Me siento como un pavo amarrado. Maura y yo hemos vuelto esta mañana a la tienda de la señora Kosmoski para los últimos retoques. Angeline, llorosa y desconsolada por la pérdida de Gabrielle —que ha sido enviada lejos, sin juicio, como su hermana—, se ha encargado de meter y pellizcar mientras su madre nos llenaba de alfileres. Ahora nuestros vestidos nuevos nos quedan perfectos. Vamos completamente a la moda, y yo me siento completamente ridícula, una estúpida tarta nupcial, con mi vestido violeta chillón de mangas exageradamente abombadas. Las faldas escalonadas —cuatro metros de brocado— se abren como una campana; la parte de atrás está rellena y arrugada como el interior de una sombrilla. Elena me ha apretado demasiado el corsé. Apenas puedo respirar, y menos aún protestar.
Mi mano, embutida en un guante gris de cabritilla que me llega hasta el codo, se posa delicadamente en el brazo extendido de John. El hombre sonríe mientras me ayuda a bajar, o puede que esté riéndose detrás de sus bigotes. No tengo mucho equilibrio sobre mis botines de tacón nuevos, recogidos ayer mismo del zapatero.
Maura camina delante de mí contoneando las caderas bajo su voluminoso vestido azul lavanda. Es todo curvas y elegancia. Está preciosa: el mentón alto y firme, las mejillas sonrosadas por la excitación. Su vestido está festoneado de encaje negro y lleva un cinturón de hebilla a juego, a diferencia de mi espantoso fajín azul pavo real.
La doncella de los Ishida nos conduce hasta el salón, donde una docena de damas está bebiendo té en tazas de porcelana con florecitas de color cereza, una muestra de la herencia japonesa de los Ishida. Cuando las Hijas de Perséfone establecieron las colonias, abolieron la esclavitud y prometieron libertad religiosa, por lo que brujas de todo el mundo inmigraron a Nueva Inglaterra. Dos siglos más tarde se ven rostros de todos los colores por la calle, y en el pueblo vive una docena de familias de origen japonés. Durante la guerra con Indochina hubo ciertos sucesos desagradables, pero de eso hace veinte años; ahora los Ishida son una de las familias más respetadas de Chatham. Así y todo, la señora Ishida siempre se asegura de recalcar que sus antepasados son de Japón, no sea que los vecinos confundan una cara oriental con otra.
—¡Señorita Cahill, señorita Maura, buenas tardes! —exclama la señora Ishida—. Qué vestidos tan bonitos…
Me obligo a sonreír y respondo con la debida insulsez. La estancia ya está llena de las esposas y las hijas de los Hermanos. La señora Ishida nos conduce por la puerta corredera hasta el comedor, donde Sachi y Rory están sirviendo té y chocolate en una mesa larga plagada de dalias.
—Señorita Cahill, señorita Maura, qué alegría que hayan venido —dice Sachi. Su delicado rostro de muñeca está dominado por unos sorprendentes ojos almendrados enmarcados por gruesas pestañas negras—. Señorita Cahill, ¡me encanta el color de su vestido! ¡Con esta luz sus ojos parecen casi violeta!
—Gracias —murmuro—. Su madre ha sido muy amable al invitarnos.
Desde el otro lado de la mesa, Rory lanza a Sachi una mirada maliciosa.
—En realidad fue cosa mía. A mamá ni se le habría ocurrido. Las vi el otro día en la iglesia y pensé que era una tontería que no nos conociéramos mejor. Somos todas de la misma edad, y no viven tan lejos. Además, mi padre tiene muy buena opinión del suyo. Deberíamos ser amigas. ¿Y estos vestidos nuevos?
—Nuestra institutriz convenció a papá de que necesitábamos renovar nuestro vestuario —explica Maura.
Enarco las cejas. No le hemos llamado «papá» desde niñas.
—Qué suerte —dice Sachi con un mohín—. Mi papá dice que ya tengo suficientes vestidos y me echa un sermón sobre la avaricia cada vez que le pido uno nuevo.
