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Nunca me ha resultado fácil permanecer quieta durante la catequesis de los domingos. Algunos de mis recuerdos más tempranos son revolviéndome sobre los duros bancos de madera. Sospecho que los Hermanos los mandaron fabricar así a propósito, para evitar que nos sintiéramos demasiado cómodas.

La llaman la catequesis dominical, pero estamos obligadas a asistir dos veces por semana: el domingo antes del oficio y de nuevo el miércoles por la tarde. Hay dos clases: una para niños menores de diez años, impartida en el aula situada al final del pasillo, donde les enseñan las oraciones básicas y las creencias fundamentales de la Hermandad, y otra para chicas de entre once y diecisiete años, donde se nos instruye sobre lo malas que somos.

Aunque fuera, entre los árboles, corre una brisa fresca, dentro la atmósfera es agobiante. Los Hermanos nunca abren las ventanas. El Señor prohíbe que nos distraigamos incluso con algo tan inofensivo como el cosquilleo de la brisa de septiembre en la piel.

Hoy nos imparte la clase el hermano Ishida, presidente del consejo de la Hermandad de Chatham. No es un hombre demasiado alto, puede que de mi estatura, pero subido a la tarima consigue imponer. Tiene el rostro duro y la boca permanentemente caída, y parece acostumbrado a abrirse paso en la vida con el entrecejo fruncido.

—Sumisión —declara—. Deben someterse a nuestra autoridad. La Hermandad las conducirá por el camino de la rectitud y las mantendrá alejadas de las maldades del mundo. Sabemos que quieren ser buenas chicas, sabemos que la debilidad femenina es lo que hace que se desvíen del camino. Las perdonamos. —Su voz es todo compasión paternal, pero sus ojos nos recorren con desprecio—. Las protegeremos de su propia vanidad y obstinación. Deben someterse a nuestro gobierno del mismo modo que nosotros nos sometemos al Señor. Deben depositar en nosotros su amor y su fe igual que nosotros los depositamos en Él.

Maura y yo cruzamos una mirada desdeñosa. Sí, sí, amor y fe. En los tiempos de nuestra bisabuela, la Hermandad quemaba a las chicas como nosotras. Nosotras, por supuesto, no estamos exentas de defectos, pero ellos tampoco.

—Nunca las conduciremos hacia el pecado y la tentación. De hecho, haremos cuanto esté en nuestra mano para mantenerlas alejadas de eso. Cuando las brujas estaban en el poder, no alentaban a las chicas a ocupar su legítimo lugar en la casa. No se preocupaban de proteger su virtud. Las mujeres imitaban a los hombres, vestían sin recato, dirigían negocios e incluso renunciaban al matrimonio para vivir en uniones antinaturales con otras mujeres. —El hermano Ishida se permite un repeluzno—. Fueron derrocadas debido a su perversidad. El Señor quiso que la Hermandad ocupara su lugar como dirigentes legítimos de Nueva Inglaterra.

Contemplo el banco de delante, los rizos rubios que caen por la nuca de Elinor Evans. ¿Es cierto lo que dice el hermano Ishida? Casi ciento veinte años atrás, en 1780, multitudes enardecidas por la retórica del hermano William Richmond prendieron fuego a los templos de toda la costa, a menudo con las brujas todavía dentro. La magia de las brujas no bastó para contener a los encolerizados, pues estos eran muy superiores en número. El Gran Templo de las Hijas de Perséfone de New London fue el último en caer. La mayoría de las brujas fueron asesinadas; las pocas que quedaron buscaron refugio.

La voz del hermano Ishida se eleva, su rostro enrojece, sus ojos, negros como el mármol, brillan.

—Nuestras normas fueron creadas para protegerlas de sí mismas. Las brujas eran obstinadas y lujuriosas, distorsiones de lo que debería ser una mujer. ¡Que el Señor nos ayude si vuelven a alzarse! Jamás debemos olvidar el daño que hicieron, cómo corrompían a nuestras chicas y utilizaban la magia mental contra sus rivales. Esas mujeres convertían a sus enemigos en cáscaras vacías.

