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—¡Ya está aquí! —anuncia Tess—. ¡Ya está aquí!

Maura y ella salen disparadas de casa antes de que pueda detenerlas. Padre y yo las seguimos con algo más de decoro pero igual curiosidad. Nuestro carruaje se acerca traqueteando por el camino lleno de baches con la nueva institutriz dentro. No me siento optimista. A fin de cuentas, ¿no la recomendó la señora Corbett? Apuesto a que es una chica amparada por el convento y educada por las Hermanas para ganarse el sustento enseñando a señoritas sosas y recatadas a convertirse en esposas sosas y recatadas. Estoy esperando a una señorita remilgada propensa a las perogrulladas.

De modo que me llevo una sorpresa cuando la puerta del carruaje se abre bruscamente y la hermana Elena salta sin esperar a que John le ofrezca la mano. Y, como si estuviera en su casa, sube al porche con paso enérgico y frufrú de enaguas.

Maura tenía razón. La hermana Elena es bonita —muy bonita—, de piel tersa y morena, y tirabuzones negros asomando por debajo de la capucha. Y viste a la moda, bueno, todo a la moda que permiten las restricciones de los Hermanos. Lleva un vestido de falda amplia y acampanada que me recuerda a las peonías de madre. Un fajín plisado de seda negra realza su estrecha cintura, y en los pies calza unos zapatos de terciopelo negro.

—Bienvenida, hermana Elena —dice padre, avanzando un paso—. Es un placer tenerla entre nosotros. Estas son mis hijas, Katherine, Maura y Teresa.

—Kate, por favor —le corrijo.

—Y Tess. —Tess está semioculta detrás de mí, con su rubia cabeza apoyada en mi hombro.

—Desde luego. Y puestos a dejarnos de formalidades, pueden llamarme Elena. Me alegro de conocerles. —Sonríe, y sus ojos color chocolate chispean—. Estoy segura de que nos llevaremos divinamente. Siempre he sido muy amiga de mis alumnas.

Padre pone cara de alivio, pero a mí me irrita su descaro. No sabe nada de nosotras, y su estrecha amistad con Regina Corbett no es muy buena recomendación que digamos. Mientras la sangre empieza a hervirme lentamente, padre le pregunta por el viaje, si el hostal donde hizo noche fue de su agrado, si le gustaría ver su habitación y asearse antes de hablar con él sobre nuestro plan de estudios.

Elena no puede llevarme más de unos pocos años. Es miembro de las Hermanas, lo que significa que pasa casi todo su tiempo recluida en sus claustros de New London. ¿Qué puede enseñarnos sobre el mundo o sobre cómo encontrar marido?

Recuerdo las palabras de Paul —«Que el Señor se apiade de ella»— y sonrío.

—¿Kate? —dice padre. Doy un respingo, y la sonrisa demente desaparece de mi cara—. ¿Puedes enseñarle a la hermana Elena su habitación?

—Yo lo haré —se ofrece Maura, agarrando con rapidez el maletín de Elena y dejando el baúl para que lo cargue John—. Su habitación se encuentra justo delante de la mía. Goza de preciosas vistas a los jardines.

—Ah, sí. La señora Corbett mencionó que posee un toque mágico con las flores, señorita Kate.

Su lengua se encalla ligeramente en la palabra, pero le sostengo la mirada. Su sonrisa es insulsa. Quizá solo sea una manera de hablar, aunque peligrosa.

—Gracias —titubeo—. Me gusta estar al aire libre.

—Mi difunta esposa —comienza padre, y le entra la tos— pasaba mucho tiempo en el jardín. Kate heredó el talento de su madre con las plantas.

Lo miro atónita. Ignoraba que padre pensara que yo poseía algún talento; es la primera vez que se lo oigo decir. Maura entra en casa con Elena y le señala el salón, el estudio de padre y el comedor, antes de conducirla arriba. Sube dando brincos, como una niña, mientras que Elena camina pausadamente, con la espalda recta, deslizando una mano enguantada por la barandilla curva de madera, como una reina. Corro detrás de ellas.

—Tienen una casa muy bonita.

Elena se detiene en lo alto de la escalera para admirar el retrato de nuestra bisabuela, una mujer menuda con el cabello rubio y ensortijado de Tess. No era, sin embargo, bonita; poseía un rostro cadavérico y el cutis del color de la leche rancia. Pero era fuerte. Crió a cuatro hijos, enterró a dos y mantuvo la granja en funcionamiento incluso después de que una fiebre se llevara a su marido.

Maura se echa el pelo hacia atrás.