—Su vestido es magnífico —asegura Maura.
Es estridente, en realidad, un tafetán naranja con diminutos topos rosas, y luce una ridícula pluma rosa en el pelo. Pero Sachi es tan bella que hace que parezca un detalle delicado en lugar de una ostentación.
—¿Leche o azúcar? —me pregunta Rory.
Tiene el cabello negro y brillante como Sachi, pero por lo demás no podrían ser más diferentes. Sachi es bajita y menuda, mientras que Rory es alta, con una generosa silueta de reloj de arena que se esmera en realzar. Hoy lleva un vestido rojo de satén con un escote en forma de corazón demasiado bajo para un traje de día.
—No, gracias. El té me gusta solo.
Sachi tiende una taza de chocolate caliente a Maura.
—De modo que tienen una institutriz nueva. ¿Es muy horrible? La mía se pasaba el día quejándose en francés. ¡Como si yo pudiera ir algún día a Francia! Tendré suerte si consigo ir a la costa en mi viaje de bodas.
—¿Falta mucho para el anuncio de su compromiso? —pregunta Maura, al tiempo que coge una galleta de jengibre de la fuente que descansa sobre la mesa.
—Todavía unos meses, imagino —responde Sachi con displicencia—. Me casaré con mi primo Renjiro. Mi padre lleva planeándolo desde que era niña. Su familia vive en Guilford. Iremos a visitarla en noviembre, aprovechando la reunión del Consejo Nacional de papá en New London. Supongo que Renjiro me propondrá matrimonio entonces.
Maura me mira con picardía.
—Si mi hermana juega bien sus cartas, pronto vivirá en New London.
La fulmino con la mirada, pero ya es tarde.
—¿En serio? —pregunta Rory, arrastrando las palabras.
—¿Le han hecho una proposición? Vi que el señor McLeod la acompañaba a casa después del oficio del domingo —dice Sachi.
—Solo estábamos reencontrándonos. De niños éramos muy amigos. —Me doy la vuelta en un intento de desalentar la conversación y aspiro el aroma de las dalias rosas. Son del mismo color que los topos del vestido de Sachi. Me pregunto si es a propósito.
—Pues ya no son unos niños. El señor McLeod se ha convertido en un joven increíblemente atractivo. Ñam —dice Rory, metiéndose una galleta entera en la boca. Tiene una dentadura que recuerda ligeramente a la de un conejo.
Sachi ríe y le propina un manotazo.
—No sea tímida, señorita Cahill. A nosotras puede contárnoslo. En realidad no somos tan indiscretas como la gente cree.
—Kate está siendo modesta. El señor McLeod vino expresamente de New London para cortejarla —alardea Maura—. Está loco por ella. Sospecho que le propondrá matrimonio cualquier día de estos.
Sachi me mira con sus impenetrables ojos negros.
—¿Piensa aceptar?
Me salva la llegada de Cristina Winfield. Entra tranquilamente en el comedor, saluda a Rory con un beso en la mejilla, y esta y Sachi empiezan a interrogarla sobre su recién anunciado compromiso.
—¿Matthew te besó cuando le dijiste que sí? —pregunta Rory.
Maura y yo nos quitamos de en medio eligiendo unas tartitas pequeñas para acompañar nuestro té.
—No crea que podrá escapar tan fácilmente, señorita Cahill —me advierte Sachi—. ¡Todavía no hemos terminado con usted!
Entro en el salón. ¿Por qué nos ha invitado Sachi y por qué se muestra, de repente, tan interesada en mi futuro? Apenas hemos intercambiado una docena de palabras en toda nuestra vida. Ella y Rory son inseparables, la clase de unión que no deja espacio para nadie más, y todas las chicas del pueblo compiten por ser su amiga, chicas educadas que no necesitan una institutriz que les diga cómo deben vestirse y comportarse.
