Me dispongo a subir a mi cuarto cuando Elena emerge del salón como el muñeco de sonrisa aterradora de una caja de sorpresas. ¿Ha estado merodeando, aguardando mi regreso? Confío en que no espere que le hable de la visita de Paul.
—¿Puedo hablar un momento con usted, señorita Kate?
—Eh… sí, claro.
Me invita a entrar en el salón y señala el sofá. Como si esta fuera su casa y no la mía. Toma asiento en la butaca de brocado azul que Paul ha desocupado hace un rato, pero allí donde él se ha repantigado con sus largas piernas ella se sienta delicadamente, con la espalda derecha y las faldas rosas extendidas en torno a los pies.
—No parece una persona dada a los rodeos, de modo que iré al grano —dice, cruzando las manos cuidadosamente sobre el regazo—. Usted es la mayor. Sus hermanas la admiran.
Abro la boca para protestar, pero me interrumpe con un gesto de la mano.
—Es cierto, les guste reconocerlo o no. Para que mi estancia aquí dé sus frutos tendremos que llevarnos bien. No creo que le apetezca mucho tener a una extraña paseándose por su casa, pero está claro que a su padre le preocupa que sus hijas crezcan sin la influencia de una mujer, y supongo que una institutriz es preferible a una madrastra, ¿no le parece?
Señor, qué sorpresas me está dando hoy la gente.
—No pretendo mangonearla ni hacerle de madre. Solo tengo dieciocho años —confiesa—. Sería absurdo fingir que sé mucho más que usted. No obstante, si conseguimos llegar a un entendimiento, creo que mi estancia aquí será beneficiosa tanto para ustedes como para mí.
Me inclino hacia delante, intrigada.
—¿Cómo?
—Tengo la impresión de que han vivido un poco aisladas desde la muerte de su madre. Maura nota la falta de compañía. Podría ser una amiga para ella. Hablemos con franqueza, ¿le parece? Mi trabajo aquí consiste menos en enseñarles francés (tengo entendido que Tess ya lo habla con fluidez) y más en enseñarles a entablar conversación con gente aburrida por la que no sienten el más mínimo interés. Sean cuales sean las razones de su aislamiento —me clava una mirada ciertamente desconcertante— es evidente que usted y sus hermanas están empezando a llamar la atención. La señora Corbett dice que se han ganado la reputación de «doctas». La Hermandad es muy estricta en cuanto al papel de la mujer. Debemos ser vistas pero no oídas. Los hombres desean esposas sumisas y bien dispuestas, no esposas inteligentes y con criterio. Ha de aprender a ser más complaciente, Kate. Por su propia seguridad. Yo puedo ayudarla a conseguirlo.
Entrecierro los ojos.
—¿Está hablando de convertirme en una muñeca?
—En una mujer que sabe cuándo mantener la boca cerrada. —La voz de Elena es como un látigo, y me encojo como si me hubiera azotado—. ¿Se le ha ocurrido pensar que no todas las mujeres que se niegan a desobedecer las convenciones son estúpidas? Quizá son lo bastante inteligentes para no llamar la atención.
¿Insinúa que nuestra reputación es culpa mía? ¿Que no he hecho bien las cosas porque no soy lo bastante inteligente? He mantenido a mis hermanas fuera de Harwood y alejadas de la Hermandad y de sus entrometidos informantes. Digan lo que digan de nosotras las viejas arpías del pueblo, a mí eso me parece un logro.
—¿Es eso lo que hizo con Regina Corbett? ¿Enseñarle a no ser una amenaza? —Sonrío con suficiencia.
Elena no muerde el anzuelo.
—Regina no tiene cerebro. Su madre me pagó una generosa suma por asegurarle un buen matrimonio. No tenía otras opciones. Su caso y el de sus hermanas es diferente. Podría irles muy bien estando solas.
—¿Qué quiere decir con «irles muy bien»? —Estoy intrigada. Su sincera evaluación de Regina casi hace que me caiga bien.
—Usted también podría casarse si lo desea. —«Como Regina», parece decir desdeñosamente su tono. «Como el resto de las cabezas huecas»—. Según parece, tiene un pretendiente. Pero también están las Hermanas. Las tres son chicas eruditas, ¿no es cierto?
