No estoy nerviosa. No lo estoy hasta que abro la pesada puerta de la librería de los Belastra al día siguiente. Entonces me asalta el deseo súbito y absurdo de recogerme las faldas y huir. Me vuelvo hacia el carruaje, pero John ya ha puesto rumbo a la tienda de ultramarinos después de haberse asegurado de que me dejaba sana y salva en la tienda. No sería propio de una señorita echar a correr detrás de él.
Ahora mismo tendría que estar en casa, en clase de acuarela, pero le he hecho saber a Elena que no encontraba inspiración en la cesta de frutas y le he pedido permiso para salir a pintar al jardín. Tras concedérmelo —los paisajes, al parecer, son actualmente el no va más— me he colado en el granero y le he pedido a John que me llevara al pueblo con él.
En el diario de madre aparecía constantemente un nombre aparte del de Zara. Una persona a la que madre confiaba sus secretos. Marianne Belastra.
—¿Puede cerrar la puerta, por favor?
Es la voz de Finn. Caray… Pensaba que estaría trabajando en la glorieta.
Cierro la puerta.
La librería de los Belastra es la pesadilla de una brigada contra incendios. Estanterías laberínticas se extienden desde el suelo hasta el techo, y los estantes siempre aparecen llenos por muchos libros que prohíban o censuren los Hermanos. Huele como el estudio de padre: humo dulzón de pipa mezclado con pergamino. Delante, motas de polvo navegan en los rayos de sol, pero la parte del fondo está sumida en la penumbra.
Nunca me he sentido cómoda en este lugar. Me cuesta entender que Maura y padre puedan pasarse horas aquí dentro, acariciando lomos con dedos afectuosos, hojeando venerablemente textos antiguos y abriendo la boca y los ojos con callada adoración.
Entiendo su iglesia tan poco como la de los Hermanos.
Finn Belastra sale despreocupadamente de detrás de una hilera de estanterías. Hoy no va en mangas de camisa, sino que viste una chaqueta.
—¿Puedo ayudarla en…? Ah, buenos días, señorita Cahill.
Cohibida después de nuestro encuentro arbóreo de ayer, reculo hacia la puerta.
—Buenos días, señor Belastra. ¿Está tu madre en la tienda?
Finn niega con la cabeza.
—No se encuentra bien, tiene jaqueca. Estoy atendiendo la librería por ella. ¿Puedo ayudarla en algo? —Revisa una pila de libros que descansa sobre el mostrador—. No tenemos ningún paquete para su padre. ¿Realizó algún pedido?
No me ha resultado fácil escapar de mis hermanas y de las interminables lecciones de protocolo de Elena para venir a ver a Marianne. En ningún momento se me ha pasado por la cabeza que una vez que hubiera encontrado el valor y la oportunidad de hablar con ella no estaría aquí para responder a mis preguntas.
—No he venido por mi padre.
Arrastro los pies en un intento de aplacar mi irritación. Finn no tiene la culpa de que su madre esté indispuesta ni de que hoy sea muy diferente de los demás días que he entrado aquí.
—Ah. —Finn me obsequia con esa sonrisa suya tan encantadora—. ¿Ha venido por Arabella?
—No. Esperaba que… ¿Crees que tu madre podría bajar para hablar conmigo aunque solo sea un momento? Es importante.
Finn se sube las gafas por el caballete de la nariz.
—Sé que desconfía de mi talento como jardinero, pero puedo asegurarle que soy un excelente librero. ¿Qué está buscando?
No puedo pedirle libros sobre magia, pero si me doy la vuelta y me marcho mi viaje habrá sido en vano. A saber cuándo tendré otra oportunidad de acudir al pueblo sin mis hermanas.
—He oído que lleváis un registro de los juicios. —Las palabras salen de mi boca antes de que pueda pensar siquiera en las consecuencias. ¿Y si Finn ignora que su madre lleva dicho registro?
Me clava una mirada escrutadora.
—¿Dónde ha oído eso? —Su tono es acerado—. Y aunque así fuera, ¿qué interés podría tener en él una chica como usted?
—¿Una chica como yo? ¿De qué clase de chica estás hablando exactamente? —pregunto, herida—. ¿De una chica que no está todo el día con la cara enterrada en un libro? ¿Acaso no tengo derecho a interesarme por… la historia local?
—No me refería a eso —se apresura a responder—, sino a que no es algo que prestemos a la ligera. ¿Por qué desea verlo?