Maura toma asiento al lado de Rose y se deja llevar por una animada conversación sobre la última remesa de sedas de la señora Kosmoski. Yo me quedo sola en el sofá de rayas verdes y doradas, entre la señora Ishida y la señora Malcolm. Esta tiene el rostro ojeroso, pero habla risueñamente de su recién nacido. La señora Ralston, otra de las esposas jóvenes, alardea de su última ahijada.
La palabra despierta mi interés. Yo tenía una madrina, y estoy en una estancia con las principales chismosas del pueblo.
Me llevo una mano a la sien y esbozo una sonrisa valiente. Soy la personificación misma de las heroínas tísicas de las novelas de Maura.
—Me encantaría tener una madrina —suspiro. Mi tono apesadumbrado no es enteramente fingido—. Sería una gran ayuda ahora que Maura y yo nos hemos hecho mayores y hemos perdido a nuestra madre…
Las pobladas cejas de la señora Ishida salen disparadas hacia arriba, hasta rozarle el nacimiento del pelo.
—Pero si la tiene. Oh, mejor dicho, la tenía.
—¿En serio? No la recuerdo. —Miro a mi alrededor con cara de perplejidad, como si estuviera esperando que mi madre asomara por detrás de las cortinas de damasco dorado.
—Creo que se mudó cuando usted aún era muy pequeña —explica la señora Winfield, que lleva el moño rubio ceniza tan tirante que le da un aire cadavérico, a menos que esa sea la forma natural de su cara.
—Qué lástima que no se tomara sus responsabilidades más en serio. Sé que para algunas personas es muy importante.
Si conozco mínimamente a estas mujeres, no podrán resistirse. Las esposas de los Hermanos tienen medida docena de tocayas repartidas por Chatham. Los progenitores confían en que ponerles el mismo nombre proporcione cierto grado de seguridad a sus hijas cuando crezcan y se conviertan en jóvenes sospechosas. En realidad no funciona así, pero sigue siendo motivo de orgullo para las esposas de los Hermanos, quienes compiten por ser las primeras en visitar una casa con un recién nacido.
La señora Ishida muerde el anzuelo.
—Su querida madre, el Señor la tenga en su gloria, era encantadora. Muy dulce y completamente entregada a la familia. No entiendo cómo podía ser amiga de aquella mujer.
—¡Y confiarle la educación espiritual de su primera hija! Me extraña que no eligiera a otra persona. Alguien que gozara de más respeto en la comunidad —rezonga la señora Winfield frunciendo la boca. Alguien como ella, quiere decir—. Zara Roth era una criatura escandalosa. Mejor que no la hayas conocido. ¡No quiero ni pensar en la clase de influencia que habría ejercido en unas pobres criaturas huérfanas de madre tan influenciables!
—La señorita Roth parecía inofensiva al principio —reconoce la señora Ishida—. Una pizca intelectualoide. Una institutriz que pertenecía a la orden de las Hermanas.
¿Mi madrina era Hermana y bruja? Junto las manos con parsimonia, pero por dentro tengo ganas de zarandear a esas mujeres para que suelten toda la historia.
—Era una mujer docta —añade la señora Winfield. Pronuncia esa palabra como si fuera algo vergonzoso, casi como la forma en que la gente pronuncia la palabra «bruja». Baja la voz, y las señoras Malcolm y Ralston acercan la oreja—. Detesto ser la portadora de malas noticias, pero creo que ya tiene edad para saber la verdad. La señorita Roth, su madrina, fue juzgada y declarada culpable de brujería.
Me miran expectantes, encantadas de que la conversación haya dado un giro tan dramático. Me llevo una mano a la boca.
—¡Qué horror! ¡No puedo creer que mi madre se dejara engañar por alguien así!
La señora Ishida me da unas palmaditas reconfortantes en el brazo.
—Eso me temo, querida. Cuando registraron la habitación de la señorita Roth encontraron libros heréticos escondidos en los armarios y debajo de los tablones del suelo. Todos hablaban —pronuncia la palabra como si fuera una maldición— de magia.