—Se está cayendo a pedazos. La construyeron mis bisabuelos. Esa de ahí es la bisabuela. Tiene la cara avinagrada, ¿no cree? Me encantaría vivir en el pueblo, pero padre no quiere oír hablar de ello. La vida aquí, en el campo, es tremendamente tediosa. Seguro que esto le parece horrible después del bullicio de New London.

Ay, Señor.

—No puede decirse que vivamos en el campo —replico—. Solo estamos a tres kilómetros del pueblo. Y padre no se mudará jamás, teniendo el cementerio aquí.

Elena resta importancia a la franqueza de Maura.

—Lamento mucho lo de su madre. Imagino que estarán hartas de oírlo. Yo perdí a mis padres a los once años. La gente nunca sabe qué decir en estos casos, ¿no es cierto? La señora Corbett me contó que pasaron un año de luto y que han estado postergando su presentación en sociedad. Es lógico, dadas las largas ausencias de su padre y sin una madre que las presente. Deben de sentirse muy solas.

—Sí —asegura enérgicamente Maura al tiempo que yo respondo:

—Nos las arreglamos.

Dejamos atrás la escalera y pasamos por delante de la habitación de padre, el dormitorio y la sala de madre, mi dormitorio y el dormitorio de Tess, y finalmente llegamos al cuarto de Elena. Está justo enfrente del de Maura.

—No es gran cosa —se disculpa Maura, a pesar de que la señora O’Hare y Lily estuvieron todo el día de ayer ventilándolo y sacando brillo al pesado mobiliario de caoba.

Elena camina hasta la ventana y descorre las pesadas cortinas verdes. Al otro lado del jardín se extienden varias hectáreas de campo y la brisa mece el trigo ya dorado.

—Tiene unas vistas preciosas. Qué jardín tan bonito.

Maura deja el maletín sobre la cama y se sienta de un salto bajo el dosel rosa.

—Tendremos que arreglar un poco la casa, ¿no cree? —insiste, deseosa de tener una aliada—. Si queremos recibir visitas, quiero decir. Kate ha de encontrar marido pronto.

—¡Maura! —musito muerta de vergüenza. ¿No puede esperar cinco minutos siquiera para sacar el tema?

Elena sonríe, y sus dientes, blancos y uniformes, resaltan contra la tez morena.

—¿Cuándo es su cumpleaños, Kate?

—El 14 de marzo —murmuro. Me sorprende que la señora Corbett no le haya contado también eso. La vieja ha estado muy habladora últimamente.

—Kate tiene un pretendiente —cuenta Maura, y contengo el deseo de estrangularla.

—Su ceremonia de intenciones está cerca —dice Elena—. No se preocupe de nada, Kate. Yo me encargaré de todo.

Fijo la mirada en la alfombra de color rosa oscuro mientras el resentimiento sigue creciendo en mi interior. Para empezar, no soy la clase de persona que deja las preocupaciones a otros. Además, ¿cómo voy a querer dejar mi futuro en manos de una completa desconocida?

Maura tiene muy claro que me casaré con Paul, pero Paul no ha dicho si ha vuelto a Chatham para quedarse o únicamente de visita. Y dado el entusiasmo con el que hablaba de New London, es evidente que aquello le gusta. ¿Y si me pide que me case con él, pero que nos vayamos a vivir a New London?

¿Cómo esperaba madre que mantuviera mi promesa tras alcanzar la mayoría de edad? Por fuerza tenía que saber que no podría quedarme en casa toda la vida.

He de encontrar su diario. Y he de encontrarlo pronto.

Una hora después me hallo de rodillas en el suelo de madera de la sala de madre, rodeada del contenido de su escritorio. Por el suelo hay desparramados lacres, plumas y pergaminos. A mi lado tengo una pila de cartas atadas con una cinta azul de terciopelo. Ya las he leído, dos veces. En ningún lado se menciona a una Zuzannah o una Zinnia. ¿Quién es esta misteriosa Z. R.?

Sé que madre escribió un diario durante su último año de vida; cada vez que entraba en sus aposentos la encontraba con la pluma en la mano. No he sido capaz de dar con él, pero nunca he estado tan decidida como ahora de la necesidad de hallarlo. Necesito sus consejos. No solo sobre la magia, sino sobre mi futuro. ¿Qué quería ella que hiciera?