—Tuve una madrina —digo despacio—. Mi madre y ella eran amigas en el colegio, pero la arrestaron por brujería. Quería leer sobre ella.
Finn avanza un paso.
—¿Y cree que puedo confiárselo?
Lanzo los brazos al aire con frustración.
—¡Sí! ¿Acaso no confío yo en que tú no asesinarás mis flores? Todos corremos nuestros riesgos.
Ladea la cabeza y me observa durante un rato. Al parecer paso la inspección.
—De acuerdo, espere aquí. —Abre la puerta del armario que hay junto a la escalera y desaparece en su interior. Instantes después emerge con un libro de contabilidad, como el que se utiliza para llevar las cuentas de una tienda—. Sígame.
Nerviosa como un enjambre de mariposas, le sigo por las tortuosas estanterías de libros. Se detiene delante de una mesa que descansa en la parte trasera de la tienda.
—¿Sabe en qué año fue arrestada su madrina?
—No. Bueno, hace más de diez años y menos de dieciséis. Si era mi madrina tuvo que estar presente en mi bautizo, aunque no recuerdo nada de ella.
—Las entradas son cronológicas, naturalmente —explica Finn. Se apoya en una estantería mientras me siento en la silla que hay frente a la mesa.
—Naturalmente —me mofo. Cuando levanto la vista descubro que me está mirando—. ¿Qué?
—Su cabello. —La capucha se me ha caído, dejando al descubierto las trenzas enroscadas alrededor de mi coronilla. Maura me las ha hecho esta mañana para practicar uno de los peinados que aparecen en las revistas de moda de Elena—. Es bonito. Ese peinado le favorece.
—Gracias. —Mis ojos descienden hasta el libro de contabilidad; me arden las mejillas—. ¿Piensas quedarte ahí todo el rato? Te prometo que no me escaparé con él.
—No, ya la dejo tranquila. —Pero vacila—. Mi madre prefiere que la Hermandad no esté al corriente de la existencia de este libro. Si la campanilla de la puerta suena, guárdelo en el cajón y póngase a hacer otra cosa. Por su seguridad y por la nuestra.
—Eh, sí, por supuesto. Gracias.
Aguardo a que sus pisadas retrocedan hasta el mostrador. Puedo oír cada uno de sus pasos contra la madera chirriante del suelo. Es tal el silencio que me cuesta pensar; no es como la quietud del exterior, donde siempre hay insectos zumbando, pájaros trinando y árboles susurrando con el viento. Este es un silencio inquietante, sepulcral.
Cuando abro el libro, la tapa cae sobre la mesa con un estrépito. Retrocedo dieciséis años, hasta 1880, y leo la lista de nombres que aparece en la columna izquierda.
«Margot Levieux, 16 años, y Cora Schadl, 15 años —reza la primera entrada—. 12 de enero de 1880. Crimen: se las vio besándose en los fresales de Schadl. Acusadas de desviación y lujuria. Condena: Manicomio de Harwood para ambas».
¿Enviadas a Harwood el resto de sus días por besarse? Parece una condena excesivamente severa.
¡Este registro es fascinante! Nunca he visto las acusaciones y juicios de la Hermanad expuestos con tanta claridad. Normalmente los envuelve un halo de misterio y la gente únicamente habla de ellos en susurros, como los hombres del saco debajo de la cama.
Hacia mediados de 1886 encuentro el nombre que estaba buscando.
«Hermana Zara Roth, 27años. 26 de julio de 1886. Crimen: brujería (conocida). Acusada de poseer libros prohibidos sobre el tema de la magia y de espiar en los juicios de la Hermandad. Acusadores: hermanos Ishida y Winfield. Condena: Manicomio de Harwood».
No es más de lo que descubrí en la merienda de los Ishida. Mi madrina logró sacar clandestinamente una carta de un centro para criminales dementes. Pero ¿cómo sabía ella que mis hermanas y yo no estamos a salvo? A menos que… ¿Acaso Brenna le predijo algo?
Sigo leyendo. La señora Belastra escribe sobre las condenas de las chicas de Chatham y sobre lo que oye acerca de los juicios celebrados en poblaciones vecinas. La mayoría de las chicas son trasladadas a la costa y sometidas a trabajos forzados. Algunas, como Brenna, son condenadas a Harwood. Otras son liberadas con una mera advertencia, y la señora Belastra señala que todas acaban marchándose o desapareciendo.