Cómo me gustaría tener esos libros. Madre nos enseñó a Maura y a mí conjuros demasiado básicos, concretamente cómo crear y revocar encantamientos. Sé que las brujas son capaces de otras clases de magia. Madre siempre decía que nos enseñaría más cosas. Más adelante. Pero ahora es más adelante y no está con nosotras.
—¿Qué le ocurrió a la señorita Roth? —pregunto, tratando de mantenerme quieta. Mis enaguas de tafetán almidonado delatan cualquier movimiento de mi cuerpo contra el sofá.
—Fue enviada a Harwood. —La señora Winfield menea la cabeza, y la peineta enjoyada de su pelo atrapa la luz de la araña de luces—. Estoy segura de que, de haberlo sabido, su querida madre jamás se habría relacionado con ella. Eran viejas compañeras de colegio. Estudiaron juntas en el convento de las Hermanas. No me cabe duda de que tenía a la señorita Roth por una mujer piadosa e íntegra. ¡Era una Hermana, después de todo! Fue espantoso. Naturalmente, después de su arresto la expulsaron del convento.
—Naturalmente. ¿Sigue en el manicomio? —pregunto, temblando.
—Supongo. No podían permitirle que se codeara con la buena sociedad —dice la señora Winfield mientras agita su abanico verde de seda para disipar el calor de la concurrida estancia.
—Si necesitas algo, Kate, solo tienes que decírnoslo. Puedo llamarte Kate, ¿verdad? Pobres muchachas. No es fácil crecer sin los consejos de una madre. —La señora Ishida suspira comprensivamente al tiempo que se seca los ojos con un pañuelo de encaje—. Mi madre murió al dar a luz a mi hermano menor, y mi padre nunca volvió a casarse. Entiendo perfectamente su difícil situación.
A decir verdad, lo dudo. Ella no tuvo que vivir con el miedo de que la arrestaran por bruja. Aun así, sigue hablando, rememorando a su querida y difunta madre, y la conversación se desvía de Zara Roth. El mensaje es claro: las mujeres con demasiado criterio o demasiada educación, demasiado extrañas o demasiado curiosas, son castigadas. Merecen el sino que les sea impuesto. Mujeres como Zara.
Mujeres como nosotras.
Nos quedamos la media hora de rigor. El resto de la conversación es aburrida: el compromiso de Cristina con Matthew Collier, la sospecha de la señora Winfield de que su doncella le ha robado unos pendientes de jade, los consejos de todas para la señora Malcolm sobre la dentición de su hijo. Cuando nos levantamos para irnos, la señora Ishida nos da las gracias por haber venido y declara que somos bienvenidas cada dos miércoles.
—Vuestra madre estaría muy orgullosa de las adorables muchachas en que os habéis convertido —dice, rozando su mejilla ajada con la mía.
Sonrío incluso mientras mi rebelde corazón tropieza con esa suposición.
Desde la otra punta del salón, su hija me dirige una sonrisita que encuentro desconcertante.
La señora Ralston y la señora Malcolm nos hacen prometerles que asistiremos a sus meriendas. Tras un titubeo casi imperceptible, Cristina y Rose hacen otro tanto y nos preguntan cuándo será nuestra tarde, y Maura declara que dentro de dos martes.
Ya en el carruaje, mi hermana sonríe.
—Todo ha ido bien, ¿verdad?
—Supongo. —Si no cuento que acabo de descubrir que mi madrina era miembro de la Hermandad, bruja y, para colmo, presidiaria.
—Ah, vamos. ¡Yo creo que hemos tenido un éxito aplastante!
—Una velada encantadora —me mofo—. Sencillamente encantadora.
Maura rompe a reír. No es la risita ahogada que utiliza en público, sino su risa dulce y sonora, como un arroyo borboteando sobre guijarros. Es mi sonido predilecto.
—He estado tentada de contar las veces que la señora Ishida lo ha dicho —reconoce mientras se quita los zapatos nuevos, terminados en punta, para frotarse los dedos doloridos—. Qué vocabulario tan limitado tiene esa mujer.
