Esto es peor que una pesadilla.
—¡Señorita Maura Cahill, señorita Teresa Cahill, quedan arrestadas por el repugnante y flagrante crimen de brujería! —declara el hermano Ishida. Arrastrando la capa por el agua y triturando cristales con las botas, camina hasta la puerta para bloquearles la salida—. Señorita Belfiore, avise a mi cochero.
Si se lo cuenta al cochero, será un testigo más…
—Lily, no lo hagas. ¿No te hemos tratado siempre bien? ¡Por favor! —grito desesperada.
Pero Lily se recoge las faldas y sale corriendo. Tess me mira, nerviosa, desde lo alto de la escalera, a la espera de instrucciones. No sabe qué hacer. Yo no sé qué hacer.
—¿Debería…? ¿A Maura? —me pregunta.
Asiento y, en silencio esta vez, Tess invierte su conjuro de intransito. Maura cae al suelo como un peso muerto. La señora O’Hare la rodea por la cintura y la ayuda a levantarse.
—¿Puedes controlarte? —le pregunto.
Maura asiente. Tiene un corte en la mejilla, otro en la palma derecha y un desgarrón encima del codo que está empezando a teñirse de rojo. Se tambalea, con el semblante pálido, al reparar en los daños que ha provocado. Las reliquias de la familia hechas trizas en el suelo. La mano de la señora O’Hare envuelta en el delantal ensangrentado.
—Lo siento, lo siento —llora, arrojándose a los brazos de la señora O’Hare.
—Tranquila, cariño —susurra la mujer, acariciándole el pelo.
La señora O’Hare es más compasiva que yo.
El cochero, un hombre alto y ancho, con una afilada nariz aguileña y una cicatriz perversa cruzándole la barbilla, irrumpe en el vestíbulo. Lo reconozco, es uno de los hombres que arrestó a Gabrielle Dolamore. Y esta tarde estaba en la calle con Brenna.
—¡Cyrus! —ladra el hermano Ishida—. Ve al pueblo, convoca al consejo y envíalo aquí. He identificado a dos brujas en esta casa.
Cyrus nos mira con una mueca de asco.
—Sí, señor —dice antes de girar sobre sus talones y desaparecer en la oscuridad.
El hermano Ishida se pasea en círculo.
—En realidad no necesito testigos, lo he visto con mis propios ojos, pero prefiero hacer las cosas bien. Señorita Cahill, ¿estaba al corriente de la traición de sus hermanas? ¿Las ha visto cometer actos de brujería con anterioridad?
Me miro las manos y guardo silencio.
—¡Responda! ¿Sabía que sus hermanas son brujas?
Guardo silencio.
Cruza la estancia y me asesta una bofetada que me estampa contra la pared.
—¡Kate! —grita Tess.
Me llevo una mano a la mejilla ardiente. Maura y yo nos hemos empujado, nos hemos tirado del pelo, pero es la primera vez que alguien me pega. Pese a que el dolor me llena los ojos de lágrimas, las contengo. No pienso darle al hermano Ishida la satisfacción de verme llorar.
—No voy a permitir que me ignore. —Sus ojillos negros brillan con furia en su rostro plagado de arrugas—. Soy su superior y va a responderme. Ahora. ¿Sabía que sus hermanas eran brujas?
—No. —Bajo la mirada y me muerdo el labio. No facilitaré las cosas diciéndole lo que pienso de él.
El cielo ha empezado a descargar, y la lluvia martillea el techo del porche. Un viento frío cruza el vestíbulo, trayendo el olor a hojas mojadas y hierba agonizante.
La señora O’Hare pone rumbo a la cocina, pero el hermano Ishida levanta una mano para detenerla.
—¿Adónde va?
—A buscar vendas y pomada para la señorita Maura.
—Nadie puede salir de esta habitación hasta que lleguen los guardias. —El hermano Ishida se vuelve hacia Lily, que está temblando en el umbral con sus ojos saltones y cándidos muy abiertos—. Señorita Belfiore, ¿ha presenciado algún otro suceso extraño en esta casa?
Lily titubea, y el hermano Ishida arruga el entrecejo.