¿Qué les ocurre a estas mujeres? Sería difícil vivir en Chatham después de un juicio sabiendo que la mirada vigilante de los Hermanos —y sus espías— está en todas partes. ¿Huyen a poblaciones más grandes, donde resulta más fácil pasar inadvertidas entre el gentío? ¿O corren peor suerte?
Madre explicaba en su diario que las condenas no seguían un patrón evidente, y por lo que veo así sigue siendo. Mujeres que roban pan de una tienda o se echan un amante son condenadas a años de trabajo demoledor en la costa, mientras que otras acusadas de brujería son declaradas inocentes y liberadas en el acto. ¿Cómo es posible, teniendo en cuenta la paranoia de los Hermanos con la magia? A menos… a menos que estos no sean tan ignorantes como creo y sepan que hay muy pocas brujas auténticas. Eso sería casi peor, pues significaría que el incremento de detenciones no se debe en absoluto a la ejecución de actos delictivos, sino que solo pretende mantenernos atemorizadas.
Regreso al libro. Las acusadas abarcan desde niñas de doce años, como Tess, hasta amas de casa de cuarenta como la señora Clay, uno de los casos que más ha dado que hablar en los últimos diez años. La señora Clay confesó que había yacido con un hombre que no era su marido. Los rumores de la gente nunca desvelaron su identidad, pero aparece anotada aquí, con la pulcra caligrafía de Marianne Belastra: «La señora Clay alegó que si ella era declarada culpable también debía serlo el hermano Ishida, pues él era el hombre con quien había cometido el delito de adulterio».
¿El hermano Ishida? Pienso en sus ojos gélidos y sus labios finos y un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Solamente se castiga a las mujeres.
Me trago el asco que eso me produce. Necesito ver algo más. Paso las hojas hasta el octubre pasado y leo la lista de nombres: «Brenna Elliott, 16 años. Crimen: brujería. Acusador: su padre. Condena: Manicomio de Harwood. Liberada el verano de 1986 por insistencia de su abuelo. Claros intentos de suicidio».
Diez meses encerrada en ese lugar, y Brenna habría preferido la muerte. Mi madrina lleva casi diez años allí.
Me dirijo al mostrador, donde Finn está leyendo un libro con el mentón apoyado en la mano y los ojos avanzando raudos por la hoja.
—Gracias, señor Belastra. Ese libro me ha sido de gran ayuda.
—¿Ha encontrado lo que quería? —Sus ojos castaños buscan los míos.
Así es, pero no he averiguado nada nuevo sobre la profecía… o sobre lo que voy a hacer en mi ceremonia de intenciones.
—Sí. Por lo visto mi madrina dio muestras de una conducta escandalosa. Fue enviada a Harwood.
—Lo lamento. —Finn sigue detrás del mostrador—. ¿Puedo hacer algo más por usted?
—No. De hecho, te agradecería que olvidaras que he estado aquí. —Me subo la capucha y camino hacia la puerta. Al otro lado del gran ventanal, Chatham parece tranquilo y adormecido bajo el cielo del mediodía. Esa imagen ayuda, a veces, a olvidar.
—¡Espere! Señorita Cahill, no ha sido acusada, ¿verdad? ¿O alguna de sus hermanas?
Me vuelvo bruscamente hacia él. Tiene los hombros tensos y la mandíbula apretada.
—¡Naturalmente que no! ¿Cómo se te ocurre insinuar algo así?
Frunce el entrecejo.
—Ha pedido ver el registro.
—¡Ya te he dicho que sentía curiosidad por mi madrina! Además, si hubiéramos sido acusadas, dudo mucho que hubiera estado aquí sentada leyendo un libro. ¿Para qué?
—¿Qué haría si la acusaran? —Su mirada es penetrante, indagadora.
Ahogo una exclamación. Nadie me ha preguntado eso antes, pero es una pregunta que me ronda. Si una persona poco compasiva nos descubriera haciendo magia, me vería obligada a borrarle el recuerdo. Me costaría, pero lo haría.
Sin embargo, no puedo decirle eso a Finn Belastra.
—No lo sé —contesto, lo cual también es cierto. Si no nos enteráramos de la existencia de un informante hasta que ya fuera demasiado tarde (si los Hermanos y sus guardias se personaran en nuestra casa y nos acusaran como acusaron a Gabrielle), no sé qué haría. Dudo que mi magia fuera lo bastante poderosa para modificar media docena de mentes.
