Estoy sobre la tarima del salón privado de la tienda de modas de la señora Kosmoski, en camisola y corsé, mientras me examinan como a una vaca en una subasta.
—Demasiado flaca —comenta la señora Kosmoski, chasqueando la lengua con desaprobación.
—Eso puede arreglarse —insiste Elena—. Generaremos la impresión de curvas con un polisón y relleno en el busto.
La señora Kosmoski asiente.
—Significará más trabajo. Me hará falta tener a mis dos costureras trabajando toda la noche.
—Lo que necesite con tal de que esté todo terminado para el próximo miércoles —dice Elena—. Las chicas vendrán por la mañana para los arreglos de última hora. Esta merienda equivale a una fiesta de presentación en sociedad. No pueden ir con esa pinta.
La señora Kosmoski mira de refilón el vestido de muselina de ramitas verdes y cuello alto de Maura.
—Y que lo diga —conviene secamente.
La señora Kosmoski lleva años discutiéndome los pedidos, proponiendo colores más vivos, estampados más recargados, cortes más actuales. Yo siempre he ignorado sus consejos, hasta ahora, hasta que no he tenido elección.
Elena ha conseguido que padre aflojara el nudo de su portamonedas; las tres necesitamos renovar nuestro vestuario. En su opinión, todas nuestras prendas son tremendamente sosas y anticuadas. Yo soy la única que no está dando saltos de alegría.
Estoy demasiado ocupada preguntándome si soy la bruja más poderosa de los últimos siglos.
Elena me rodea lentamente.
—Qué cintura, no obstante. ¿Cincuenta centímetros, Kate?
Asiento, y Elena suelta un silbido muy poco elegante.
—La mayoría de las chicas matarían por una cintura así.
Maura arruga el entrecejo desde el otro lado del salón. Para su gran disgusto, nunca ha conseguido ceñirse el corsé más allá de los sesenta centímetros.
—¡Por lo menos yo no necesito que me rellenen el culo! —farfulla, fulminándome con la mirada.
Tess ahoga la risa con la mano.
La señora Kosmoski aprieta los labios. Resulta una pizca mojigata para alguien que se pasa el día trabajando con la moda y las formas femeninas.
—¡Maura! —Elena se retoca uno de sus perfectos tirabuzones negros que enmarcan su perfecto rostro con forma de corazón—. Te lo ruego. Nosotras no utilizamos esas palabras impropias de una señorita.
La señora Kosmoski procede a tomarme las medidas. Es una mujer de elevada estatura, con una cabeza de abundante pelo moreno encaramada a un cuello de cisne. Los pendientes de perla le bailan mientras habla con Elena.
Me dejo pinchar y palpar mientras mis hermanas cuchichean en el confidente rosa. Tess está hojeando un libro de patrones, y el hoyuelo de su mejilla izquierda asoma cada vez que se burla de la moda extravagante de Ciudad de México.
La tienda pretende ser un oasis femenino, lo cual debería hacerme sentir segura aquí, pero todo, desde el papel de rosas de las paredes hasta los confidentes de terciopelo rosa, me produce dentera. Ramos de rosas cubren hasta la última superficie libre de la estancia, perfumando el aire con su aroma dulzón. La encuentro recargada y opresiva, pero a Maura le encanta. Parece una niña en la confitería, mareada ante tantas opciones.
Elena fomenta ese sentimiento. Y la señora Kosmoski, deseosa de oír cómo visten las damas de New London, acepta cada una de sus sugerencias como palabra sagrada. ¿No deben las Hermanas renunciar a pecados como la vanidad y el orgullo? Seguro que la pasión de Elena por la moda entra en una de esas categorías. Hoy luce una preciosa seda color melocotón que Maura acaricia a cada oportunidad. Prácticamente brilla sobre su piel tostada.
—Ya he terminado, señorita Cahill —dice la señora Kosmoski. El aliento le huele a caramelo de menta.
—Disculpe, señora. —Gabrielle Dolamore, una de las costureras de la señora Kosmoski, asoma su cabeza morena por la puerta. Fantástico, otra que me ve en paños menores—. La señorita Collier ha venido para los arreglos.