Palpo el interior de los cajones en busca de algún resorte o pestillo que desvele la presencia de un doble fondo. No encuentro nada. Devuelvo las cosas a los cajones, las deslizo hasta su lugar y me siento sobre los talones, presa de la frustración. La presencia de Elena en esta casa me aprieta como unos zapatos demasiado pequeños. He postergado la tarea de pensar en mí para concentrarme en Tess, en Maura y en mi promesa, mas no puedo seguir ignorando la verdad. Padre no ha contratado a Elena para que nos enseñe francés y a hacer arreglos florales; la ha contratado para asegurarse de que Maura y yo encontremos marido.

Los Hermanos temen que las brujas vuelvan a alzarse algún día, decía madre, de modo que detestan la idea de que las mujeres adquieran poder. No se nos permite estudiar, tampoco asistir a la universidad como los hombres ni ejercer una profesión. Existen algunas excepciones: la señora Carruthers, la comadrona del pueblo; Ella Kosmoski, la modista; y Marianne Belastra, si bien la señora Belastra se puso al mando de la librería después de que falleciera su marido. Las mujeres no suelen obtener permisos para dirigir negocios.

Las Hermanas constituyen una alternativa al matrimonio, y una alternativa honorable. Ellas realizan la labor caritativa de la Hermandad: hacen de institutrices y enfermeras, visitan a los enfermos y moribundos y dan de comer a los pobres. Pero nadie de Chatham ha ingresado en las Hermanas en los últimos años. Me aterra la sola idea de pasarme la vida estudiando las Escrituras o dando clase a niñas huérfanas. Estoy segura de que acabaría asesinando a mis alumnas. Además, vivir recluida con docenas de mujeres suena asfixiante. Intentar mantener mi magia en secreto sería demasiado peligroso.

No. Las Hermanas no son una opción.

Me meto bajo el escritorio y deslizo una mano por la parte interna. El diario no puede haberse esfumado. Pero no hay nada ahí. Se me escapa una mueca de dolor cuando el zapato se me engancha en un clavo que sobresale de un tablón del suelo. Me quito el zapato y observo con expresión ceñuda la carrera que me he hecho en la media. Seguro que la señora O’Hare vuelve a quejarse de que las medias me duran menos que a Maura y a Tess juntas y…

Un momento.

Retrocedo unos centímetros. El tablón más próximo a la pared cede bajo la palma de mi mano. Tiro del clavo que sobresale y este cede. Levanto el tablón. Debajo hay un hueco. Introduzco el brazo hasta el codo, confiando en no molestar a cualquier cosa capaz de arrastrarse. Mi mano palpa la madera polvorienta. Toca algo pequeño, liso y redondo. Lo saco. No es más que un botón gris. Probablemente se ha caído aquí por descuido. Recuerdo el vestido al que pertenecía: de cuello alto, con cada volante festoneado de puntilla negra y una hilera de botones como este en la espalda.

Lo guardo en el cajón y sigo buscando.

No hay nada más.

—¿Acclaro? —pruebo esperanzada, y el poder vibra dentro de mí. Introduzco de nuevo el brazo y la impresión de vacío se rompe cuando las yemas de mis dedos rozan un libro.

La familiar tapa de tela azul está sucia, pero la estrecho contra mi pecho porque es un pedazo de mi madre. Independientemente de los secretos que contenga el diario, durante unos minutos volverá a estar conmigo. Podrá decirme qué hacer. Ella siempre sabía qué hacer.

Gracias, Señor.

—¿Señorita Kate?

Vaya, justo la digna postura en la que me gustaría ser encontrada por la institutriz: a cuatro patas debajo del escritorio de mi madre, descalza de un pie y contoneando el trasero. Por lo menos no ha entrado un minuto antes y me ha pillado haciendo aparecer mágicamente un libro. ¿Es que no sabe llamar?

Para colmo de males, al darme la vuelta me golpeo la cabeza con el escritorio.

—He llamado, pero no he obtenido respuesta —dice Elena con una sonrisa—. El señor McLeod ha venido a verla.

—Estaba buscando un pendiente —miento—. Lo he perdido en alguna parte.

—Entiendo. ¿Le gustaría tomarse unos minutos para arreglarse?

¿Se burla de mí? Me ofendo hasta que bajo la vista. Tengo el corpiño cubierto de polvo del suelo, el pelo echado sobre la cara y las manos llenas de mugre. No es precisamente la pinta con la que desearía que me viera un marido potencial.

Me incorporo y, en un esfuerzo por recuperar algo de dignidad, me sacudo el polvo de las mangas.

—Sí, creo que será lo mejor. Por favor, dígale a Paul que enseguida estoy con él.

En la intimidad de mi habitación, limpio el diario de madre con mano temblorosa.