—Dudo que le permitan leer algo aparte de las Escrituras, y puede que ni eso. Lo último que desea el hermano Ishida es una esposa que pueda desafiarle.
—Apuesto a que el hombre ensaya los sermones durante la cena. —Maura imita su voz empalagosa—. «¿De qué sirve que las mujeres aprendan a leer? En serio, chicas, deberían tratar de no pensar en absoluto si pueden evitarlo. Podría resultar perjudicial para sus preciosas cabecitas. Podría llevarles a dudar de nosotros, el Señor no lo quiera. No deben dudar nunca de sus superiores y recuerden: ¡hasta el más estúpido de los hombres es más inteligente que ustedes!».
Me río.
—Pobre Sachi. No me la imagino creciendo en esa casa con un padre así.
—Yo tampoco. Padre no sirve de mucho, pero por lo menos no es un tirano —dice Maura.
Percibo un ligero temblor en su voz. Recupero la seriedad.
—Siento mucho que no te lleve con él.
—No importa. Algún día saldré de aquí. —Maura estira las piernas para descansar los pies en mi regazo—. Me casaré con un viejo que sea rico como Midas y al que le encante viajar. Haré que me lleve a todas partes. Podría ser un emisario de los Hermanos en una corte europea.
—Tú no te casarías con alguien que trabajara para los Hermanos.
—Si me lleva a Dubái, tal vez. Podría eliminarle y quedarme a vivir allí. Una viuda en Dubái, ¡figúrate! Podría llevar pantalones y leer lo que me apeteciera. —Maura se ríe al ver mi cara de espanto—. No creo que me case por amor. He de ser pragmática.
—¿Tú? —me burlo. Ella siempre ha sido la romántica, la impulsiva, la propensa a las rabietas y las lágrimas—. Te queda un año y medio. Aún dispones de tiempo para encontrar a un hombre que esté a la altura de tus elevadas expectativas.
—Lo dudo. —Agita los dedos de los pies—. ¿Qué me dices de ti? ¿Amas a Paul?
La fulmino con la mirada.
—¿Por qué diablos les has contado a Sachi y Rory que tiene intención de pedirme matrimonio? Te dije que no sé si podré aceptar.
—Y yo te dije que era una tontería —replica al tiempo que se va quitando las horquillas de la cabeza—. Además, no se me ocurría otra cosa que decir. No estabas contribuyendo mucho que digamos a la conversación.
—Ahora seremos el chismorreo de todo el pueblo.
John detiene el carruaje para cruzar cumplidos con el cochero de la señora Corbett, que en ese momento sale de su casa. Aparte de los McLeod, ella es nuestra vecina más cercana. Tiene alquilada una pequeña casa cuadrada, de tejas grises, apenas visible a través de los huertos que la rodean. No puedo evitar pensar que la mujer debería vivir en una mansión gótica repleta de telarañas y estatuas decapitadas. Le pega más que una casita de aspecto inofensivo.
—Por lo menos es un chismorreo normal. ¿No es eso lo que queremos? —pregunta Maura.
Guardo silencio. Tiene razón. Casarme con Paul, merendar con las esposas de los Hermanos, hablar con Sachi Ishida sobre mi compromiso, eso es lo que haría una chica normal. Pero ¿qué haré yo?
—Te casarás con Paul, ¿verdad? —Maura me mira arrugando la frente con preocupación.
El carruaje prosigue su traqueteo, y los cascos de los caballos chacolotean sobre el camino de tierra apisonada, levantando nubes de polvo. Estornudo y me aparto de la ventana.
—No lo sé, Maura. Todavía no me lo ha pedido.
Se incorpora y apoya los pies en los tablones del suelo.
—Lo hará. Y no debes permitir que una visión equivocada de tu deber para con Tess y conmigo te impida aceptar. Si no eliges tú, los Hermanos lo harán por ti. ¿De qué nos servirá a nosotras que seas desgraciada? Tu marido podría llevarte a donde él quisiera. Serás más feliz con Paul.