—Tess y Maura lo son. —El rostro me arde cuando recuerdo la impaciencia que mi padre mostraba conmigo. Yo me esforzaba por no confundir a los dioses y diosas antiguos y sus proezas, dudaba sobre qué declinación usar y hacía destrozos con mi pronunciación. Sé sumar, restar y multiplicar mentalmente más deprisa que él, pero ¿de qué me sirve eso aparte de para llevar la contabilidad doméstica? Las mujeres no tienen permitido disponer de dinero propio.
—Ya. —Elena frunce la boca, y me descubro lamentando haberla decepcionado—. Las Hermanas les permitirían continuar con su educación. Sus bibliotecas de New London son fantásticas. También los jardines. Y valoran a las mujeres doctas.
—No somos una familia demasiado piadosa —señalo.
Encoge un hombro con una manga enormemente abombada.
—Hay maneras de eludir ese problema. Las Hermanas me recogieron cuando me quedé huérfana. Me dieron un hogar y una educación. Si le interesa, estoy segura de que podría conseguirle una entrevista. O a Maura. Incluso a Tess. Las chicas empiezan en la escuela del convento a los diez años.
Por la forma en que Elena describe a las Hermanas, no parece una opción tan descabellada. Por lo menos podríamos estar las tres juntas y cuidarnos mutuamente. Pero ¿no tendríamos que jurar nuestro respeto y defensa de las enseñanzas de la Hermandad? ¿Estudiar las Escrituras y rezar todo el día rodeadas de otras chicas piadosas, chicas que seguramente nos condenarían si supieran lo que somos?
—Solo lleva aquí unas horas. Me parece un poco pronto para intentar decidir el curso de nuestro futuro.
—No estoy de acuerdo. Es sumamente importante que las chicas de su edad estudien sus opciones. El Señor sabe que no son muchas. —Elena pone los ojos en blanco para expresar su exasperación, lo que me lleva a preguntarme de qué modo encaja con las Hermanas. ¿No se supone que son modelos de feminidad? Elena no parece la clase de mujer sumisa y servil—. Podría ser feliz en New London, estoy segura.
—Apenas me conoce —observo, irritada—. ¿Cómo puede saber lo que me gustaría?
—Digamos que aquí no parece demasiado feliz —responde sin rodeos. Me estremezco. El problema no es Chatham; adoro mi jardín, nuestra casa y los campos circundantes. Son los Hermanos y lo poco que falta para mi ceremonia de intenciones lo que me atormenta—. Medítelo, Kate. No se precipite en sus conclusiones antes de reunir toda la información. Hay otras personas capaces de tener ideas inteligentes, ¿sabe?
Abro la boca para protestar —para recriminarle su impertinencia—, pero Elena abandona la estancia con una sonrisa.
Sé poco acerca de las Hermanas. Madre estudió de joven en la escuela del convento, pero raras veces hablaba de ello. Conoció a padre a los dieciséis años y abandonó la escuela un mes después para casarse. Todo sucedió muy deprisa. Antes lo encontraba todo muy romántico. Ahora, sabiendo lo poco que madre confiaba en padre en las cosas que realmente importaban, me pregunto si no tendría otras razones para desear dejar a las Hermanas.
Me encuentro delante de mi habitación, impaciente por regresar al diario de madre, cuando Maura sube corriendo las escaleras, me agarra de la muñeca y me arrastra hasta su cuarto.
—¿Qué? —pregunto irritada.
—¿Qué piensas? —susurra y aúlla tras cerrar la puerta.
Me derrumbo sobre la cama arrugando la colcha en el proceso. Probablemente Lily ya ha pasado por aquí; Maura nunca se hace la cama.
—¿De qué?
Se hace un ovillo en el asiento de la ventana.
—De Elena, gansa.
—Ah. —Deduzco, por su tono entusiasta, que a ella le cae bien—. Demasiado pronto para decirlo. No le contaría ninguno de nuestros secretos.
—Entonces ¿no debería haberle dejado leer mi diario? —pregunta Maura con los ojos como platos.
Me levanto de un salto y no me percato de que está bromeando hasta que se le escapa una risita.
—No tienes ningún diario, ¿verdad? —suspiro.
—No. ¡Señor!, tienes los nervios de punta. Siéntate.
Obedezco y giro una de sus almohadas entre las manos. Tiene la palabra «Familia» bordada en letras rosas y rodeada de corazones y flores. Yo la tengo igual en azul.
—No me gusta que haya una extraña en casa.