Puedo mofarme, y me mofo, de gran parte de lo que el hermano Ishida imparte, pero no puedo rebatirle esa desagradable parte de la historia. Madre me confirmó que era cierta. Cuando los primeros miembros de la Hermandad llegaron a América en busca de libertad religiosa, las brujas les permitieron practicar en paz. No obstante, cuando crecieron en número, ellos y sus seguidores empezaron a hablar mal de las brujas, y estas les obligaron sistemáticamente a olvidar sus objeciones. Cuando las brujas fueron derrocadas, los Hermanos descubrieron manicomios llenos de enemigos de estas, reducidos a estados de infantilismo o incluso catatonia.

Elinor Evans, una chica rolliza y tranquila de trece años, hija del confitero, se estremece y levanta la mano.

—¿Podemos repasar los síntomas de la magia mental, señor?

El hermano Ishida sonríe. Son muy pocas las brujas capaces de hacer magia mental, pero a los Hermanos les gusta amenazarnos con ella.

—Naturalmente. Dolor de cabeza, sensación de que te tiran del pelo desde dentro y memoria borrosa. —Los ojos del hermano Ishida se pasean por la congregación—. Pero si la bruja es fuerte, la víctima no notará ningún síntoma. Puede que incluso nunca descubra que ha irrumpido en su mente y destruido un recuerdo. Las brujas son sumamente listas y perversas. Por eso debemos darles caza y contenerlas, Elinor, para que no contaminen a buenas chicas como usted.

—Gracias, señor —responde Elinor, levantando con orgullo su generosa papada.

—De nada. Nos queda poco tiempo. Recordemos algunos principios de la feminidad, ¿de acuerdo? ¡Señorita Dolamore! ¿Cuál es la finalidad principal de la mujer?

Gabrielle Dolamore se encoge en su silla. Su hermana Marguerite es la chica a la que se llevaron el mes pasado, y los Hermanos han estado vigilando a Gabby desde entonces. Es una muchacha menuda de catorce años, con brazos y piernas de pajarito.

—¿Tener hijos y proporcionar consuelo al marido? —murmura.

El hermano Ishida camina hasta el borde de la tarima. Resulta intimidante ataviado con las vestiduras negras de la Hermandad.

—Hable más alto, señorita Dolamore. No la oigo.

Gabrielle repite la respuesta con un tono más alto.

—Exacto. Señorita Maura Cahill, ¿a quién debe obediencia?

Noto que Maura se pone tensa.

—A la Hermandad, a mi padre y, algún día, a mi marido —responde con tirantez.

—Exacto. ¿Y deben esforzarse por ser qué, chicas? ¡Respondan a la vez!

—Puras de corazón, mansas de espíritu y castas —entonamos.

—Exacto. Buen trabajo, señoritas, eso es todo por hoy. Limpiamos nuestra mente y abrimos nuestro corazón al Señor.

—Limpiamos nuestra mente y abrimos nuestro corazón al Señor —repetimos.

—Pueden ir en paz para servir al Señor.

Inclinamos la cabeza.

—Gracias.

Yo sí doy gracias por qué la clase haya terminado. Me levanto para estirar la espalda mientras aguardamos a que los niños y los adultos se sumen a nosotras para el oficio. Algunas chicas se pasean por el pasillo, otras forman corrillos y ríen. Propino un codazo a Maura, que está mirando al hermano Ishida como si fuera un becerro con dos cabezas.

—«Distorsiones de lo que debería ser una mujer» —le imita—. ¿Porque amaban a otras mujeres o porque se negaban a someterse a la autoridad de un hombre?

Tiene razón. Los Hermanos dicen que las mujeres que tienen relaciones románticas con otras mujeres son pecadoras, pero en otros lugares más libres, como Dubái, las mujeres viven abiertamente con otras mujeres, y los hombres, con otros hombres. No es muy corriente, pero no es ilegal.

—Lo detesto —susurra Maura, y su bonito rostro aparece deformado por la rabia.