Me pongo el cubrecorsé, las enaguas y el vestido marrón. Antes era de color chocolate oscuro, pero los constantes lavados lo han difuminado y ahora parece color barro. Maura me abrocha los botones de la espalda, sus dedos ágiles y familiares contra mi piel.
—No pongas esa cara —me reprende—. Tendrías que estar divirtiéndote.
—Tengo dolor de cabeza. —Hace dos días que lo arrastro, desde que leí el diario de madre. Me froto la sien derecha. He de compartir este secreto con alguien antes de que me vuelva loca. Madre confiaba en Marianne Belastra. ¿Debería hacer yo otro tanto? «Quienes aman el conocimiento por el conocimiento»… eso describe a la librera más que a ninguna otra persona.
—Piensa en la cara de Paul cuando te vea con esos vestidos. Se volverá loco de deseo —bromea Maura volviendo los ojos.
—¡Chissst! —Pero ahora no puedo evitar pensar en ello. Paul debe de estar acostumbrado a las chicas y las modas de la ciudad. Me doy cuenta, de repente, de que deseo que me encuentre bonita. Deseo dejarle sin habla.
Nuevamente angustiada, me inclino para atarme los botines. Quizá debería casarme con él y marcharme de aquí, cuanto más lejos mejor. Si la profecía es cierta, estoy poniendo a mis hermanas en un peligro constante.
—Hola —saluda Rosa Collier al pasar junto a nosotras camino del salón privado.
Tess prácticamente trota hasta el mostrador para examinar los carretes de cintas de vivos colores.
—Ah —suspira Maura, deslizando la mano por un rollo de lujosa seda azul zafiro.
Me hundo en el sofá del rincón. Con tantas preocupaciones me resulta imposible interesarme mínimamente por los vestidos. Pero así son las cosas. Tengo que encontrar marido, tengo que estar bonita pese a los terribles pensamientos que me dan vueltas en la cabeza. Me encojo cuando la risita de Rose atraviesa el aire y me perfora los tímpanos.
—Este violeta te favorecería mucho, Kate —me dice Elena, tendiéndome una muestra—. Haría que tus ojos parecieran azul lavanda.
Examino la muestra y me estremezco.
—¡Es demasiado llamativo!
—Exacto —conviene—. Eres una muchacha bonita. ¿Por qué lo escondes bajo esos vestidos oscuros? ¿Y qué me dices del rosa para el fajín? Todos tus vestidos deberían tener fajín para realzar la cintura.
Está empeñada en involucrarme en esto.
—Rosa no. —El rosa es para cabezas huecas como Sachi Ishida. Como (me encojo instintivamente cuando su risa vuelve a horadarme el cráneo) Rose Collier.
—Entonces, azul. Azul pavo real —insiste, impertérrita, Elena.
La campanilla de la puerta tintinea y levantamos la vista. Son los hermanos Ishida y Winfield, flanqueados por dos guardias inmensos. El corazón me da un vuelco.
Mis hermanas se arriman la una a la otra. Detrás del mostrador, Gabrielle Dolamore suelta un carrete de cinta rosa que echa a rodar por el suelo hasta chocar con los pies de los Hermanos.
—Buenos días. —Elena hace una pequeña reverencia con expresión serena. Supongo que es la seguridad que da ser una Hermana; sabe que nunca irán a por ella—. La señora Kosmoski está dentro con una clienta. ¿Quieren que la avise?
—No. —La pausa del hermano Ishida, una pesa de plomo en mis pulmones, se me hace eterna—. Gabrielle Dolamore, queda arrestada por crímenes de brujería.
«Gracias, Señor». Es mi primer y poco caritativo pensamiento, hasta que Gabrielle suelta un grito ahogado. Los guardias se le acercan por ambos lados, y la muchacha retrocede hacia el estante de las cintas. Es inútil. La giran sin miramientos y la maniatan con una cuerda. ¡Como si eso pudiera frenarla en el caso de que tuviera magia para detenerlos! Gabrielle parece tremendamente menuda e indefensa al lado de los dos gigantes vestidos de negro. Uno de ellos tiene la nariz aguileña y una cicatriz irregular en el mentón, y sonríe como si arrestar a chicas malas fuera un buen día de trabajo.