—Señorita Belfiore, su primer deber es con el Señor. Debemos erradicar la brujería allí donde esté o echará raíces y se extenderá por todo el país como un veneno. Hable.
—He visto cosas —susurra Lily. Un mechón de pelo castaño le cae sobre la cara—. Cosas que no parecen naturales. Flores que se abren fuera de estación. Comida chamuscada que sabe deliciosa. Cosas que están y un minuto después ya no están.
Oh, no. Siempre he intentado evitar que los sirvientes vieran cosas que no podían explicar. Aun así nunca pensé que serían realmente capaces de delatarnos. La señora O’Hare nos quiere, y Lily, bueno, Lily es una chica piadosa pero tremendamente tímida. Lleva años con nosotros, desde la muerte de madre.
—Gracias, señorita Belfiore. —El hermano Ishida sonríe—. Ha sido de gran ayuda.
—Chivata desagradecida —farfulla Maura.
—¡Silencio, bruja! —brama el hermano Ishida—. Señorita Teresa, acérquese.
Tess desciende lentamente los escalones. Mantiene la cabeza alta, pero está temblando, como Arabella caminando por la tabla. Se detiene junto a Maura.
El hermano Ishida esboza una sonrisa cruel.
—Los guardias las esposarán. Los demás miembros del consejo nos ayudarán a registrar la casa en busca de pruebas, aunque en realidad no las necesitamos. Serán trasladadas a celdas individuales y retenidas hasta su juicio de mañana. No hay dudas sobre su brujería, por lo que su condena será el barco prisión o el manicomio. Una condena, en mi opinión, mejor de la que merecen. Cuando a mi abuela la arrestaron por brujería fue ahorcada en la plaza del pueblo. Si de mí dependiera, reimplantaría la hoguera. —Su tono despiadadamente sereno, como si estuviera hablando del tiempo en lugar del asesinato de mis hermanas, me produce escalofríos.
Maura y Tess guardan silencio.
—¿Me han oído bien? ¿Entienden el castigo?
—Sí —susurra Maura fulminando el suelo con la mirada.
Tess levanta la cabeza. Mira al hermano Ishida y luego a Lily. Su mirada es lenta, escrutadora, como si estuviera grabándose sus caras en la memoria.
—Dedisco —dice.
Contengo la respiración. El silencio se prolonga, inunda la estancia. Fuera diluvia.
Finalmente Lily sacude la cabeza. Sus ojos se llenan de asombro cuando contempla el caos del vestíbulo.
—¿Qué ha ocurrido? —aúlla.
Lily no recuerda. El conjuro de Tess ha funcionado.
El pánico se adueña de mí.
Pensaba que ser el objeto de la profecía era lo peor que podía ocurrirme. Pero la posibilidad de que no sea yo, de que sea Tess…
Me aterra todavía más.
—Ha habido una tormenta espantosa —contesta, despacio, Tess—. El viento ha abierto la puerta y ha irrumpido con violencia. Ha sido horrible, parecía un tornado.
El hermano Ishida se apoya en el poste de la escalera respirando con dificultad.
—¿Está bien, señor? —le pregunto mientras borro de mi cara todo atisbo de hostilidad. Debemos jugar bien nuestras cartas.
—Me encuentro mal. —Tiene la voz tan gris como la cara.
—Es comprensible, señor. Ha sido espeluznante. Cristales volando en todas direcciones. Ha tenido suerte de que no le hirieran.
—Gracias al Señor —murmura el hermano Ishida.
—Y que lo diga. —Sigo mirándole fijamente—. Le acompaño afuera. Le agradezco mucho su visita, señor.
Me sigue hasta el porche.
—De nada, señorita Cahill. He venido a… a…
No recuerda. ¡No recuerda nada! La magia de Tess ha funcionado.
Los árboles se retuercen sobre nuestras cabezas. Los relámpagos inundan de luz el camino.
—Me ha dado su bendición para anunciar mi intención antes de lo previsto. Concretamente, en el oficio de mañana.
—Claro, claro. Tendremos la ceremonia habitual. Creo que no hay nadie más programado para mañana. ¿Y su padre está de acuerdo? —pregunta.