—Eso lo has dejado muy claro. Pero es simpática, ¿no crees? Muy diferente de lo que esperaba. Recordaba que era bonita, ¡pero sus vestidos! La he ayudado a deshacer el equipaje, y todos eran como el que lleva puesto. Enaguas de tafetán, brocados, sedas. Hasta tiene… —Maura baja la voz— ¡ropa interior de seda! Y unos guantes de cabritilla para la iglesia adorables, y unos preciosos zapatos verdes de terciopelo con rosas bordadas. Le he explicado que nosotras no tenemos nada nuevo para vestir y me ha dicho que hablaría de ello con padre, que quizá podrían hacernos algo a tiempo para la merienda de la señora Ishida si estuviera dispuesto a pagar un poco más.
—No necesitamos nada de eso —replico.
—Sí lo necesitamos. Que a ti te guste recorrer los jardines como una… Un momento. ¿Cómo te ha ido con Paul? Estaba coqueteando contigo, ¿verdad? ¿Dónde habrá aprendido, me pregunto?
Pienso en lo que Paul ha dicho sobre sus devaneos en New London. No me gusta la idea de que coquetease con otras chicas y las acompañase a casa después de la iglesia. No me gusta nada. Pero ha vuelto a por mí, ¿no es cierto? Pienso en su voz en mi oído, en su aliento haciéndome cosquillas en el cuello, y estrecho la almohada de Maura contra mi pecho. Me pregunto cómo debe de ser un beso como es debido. O como no es debido.
Se me escapa una risita.
—Me ha gustado verle. Le echaba de menos.
—Te hace sonreír —observa Maura—. Deberías responder a su coqueteo. ¿Te ha hecho alguna insinuación? ¿Ha dejado entrever que quiera casarse contigo?
—Ha dicho que tendríamos tiempo de sobra para volver a familiarizarnos el uno con el otro antes de diciembre.
—¡Kate! —Maura se abalanza sobre mí y me derriba como un cachorro excitado—. ¿Por qué no has venido a contármelo enseguida?
—Porque todavía no me lo ha pedido formalmente. Ni siquiera ha hablado con padre. Y porque no puedo… porque no sé si puedo aceptar.
Mi hermana me mira estupefacta, su cara a cuatro centímetros de la mía, sus ojos azul zafiro abiertos de par en par. Tiene una pequeña cicatriz en el mentón de cuando contrajo la varicela.
—¿Por qué no?
—Porque quiere volver a New London. El hombre con quien estuvo de aprendiz le ha ofrecido trabajo en su estudio.
Maura se incorpora apartándose el pelo de la cara.
—Qué suerte tienes. Yo daría mi brazo derecho por vivir en New London. ¿No…? Kate, ¿no le habrás rechazado únicamente por eso? Sé que no te haría gracia la idea de vivir en un piso pequeño, sin árboles ni jardín. Pero en la ciudad hay parques, ¿no es cierto? Y con el tiempo Paul ganará dinero suficiente para comprarte una casa de verdad y…
—Ha dicho que podríamos alquilar una. No es por eso. —Contemplo la colcha, las puntadas pulcras y uniformes de madre—. No puedo dejaros solas a Tess y a ti.
Maura me da un puntapié.
—Claro que puedes. Iríamos a verte, tonta.
—Está demasiado lejos. No se trata del pueblo de al lado. Son dos días de viaje. Si os ocurriera algo no podría perdonármelo.
Tras un breve silencio, Maura me empuja con las dos manos. Salgo rodando de la cama y me incorporo a trompicones.
—¡Ni se te ocurra! —dice Maura entre dientes—. Ni se te ocurra utilizarnos de excusa para no casarte con él, Kate. Podemos cuidar de nosotras mismas.
Me rodeo el torso con los brazos. ¿Realmente pueden? Ojalá lo supiera.
—Es posible que después de la muerte de madre… te necesitáramos un poco.
¿Un poco? Me pongo tensa al recordar las noches que dormíamos las tres en la misma cama, acurrucadas como gatitos. Cuando Maura empalideció y perdió peso, y apenas salía de su habitación, convencí a la señora O’Hare para que le hiciera sus comidas favoritas. Si dejaba el plato limpio, como premio me la llevaba al jardín para practicar magia. Cuando Tess contrajo la escarlatina, no me separé de ella ni un segundo. Durante su convalecencia le leí hasta quedarme ronca. Intentaba compensar la ausencia de madre. No lo conseguía, lo sé —nadie podía—, pero lo intentaba con todas mis fuerzas.