Me muerdo el labio. ¿Cómo puedo explicar mis dudas sin hablarle del diario de madre o de la profecía?
—¿Crees realmente que sería feliz con Paul? —le pregunto.
Sonríe, contenta de que le pida consejo.
—Sí. No es mi tipo, pero probablemente es perfecto para ti.
Caray, hoy está llena de cumplidos ambiguos.
—¿No te parece guapo?
Maura se enrosca un rizo en el dedo.
—Supongo que sí. A Rory se lo parece. ¿Te lo parece a ti? Eres tú la que tendrá que compartir su cama.
—¡Maura! —Entierro la cara en las manos, muerta de vergüenza.
—Pero si es cierto. Vamos, Kate, somos hermanas. ¿A ti te parece guapo?
Asiento con la cabeza mientras recuerdo sus labios en mi muñeca.
—Sí.
—Hacéis buena pareja. Ningún McLeod se ha metido nunca en problemas, y tiene grandes proyectos. Probablemente podría conseguir a cualquier chica del pueblo. ¿Viste cómo le miraba Rose la semana pasada en la iglesia? Pero él no mira a otras chicas. Es evidente que te adora.
—¿Tú crees?
Maura asiente con vehemencia.
Si mis hermanas y yo fuéramos chicas corrientes, ¿desearía una vida en New London con Paul? Me contó más cosas acerca de la ciudad durante su última visita: los restaurantes que sirven platos mexicanos exóticos y picantes; los largos paseos que da por los muelles para ver la llegada de los barcos; el zoo lleno de animales de todo el mundo. Suena maravilloso. Cada día sería una aventura. Y Paul quiere enseñármelo todo.
Si fuese una chica valiente —una chica aventurera como Arabella— es lo que yo también querría. Es lo que Maura quiere. Sus ojos se iluminaban como velas mientras Paul hablaba.
A veces me pregunto si no se equivocó en la elección de hermana.
Maura se despereza como un gato contra el asiento de piel.
—Veo la forma en que te mira cuando no prestas atención. Todo embelesado. Y sus ojos adquieren un fulgor especial.
—¿«Fulgor»? —me burlo—. ¡Señor!
—No deberías reírte, Kate. Creo que sería un buen marido. No obstante… —Titubea—. ¿Crees que estás enamorada de él?
—No lo sé —respondo con franqueza—. Le quiero.
—Pero ¿te late el corazón con fuerza cuando lo tienes cerca? —La mirada azul de Maura se vuelve fantasiosa—. En mis novelas el corazón de la heroína siempre late con fuerza. ¿Sientes que te derrites cuando te acaricia la mano? ¿O cuando dice tu nombre? ¿Tienes la sensación de que te morirás si pasas un solo día separada de él?
Ha hablado la pragmática. Rompo a reír.
—No, no puedo decir que sienta eso.
Arruga el entrecejo.
—Entonces probablemente no sea amor. Al menos, todavía no.
Elena sale a recibirnos en cuanto entramos en casa, impaciente por saber cómo ha ido la merienda. Las tres nos reunimos en el salón: Elena perfectamente sentada en la butaca azul y Maura dando brincos en su extremo del sofá mientras alardea de nuestro éxito. Agotada, me dejo caer en el otro extremo, pero el remordimiento me pincha hasta que finalmente le doy las gracias a Elena y le aseguro que sus enseñanzas no han caído en saco roto. Maura le obsequia con todos los detalles: lo grande y chillona que es la casa de los Ishida, con sus sedas y arañas de luces en todas las estancias; lo llamativo y moderno que era el vestido de Sachi; que Cristina había contado que anunciaría su intención de casarse con Matthew Collier el domingo en la iglesia.
—Pronto te tocará a ti, Kate —dice Elena—. El señor McLeod ha venido esta tarde he dicho. Ha lamentado mucho que no estuvieras.
Maura ríe.
—¡Te lo he dicho! ¡Suspira por ti!
—¿Suspiras tú por él? —Elena me mira fijamente.