Si fuera la visita de otra persona me haría la enferma y me pasaría la tarde leyéndolo. A nadie se le ocurriría que pudiera quedarme dentro de casa por otra razón que no fuera una indisposición. Estoy impaciente por saber qué consejos me ha dejado mi madre. Yo solo tenía trece años cuando murió, todavía era una niña. Los tres años que me quedaban antes de mi declaración de intenciones se me antojaban como treinta, sobre todo sin ella. En aquel entonces no habría prestado atención a nada de lo que mi madre me hubiera dicho sobre matrimonio y maridos; puede que ella lo supiera y decidiera plasmar sus palabras de sabiduría maternal por escrito. Estoy deseando leerlas.

Pero se trata de Paul. No puedo darle plantón. La idea me irrita. Poco importa que él me haya tenido esperando cuatro años.

Me pongo uno de mis mejores vestidos de día, de color gris oscuro con fajín celeste y puntilla del mismo color en el cuello. Me arreglo el pelo lo mejor que puedo y finalmente bajo al salón.

Paul está allí, con sus largas piernas estiradas frente a él. Elena ha desaparecido, probablemente para hablar con padre de nuestro plan de estudios. Maura y Tess están acurrucadas en el sofá, hablando como cotorras y acribillando a Paul a preguntas sobre New London. Ocupa más espacio del que recordaba. Tiene un aspecto muy masculino, con su barba y sus botas negras de montar y su timbre de voz grave, empequeñeciendo la alta butaca de brocado azul que ocupa. Supongo que, dadas las largas ausencias de padre, estoy demasiado acostumbrada a vivir entre mujeres. Aunque no puede decirse que seamos mujeres tranquilas.

Al verme Paul se levanta y toma mis manos entre las suyas.

—Kate —dice, observándome con admiración.

Paul me ha visto cubierta de la porquería de la pocilga. Me ha visto con las manos y la cara embadurnadas de fresas. Antes solíamos rodar por la loma del otro lado del estanque hasta que la hierba nos dejaba la ropa verde. Pero nunca me había mirado de ese modo. De repente soy consciente de cada centímetro de mi ser.

—El vestido tiene el color exacto de tus ojos. Estás preciosa. —Lo dice con soltura y aplomo, como si estuviera acostumbrado a decir esas cosas a las chicas.

Me suelto, ruborizada. Yo no estoy acostumbrada a oírlo y no consigo relacionar a ese hombre serio y embelesado con el muchacho travieso al que recuerdo.

—Gracias.

—Tess me ha contado que tu padre está construyendo una glorieta junto al estanque. Me gustaría ver cómo progresa.

—Llevan poco en ella. No erigieron la estructura hasta ayer.

—No importa. Echo de menos el aire del campo. ¿Te apetece que demos un paseo?

Ah. No quiere tanto ver la glorieta como dar un paseo conmigo. A solas. Paul nunca ha sido un muchacho excesivamente sutil.

—¿Puedo ir con vosotros? —pregunta Tess.

Abro la boca para decir que sí, pero Maura le propina un codazo. Tess chilla, y un instante después Maura está en el suelo, hecha un revoltijo de faldas.

—¡Teresa Elizabeth Cahill! —la reprendo. Ignoro qué ha hecho exactamente, pero estoy segura de que ha utilizado su magia—. ¡Tenemos un invitado! —añado, señalando enérgicamente a Paul.

Paul se limita a sonreír por debajo de su nuevo bigote. Nuevo para mí, en cualquier caso. A saber el tiempo que hace que se lo dejó crecer.

—Seguid, os lo ruego —dice—. En realidad no soy un invitado. Soy prácticamente de la familia.

Maura me mira con una ceja enarcada, pero yo arrugo el entrecejo.

—Sí eres un invitado. No las alientes. Y a vosotras dos debería daros vergüenza. Ya sois mayorcitas para comportaros así. Tess, discúlpate.

—Ha empezado ella —protesta, frotándose el costado.

—Porque estabas diciendo tonterías —replica Maura—. Paul no quiere pasear con nosotras. Ha venido a ver a Kate.

Tess le da un pellizco.

—¡Yo no digo tonterías! ¡Soy más inteligente que tú!

—Sois incorregibles, las dos. Quizá deberíais ir a ver a Elena y pedirle que os enseñe el protocolo para atender debidamente a un invitado. —Tomo a Paul del brazo y noto que sus músculos tiemblan bajo mi mano—. Será un placer dar un paseo. Vámonos antes de que las asesine a las dos.