—No, por favor, no —jadea Gabrielle—. ¡Yo no he hecho nada!
—Eso lo decidiremos nosotros —espeta el hermano Ishida cruzando los brazos.
—¿De… de qué he sido acusada? —pregunta Gabrielle—. ¿Y por quién?
—De quién —corrige el hermano Winfield de forma odiosa, como si en este momento importara la gramática.
Siento como si alguien hubiera aspirado el oxígeno de toda la estancia. De todo el pueblo. Me cuesta respirar.
—Se ha producido un error. ¡Yo no he hecho nada! —grita Gabrielle.
Maura y Tess se cogen de las manos. Abandonando su porte impecable, la señora Kosmoski se derrumba en el umbral de la salita y se lleva los puños a la boca, como si esa barrera fuera lo único que le impidieron protestar. No hace nada para ayudar a Gabrielle. Me pregunto si sospechaba que esto iba a ocurrir desde el arresto de Marguerite.
—Por favor, deje que pase esta noche con mi familia. Mañana me presentaré en el juicio. No tengo nada que ocultar, soy inocente —insiste Gabrielle con la mirada vidriosa. Mira a su alrededor en busca de consuelo, pero no tenemos consuelo que darle. Su inocencia carece de importancia; solo la percepción de los Hermanos importa.
—No confiamos en la palabra de una bruja —gruñe el hermano Ishida—. Sois todas unas embusteras e impostoras.
—¡No soy una bruja! —Gabrielle está ahora histérica y las lágrimas caen profusamente por sus mejillas. Forcejea con los guardias y sus botines arañan la madera del suelo cuando la obligan a caminar.
Uno de los guardias sostiene la puerta mientras el otro se dispone a cruzarla con Gabrielle. La muchacha tropieza con la alfombra floreada, y el guardia aparta esta de un puntapié.
Gabrielle nos lanza una última mirada implorante por encima de su hombro. Ninguna de nosotras se mueve. Finalmente desaparece. Los Hermanos la siguen como fantasmas, y la puerta se cierra. El silencio se apodera de la tienda.
—Disculpen la interrupción, señoras —dice al fin la señora Kosmoski. Cruza la estancia para enderezar la alfombra, pero sus movimientos enérgicos no consiguen ocultar las lágrimas que empañan sus ojos—. Creo que no me iría mal una taza de té vigorizante. Angeline, ¿puedes servir té a las señoras?
Apenas la oigo; su voz suena como si estuviera hablando desde muy lejos. Tengo las manos retorcidas sobre el regazo, la respiración agitada.
Si los Hermanos son así de crueles con una chica inocente, ¿cómo nos tratarían a nosotras?
Me asaltan imágenes de mis hermanas ahogándose, luchando con los brazos y los pies encadenados, o gritando cuando el fuego alcanza sus cabellos…
—Kate —Elena me coloca una mano preocupada en el hombro—, ¿te encuentras bien? Estás un poco pálida.
Me siento cobarde e impotente. Ninguna de nosotras ha reaccionado. ¡Hemos dejado que se llevaran a Gabrielle y no hemos levantado un solo dedo para ayudarla!
¿Qué habríamos podido hacer? Nada, lo sé, nada que no generara la impresión de que nos compadecíamos de una bruja. Aun así duele. Gabrielle no es más que una chiquilla asustada de apenas catorce años…
Si nos ocurriera a nosotras tampoco saldría nadie en nuestra defensa.
La rabia me atraviesa por dentro, tonificándome más que unas sales aromáticas. No permitiré que los Hermanos me conviertan en una criatura atemorizada.
—Por un instante me he sentido desfallecer ante la situación, pero ya estoy bien —miento. Fuerzo una sonrisa, estiro la espalda y me atuso el moño.
La señora Kosmoski se sienta en una butaca, a nuestro lado, mientras su hija sube al piso a buscar el té. Por una vez la modista me mira con ternura.
—No me extraña, querida. Nunca es fácil, por muchas veces que una vea algo así.
—¿Hace tiempo que Gabrielle trabaja para usted? —le pregunta Elena, deteniéndose frente a una seda azul celeste.