—Me da igual lo que le prometieras a madre —continúa Maura con cara de enfado—. Tú no eres responsable de nosotras, ¿lo entiendes? Si quieres casarte con Paul, será mejor que le digas que sí cuando te lo pida. No tienes la certeza de que vaya a pedírtelo dos veces.
La cena transcurre de forma extraña. La señora Corbett está aquí, hablando como una cotorra del ventajoso matrimonio de Regina. Está encantada con la casa de su hija y el excelente gusto con que ha decorado las estancias. Contempla nuestro comedor con patente desagrado. El grueso papel de las paredes, de damasco rojo, no se ha cambiado desde que padre era un niño, y las alfombras de flores están empezando a mostrar signos de desgaste. Las sillas de caoba, a juego con la mesa, tienen el respaldo adornado con volutas y dragones al viejo estilo oriental, muy diferente de la nueva moda árabe. Todas las casas del pueblo disponen ya de lámparas de gas, mientras que nosotros todavía dependemos de las velas. Padre insiste en que sea así.
Oigo el murmullo de voces, pero apenas retengo las palabras; en lugar de eso, me descubro observando a Elena. Me gustaría poder leer a las personas como hace Tess. Ella es la observadora de la familia, la que posee el don de ver los deseos y motivaciones en los rostros de la gente, en sus pausas entre palabras. Cuanto yo percibo de Elena son sus impecables modales en la mesa y los cumplidos que dedica a la señora Corbett.
La sopa está salada pero servible; el bacalao hervido está comible aunque soso. No obstante, cuando Lily trae el plato principal, me encojo ante la fuente de carne grisácea recocida. No tengo valor para quejarme a la señora O’Hare, pese a que resulta bochornoso servir a unas invitadas una carne dura como suela de zapato.
Cuando le hinco el diente, sin embargo, no lo está. Pruebo la salsa de cebolla aguada: está perfectamente condimentada. Después de llevarme una cucharada de puré de patatas a la boca, únicamente para que se derrita en mi lengua como mantequilla, ya no me atrevo a probar nada más. Las mustias judías verdes, la compota de calabaza tradicionalmente atroz…, no me cabe duda de que estará todo delicioso.
Horrorizada, clavo la mirada en la vajilla celeste de la abuela. ¡Tess me lo prometió! Mejorar la cena para complacer a padre es una cosa —aunque peligroso, no es probable que padre reparara en la discrepancia—, pero correr dicho riesgo delante de nuestros invitados…
La fulmino con la mirada, si bien Tess menea la cabeza con cara de pasmo. Las dos nos volvemos hacia Maura. Está escuchando atentamente a la señora Corbett y a Elena, evitando a propósito nuestras miradas.
Me concentro en la cena y lucho con el hechizo hasta vencerlo. El siguiente bocado me obliga a masticar un buen rato, por lo que dejo que el hechizo regrese a mi plato.
Nadie en su sano juicio elegiría probar esta comida.
Miro en torno a la mesa. Padre está devorando sus patatas. La señora Corbett está limpiándose la grasa de los labios con la servilleta. Incluso Elena está dando delicados bocados a su calabaza. Ha sido un juego absurdo, pero no parece que haya hecho ningún daño. Esta vez.
En cuanto terminamos la compota de frutas y la tarta de manzana de Tess, me retiro a mi cuarto alegando dolor de cabeza. Maura, que sabe que poseo una constitución fuerte, se ofrece a acompañarme. Le digo que no hace falta. Necesito leer el diario de madre a solas. Mi corazón tararea esperanzado. Mi corresponsal misteriosa, quienquiera que sea, no me habría instado a buscar el diario a menos que contuviera algo que pudiera resultarnos de ayuda. He tenido momentos de rabia hacia madre por dejarme tanta responsabilidad y tan pocos consejos, pero probablemente siempre fue su intención que encontrara el diario. Me siento como una estúpida por no haberlo buscado antes. Es posible que me hubiera ahorrado muchas preocupaciones.
La señora O’Hare ha encendido la chimenea de mi habitación para mantener el frío a raya. Me descalzo y agarro el edredón que descansa a los pies de mi cama. Madre lo cosió especialmente para mí y le bordó lirios azules, mi flor favorita cuando era niña.