Me dispongo a hacer una salida melodramática, pero el umbral de la puerta desaparece y me quedo con el pie suspendido en el aire. Doy un traspié y casi me estampo el cráneo contra la mesa del vestíbulo y destruyo un jarrón que perteneció a mi bisabuela, una reliquia de la familia. Paul me agarra justo a tiempo. De hecho, me sostiene mucho más cerca de él de lo estrictamente necesario. Oigo una risita ahogada y cuando me doy la vuelta veo que Maura tiene una mano sobre la boca y le tiemblan los hombros. Ni siquiera Tess es capaz de contener la risa.

Ayúdame, Señor, mis hermanas son el diablo y mi mejor amigo está hecho un libertino.

Salimos al vestíbulo en el preciso instante en que Elena sale del estudio de padre.

—Señorita Kate, iré a buscarle la capa. ¿Desea que la señorita Maura la acompañe en su paseo?

—No, gracias. —Como si no hubiera dado cientos de paseos a solas con Paul: por el jardín, persiguiéndonos por los campos de trigo, jugando al escondite entre los arándanos…

Elena nos mira de arriba abajo y en ese momento me percato de la distancia, o mejor dicho, de la ausencia de distancia, entre nuestros cuerpos.

—Me temo que debo insistir en que acepte una acompañante. Si lo desea, yo misma puedo ir con usted.

Oh, Señor. Lo último que me preocupa es que Paul intente acosarme en los jardines.

—No olvide los guantes —añade Elena.

Me ruborizo al recordar el calor de la boca de Paul en la piel fina y delicada de mi muñeca. Tal vez Elena tenga razón. Ya no somos unos niños. Por la forma en que Paul me mira diría que también él recuerda ese beso, y puede que le gustara tomarse otras libertades si se lo permitiera. Ningún hombre me ha mirado antes así. Es una sensación embriagadora.

Aun así, no me gusta que Elena me diga lo que tengo que hacer, y aún menos que nos siga y escuche nuestra conversación. Bastante nerviosa me siento ya.

—¿Dónde está Lily? ¡Lily! —llamo.

Nuestra criada sale de la cocina secándose las manos con el delantal.

—¿Señorita Kate? Estaba ayudando a la señora O’Hare a preparar la…

—Olvida eso. Coge tu capa. El señor McLeod y yo necesitamos una acompañante en nuestro paseo.

Lily tiene los ojos grandes, marrones y dóciles de una vaca.

—Sí, señorita.

Tras colocarme debidamente la capa, Paul y yo salimos a los jardines, seguidos, a una distancia prudente, de Lily. Los gansos sobrevuelan nuestras cabezas en formaciones negras, graznando contra un cielo ligeramente mate.

—Disculpa el alboroto. Mis hermanas…

—Son adorables, como siempre —termina Paul por mí—. No tienes de qué disculparte.

—¡Son unas bestias sin educación! —Tras presenciar su comportamiento de hoy delante de Elena y de Paul estoy empezando a pensar que a lo mejor sí necesitamos una institutriz.

—Están llenas de vida —contesta Paul—. Debe de ser fantástico tener hermanas. Eres afortunada. Te sientes muy solo cuando eres hijo único.

No recuerdo mi vida antes de que Maura gateara detrás de mí, me tirara del pelo y se metiera mis juguetes en la boca.

—¿En serio?

—A veces. Las deudas de mi padre, por ejemplo. Si hubiese tenido un hermano con quien compartir esa carga, en quien poder confiar, habría sido un alivio para mí.

—Puedes confiar en mí —digo—. Crecimos como hermanos.

Frunce la boca.

—¿Es así como me ves? ¿Como a un hermano?

No sé qué responder. Yo todavía era una niña cuando Paul se marchó. Es cierto que he pensado en la posibilidad de casarnos, pero como una solución para mi futuro, no como una fantasía romántica. Guardo tiernos recuerdos del muchacho que me perseguía por los jardines, pero el hombre con barba y bigote que ahora tengo delante es un extraño. No podemos retomar las cosas donde las dejamos sin más.

—Te aseguro, Kate, que yo no te veo como a una hermana. —Paul detiene sus pasos. Se frota la barba y arrastra los pies. Vislumbro un rubor tenue en sus mejillas cuando finalmente me mira—. Siempre has sabido lo que quieres, y no es mi intención presionarte. Disponemos de mucho tiempo para volver a familiarizarnos el uno con el otro antes de diciembre.

¿Diciembre? El mes en que he de anunciar mi compromiso. ¿Acaso está insinuando…?

Le miro fijamente a los ojos hasta que Lily se acerca con parsimonia y le clavo una mirada tan furibunda que se apresura a alejarse farfullando una disculpa.