He pasado horas elaborando estrategias sin obtener una solución. Porque no hay soluciones.
He ahí el problema, supongo. Estamos a merced de los Hermanos.
—Yo huiría —dice Finn mientras desliza una mano por el suave mostrador de roble.
Levanto bruscamente la cabeza. Ignoro qué esperaba que dijera, pero no esperaba que fuera eso.
—Tú eres un hombre. Nunca te acusarán de nada.
Me mira con expresión sombría. Jamás imaginé que el hijo inteligente y torpe del librero pudiera resultar tan inquietante. Como una fuerza que no hay que subestimar.
—Me refería a que si Clara o mi madre fueran acusadas, me las llevaría de aquí. Intentaríamos perdernos en la ciudad.
La capucha se me vuelve a caer. Petrificada como estoy, la ignoro. Es la primera vez que oigo a un hombre hablar así. Es audaz. Es… fascinante.
—¿Y cómo escaparías de los guardias?
Finn baja la voz.
—Si no me quedara más remedio, los mataría.
¡Como si fuera tan fácil!
—¿Cómo? —No consigo eliminar de mi voz el escepticismo. Me cuesta imaginarme a Finn Belastra imponiéndose a puñetazos a los corpulentos guardias de los Hermanos.
Se agacha y del interior de su bota extrae una pistola. Me acerco. Debería estar horrorizada —una buena chica lo estaría—, pero estoy cautivada. John tiene una escopeta de caza, pero la utiliza con conejos y ciervos para nuestra cena; no tiene como función disparar a la gente. Ni siquiera los guardias de los Hermanos van armados, por lo menos abiertamente. El asesinato es pecado.
Pero también lo es la brujería.
Finn siente el peso de la pistola en su mano. Parece cómodo con ella.
—Soy un tirador excelente. Mi padre me llevaba cada domingo a disparar, después del oficio religioso.
Nuestras miradas se encuentran. Siento un deseo súbito, inaudito, de confesar, de contarle que yo también mataría por mis hermanas si fuera necesario. Haría cualquier cosa.
Él también. Puedo verlo en su cara, claro como el agua.
—¿Por qué razón iban a perseguiros? —pregunto. ¿También es bruja Marianne? ¿Es por eso por lo que mi madre se confiaba a ella?
—Digamos que mi madre es demasiado independiente para su gusto. Los Hermanos sospechan que desobedece sus normas y vende libros prohibidos. Y están en lo cierto —añade con una sonrisa torcida—. Tampoco están muy contentos conmigo. Me ofrecieron un puesto en el consejo. Dijeron que me darían una plaza de maestro en el colegio si cerraba la librería. Creo que herí su orgullo cuando rechacé la oferta.
Insensato. Con razón están tan empeñados en arruinarle el negocio. Su familia estaría más segura si hubiera aceptado.
—¿Por qué no aceptaste? —susurro.
Se inclina sobre el mostrador y baja el tono hasta equipararlo al mío. Apenas unos centímetros separan nuestros rostros. Huele a té y a tinta.
—Mi padre se ganaba la vida con esta librería. Era su sueño. No pienso ceder a sus intimidaciones.
—Eres muy valiente.
Frunce sus labios color cereza.
—¿Valiente o insensato? El hermano Elliott murió anoche. Supongo que intentarán convencerme de que ocupe su puesto. Si vuelvo a negarme podrían tomar represalias contra mí.
Me paralizo. La predicción de Brenna se ha cumplido.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunto con la voz entrecortada. Por fuerza ha de saber que podría denunciarle: por el registro, por la pistola, por amenazar a los Hermanos.
Finn devuelve la pistola a la bota.
—Quizá porque quería demostrarle que usted también puede confiar en mí.
Confío. Quiero confiar. Me sorprende lo mucho que lo deseo. Conozco a Paul desde que era un bebé y nunca he estado tan cerca de contarle mis secretos.
—¿Por qué?
Se endereza.
—Hasta la propia Arabella necesita ayuda de vez en cuando.
Pobre hombre caballeroso e insensato. Si estuviera lo bastante loca para confiar en él, para contarle lo que soy, no querría saber nada de mí. No si desea proteger a su familia.
—Ya… ya me has ayudado mucho —tartamudeo. Me subo la capucha—. Gracias, señor Belastra.
Me escudriña con la mirada, intentando leerme como si fuera uno de sus libros. Por fortuna, se abstiene de hacer preguntas que no puedo —no pienso— contestar.
—De nada, Kate.