—Cerca de un año. Ella y mi Angeline tienen la misma edad. Gabby siempre ha sido una buena chica. Muy trabajadora. No la estoy defendiendo, por supuesto… —La señora Kosmoski enrojece, como si hubiera recordado de súbito que la bonita y elegante Elena sigue siendo la hermana Elena—. La Hermandad tiene el deber de diferenciar a la gente honrada de la gente malvada. Pero la pobre madre… perder dos hijas. A Marguerite la arrestaron el mes pasado. Fue un caso muy extraño. No hubo juicio, y la familia no ha podido averiguar adónde se la llevaron.
—¿Tiene más hijos? —pregunta Elena.
—Otra chica. —La señora Kosmoski desliza un dedo por las piñas y bayas labradas en el brazo de su butaca—. Julia solo tiene once años.
Tres hermanas. ¿Se trata de una mera coincidencia o de algo más siniestro? Pienso en las últimas detenciones. La primavera pasada arrestaron a tres hermanas en Vermont. ¿Será la pequeña Julia Dolamore la siguiente?
Tess recoge el carrete de cinta que se le ha caído a Gabrielle y comienza a rebobinarlo de forma pausada y metódica.
—Gracias, querida, pero no es necesario —insiste la señora Kosmoski.
—No me importa.
Tess ordena cosas cuando está nerviosa. Maura ha regresado al mostrador y está mirando patrones de vestidos, pero sé, por la rapidez con que gira las páginas, que no está más calmada que Tess.
—En fin, no dudo de que los Hermanos saben lo que hacen, pero no por eso deja de ser sobrecogedor. —La señora Kosmoski se levanta y se frota las manos como si con ello pudiera borrar la desagradable escena—. ¿Ya han elegido las telas?
Y ahí queda todo. La señora Kosmoski, Elena y Maura retoman su conversación sobre las ventajas del escote en forma de corazón frente al escote cuadrado, de los cinturones con hebilla frente a los fajines de seda. No puedo creer que puedan seguir charlando como si la cuestión del tafetán rosa o el brocado azul realmente importara.
Gabrielle es inocente. Yo no. Yo he sido malvada y embustera; he utilizado la magia mental contra mi propio padre. Las palabras de los Hermanos resuenan en mi cabeza. Soy una bruja. Tendrían que haberme arrestado a mí, no a ella.
Sin embargo, doy gracias al Señor por qué no lo hayan hecho. ¿En qué clase de chica me convierte eso?
Media hora después, terminadas al fin las pruebas, salimos al fresco sol de septiembre. Al otro lado de la calle, la puerta de la confitería está abierta y el maravilloso aroma agridulce del chocolate negro flota hacia nosotras. Ponemos rumbo a la papelería para escoger tarjetas de visita.
Tess y yo nos rezagamos.
—¿Estás bien? —me pregunta, buscando mi mirada con sus ojos grises.
Asiento. No me resulta fácil esconderle las cosas a mi hermana pequeña; es demasiado perceptiva. Tanto ella como Maura se pondrían furiosas conmigo si descubrieran que les estoy ocultando algo, independientemente de cuáles sean las instrucciones de madre. Por lo menos ahora puedo atribuir mi abatimiento a la desagradable escena que acabamos de presenciar.
—Todo lo bien que se puede estar después de lo que ha sucedido. ¿Y tú?
Se muerde el labio.
—Pobre Gabby. Siento mucho que no pudiéramos hacer nada por ella… —Se detiene en seco y se lleva la mano a la boca—. Cielo santo, ¿qué le pasa?
Brenna Elliott está delante de la verja de su abuelo. La cruza y a renglón seguido, como si se lo hubiera pensado mejor, regresa a la seguridad de la calle. Murmurando para sí, repite el gesto una y otra vez, como si su mente rota fuera incapaz de tomar una decisión.
Se le ha caído la capucha y sus largos cabellos castaños forman una maraña de enredos. Maura y Elena se apartan todo lo que pueden al pasar por su lado. Tess suelta un sonoro bufido de desaprobación.
—¿Señorita Elliott? —pregunta, acercándose a Brenna con suavidad—. ¿Se encuentra bien?