—Por supuesto, está encantado.
—Excelente. —Escudriña el camino eclipsado por la lluvia—. ¿Dónde está mi carruaje?
—Tal vez su cochero haya decidido meterlo en el granero hasta que amainara la tormenta —digo.
—Ah, por ahí viene. —El hermano Ishida señala un carruaje que se acerca traqueteando por el camino.
El corazón se me encoge mientras espero que otro carruaje aparezca por la curva en cualquier momento. ¿Qué haremos ahora? Nosotras tres no somos lo bastante fuertes para modificar los recuerdos de todos los miembros del consejo y de los guardias. Estamos perdidas.
Sin embargo, este coche no lleva el sello dorado de los Hermanos en el costado.
—No es mi carruaje —dice cuando este se detiene frente al porche.
Elena Robichaud se apea antes de que las ruedas dejen de girar del todo; la capa se le mancha de barro inmediatamente. Hace una mueca de disgusto y, a renglón seguido, se vuelve hacia el carruaje alargando una mano para ayudar a la señora Corbett a bajar del mismo. Suben al porche muy juntas para protegerse de la lluvia.
—Hermano Ishida —dice la señora Corbett con una gran sonrisa—, acabamos de ver a su cochero andando por el camino.
—¿Andando? —pregunta el hermano Ishida—. ¿Por qué diablos se ha marchado y me ha dejado aquí? ¿Dónde está mi carruaje?
—En las afueras del pueblo con una rueda partida —le informa la señora Corbett con un extraño brillo de satisfacción en los ojos.
—Habrá sido la tormenta —intervengo—. El viento aquí era feroz. Qué manera de rugir. Puede que haya sido un tornado. Señora Corbett, ¿cree que su carruaje podría llevar al hermano Ishida al pueblo? No se encuentra bien. O quizá deberíamos avisar a John…
—Puede usted utilizar mi carruaje, señor —dice la señora Corbett, interrumpiendo mi nervioso parloteo—. Me quedaré aquí para asegurarme de que las chicas están bien.
—Gracias. Buenas noches, señorita Cahill. —Tras las bendiciones pertinentes, el hermano Ishida echa a correr hacia el carruaje.
Elena tirita bajo su capa.
—Hemos detenido al cochero. Gillian ha roto la rueda, y yo le he hecho olvidar su misión. ¿Qué ha pasado, Kate? ¿Qué has hecho?
¿«Hemos detenido»?
Contemplo el rostro rechoncho de la señora Corbett. Finalmente abro los ojos. He sido una estúpida por no haberlo visto antes. Fue ella quien recomendó a Elena. Ella quien dijo a las Hermanas que éramos brujas. Todo su entrometimiento desde la muerte de madre… ¿Cuánto tiempo lleva espiándonos?
La boca se me seca y tengo que tragar varias veces antes de poder hablar.
—Usted también es bruja.
—Y viví con las Hermanas antes de casarme. Tras la muerte de mi marido volví a ofrecerles mis servicios. Mis dos hijas son unas inútiles. Fui enviada a Chatham para cuidar de vosotras tres y asegurarme de que no os metierais en problemas. Podríais habérmelo puesto más fácil —rezonga—. Menudo lío el que habéis armado. Y tengo entendido que habéis dado algún que otro problema a nuestra querida Elena.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —me pregunta Elena.
Me toco el verdugón causado por el anillo del hermano Ishida, el anillo de plata que todos los Hermanos lucen en la mano derecha como muestra de su devoción al Señor.
—Impertinencia.
Enarca las cejas, y una sonrisa tira de sus labios.
—No puedo decir que no te lo merezcas. Entremos. Hace un frío que pela aquí fuera.
Maura está sentada en el primer escalón con una camisola y un corsé como toda indumentaria. La señora O’Hare está untándole pomada en la mejilla. Maura tiene el brazo derecho y la palma de la mano envueltos en tiras de lino blanco, heridos por los cristales cuando cayó al suelo. Tess está detrás, trenzándose el pelo.
—Cielo santo… —dice la señora Corbett—. ¿Qué ha pasado aquí?
