará más su seguridad? ¿Debería casarme con Paul y mudarme a la ciudad, ver a mis hermanas una o dos veces al año y dejarlas al cuidado de Elena? ¿O debería quedarme aquí, permitir que los Hermanos me casen como si fuera una potra y vivir siempre bajo su mirada vigilante, lista para utilizar mi magia mental si mis hermanas caen bajo sospecha?
Ninguna de esas opciones se me antoja soportable.
Oigo un crujido, como el que hace el hielo del estanque en marzo. El vidrio de la ventana se ha resquebrajado bajo la palma de mi mano.
Respiro hondo. Si hubiera perdido el control en la cocina, delante de Finn y Paul y la señora O’Hare…
No quiero ni pensarlo. Debo ir con más cuidado.
—Renovo —suspiro, y el vidrio recupera su estado anterior.
En la cocina me recibe un aluvión de preguntas. Manchada de sopa, la chaqueta de Paul cuelga del respaldo de una silla mientras él se pasea de un lado al otro en mangas de camisa y chaleco beis.
—¿Qué querían? —me pregunta.
La señora O’Hare levanta la vista de la mesa, donde está amasando pan a pesar de que ya hay una hogaza recién hecha sobre la repisa de la ventana.
—¿Va todo bien, Kate?
Pero es a Finn a quien miro, todavía sentado en su butaca frente al fuego. No parece nervioso como los demás, si bien sus cabellos están un poco más revueltos que antes, como si hubiera estado pasándose la mano. Su expresión es serena, calculadora, como si estuviera resolviendo problemas matemáticos en su cabeza… o pensando en cómo sacarme de apuros en caso de necesitarlo.
—No era nada importante, estoy bien —contesto.
Paul se acerca a mí con paso vacilante.
—Kate, los Hermanos no hacen visitas porque sí…
Lo esquivo y finalmente pierdo los nervios.
—¡He dicho que no era nada importante!
Paul levanta las manos.
—De acuerdo, de acuerdo.
Sé perfectamente que no me cree, pero ¿qué otra cosa puedo decirle? ¿Que quieren casarme para asegurarse de que no dé problemas como mi madrina y si no le importaría ayudarme, por favor? Es humillante.
—John ya debe de tener el carruaje listo —dice Finn. Se levanta con una mueca de dolor. La señora O’Hare le ha dejado su bastón—. Gracias otra vez.
Intento sonreír, pero no acabo de conseguirlo.
—Te acompañaré fuera.
Finn carraspea.
—No hace falta, puedo solo. —Cojea hasta la puerta.
—Siéntate y tómate un té conmigo, pareces agotada —me propone Paul, acercándome una silla.
—Enseguida, pero primero deja que ayude a Finn.
Paso como una flecha por delante de Finn y salgo por la puerta sin darles tiempo a protestar a ninguno de los dos. Dentro de poco tendré que obedecer las órdenes de un marido, pero entretanto…
Llevo recorridos unos metros antes de que Finn me dé alcance.
—Podría habérmelas apañado solo, ¿sabe? No quiero causarle problemas con su prometido. —Se apoya pesadamente en el bastón con la cara apuntando al suelo.
—No es mi prometido —espeto al tiempo que arranco una rudbequia. ¿Qué insinuaciones ha estado haciendo Paul durante mi ausencia?
Seis semanas. Es muy poco tiempo. Hace seis semanas no tenía madrina ni institutriz. No sabía nada de esa profecía. Apenas conocía a Finn.
—Ah. Él… Vaya, le pido disculpas. Es evidente que he llegado a una conclusión errónea. —Sonríe.
—Evidente. —Procedo a arrancarle los pétalos a la flor que tengo en la mano (me quiere, no me quiere) y aparto de un manotazo el sentimiento de culpa. Entre Paul y yo no hay promesas. Le dije que pensaría en su proposición, y eso estoy haciendo—. Los Hermanos me han preguntado qué hacía en la librería. Sabían que fui allí y cuánto tiempo pasé dentro, y que me marché con las manos vacías. Están vigilando la tienda. No quería decírtelo delante de Paul y la señora O’Hare.
Finn aprieta los labios.
—No es nada nuevo. Lamento mucho haberle causado problemas, pero…
—¡En absoluto! Me tienen prácticamente por una analfabeta.
—¿Qué? —Finn se apoya en el muro de piedra que circunda el jardín.
—Al parecer, todo el mundo sabe que no soy muy inteligente que digamos —susurro, arrojando la maltrecha flor al suelo.