—Tess —le susurro con un tono de advertencia. No deberíamos permitir que se nos viera hablando con una loca.
Tess es demasiado bondadosa para inquietarse por eso. He ahí uno de los muchos aspectos que la hacen mejor persona que yo.
Brenna vuelve su rostro consumido hacia nosotras. Sus ojos azules parecen angustiados. Las mangas del vestido se aferran a sus muñecas para ocultar las cicatrices, pero estas son evidentes por la caída de los hombros y la palidez de la cara.
—Mi abuelo se está muriendo. —Tiene la voz quebrada, como si apenas hiciera uso de ella.
—Lo siento mucho, no sabía que estuviera tan enfermo. —Tess dirige la vista hacia la casa del hermano Elliott.
El carruaje del doctor Allen no está allí. Tampoco se ve el trajín propio de una habitación de enfermo ni familiares entrando para presentar sus últimos respetos.
—Hoy se encuentra bien, pero morirá la semana que viene —continúa Brenna. Tess y yo nos miramos estupefactas. Pensaba que Harwood la había curado o, cuando menos, enseñado a no ir por la calle vaticinando. De pronto empieza a tirarse del pelo—. Esto es malo, muy malo. Es terrible.
—¿Podemos hacer algo por ti? ¿Podemos avisar a alguien para que te ayude? —pregunta Tess.
—Creo que necesita más ayuda de la que podemos ofrecerle —susurro.
Brenna siempre ha dado la impresión de vivir en su propio mundo imaginario. Pero esto… esto pone los pelos de punta.
—Tú. —Brenna me agarra del brazo. Siempre fue una muchacha alta, esbelta y bonita, tan bonita que la gente le perdonaba algunas de sus excentricidades. Ahora parece consumida, como si un simple golpe de viento pudiera derribarla—. ¿Recibiste la nota? Tuve mucho cuidado. Es una mujer inteligente.
El corazón me da un vuelco. Siento el impulso de soltarme, pero no quiero empeorar las cosas.
—No sé de qué me hablas.
Los ojos de Brenna no están muertos ahora, están enardecidos.
—Buena chica. Nada de preguntas. ¡No debes hacer preguntas o irán a por ti!
No lleva guantes, y sus uñas se me clavan en el brazo.
—Tranquila —la calmo como haría con Tess después de una pesadilla—. Tranquila.
—Tu madrina hacía demasiadas preguntas. Los cuervos fueron a por ella. —Me congelo. La nota. ¿Fue Brenna quien entregó la nota de Zara?—. Es lo que hacen con las chicas malas. Encerrarlas y tirar la llave.
—¿Te refieres a Harwood? —¿Fue eso lo que le sucedió a Zara? ¿Brenna la vio allí?
Asiente con la cabeza mientras se da golpecitos en la sien.
—Tiene suerte. No está loca. Todavía no.
¿Está hablando de Zara? Miro asustada a mi alrededor, como si mi madrina pudiera estar acechando entre los matorrales.
—¿Algún problema? —grita Maura. Ella y Elena se han detenido unos metros más adelante.
—¡No! —contesto al tiempo que intento soltarme de Brenna—. ¡Ya vamos!
—¡No vayáis! No debéis dejar que se os lleven. —Brenna mira a Tess y luego a mí. Sus ojos son dos tristes lagos azules—. Poderosa. Muy poderosa. Podrías arreglarlo todo. Pero debes tener cuidado.
—Lo tendremos —le prometo, aunque por dentro estoy temblando. Primero la profecía y ahora Brenna. ¿Y si no está loca? ¿Y si es cierto que puede ver el futuro? Yo no quiero ser poderosa. Quiero ser normal.
—Tú también deberías tener cuidado —le aconseja Tess con preocupación. Si alguien más oye a Brenna hablar de ese modo, la devolverán de inmediato a Harwood.
—Ya es tarde para mí. —Brenna se apoya en la verja. El pelo enmarañado le cae sobre la cara—. Marchaos. Estoy muy cansada y he de ver a mi abuelo.
Tess desliza su mano en la mía y echamos a andar hacia Maura y Elena, que aguardan delante de la papelería.
—¿Qué quería? —pregunta Maura.