Maura se levanta estrechando el rasgado vestido contra su pecho. Tiene las mejillas coloradas.
—La tormenta —dice Tess.
—Maura —explico yo.
Tess parece sorprendida; Maura, avergonzada.
—¿Dónde está Lily?
—La hemos enviado a casa. Quería quedarse para ayudar a recoger, pero he juzgado preferible… —La voz de la señora O’Hare se apaga. Le tiembla el mentón, y sus ojos azules arden de furia cuando mira a las dos recién llegadas—. Jamás permitiré que les ocurra nada malo a mis niñas. Conozco la verdad desde que tú, Kate, empezaste a ponerlo todo patas arriba. Maura, sube a tu cuarto. Encenderemos la chimenea y te curaré la mano. Puede que necesites puntos. Tienes la venda empapada de sangre.
—Un momento —dice la señora Corbett—. ¿Lily ha presumido esto junto con el hermano Ishida?
—Sí. —Tess tiene a Maura asida de la mano mientras esta mira torvamente a Elena—. Pero no recuerda nada.
—Tampoco él —añado—. Ha sido un trabajo meticuloso.
—¿Y quién de vosotras lo ha hecho? —Los ojos saltones de la señora Corbett nos recorren con avidez.
Esta vez no titubeo. Ya sospechan de mí. No puedo permitir que sepan lo de Tess.
—He sido yo.
La señora Corbett y Elena cruzan una mirada.
—Vayamos al salón. Tenemos varios temas que tratar con usted, señorita Kate.
—Yo también voy —dice Tess bajando las escaleras al trote.
—Creo que será mejor que tengamos esta conversación en privado —me dice la señora Corbett.
—Claro —respondo desenfadadamente. No quiero que Tess repare en lo asustada que estoy. Le acaricio el pelo—. Ve a ayudar a la señora O’Hare con Maura.
Tess me mira poco convencida.
—De acuerdo.
La chimenea del salón está encendida. La señora Corbett se quita la capa y se instala en el sofá. Elena se sienta a su lado. Yo tomo asiento frente a ellas, en la butaca azul de respaldo alto.
—Creo que le debes una muestra de agradecimiento a Elena, y también una disculpa —me dice la señora Corbett.
Aprieto la mandíbula.
—Gracias por detener al cochero. Agradezco mucho que mis hermanas no sean enviadas mañana a Harwood.
La señora Corbett me fulmina con la mirada.
—No he oído una disculpa.
Cruzo los tobillos y me reclino en la butaca.
—Porque no pienso disculparme. Este alboroto no se habría producido si Elena no hubiera hecho creer a Maura que sentía algo por ella… algo de índole romántico.
—No —me contradice duramente la señora Corbett—. Este alboroto, como tú lo llamas, no se habría producido si tú hubieras cooperado con nosotras. De ese modo Elena no se habría visto obligada a utilizar tácticas desagradables. Te has mostrado obstinada desde el principio. Ella ha sido mucho más paciente contigo de lo que yo lo habría sido en su lugar.
Guardo silencio.
—Kate, lo siento de veras —dice Elena—. No sabía que los sentimientos de Maura fueran tan vehementes. Al irme me he dado cuenta de que estaba perdiendo el control, por eso he ido a buscar a la hermana Gillian.
—Está claro, por lo ocurrido hoy, que Maura es una chica inestable —añade la señora Corbett—. Constituye un peligro para sí misma y, teniendo en cuenta lo que sabe, también para las Hermanas. Precisa de buenos cuidados y de alguien con suficiente poder para prevenir accidentes como el de hoy.
Me remuevo en mi asiento y me inclino hacia delante, desesperada.
—Me tiene a mí. Yo puedo cuidar de ella. Le enseñaré a controlarse.
—Me temo que no es una buena idea. Elena dice que ya existe mucha tensión entre vosotras. Dada la naturaleza de la profecía, nos interesa que vuestra relación sea buena. No queremos perder a una de vosotras, todavía no.
Me aliso las faldas con dedos temblorosos.
—Discutimos a veces, como todas las hermanas, pero Maura jamás me haría daño.
«Queriendo, no», me susurra una vocecita.