Hundo la cara en el respaldo del sofá y suelto un gemido.
—No es asunto tuyo.
—¡Kate! —me reprende Maura—. No seas grosera.
Quiero aclarar que es la indiscreción de Elena lo que me hace ser grosera, pero en realidad no es la primera que me pregunta al respecto. Sachi y Rory se han creído con pleno derecho de preguntarme por Paul; la señora Winfield y la señora Ishida han hecho insinuaciones; Maura me ha interrogado mientras volvíamos a casa. No tendré paz hasta que haya anunciado mi decisión. Faltan menos de diez semanas.
—En realidad, sí es asunto mío. Tu padre me contrató para asegurarse de que sus hijas consigan un buen arreglo. —«Arreglo», dice, no «matrimonio». No obstante, resulta humillante la claridad con que lo plantea. Padre no confiaba en que yo sola pudiera encontrar marido, de modo que contrató a una institutriz para que me echara una mano—. El matrimonio no es algo que debas tomarte a la ligera, Kate. Si no estás segura podemos hablarlo. Tienes otras alternativas. Las Hermanas…
—No quiero ingresar en las Hermanas —espeto.
Elena se inclina hacia delante, martilleando el brazo de su butaca con las uñas.
—¿Deseas casarte con el señor McLeod?
—No lo sé —respondo abatida. Levanto la vista—. No sé qué hacer.
—¿Qué otras opciones tienes? —inquiere Maura—. Solo faltan…
—¡Lo sé! —grito—. ¡Diez semanas! ¿Crees que podría olvidarlo?
—Kate… —Maura parece asustada. No suelo alzar la voz a mis hermanas.
—Dejadme tranquila, por favor —suplico, antes de abandonar la estancia—. Solo quiero estar sola.
—¡Kate! —me llama Maura, pero Elena le pide que me deje ir.
Salgo sin la capa. Prácticamente estoy corriendo, ignoro hacia dónde, no hay ningún lugar al que ir. Tropiezo con mis estúpidos botines de tacón y lamento no poder quitármelos y correr descalza como hacía antes. Estoy cansada de corsés, enaguas y tacones, de horquillas que se me clavan en el cráneo y trenzas apretadas que me dan dolor de cabeza. Estoy agotada de intentar serlo todo: señorita de modales impecables, madre suplente, hija inteligente, futura esposa complaciente y… ¡No quiero ser ninguna de esas cosas! Solo quiero ser yo. Kate. ¿Por qué no es suficiente?
Llego al pequeño prado que hay junto al granero. Me gustaría poder esconderme en algún lugar donde nadie lograra encontrarme.
Tengo una inspiración. No es decorosa, pero… al diablo con el decoro.
Me desabrocho los botines y me los quito a puntapiés. Aterrizan en la sombra del manzano vetusto y retorcido. Han pasado varios años, y no estoy segura de que aún pueda hacerlo. Aun así me abalanzo sobre el árbol, agarrando la rama próxima a mi cabeza, y trepo hasta la rama más baja. No destaco por mi gracilidad. Las medias se me desgarran al instante, y casi me caigo por el peso de las faldas. Me abrazo al árbol, tambaleándome, pero al fin recupero el equilibrio y sigo trepando. Me siento a horcajadas en la tercera rama de la derecha, a un metro y medio del suelo, con las piernas y las faldas colgando. Mi ser de la infancia se reiría al verme conformándome con esta altura cuando antes trepaba el doble.
Me quito las horquillas y las tiro al suelo de una en una. Echo la cabeza hacia atrás y contemplo el cielo a través de las ramas cargadas de manzanas. Hoy luce un azul intenso; probablemente exista una palabra para este azul en particular. Tess la sabría. Debería pasar menos tiempo intentando encontrar marido y más tiempo estudiando el cielo, aprendiendo los nombres de todos los matices de azul. Se me escapa una risa.
—¿Señorita Cahill?
Me agarro a la rama con ambas manos e inclino el torso. A través de las hojas verdes tropiezo con el rostro atónito de Finn Belastra.