—Maura —la prevengo, posando una mano en la manga de su vestido amarillo. Me vuelvo para comprobar si nos ha oído alguien. Afortunadamente, el banco de atrás está vacío.

Sin embargo, Sachiko Ishida pasa en ese momento junto a nuestro banco, del brazo de Rose Collier.

—Deberías ver los nuevos sombreros llegados de Ciudad de México. ¡Son adorables! —exclama Sachi—. Con adornos de plumas y flores. Pero mi padre dice que son demasiado vistosos, que solo pretenden llamar la atención. Como ponerse colorete en la cara. Solo las mujeres disolutas hacen eso.

—He oído que en Dubái las chicas llevan blusas separadas de las faldas —susurra, escandalizada, Rose—. ¡Y hasta pantalones como los hombres!

Sachi ahoga un gritito.

—¡Qué indecencia! Yo nunca iría tan lejos. Papá dice que es mi debilidad femenina lo que me hace desear cosas bonitas. —Se percata de que la estoy mirando y me guiña un ojo—. Tendré que rezar con mayor afán para mantenerme alejada del pecado.

¿Es posible que esté bromeando? Jamás he visto en ella el más mínimo indicio de que posea sentido del humor. Sachi es la niña mimada de su padre, un modelo de buena conducta y la chica más popular del pueblo. Hace unas semanas cumplió dieciséis años, y su padre le organizó una gran fiesta en el jardín, con cróquet y tarta de chocolate. No nos invitó.

Reprimo un suspiro. Lo que daría por disfrutar de las libertades de las chicas árabes. Tienen permitido heredar propiedades e ir a la universidad, y hasta les han concedido el derecho a votar. Pero nunca hemos oído hablar de que haya brujas viviendo allí. De hecho, nunca hemos oído hablar de que haya brujas viviendo en ningún otro lugar. Se diría que la mayoría de las brujas del mundo emigraron a Nueva Inglaterra atraídas por la promesa de libertad, y unas generaciones más tarde fueron todas asesinadas.

Aunque las brujas tuvieran permitido vivir libremente en otros lugares, nosotras no podemos salir de Nueva Inglaterra. Las chicas de las colonias españolas del sur gozan de más libertad que nosotras, pero las fronteras están cerradas. Todas las fronteras están cerradas, salvo para las actividades comerciales de la Hermandad. Las polizonas son castigadas casi tan severamente como las brujas.

Es imposible huir. Estamos obligadas a quedarnos aquí y resolver nuestros problemas. Me llevo una mano al bolsillo, y mis dedos rozan la nota arrugada de Z. R. Hace casi una semana que la recibí, pero no estoy más cerca de conocer la identidad de su remitente. No he conseguido dar con el diario de madre, y en sus cartas no menciona a nadie cuyo nombre empiece por Z.

¿Quién es Z. R.? ¿Y de qué clase de peligro me está alertando?

Todos los habitantes de Chatham y de las granjas circundantes se encuentran aquí, apiñados en la iglesia de madera; el oficio religioso es obligatorio, salvo para los que están muy enfermos. Ni siquiera cuando se hizo patente que madre agonizaba —y tampoco cuando la casa estuvo de duelo profundo— fuimos dispensadas. El hermano Ishida nos instaba a ofrecer nuestro dolor al Señor con la promesa de que eso nos aportaría gran consuelo. En mi caso no fue así.

Paseo la mirada por mis vecinos. Los Hermanos ocupan los dos bancos de delante, y sus familias se sientan justo detrás, en los lugares de honor. Debemos evitar vicios mundanos, como el orgullo y la envidia, pero estar casada con un Hermano conlleva cierta distinción. Sus esposas son mujeres sumisas, de mirada gacha, aunque visten bien. Sus faldas, amplias y acampanadas, se abren en abanico, y las enaguas de tafetán hacen frufrú cuando se mueven. Cual centinela controlando sus pensamientos, no sea que se cuele algo vergonzoso, de cada hombro sobresale una manga abombada. ¡Y las hijas! Las hijas son la viva imagen de la feminidad más estridente, con sus colores chillones, amarillos y morados, rosas y esmeraldas, y sus cabellos peinados al nuevo estilo Pompadour en lugar de los moños sencillos preferidos por mis hermanas y por mí.