—Si sois las tres hermanas de la profecía, no podemos correr ese riesgo. Y cada día aumentan las probabilidades de que lo seáis. No es fácil modificar más de una memoria simultáneamente. Eso es obra de una bruja muy poderosa, Kate. Si los Hermanos descubrieran que sois brujas, estarían encantados de imponeros un castigo ejemplar. Podríais servirles de excusa para desenterrar viejos métodos. Métodos aún más terribles.
Dirijo la mirada a la chimenea. Las llamas naranjas bailan, y la madera chisporrotea sobre el brillo rojo de las brasas.
«Si de mí dependiera, reimplantaría la hoguera».
—¿Qué quieren? —pregunto. Contemplo el retrato de familia que cuelga sobre la chimenea, donde madre aparece acunando a Tess en sus brazos.
—Es preciso enseñar a Maura y a Tess a controlar su magia. Han de aprender, sin tu interferencia, de lo que son capaces. Elena se ha ofrecido a quedarse y enseñarles.
—¿Qué? ¡Ni hablar! —Me levanto de un salto, pero la señora Corbett alza una mano y mi cuerpo rebota contra la butaca con una fuerza que me roba el aire de los pulmones.
—Siéntate y escucha —me espeta—. Elena no pondrá en peligro a tus hermanas, si eso es lo que te preocupa.
Respiro entrecortadamente, presa de un sentimiento de culpa por lo que me dispongo a proponer.
—Maura quiere ingresar en las Hermanas. Dejen que lo haga. Yo me quedaré aquí con Tess.
—Lo que Maura quiera carece de importancia. Pensamos que lo mejor es que viváis separadas, por tu propia seguridad. Si tú estás con las Hermanas en New London, ella no puede estar allí. Y para una bruja como tú no existe, sencillamente, otra opción.
Elijo con cuidado mis palabras.
—Me han hecho una oferta de matrimonio y quiero aceptar.
—Me temo que eso es imposible. —La voz de la señora Corbett es suave como un espejo—. Tu talento no puede desaprovecharse con el matrimonio. Una bruja de tu calibre pertenece a las Hermanas.
Una rabia violenta y fortalecedora me invade por dentro. Yo me pertenezco a mí misma.
Aprieto los brazos de la butaca con una fuerza que me tiñe los dedos de blanco.
—¿Y qué harán si no acepto? ¿Me llevarán a la fuerza?
La señora Corbett se inclina hacia delante.
—No nos has dicho quién te ha propuesto matrimonio.
No titubeo. No pueden saber que fue Finn.
—Paul. Paul McLeod. Ya me preguntó por él en la merienda, ¿recuerda?
—Y no puede decirse que reaccionaras como una chica enamorada —se burla la señora Corbett.
Elena se levanta y camina hasta la chimenea, donde extiende las manos para calentarlas.
—Te vi con el jardinero —me dice de espaldas a mí—. Finn Belastra, ¿verdad? Los dos parecíais muy tiernos. Te tenía asida de la mano. Y sospecho, por la forma en que también tú perdiste el control de tu magia, que habéis hecho algo más que daros la mano.
—No modificaremos tu mente ni la de tus hermanas —dice la señora Corbett—. Sois demasiado valiosas. Desde luego, sería mejor que nos acompañaras voluntariamente, pero si te resistes haremos lo que haga falta para convencerte. ¿Cómo se sentiría Finn si su madre fuera arrestada por los Hermanos? ¿O su hermanita?
—No son brujas. —Quiero levantarme, luchar contra ellas con todo mi ser, pero sé que solo conseguiré que me derriben una vez más. Están decididas a demostrar su superioridad. Así y todo, he de hacer un esfuerzo sobrehumano para permanecer sentada—. ¡Ellas no han hecho nada!
—A los Hermanos les traerá sin cuidado eso —asegura la señora Corbett.
—Y está el asunto de la memoria de Finn. Sería una pena que se olvidara de ti. —Elena se vuelve hacia mí, su oscura silueta recortada contra el fuego.
La señora Corbett se levanta.
—Tú eliges, Kate. ¿Qué prefieres?