Finn me mira fijamente a los ojos. Luego —hombre valiente— me toma la mano.
Eso basta para aplacar mi ira.
—No deje que los Hermanos le hagan sentir poca cosa. Es su especialidad, pero cualquier persona con un dedo de frente puede ver lo inteligente que es usted. Y valiente. Apenas titubeó cuando oyó que estaban aquí.
—¿Crees que soy inteligente? —¿Él? ¿El brillante erudito?
—Lo creo. —Sus dedos me envuelven la palma. El contacto me reconforta y perturba a la vez. El corazón me da un vuelco—. ¿Qué más le han preguntado los Hermanos?
Se oye el traqueteo de las ruedas de un carruaje traqueteando por encima de una cavidad. John lo está sacando del granero. Suelto la mano de Finn y me alejo una distancia prudencial.
—¿Tu madre se encuentra mejor?
Finn me mira perplejo.
—Sí. Hoy ya vuelve a ocuparse de la librería.
—Tal vez pase a verla mañana. Tengo una pregunta que hacerle. —Es una temeridad, lo sé, con los Hermanos vigilando, pero ¿de qué otra forma puedo averiguar cosas sobre la condenada profecía? Tendré que idear otro recado para padre—. ¿Tú también estarás? —Intento preguntárselo desenfadadamente, como si no tuviera importancia, pero sé que quiero volver a verle.
Finn sonríe.
—Estaré por la mañana. Entonces hasta mañana.
—Hasta mañana.
Me apoyo en el muro, destrozando otra rudbequia, y mientras lo veo alejarse por el camino pienso que hasta mañana es mucho tiempo.
Nada bueno puede salir de esto.
Paul está en la cocina, sentado en la butaca de Finn. La señora O’Hare se ha esfumado. Cuando entro se levanta de un salto.
—Estoy cansada —digo bruscamente—. Ha sido una mañana complicada.
—¿De veras? —Paul aprieta la mandíbula de esa manera tan suya. Otra cosa que no ha cambiado: todavía puedo darme cuenta de cuándo le he irritado—. No pienso moverme de aquí hasta que me digas qué querían los Hermanos, así que será mejor que hables de una vez.
Tomo de la repisa de la ventana la hogaza de pan y la traslado a la mesa.
—No tiene importancia.
Paul se apoya en la mesa y cruza sus antebrazos bronceados y musculosos.
—Para mí la tiene desde el momento en que te atañe a ti. Y no parecías tener reparos en contárselo a Belastra. Ignoraba que os hubierais hecho tan amigos.
Finn tiene razón. Paul está celoso.
—No somos amigos. Apenas lo conozco. —Nos fulminamos brevemente con la mirada. He perdido los nervios con él más veces de las que puedo recordar, pero no debería aprovecharme de su buen carácter. Simplemente está preocupado por mí.
A decir verdad, yo también lo estoy.
—Tenía que ver con la librería —explico. El cuchillo centellea mientras rebano ferozmente el pan—. Los Hermanos sospechan que la señora Belastra vende libros prohibidos. Ayer estuve en la librería para llevar un mensaje de mi padre. Me vieron entrar y salir, y me preguntaron si había observado algo indebido.
—¿Eso es todo? —El rostro de Paul se llena de alivio.
—Casi. También querían recordarme que mi ceremonia de intenciones está cerca. —Suspiro.
Paul parece nuevamente nervioso.
—¿Y querías hablarle de eso a Belastra?
—No, quería avisarle de que los Hermanos están vigilando la librería.
—Ah. —Descuelga la chaqueta de la silla—. Entonces ¿no hay nada entre vosotros dos?
—¿Qué quieres que haya? Es nuestro jardinero. —Finjo incredulidad, pero no puedo evitar recordar la nuca sonrosada y pecosa de Finn, el calor de sus dedos envolviendo mi mano.
—No lo sé. He estado ausente. —Paul se cuelga la chaqueta del hombro—. ¿Cómo quieres que sepa quién ha estado visitándote?
—Finn Belastra no me ha visitado, puedo asegurártelo.
Rodea la mesa y planta un brazo en la pared que hay a mi espalda, acorralándome entre el refrigerador, la mesa y su cuerpo.
—Bien. No creo que Belastra sea la clase de hombre que te conviene.
Criatura presuntuosa.
—Oh. ¿Y qué clase de hombre me conviene?
Paul me levanta el mentón con un dedo. Recuperada la confianza, los ojos le brillan. Pasea el dedo por el filo de mi mandíbula de una manera que me seca la boca y me acelera el pulso.
—Yo.