Una señorita no debería ser descubierta en esta postura. Por otro lado, un caballero… ¿Un caballero no me ignoraría y seguiría su camino para ahorrarme el bochorno?
Le saludo débilmente con la mano.
Finn se ríe.
—¿Ahora es un duendecillo de los árboles?
—Finjo que he vuelto a los doce años. —Lamentando haber tirado todas las horquillas, me atuso frenéticamente el pelo. Seguro que estoy hecha un adefesio. Él siempre está guapo, incluso cubierto con el serrín de la glorieta, incluso con ese pelo ridículo y las gafas torcidas.
Deja en el suelo la escalera de mano que transporta.
—Los doce no son mis preferidos. Creía que lo sabía todo. Siempre me estaban zurrando.
—¡Los doce son maravillosos! —protesto—. No tenía responsabilidades. Podía hacer lo que quisiera.
—¿Como qué? —pregunta, apoyándose en el tronco nudoso.
—Como correr por los prados. Trepar a los árboles. Leer libros de piratas. Chapotear en el estanque haciendo ver que soy una sirena. —El recuerdo me hace reír.
—Sería una sirena muy bella. —Su mirada es de admiración—. ¿Me tira una manzana?
Arranco una manzana y se la lanzo. La esquiva.
—Se supone que debe atraparla —señalo. Paso una pierna por encima de la rama y apoyo el pie en la rama inferior.
—Me ha sorprendido con su excelente puntería. Es…
Lo fulmino con la mirada.
—Si dices «es sorprendente para una chica» nunca te lo perdonaré.
—Ni se me ocurriría. Me tiene aterrado. —Ríe.
—No me tomes el pelo —protesto mientras me abrazo de nuevo al tronco—. Bastante bochornosa es ya mi situación.
—¿Por qué? ¿Necesita ayuda? ¿Quiere que la sujete?
—Desde luego que no —respondo, alzando el mentón. No quiero que mires por debajo de mis faldas. O que me veas caer de bruces—. Mira hacia otro lado, por favor.
—No se haga daño. —Finn parece preocupado.
—Descuida, no es la primera vez que trepo a un árbol. Ahora date la vuelta.
Se da obedientemente la vuelta, con las manos en los bolsillos. Me cuelgo de la rama y me suelto. Cuando toco el suelo, un dolor punzante me atraviesa las piernas.
—Ay —gimo.
Finn se gira raudo.
—¿Está bien?
—Estoy bien. Lo siento mucho. —Me peino el pelo con los dedos para quitarme las hojas. Me he estropeado el vestido nuevo. Se ha desprendido un trozo de encaje del dobladillo y tengo las medias llenas de carreras.
Finn se acerca y me retira una hoja del pelo.
—¿Por qué se disculpa?
Entierro la cabeza en las manos. Una hora. Quería una hora de invisibilidad y ni siquiera he podido tener eso.
—Porque… en fin, porque soy un poco mayor para trepar a los árboles.
—¿Eso cree? El árbol es suyo. No veo por qué no debería trepar a él si le gusta. —Finn apoya la escalera en el árbol.
—No creo que los Hermanos lo aprobaran. Parezco una vagabunda.
—Está preciosa —me contradice. Esta vez el rubor le sube hasta las orejas—. Si se lo permitiéramos, la Hermandad borraría de este mundo todas las cosas alegres y bellas.
Enmudezco, fascinada. Finn se pasa una mano por sus revueltos cabellos cobrizos.
—Ahora soy yo quien debe disculparse. No debería haber dicho eso.
Noto el frescor de la hierba en las plantas de los pies.
—Pero lo has dicho. ¿Realmente lo piensas? —pregunto con voz queda.
Finn se vuelve hacia mí. Sus ojos castaños me miran con gravedad a través de las gafas.
—No creo que el Señor desee que seamos desgraciados, señorita Cahill. No creo que sea condición sine qua non para nuestra salvación. Eso es lo que pienso.