Me tumbo en el gastado sofá violeta con el diario de madre. Tras su muerte me llevé algunas cosas de su sala de estar: este sofá, la alfombra de rosas que hay junto a mi cama y la pequeña acuarela del jardín. Si entierro la cara en el brazo del sofá y aspiro con fuerza, a veces tengo la sensación de que puedo atrapar el olor del agua de rosas que ella solía usar.
El viento de septiembre silba por los cristales, y la vela danza sobre la mesa proyectando sombras inquietantes en las paredes. Si creyera en fantasmas, esta noche sería idónea para una aparición.
Si el espíritu de madre pudiera darme respuestas, lo recibiría encantada.
«Debes cuidar de tus hermanas por mí. Mantenerlas a salvo. Quería decirte tantas cosas, pero ya no hay tiempo», se lamentó la última vez que la vi. Estaba blanca como un fantasma y le costaba respirar. Sus ojos azul zafiro, tan parecidos a los de Maura, estaban apagados, como si una parte de ella se hallara ya en el otro mundo.
Le prometí que lo haría, naturalmente. ¿Qué otra cosa podía hacer? No obstante, era una promesa demasiado gravosa para una muchacha de trece años.
Ávida de consejos, abro el diario. Comienza cuando yo tenía doce años. La primera mención que hace de mí llega después de que se manifestara mi magia.
Estoy preocupada por Kate. No es fácil ser mujer, y aún menos con poderes como los nuestros. Kate es una muchacha directa y audaz, una combinación peligrosa si no aprende a ocultar su verdadero ser. Cuando tenga unos años más le enseñaré todo lo que sé para que no corra la misma suerte que su madrina. Debo acercarme al pueblo en cuanto me sea posible, antes de que mi enfermedad resulte evidente, y visitar a Marianne. Tal vez ella tenga noticias de Zara.
Levanto la vista de la hoja. El pulso se me acelera en las yemas de los dedos conforme las preguntas se agolpan en mi cabeza. ¿Zara? ¿Z. R. era mi madrina? ¿También ella era bruja? ¿Qué le ocurrió? No la recuerdo, ni siquiera recuerdo a madre mencionarla. Más adelante, en otra anotación:
He ido a ver a Marianne. Leímos juntas el registro de juicios. Ni mis conocimientos de historia mágica ni toda la erudición de Marianne pueden encontrar sentido a las condenas de los Hermanos. Algunas chicas son acusadas de brujería y condenadas a cadena perpetua en Harwood sin apenas pruebas, mientras que otras son absueltas y desaparecen sin más. Me temo que son asesinadas; no vuelve a saberse nada de ellas desde que abandonan Chatham, y nos han hablado de desapariciones similares en el resto del país. No logro entenderlo. No creo que vuelva a ver a Zara. ¿Qué pasará con su investigación sobre la profecía? Es crucial para nuestro futuro y el futuro de todas las brujas que quedan en Nueva Inglaterra.
Leo por encima las jubilosas observaciones de madre sobre su embarazo, sus esperanzas, ardientes y vanas, de que este hijo nazca sano y varón. Tres semanas más tarde:
Hoy he ido por última vez al pueblo; probablemente ya no debería rondar por los caminos, pero no podía confiar en John ni en Brendan —[padre]— siquiera para que devolviera el libro de Zara a Marianne. Me preocupan mis hijas. ¿Qué concesiones estarán dispuestas a hacer para mantenerse a salvo? ¿Y si Emily Carruthers tiene razón y no sobrevivo a este parto? ¿Quién les enseñará? Kate ya puede hacer magia mental, un don raro y aterrador. No permitiría que nadie, salvo Zara o yo, la instruyera en él. He intentado que cobre conciencia de lo terrible que puede ser invadir la mente de otra persona. Eso la pone en un grave peligro, tanto frente a los Hermanos como a aquellos que intentarán utilizarla como arma.
Me muerdo el labio. De modo que mi madrina era bruja y poseía el poder de la magia mental. Recuerdo lo horrorizada que estaba madre cuando descubrió de lo que yo era capaz. Me hizo jurar sobre la Biblia de la familia —y por la vida de mis hermanas— que nunca la utilizaría a menos que fuera para protegerlas, y que nunca le hablaría a nadie de mi don. Madre aseguraba que convertía a las mujeres en seres obcecados y sedientos de poder como los Hermanos; por eso, decía, cayeron las brujas.