Una risita ahogada llama mi atención. El hermano Malcolm interrumpe su sermón sobre la caridad y arruga el entrecejo al comprobar que no todo el mundo está plenamente atento.

Es Rory Elliott. Durante un instante sonríe ante toda esa atención y agita su larga melena negra. Luego baja recatadamente la mirada al tiempo que sus mejillas se vuelven rosas como su vestido, y se arrima un poco más a Nils Winfield. Sale impune de su conducta escandalosa porque es la prometida de Nils, el hijo del hermano Winfield.

Las miradas se vuelven de nuevo hacia el hermano Malcolm cuando este retoma el sermón. El Señor… algo. Yo sigo mirando a Rory y advierto que Sachi Ishida le propina un codazo en las costillas. Rory le dice con los labios algo impropio de una señorita, pero cruza las manos sobre el regazo y, enderezando la espalda, devuelve su atención al hermano Malcolm. Sachi sonríe y me pregunto —no por primera vez— por qué la chica más popular del pueblo elige relacionarse con una joven como Rory. Su madre nunca sale de casa. Dicen que es alcohólica y que no sabe quién es el padre de su hija. Su marido, Jack Elliott, le dio el apellido a Rory, pero desde su fallecimiento en aquel accidente con su carruaje, los Elliott no han querido saber nada de Rory y de su madre.

Sachi se da cuenta de que la estoy mirando. Vuelvo la vista hacia la tarima, donde el hermano Malcolm está terminando su sermón.

—Limpiamos nuestra mente y abrimos nuestro corazón al Señor —dice.

—«Limpiamos nuestra mente y abrimos nuestro corazón al Señor» —repite la congregación.

Pronuncio las palabras con los demás. De niñas madre nos enseñó a rezar antes de acostarnos y de empezar a comer, pero más por una cuestión de hábito que de fe. Toda la fe que yo tenía en el Señor murió con madre.

—Id en paz y servid al Señor —entonan los Hermanos.

—Gracias.

Nuestros vecinos desfilan despacio, charlando entre sí e intercambiando novedades. Quiero apartarlos de mi camino a empujones, propinar codazos en sus blandos estómagos. Quiero irme a casa.

En lugar de eso me aliso la falda y espero mi turno para abandonar el banco.

La señora Corbett está al lado de padre, parloteando sobre la institutriz. Los observo mientras la predicción de Maura resuena en mis oídos. No puede ser que la vieja arpía esté intentando conquistar a padre. No pasa en casa el tiempo suficiente para ejercer de marido. Y nosotras no necesitamos —no queremos— otra madre.

Padre consigue esbozar una sonrisa. Antes era un hombre guapo, pero su duelo perpetuo ha hecho mella en su aspecto físico. Su pelo rubio está salpicado de vetas plateadas, y la cara le cuelga como a un basset.

—En ese caso, quédese a cenar —propone.

Seguro que solo pretende ser cortés.

La señora Corbett esboza una sonrisa bobalicona, o por lo menos ese creo que es el efecto deseado, aunque una mueca atroz le retuerce los labios.

La señora Ishida se detiene en la punta de nuestro banco.

—¡Señorita Cahill! El próximo miércoles doy una pequeña merienda y me gustaría que asistiera. Y también la señorita Maura, naturalmente.

Las meriendas de la señora Ishida son las más deseadas del pueblo. Es la primera vez que nos invita. La señora Corbett levanta bruscamente la mirada, y su lengua sale disparada entre los dientes como una serpiente catando el aire.

Junto las manos y miro recatadamente el suelo.

—Es un detalle que haya pensado en nosotras. Aceptamos encantadas.

—Fabuloso —dice la señora Ishida—. Estaré impaciente por verlas el miércoles.

Me pregunto qué ha provocado este repentino interés por nuestra compañía. Miro a Sachi, que está cuchicheando con Rory, sus cabezas morenas muy juntas. Sus ojos rebotan en los míos con tal rapidez que sueltan chispas. ¿Ha enviado ella a su madre?