—Lo siento. He sido demasiado osado, ¿verdad? —Paul esboza una sonrisa compungida—. Esto… esto no está saliendo según el plan, pero al decir lo de los hermanos no he podido soportar pensar que…

—¿Tenías un plan? —Sonrío con picardía al tiempo que paso una mano por los telefíos. Tienen unas flores rojizas semejantes al brócoli que destacan contra el fondo de varas de oro.

—Por estúpido que parezca, sí. Ensayé lo que iba a decirte en el tren.

—¿En el tren? —Lo miro boquiabierta—. ¿Antes de que nos viéramos? ¿Y si hubiera estado horrible? ¿Con granos y papada?

—Seguirías siendo Kate. Además, eres muy bonita. Te pareces mucho a tu madre, ¿sabes?

Es el mejor cumplido que alguien podría hacerme, y sospecho que Paul lo sabe. Mi parecido con madre no es tan evidente como el de Maura; el rojizo de mis cabellos es demasiado tenue, y tengo los ojos de mi padre. Pero a veces vislumbro en el espejo un atisbo de su nariz respingona o de su porte decidido.

—Gracias, significa mucho para mí. Pero ¿y si… y si me hubiera convertido en una señorita comedida, sin nada que decir salvo «Sí, señor» y «Qué agudo es usted, señor»? ¿Una de esas señoritas que te ríen todos los chistes? —Paul suelta una carcajada tan sonora que Lily se vuelve alarmada hacia nosotros—. ¡Chissst!

—Mis chistes son buenos, pero no hasta ese punto. Tú nunca podrías ser esa clase de chica.

Une su brazo al mío y seguimos andando. Por una vez soy inmune al olor embriagador de las rosas, al parterre de acónitos azules asfixiado por los hierbajos.

Solo puedo pensar en que ha llegado el momento en que se decide mi futuro. Está ocurriendo antes de lo que esperaba. No estoy preparada. No sé lo que mi madre querría que hiciera.

—No pongas esa cara de espanto. No espero que me respondas ahora. Además, todavía no te lo he preguntado. —Paul sonríe.

—Estás loco. —Pero respiro aliviada.

—Y tú eres aún más divertida de lo que recordaba.

¿Lo soy? Yo no me siento divertida. Puede que Paul haya atribuido el cambio al hecho de que he crecido, de que me he convertido en una señorita. Puede que todas las chicas se sientan así, asfixiadas y enmudecidas.

—La vida contigo nunca sería aburrida, y eso es justamente lo que quiero. Medítalo, Kate, es todo lo que te pido. ¿Podrás hacerlo?

—Supongo que sí. Pero no me has dicho cuánto tiempo piensas quedarte en Chatham. ¿Tienes intención de regresar pronto a New London?

Paul se detiene justo delante de nuestra pequeña fuente, una estatua de Cupido de cuyo arco brota agua.

—Acabo de llegar. ¿Estás intentando deshacerte de mí? ¿Hay alguien más? ¿Otro pretendiente?

—No —suelto sin más. ¿Las chicas no han de ser tímidas y misteriosas? Tal vez debería hacerle creer que tengo a media docena de hombres haciendo cola, pero no tardaría en descubrir que no es cierto.

—Ah. —Paul se inclina sobre mí. Su aliento cálido me hace cosquillas en el cuello, su voz es un susurro ronco—. ¿Me echarías de menos si volviera a irme?

Reculo, consciente de la mirada de Lily.

—Te pregunté si habías venido para quedarte y respondiste que depende. ¿Qué significa eso? —Mi tono es más áspero de lo que pretendo.

—Significa que he vuelto para verte a ti. Hay muchas chicas en New London, Kate, y puede que al principio me descontrolara un poco, que visitara a más de una e incluso que me creyera enamorado. Pero ninguna de ellas eras tú, de modo que después de acabar mi aprendizaje decidí venir a casa. Lo que ocurra a partir de ahora supongo que depende de ti. Sé que estabas enfadada conmigo. ¿Me has echado de menos, aunque solo sea un poco?

No puedo evitar reír cuando finge un mohín.

—Naturalmente que te he echado de menos. Pero… —Bajo la mirada, cohibida—. ¿Dónde esperas vivir? ¿Aquí o en New London?

—Comprendo. —Paul recupera la seriedad—. Me temo que en Chatham no hay mucho trabajo para un arquitecto. Jones me ha ofrecido el puesto de asistente. He ahorrado un poco y… si me casara podría alquilar una casa en un barrio agradable de la ciudad. No me imagino a mi Kate contenta en un piso pequeño y sin jardín.