Dos meses después:
A Maura le ha llegado su poder de un día para otro. Ella no es tan prudente como Kate. Le he advertido que no debe dejar que nadie la vea, y eso incluye a su padre y a la señora O’Hare. Le he recalcado que solo puede confiar en Kate. Espero que lo tenga en cuenta, aunque estoy cansada de mostrarme severa con ella. No tengo la energía de mis otros embarazos. A Emily le preocupa que surjan problemas en el parto, pero a mí solo me preocupan mis hijas. ¿Y si Tess también está maldita con esta magia? No puedo dejar de pensar en esa condenada profecía. Emily dice que he sido bendecida con tres hijas. Qué poco sabe de bendiciones y maldiciones. Me gustaría que Zara estuviera aquí.
Para cuando llego al final del diario la vela se ha consumido. El fuego se ha reducido a cenizas, y estoy tiritando bajo el edredón. He estado tan absorta que apenas he oído alejarse el carruaje de la señora Corbett y a Tess llamarme desde el rellano. La he ignorado y finalmente ha desistido.
La letra de madre se debilita a medida que avanza su embarazo, como si ya no tuviera fuerzas para deslizar la pluma por el papel. A partir de cierto momento empieza a escribir cada día, divagaciones plagadas de preocupación y dudas. Se inquieta cada vez que Maura y yo tenemos una de nuestras peleas; le preocupa que Tess, que entonces solo contaba nueve años, también sea bruja. Pero no hay nada aquí para mí. Ni consejos ni palabras útiles sobre lo que debería hacer cuando alcance la mayoría de edad.
Giro la última hoja, fechada el día antes de su muerte, después de haber cavado la última tumba pequeña en la ladera. Su letra aquí es diferente, los trazos son oscuros y fuertes. Algunos incluso atraviesan el papel, como si madre hubiese utilizado toda su energía para transmitir un último y vehemente mensaje.
Para mi alivio, está dirigido a mí.
Mi querida y valiente Kate:
Lo siento mucho. No quería cargarte con esta responsabilidad desde tan joven, pero parece ser que he esperado demasiado. No te he enseñado lo suficiente sobre tu magia, aquello de lo que eres capaz y aquello de lo que debes protegerte.
Antes de que el Gran Templo de New London cayera, el oráculo pronunció una última profecía. Predijo que antes de la llegada del siglo XX, tres hermanas, las tres brujas, alcanzarán la mayoría de edad. Una de ellas, dotada de magia mental, será la bruja más poderosa de los últimos siglos, tanto como para cambiar el curso de la historia y provocar o bien un resurgimiento de las brujas o bien un segundo Terror.
Kate, estoy muy preocupada por ti. Es muy raro tener tres brujas dentro de una misma generación. Si Tess también se manifiesta como tal, es muy probable que seáis las brujas de las que habla la profecía. Seréis…
No. Te lo ruego, Señor, no.
Resbalo por el sofá hasta quedar tendida en el suelo. Permanezco así unos instantes, en medio de un remolino de enaguas, mientras la cabeza me da vueltas. Esto es una locura. Es imposible.
Si no fuera porque… somos tres hermanas, y las tres brujas. Y yo puedo hacer magia mental. Tess alcanzará la mayoría de edad justo antes del cambio de siglo. Encajamos perfectamente en la descripción.
El Señor no escucha los ruegos de las chicas malas.
No me siento valiente. Me siento pequeña, asustada y furiosa. Bastante tenía con lo mío como para tener que preocuparme ahora de una maldita profecía anunciada cien años atrás. He abierto este diario buscando ayuda y consejo, y en lugar de eso madre ha depositado una responsabilidad aún mayor sobre mis hombros.
Pero el texto continúa. Tal vez esté a tiempo de encontrar algo útil. Algo que me diga lo que debo hacer aparte de encogerme de miedo.
Recupero el diario.
Seréis perseguidas por gente que deseará utilizaros para sus propios fines. Debéis tener mucho, mucho cuidado. No podéis confiar a nadie vuestro secreto.
Hay más, y es aún peor. No me he atrevido a escribirlo todo aquí por miedo a que el diario caiga en las manos equivocadas. Debes buscar respuestas. Quienes aman el conocimiento por el conocimiento te ayudarán. No debes compartir la profecía con nadie hasta que conozcas toda su verdad. Siento mucho no estar ahí para protegeros, pero confío en que sepas cuidar de Maura y Tess por mí.