—Es bueno que las señoritas hagan vida social —me susurra la señora Corbett—. No establecerán las relaciones adecuadas estudiando a Cicerón en casa. Tal vez la hermana Elena pueda ayudarlas a organizar una merienda. Deberían ofrecer una velada en su casa.

Oh, no. Si empezamos a relacionarnos con la gente nos veremos obligadas a corresponder a las invitaciones. Teóricamente soy la señora de la casa, pero nunca he tenido que ejercer como tal. Me aterra la idea de que las vecinas anden paseándose por casa y metiendo las narices en nuestras vidas. No sé servir té y pasteles y dar conversación. Para cuando me llegó la edad de ir de visita con madre, esta ya estaba demasiado enferma, y luego estuvimos un año de luto. ¿De qué habla la gente educada? De magia, libros o mitología griega seguro que no. Probablemente tampoco de jardinería.

Por mucho que me cueste reconocerlo puede que esta institutriz, después de todo, nos resulte útil.

Finalmente logramos abrirnos paso por el concurrido pasillo y salir. Nubes blancas surcan el cielo cerúleo como bolas de algodón. La brisa mece las ramas, y algunas hojas caen revoloteando al suelo. El camino está flanqueado de crisantemos blancos. La parcela necesita una buena escarda.

La iglesia domina la plaza del pueblo con su chapitel blanco. El calabozo del sótano y la sala consistorial de los Hermanos hacen las veces de cárcel y de juzgado. Chatham se extiende a partir de aquí: la tienda de ultramarinos, la papelería, la confitería, la librería Belastra, la tienda de moda, la botica, la carnicería, la panadería y algunas docenas de casas. Casi todos los habitantes de Chatham viven en las granjas de los alrededores del pueblo, donde cultivan patatas y maíz, avena y heno, manzanas y arándanos.

Padre ha logrado escapar de las aterradoras garras de la señora Corbett y está conversando con Marianne Belastra, la madre de Finn, una mujer delgada con el pelo de color óxido salpicado de gris. Tiene las pecas de Finn, o más bien al revés. Finn asiente con entusiasmo a algo que padre está diciendo. Clara, su hermana, le tira de la manga de la chaqueta. Tiene la edad de Tess, pero es alta y desgarbada, con unas manos y unos pies enormes que parecen desproporcionados con el resto de su cuerpo. Su falda no es lo bastante larga; por la orilla asoma un poco de enagua.

—Buenos días, señorita Cahill —dice una voz grave a mi espalda.

Me doy la vuelta. Hace siglos que no oigo ese gruñido seco, pero lo reconocería en cualquier parte.

¿Cómo es posible que no lo haya visto en la iglesia? Probablemente se ha escurrido en el último minuto y se ha sentado al fondo.

Sabía que Paul estaba a punto de volver a casa; todo el pueblo lo sabía. Hacía semanas que la señora McLeod no hablaba de otra cosa. Seguramente se ha adelantado unos días para darle una sorpresa. Con todo, no puedo evitar mirarle con ojos como platos. Parece mucho mayor. Un hombre de diecinueve años, no un muchacho de quince. Ha crecido —apenas le llego a la nariz— y luce una barba y un bigote cortos de un rubio algo más oscuro que los cabellos. Parece todo un caballero con su levita, apoyado indolentemente en un arce.

—Al fin en casa, señor McLeod. ¿Cómo está? —Hago una pequeña reverencia al tiempo que lamento no haberme puesto un vestido más bonito.

A Maura le favorece el verde manzana, mas no puedo decir lo mismo de mí. ¿Por qué no me he puesto el vestido de brocado malva?

—Muy bien, gracias, ¿y usted? —Traslada el peso del cuerpo de una pierna a otra. ¿Está tan nervioso como yo? Sus ojos verdes me miran tan intensamente que no puedo evitar ruborizarme.

—Muy bien. —Todavía enfadada con él.

—Mi madre y yo ya nos íbamos. ¿Podemos acompañarla a casa?