«Mi Kate». Suena encantador y al mismo tiempo increíblemente posesivo. ¿Cuánto tiempo lleva ahorrando para alquilarnos una casa? ¿Cuánto tiempo lleva contemplando la idea de pedirme matrimonio? Me siento como el día que me caí del muro de la pocilga y no podía respirar. Paul repara en la expresión de mi cara.

—Creo que la ciudad acabaría gustándote con el tiempo —dice, esperanzado.

Contemplo las dalias amarillas que rodean la fuente. Nunca he querido vivir en la ciudad. No obstante, si se tratara solo de mí, tal vez pudiera acostumbrarme a ella.

—No puedo abandonar a mis hermanas.

Paul ladea la cabeza con patente desconcierto.

—Podrían visitarnos siempre que quisieran.

No lo entiende. No puede entenderlo.

—Las cosas son diferentes ahora que mi madre no está.

Me doy la vuelta y echo a andar todo lo deprisa que me lo permiten las faldas y el corsé. Si no puedo casarme con Paul, ¿qué haré? El pánico se adueña de mí. Tal vez madre siempre dio por supuesto que me casaría y me marcharía de Chatham. Quizá mi promesa únicamente debía durar mientras Maura y Tess fueran pequeñas. Maura siempre está insistiendo en que ya no me necesitan como antes.

Me gustaría poder creerlo. Recuerdo la advertencia de Z. R.: «Las tres corréis un gran peligro». Pero ¿por qué? ¿Sabe alguien más lo de la brujería?

Paul corre tras de mí.

—Sé que esto te resulta demasiado inesperado después de mi larga ausencia. Solo te pido que lo medites. Por favor.

Asiento mientras lucho por contener las lágrimas. Esto es ridículo. Ahora pensará que soy una flor delicada.

Recorremos el jardín en dirección al sonido de un martilleo. Lily nos sigue recogiendo flores para la mesa de la cocina. Finn Belastra está arrodillado en la ladera, frente al esqueleto de la glorieta, clavando los tablones de madera. Se me hace raro verlo en mangas de camisa y sosteniendo un martillo en lugar de un libro.

—¿Ese de ahí no es Finn Belastra? —pregunta Paul—. ¿El hijo del librero?

—Sí. Es nuestro nuevo jardinero. —Elevo la voz—. ¡Señor Belastra, la glorieta está quedando muy bien!

—¿Se alegra de tenerme alejado de sus flores? —Tiene las paletas ligeramente separadas, lo que hace que su sonrisa resulte desenfadada y más encantadora aún. Levanta un puñado de papeles y lo agita hacia mí—. ¡Solo hay que seguir las instrucciones!

—¡Belastra! —exclama Paul, y la sonrisa de Finn se desvanece—. Me alegro de verte. He oído que ahora te dedicas a la horticultura. ¿O tienes planeado hacerme la competencia?

—El señor McLeod es ahora arquitecto —explico, y al instante lamento el tono orgulloso de mi voz. Ya me estoy comportando como una prometida, como si los logros de Paul fueran mis logros.

Finn se levanta para estrecharle la mano.

—Bienvenido, McLeod. Espero que hayas disfrutado de tus estudios.

Paul se encoge de hombros.

—Lo suficiente. No he pasado tanto tiempo en la biblioteca como le habría gustado a mi madre o a mis profesores, pero, aunque justo, he aprobado. No como tú. Kate, ¿te he contado alguna vez que Belastra podía nombrar cualquier punto en el globo terráqueo? Siempre nos ponía a los demás en evidencia. Los Hermanos intentaban superarle, pero nunca lo conseguían. Y no solo en geografía. Es un hombre brillante.

—Me temo que exageras —protesta Finn.

Paul niega con la cabeza.

—Eras el mejor de nuestra clase en todas las asignaturas. Todos te envidiábamos.

—Pues teníais una forma extraña de demostrarlo —masculla Finn antes de volver a sus planos.

De pronto tengo la impresión de que, pese a la jovialidad de Paul, no se tienen demasiado afecto.

Paul se ríe.

—El pobre Belastra siempre acababa recibiendo. En la escuela los niños son crueles. Los Hermanos raras veces intervenían, Kate, con excepción de tu padre. Señor, en mi vida lo he visto tan enfadado. Un día que estaba impartiendo una clase de latín nos pilló dando patadas a los libros de Belastra por todo el patio. El sermón que nos echó habría removido hasta la conciencia de una piedra.

—Mi padre puede ser bastante elocuente cuando quiere. —Sobre todo si hay libros de por medio. Me pregunto si habría mostrado la misma vehemencia si los chicos hubieran estado pateando a Finn.