Ignorando la mirada de Tess, me encojo de hombros.
—Quién sabe. Está loca, ¿no?
Una vez en casa, me cambio los botines buenos por unas botas manchadas de barro y salgo al jardín. El sol se ha ocultado detrás de las nubes. Todavía no llueve, pero lo hará. Confío en que el cielo aguante un poco más. Necesito levantar el ánimo y cuando más feliz soy es cuando mis manos trabajan la tierra.
Entro en el jardín de rosas, pero lo encuentro ocupado. Finn Belastra está sentado en el banco de debajo de la estatua de Atenea —mi banco— mordisqueando una manzana con un libro abierto sobre el regazo.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto irritada. El muchacho es agradable de ver, pero necesito unas horas a solas con las rosas y mis pensamientos.
Se levanta de un salto.
—Solo estaba… —mastica desesperadamente— almorzando. ¿La molesto? Puedo buscarme otro sitio.
—Sí. —Mi respuesta me horroriza incluso a mí. Suelto un suspiro—. No. Venía a desherbar un rato. Volveré más tarde.
—Ah. —Finn contempla el embrollo de rosas de té rojas y rosas—. No es necesario. Estoy trabajando en la glorieta, pero puedo encontrar tiempo para…
—No, me gusta —le interrumpo—. Quiero hacerlo yo.
Finn sonríe como un chiquillo, exhibiendo el hueco entre sus dientes.
—Entonces… usted debe de ser mi elfo.
—¿Cómo dices? —Escondo un mechón de pelo descarriado bajo la capucha.
—Advertí que alguien había estado desherbando y plantando los bulbos de primavera y me dije que probablemente tenía un elfo en el jardín. Me lo imaginaba bajito. Y verde. Usted es más bonita. —Se sonroja detrás de las pecas.
—Vaya, gracias. —Río. Me cuesta ver a Finn Belastra como una persona imaginativa. Siempre parece tan serio.
—Debí sospecharlo. Su padre mencionó que una de sus hijas tenía talento para las flores.
—¿Eso dijo? —Ya van dos veces. Tal vez padre preste más atención de la que pienso. No sé si eso debería alegrarme o alarmarme. Francamente, hemos acabado por contar con su indiferencia—. Pues soy yo. La jardinería me ayuda a aclarar las ideas.
—No hace falta que vuelva más tarde. Si quiere quedarse a intentar desentrañar sus pensamientos, no me importa. Yo terminaré mi libro.
Las letras doradas del libro que tiene en la mano atraen mi atención.
—Un momento. ¿Los relatos del pirata LeFevre?
—También un estudioso necesita lectura relajada a la hora de comer, señorita Cahill. ¿Conoce las atroces aventuras de Marius el pirata? Son bastante entretenidas.
—Prefiero las historias de su hermana Arabella —barboteo antes de poder detenerme. No puedo creer que Finn Belastra lea historias de piratas. Había dado por sentado que estaba luchando con la incomprensible filosofía alemana.
Finn baja la voz hasta un susurro.
—Arabella fue mi primer amor literario. Estaba absolutamente chiflado por ella.
Suelto un chillido.
—¡Yo quería ser como Arabella! ¿Recuerdas cuando salvó a Marius durante el naufragio? Y cuando fue capturada prefirió caminar por la tabla a entregar su virtud al terrible capitán. ¿Y la vez que se puso las ropas de Marius y se enfrentó en duelo a…? —Antes de acabar la frase me sorprendo blandiendo un estoque imaginario con vehemencia.
—Con Perry, el soldado que acusó a los piratas de no tener un código de honor —termina por mí—. Muy bueno.
—Es evidente que Arabella tuvo una gran influencia en mí. Era un modelo de coraje e ingenio —digo con voz queda, cruzando las manos en la espalda.
Finn me observa con curiosidad.
—Creía que no le gustaba leer.
Dejo de sonreír.
—¿Es lo que te ha dicho mi padre?
—No, era una suposición. Siempre escoge libros para su padre, pero he observado que raras veces elige uno para usted.