Oh. Es la primera vez que un caballero se ofrece a acompañarme a casa. Debería sentirme halagada. Como Maura tuvo el detalle de señalar, Paul es mi mejor oportunidad de conseguir marido. Si no me prometo pronto, padre intervendrá o, peor aún, los Hermanos elegirán por mí. Podrían escoger a cualquiera, un viudo vejestorio y solitario o un hombre fervoroso en disposición de ingresar en la Hermandad. Yo no tendría ni voz ni voto.

Pero Paul no se molestó siquiera en venir para el funeral de madre. Las chicas tienen prohibido recibir cartas de un hombre a menos que sea su prometido, pero si hubiera querido seguro que habría podido escribirme, en lugar de enviar esa fría nota de pésame a padre. Si hubiera pensado en mí —si me hubiera añorado lo más mínimo—, habría escrito. Hasta el día de su partida fuimos íntimos amigos. El hombre que ahora tengo delante es un extraño.

Y yo ya no soy la Kate despreocupada que Paul dejó atrás. Verle de nuevo hace que eche de menos a aquella muchacha. Ella ignoraba lo mucho que estaba a punto de perder. Reía más y se angustiaba mucho menos.

—Voy a decirles a mis hermanas que me voy —decido.

Maura saluda calurosamente a Paul, mientras que Tess esboza una sonrisa tímida. Cuando les digo que los McLeod me llevarán a casa, Maura me fulmina con la mirada por dejarla a ella y a Tess a merced de la tediosa cortesía de nuestros vecinos. Se me escapa una pequeña sonrisa de satisfacción. Así tendrá la oportunidad de hacer esas amigas que tanto anhela.

Paul me ayuda a subir a la calesa de los McLeod, y tomo asiento en el banco de piel, junto a su madre. Paul se sienta delante de nosotras. Tiritando, la señora McLeod se cubre nerviosamente la falda con una manta al tiempo que la pareja de caballos castaños arranca. Sospecho que la capota abierta es cosa de Paul. Su madre es famosa por su pavor a los resfriados.

—Buenos días, señora McLeod —saludo—. ¿Cómo está usted?

Con una sonrisa agria me relata sus últimos dolores y achaques. Paul es su niño mimado; dudo mucho que diera el visto bueno a ninguna chica que mostrara interés por él, pero yo siempre le he parecido especialmente irritante. Sospecho que soy demasiado fuerte para su gusto.

—¿Cómo le ha ido la formación? —pregunto.

—Paul se ha convertido en la mano derecha del señor Jones —se deleita la mujer—. Y en la universidad fue un alumno destacado. Cuéntaselo, hijo.

—Me fue bastante bien, teniendo en cuenta todo el tiempo que pasé en la biblioteca. —Paul baja la cabeza. Apuesto a que pasó muy poco tiempo en la biblioteca en comparación con el que dedicó a pasearse por la ciudad y pasarlo bien.

—Está siendo modesto —asegura la señora McLeod.

—New London es una ciudad increíble. Todos los días levantan edificios nuevos, exceptuando los domingos. Fábricas, depósitos portuarios para almacenar mercancías, mansiones para los hombres que hacen fortunas con las fábricas… Hoy en día todas las grandes residencias tienen lámparas de gas. ¡Algunas incluso inodoros en el interior!

—Figúrate. —La señora McLeod suspira.

—Las calles son una locura. Durante todo el día llegan trenes repletos de trabajadores del campo en busca de trabajo. Al puerto arriban barcos con mercancías y gente de Europa o de lugares tan lejanos como Dubái. La ciudad revienta por las costuras. Familias enteras viven hacinadas en pisos de tres habitaciones sobre tiendas y tabernas. Es una época increíble para los arquitectos.

Me cuesta imaginarlo. No conozco más vida que la de Chatham. Nunca he salido de Maine. Nunca he pasado de la costa.

—¿Tabernas? Dudo mucho que los Hermanos las aprueben.

Paul ríe entre dientes.