Paul zarandea la glorieta para comprobar su solidez.

—Me sorprende que no estés en la universidad, Belastra. Te sentaría bien. Yo me pasaba casi todo mi tiempo dando vueltas por la ciudad.

Detrás de los papeles la sonrisa de Finn se tensa.

—Algunos llamarían a eso no entender el verdadero propósito de la universidad.

Me encojo al recordar la conversación de padre sobre el gran estudiante que Finn habría podido ser.

—En fin, me alegro de haber vuelto. —Paul me obsequia con una mirada inequívocamente tierna—. ¿Bajamos al estanque, Kate?

Los árboles en torno al estanque inclinan sus copas doradas, haciendo ofrendas fulgurantes al cielo. Paul recoge un guijarro y lo arroja deslizándose por la superficie del agua. Cuento en voz alta como hacía de niña: dos, cuatro, seis, ocho saltos antes de hundirse.

Trato de concentrarme en la belleza circundante. En los gansos que vuelan hacia el sur con sus graznidos. En los recuerdos que Paul evoca. Mis ojos, sin embargo, viajan hasta el cementerio familiar situado al otro lado del estanque. Al fondo, bajo sus lápidas ruinosas y desgastadas, están las tumbas del bisabuelo y las dos niñas que sucumbieron a la fiebre. La bisabuela se halla enterrada junto a su marido. Cerca descansan el tío de padre, de quien heredó la naviera, una tía, otro tío y un primo que murió poco después de nacer. Luego está la tumba donde fueron enterrados los padres de padre: el abuelo antes de que yo naciera y la abuela cuando yo era tan pequeña que no es más que el recuerdo borroso del suave hilo que devanaba para ella o el olor de las naranjas que tanto le gustaban. Al lado de su tumba se encuentra la de mi madre. «Esposa amada y madre abnegada». También hay una cita. De un poema.

Junto a la tumba de mi madre hay cinco lápidas dispuestas en hilera. Tres hermanos que murieron antes del primer aliento. Uno que vivió dos meses gloriosos, meses en que mi madre cantaba por la casa. Y la última, la tumba de Danielle. Aquella que la comadrona insistió en que mi madre no tuviera por el bien de su salud. La que al final la mató.

En cualquier caso, no era más que otra niña.

No puedo evitar preguntarme por qué no le bastábamos, por qué madre estaba tan empeñada en darle un hijo varón a padre. Un varón habría garantizado que la casa y el negocio quedaran en la familia en lugar de pasar a nuestro primo Alec. Un hermano habría proporcionado una buena dote para asegurarnos un buen matrimonio. Pero nada de eso puede reemplazar los consejos de mamá.

—Kate, ¿estás bien? —Paul me está mirando detenidamente.

Me obligo a sonreír.

—Lo siento, estaba soñando despierta.

Sonríe, obviamente llegando a la conclusión de que estaba pensando en su proposición.

—No pasa nada. Debo irme. Ya sabes lo mucho que mi madre detesta perderme de vista —bromea mientras consulta su reloj de bolsillo. Era de su padre; lo heredó justo antes de marcharse a New London. Recuerdo lo orgulloso que estaba, lo mucho que alardeaba de él delante de la gente. Mi madre le dijo que todos los caballeros debían tener uno—. Esa sería una de las ventajas de mudarnos a New London. Si nos quedáramos aquí, mi madre insistiría en que viviéramos con ella. Es una buena mujer, pero te volvería loca con sus aspavientos. Y mantiene la casa más caliente que el Hades.

Río, aunque únicamente porque es lo que se espera de mí. No me haría mucha gracia ser la nuera de Agnes McLeod, tenerla siempre mirando por encima de mi hombro, transmitiéndome su desaprobación por medio de su lenguaje de suspiros. Pero lo haría. Si Paul no estuviera tan decidido a mudarse a New London, podría casarme con él y vivir en la casa de al lado.

Ahora me parece imposible. A menos que el diario de madre me libere de mi promesa, me veré obligada a rechazarle, y Paul no entenderá por qué. Eso lo echará todo a perder, y tendré que buscar a otro hombre con quien casarme, y deprisa, antes de que los Hermanos sientan la necesidad de intervenir.

A menos que… No. Ahuyento la idea con la misma rapidez con la que aparece. No me impondré a Paul. Bastante malo es ya tener que ocultarle cosas. No pienso tener un matrimonio basado en la traición.

Observo mi reflejo en el estanque, deseando con toda mi alma no ser bruja.