Tiene razón. No recuerdo la última vez que escogí un libro que no fuera el almanaque para saber cuándo hay que plantar los bulbos y las hierbas. Pero antes leía, nunca tanto como Tess y Maura, pero más que ahora. Pasaba muchas tardes de verano en las ramas retorcidas de nuestro manzano, enfrascada en Los relatos del pirata LeFevre.
A Maura siempre le han encantado los cuentos de hadas y las novelas románticas que gustaban a madre, pero yo prefería las historias de aventuras de la biblioteca de padre, cuanto más sanguinarias mejor. Le suplicaba que me las leyera. Relatos de reyes malvados, de granujas, piratas y naufragios. En una ocasión convencí a Paul para que me ayudara a construir una balsa y remamos por el estanque. Empezó a hacer aguas por el centro y tuvimos que nadar hasta la orilla. Llegué a casa empapada hasta los huesos, y la señora O’Hare se llevó un gran susto.
Me encojo de hombros, alisándome la falda.
—Las señoritas no deben leer historias de piratas.
Finn ríe y arroja la manzana al aire.
—Pensaba que su padre creía en la educación de sus hijas.
—Padre cree en la lectura edificante, no entretenida.
—En eso discrepo. ¿Qué sentido tiene leer un libro que no te gusta? —Finn me tiende su ejemplar. Tiene las esquinas de las hojas dobladas—. Puede quedarse con el mío, si quiere. Tenemos media docena en la librería.
La idea me seduce. Sería agradable trepar de nuevo a un árbol y dejar vagar la mente por puertos e islas desiertas con Arabella. Ella nunca tenía que preocuparse de encontrar un hombre con el que casarse. Todos se la disputaban, excepto cuando vestía como un muchacho, claro. Y en una ocasión incluso así.
Por desgracia, yo vivo en Nueva Inglaterra, no a bordo del Calypso. Y he de preocuparme por el matrimonio. Y por la Hermandad. Y ahora por esa maldita profecía.
—No, gracias. —Paso por su lado y me arrodillo frente al embrollo de rosales—. Todavía conservo mi ejemplar. El problema es que ya no tengo tiempo para leer.
—Eso es lo más triste que he oído en todo el día —asegura Finn, pasándose las manos por el pelo revuelto—. La lectura es la mejor evasión frente a las aflicciones.
Pero no puedo evadirme.
—Parece… disgustada —prosigue con cautela—. Lamento haberla molestado.
—No estoy molesta —espeto al tiempo que separo hábilmente las ramas de los rosales. Estoy enfadada. ¿Por qué no pueden las chicas estar simplemente enfadadas?
Finn se arrodilla a mi lado. Alarga una mano para ayudarme y enseguida se pincha con una espina.
—Ay. —Una gota de sangre brota en su dedo y se la lleva a la boca. Tiene unos labios bonitos, de un rojo cereza, el inferior algo más grueso que el superior.
Hurgo en el bolsillo de mi capa y saco un pañuelo viejo.
—Toma. —Prácticamente se lo tiro a la cabeza.
—Gracias. —Finn lo caza al vuelo y se lo enrosca en el dedo índice. Alarga de nuevo el brazo hacia los rosales.
—Déjame a mí —insisto—. Tú no sabes. —Mi madre plantó estos rosales. No pienso permitir que Finn los destroce arrancándoles las flores en lugar de los hierbajos.
Se produce una pausa, y espero sinceramente que se levante y se vaya, harto de que esta histérica amante de las historias de piratas le ladre.
—Entonces, enséñeme —propone muy serio—. Soy el jardinero. He de saber cómo se hace.
Suspiro. Quiero que me moleste que esté aquí, en mi lugar predilecto, que me incomode el hecho de que sea un muchacho con todas las libertades que yo no tengo, que sea el hijo inteligente que a padre le habría gustado tener. Pero me lo está poniendo difícil. Finn no es el mojigato engreído que pensaba que era.
Y ha permitido que volcara toda mi rabia en él sin rechistar, como si supiera que lo necesitaba. Me asusta un poco lo que podría hacer —o decir— si no se marcha ahora.
—Hoy no —digo—. Quiero estar sola, por favor.
Finn se levanta y recoge su libro y la tartera con su almuerzo.
—Claro. Otro día, quizá. Que tenga una buena tarde, señorita Cahill.