—Las cierran con la misma rapidez con la que las abren. Hay letreros por todas partes previniendo contra la bebida y el juego. —Estira los brazos por encima de la cabeza, y no puedo evitar fijarme en lo bien que le sienta el traje—. Regulan los clubes masculinos con mano de hierro, dice Jones, pero me llevó al suyo y no creerá lo que…

—Paul, estoy segura de que la señorita Cahill no quiere escuchar tus historias escandalosas. —La señora McLeod instala los pies en la botella de agua caliente que descansa en el suelo de la calesa—. ¿Seguro que no tienes frío, querida?

Me encantaría escuchar historias escandalosas, pero no puedo decirlo. En lugar de eso, Paul y yo le aseguramos que estamos cómodos. Inspiro profundamente cuando pasamos junto a un huerto de árboles plagados de manzanas rojas y maduras. Cosechados ya sus frutos, los árboles del otro lado del camino están desnudos. El aire dulce huele a hogar y a otoño. Me pregunto a qué huele New London. ¿Al humo de todas esas fábricas? ¿A las aguas residuales de todos sus habitantes y caballos?

—¿Ha venido para quedarse? —pregunto a Paul.

—Depende. Echaba de menos este lugar. —Sus ojos verdes se detienen en los míos, hasta que caigo en la cuenta de que estoy ruborizándome otra vez.

—Este lugar no ha sido el mismo sin Paul, ¿verdad, señora McLeod? —digo con un tono alegre para desviar la atención hacia su madre, quien se muestra encantada de enumerar lo mucho que ha echado de menos a su hijo, lo triste y silenciosa que estaba la casa sin él y la fiesta que ha organizado para celebrar su regreso.

—A la que espero que asista con Maura y su padre —dice Paul.

—Por supuesto. —Es una invitación que puedo aceptar con tranquilidad. Los McLeod son nuestros vecinos más cercanos. De niña entraba y salía de su casa casi tanto como de la mía. Sonrío al recordar el día que Paul me retó a caminar por el muro que rodeaba la pocilga de los McLeod. Me caí, me hice un esguince en el tobillo y me desvanecí debido al susto y al dolor. Paul me llevó a casa convencido de que me había matado. Tras comprobar que estaba bien, se burló despiadadamente de mí por remilgada. Se pasó meses tirándose al suelo fingiendo desvanecimientos.

En aquel entonces yo debía de tener diez años. Madre estaba reponiéndose de su tercer parto: Edward Aaron. La señora O’Hare insistió en limpiarme y vendarme el tobillo antes de entrar en sus habitaciones. Recuerdo el rostro demacrado de madre, las ojeras bajo sus ojos hinchados. Me dijo que pronto tendría que empezar a comportarme como una señorita. Le saqué la lengua y rio.

La calesa se detiene delante de nuestra casa, y Paul se apea de un salto.

—Enseguida vuelvo, madre. —Me ayuda a bajar encajando mi mano en la curva interna de su codo.

Se detiene frente a la puerta con expresión grave.

—Kate, quiero que sepas que lamenté mucho lo de tu madre. Era una gran dama —dice.

—Gracias. —Contemplo el arriate de rudbeckias que hay junto al porche—. Agradecimos tu nota de pésame.

—No fue suficiente. Quería venir, pero era el inicio del trimestre…

Sí, el momento resultó inoportuno. La muerte de mi madre no era razón suficiente para perder unas cuantas clases. No importa que mi madre le diera dulces que su propia madre le prohibía. Cuando mi madre se encontraba lo bastante bien para salir al jardín, Paul hacía volteretas para animarla, y cuando no, le hacía muecas horribles desde el otro lado de la ventana. Era mi mejor amigo y creció también con mi madre, pero no pudo tomarse la molestia de venir a casa aunque fuera una semana.

—Sé que no habrías podido llegar a tiempo para el funeral. No pasa nada. —Pero no lo miro, y mi comentario tranquilizador suena hueco. ¿Lo habrá notado?