Con todo mi amor,
TU MADRE
Arrojo el diario a la otra punta de la habitación. Golpea la pared con un crujido gratificante.
Raras veces me permito enfadarme con madre. Está muerta, no puede defenderse. Pero ahora estoy temblando de rabia. ¿Cómo ha podido morirse y dejarme sola con todo esto?
La magia crece dentro de mí, azuzada por mi furia. Hace años que no pierdo el control, desde el episodio de la señora Corbett y la oveja, pero ahora estoy tentada de soltarme.
Podría romper todo lo que hay en esta habitación y divertirme con ello.
Pero no lo hago.
Tendría que recomponerlo antes de que padre o la señora O’Hare se dieran cuenta.
Cierro los ojos y respiro hondo, tal como me enseñó madre.
Cuando juzgo que he recuperado la calma, rescato el diario y releo la última página. Es una locura. Puede que madre estuviera delirando cuando lo escribió. Aunque estuviera en lo cierto —aunque la profecía fuera real— tiene que haber otras hermanas brujas. Otras chicas capaces de hacer magia mental aparte de mí. No soy tan poderosa.
Una voz fastidiosa se abre paso en mi mente. «¿Cómo lo sabes? Tú no sabes de lo que otras brujas son capaces. Ni siquiera conoces a otras brujas», razona la voz. Siempre he sabido que existen otras brujas además de mi madre, mis hermanas y yo, pero no he conocido a ninguna. O, por lo menos, no he conocido a ninguna que admitiera serlo. Iba a catequesis dominical con Brenna Elliott, Marguerite, Gwen y Betsy, pero nunca vi indicios de magia en ellas, y casi todas las acusaciones de los Hermanos resultan más bien dudosas…
El miedo me eriza la piel. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si soy yo?
Si estoy destinada a provocar el resurgimiento del poder de las brujas y los Hermanos lo descubrieran, me matarían. De inmediato y sin juicio. Creerían que lo están haciendo por el bien de Nueva Inglaterra. Puede que nos utilizaran a las tres para dar ejemplo. Nos quemarían en la hoguera o nos ahorcarían en la plaza del pueblo, como en los tiempos de nuestra bisabuela. Si dejaron de hacerlo fue porque la gente normal calificó de brutales tales métodos. Pero estarían dispuestos a desenterrarlos para mostrar su fuerza, para atemorizar no solo a las brujas, sino a las chicas normales. No me cabe duda de que serían capaces de ello.
¿Cómo es posible que esté pensando eso?
Me hago un ovillo deseando que hubiera alguien que pudiera liberarme de esta carga.
Seguro que madre escribió algo más. ¡No puede ser que me dejara así, sin decirme qué hacer! Noto que la magia se enrosca en mi pecho y espera.
—Acclaro —susurro.
Desesperada, giro las páginas con la esperanza de que aparezcan más palabras en las guardas negras.
Nada. Repito el conjuro, más fuerte esta vez, y contengo la oleada de pánico. Inspecciono cada hoja esperando que de ella brote un mensaje, pero no hay nada añadido en las hojas en blanco del principio y el final, no hay palabras secretas entrecruzando las otras anotaciones, nada marcado con un círculo o subrayado en clave. Nada en absoluto.
Busco un atisbo de la magia de madre, pero no noto nada. ¿Se le agotaron las fuerzas antes de tener tiempo de escribir más?
Sigo probando. Pruebo diferentes conjuros. Pruebo hasta quedar agotada y sentir mi poder debilitado y remoto. Las lágrimas empiezan a empañar las palabras. Irritada, me seco los ojos y arrojo el diario a la cama al tiempo que me dirijo a la ventana arrastrando la colcha conmigo.
La luna creciente se filtra por las cortinas salpicadas de lirios. Contemplo la estatua de Atenea en el jardín, severa bajo la luz de la luna. Diosa de la sabiduría y la guerra.
Madre no confiaba en que padre luchara por nosotras. A decir verdad, tampoco ella lo hizo demasiado bien. Me dejó con un diario lleno de advertencias crípticas y una responsabilidad que le correspondía a ella.
Mantendré a mis hermanas a salvo. No dejaré que a Maura y Tess les ocurra lo que quiera que le sucedió a Zara, la amiga de madre, o a Brenna Elliott. No mientras me quede aliento en el cuerpo.