—Sí pasa. Quería estar aquí por tu familia, por ti, pero… —Levanto la vista cuando le falla la voz. Se acerca un poco más. Huele bien, a agujas de pino—. No podía venir. Por razones económicas, quiero decir. El orgullo me impidió contártelo entonces, y mi madre me mataría si supiera que te lo estoy contando ahora. En casa estamos mal de dinero.

—Oh —digo estúpidamente. Yo nunca he tenido que preocuparme por el dinero, ni un solo minuto de mi vida. Siempre he dado por sentado que nuestro buen nombre es toda la moneda que necesitamos.

—Probablemente te preguntabas por qué no venía nunca a casa en vacaciones. —Esboza una sonrisa cohibida, como si esperara que me lo hubiera preguntado.

—Tu madre contaba a todo el mundo que estabas en Providence con tus primos. —Suponía que había hecho buenos amigos en la ciudad y se había olvidado de mí.

—No podíamos permitirnos ni eso. No sé qué habría hecho si Jones no me hubiera ofrecido alojamiento. Estoy en deuda con él.

Oh. Me siento culpable por mis pensamientos desconsiderados.

—Debiste contármelo. Podrías haberme escrito.

—Quería hacerlo. —Paul sonríe—. Quería contártelo todo, pero me frenaba saber que tu padre lo leería primero.

—Como si yo no pudiera esquivar a mi padre —protesto, ofendida.

Paul se ríe entre dientes y se acerca mucho más de lo que se consideraría decoroso. Apenas nos separan unos centímetros; puedo sentir el calor de su cuerpo rozando el mío.

—Te he echado de menos.

Yo también a él. Pero era inevitable que nuestra amistad cambiara con la edad, y probablemente esta separación forzosa haya sido para bien. Después de la muerte de madre, cuando Maura se descontroló, no resultaba fácil mantener en secreto la magia. Ocultársela a Paul habría sido prácticamente imposible.

—¿Puedes perdonarme? Imagino que has estado enfadada.

Agacho la cabeza.

—No, yo…

—Te conozco bien. Vamos, ¿furiosa como un león?

Sonrío avergonzada.

—Como una manada entera. Me dolió. Un poco. Que no estuvieras aquí.

Paul me coge la mano. La sonrisa desaparece de su rostro.

—Lo siento mucho. En serio.

—¡Paul! —llama la voz quejumbrosa de la señora McLeod—. ¡Deja entrar a la señorita Cahill antes de que pille un resfriado!

—Por supuesto, señorita Cahill. Sabemos que es usted una flor delicada —bromea Paul.

Pongo los ojos en blanco y le suelto un bufido impropio de una señorita.

—Por supuesto.

—Entonces… ¿me perdonas?

Me estrecha la mano. Su calor me quema pese al guante de cabritilla que se interpone entre nuestras pieles.

—Claro.

Busca mis ojos.

—¿Puedo venir a verte mañana por la tarde?

El corazón se me acelera. ¿Como viejo amigo o como posible pretendiente?

Cuando le pregunté si había vuelto para quedarse y respondió «depende», ¿a qué se refería? ¿Tiene intención de cortejarme en serio? La sensación de pánico que ha estado zarandeándome estos últimos meses se disipa vagamente.

De repente caigo en la cuenta de que todavía me tiene cogida la mano.

—Sí. Aunque —arrugo la nariz— es posible que haya algo de jaleo en la casa. Mañana por la mañana llega nuestra nueva institutriz.

—¿Institutriz? —Paul abre los ojos como platos—. Que el Señor se apiade de ella. ¿Por cuántas habéis pasado ya?

—Esta es la primera, gracias. Padre ha estado dándonos clases, pero piensa ausentarse casi todo el otoño. ¿Y cómo sabes que no nos hemos convertido en señoritas increíblemente educadas mientras estabas fuera?

Paul se lleva mi mano a los labios, la gira y besa el trocito de piel desnuda de mi muñeca. A lo largo de los años ha sostenido mi mano docenas de veces, me ha subido a caballos y encaramado a árboles. Esto es totalmente diferente. Le estoy mirando con la boca abierta, como una boba.

Me guiña un ojo y se encasqueta el sombrero.

—Porque te conozco. Hasta mañana, Kate.