Sé lo que los Hermanos dirían: la magia no es un don otorgado por el Señor, sino por el diablo. Las mujeres que pueden hacer magia están locas o son malvadas. Su lugar es el manicomio —en el mejor de los casos—, el barco prisión o una tumba prematura.
—Parece más una maldición. —Suspiro mientras reúno las horquillas desperdigadas por el tocador.
—¡Para ti! —Maura golpea la superficie del tocador con la mano. Los frascos de cristal tintinean y las horquillas vuelven a desparramarse. Sus ojos azules arden en su pálido rostro—. Porque intentas hacer como que no existe. Si de ti dependiera, jamás utilizaríamos la magia. Deberíamos estar aprendiéndolo todo sobre ella, practicando al máximo. Es nuestro derecho de nacimiento.
—¿Nos tendrías haciendo magia por las mañanas y merendando con las esposas e hijas de los Hermanos por las tardes? ¿No te parecen cosas incompatibles?
—¿Por qué? ¿Por qué no podemos tener las dos? —Maura se planta las manos en las caderas—. No son los Hermanos quienes nos lo impiden, Kate. Eres tú.
Retrocedo, dolida, y casi derribo el globo terráqueo. Lo enderezo con ambas manos.
—Os estoy protegiendo.
—No. Nos estás asfixiando.
—¿Crees que me gusta? —pregunto, lanzando las manos al aire—. Estoy intentando manteneros a salvo. ¡Estoy intentando evitar que acabéis como Brenna Elliott!
Maura se deja caer en el asiento de la ventana. Su pelo es rojo como los arces que flanquean el camino de entrada.
—Brenna Elliott fue una estúpida.
No es tan sencillo, y lo sabe.
—¿Lo fue o simplemente tuvo poco cuidado? En cualquier caso, la destruyeron.
Maura enarca una ceja, escéptica.
—Siempre fue una chica extraña.
—Extraña o no, no se merecía lo que le hicieron en ese lugar —espeto.
Brenna Elliott me provoca pesadillas. Es una chica del pueblo, de mi edad. No era raro verla por la calle hablando sola o murmurando para sí. Pero era bonita y la nieta del hermano Elliott, y todo el mundo le perdonaba su excentricidad… hasta que intentó prevenir a su tío Jack de su propia muerte el día antes de que esta ocurriera. Cuando el hombre falleció —a la hora indicada, en un accidente de carruaje— su propio padre la entregó a los Hermanos. Fue acusada de brujería y enviada a Harwood. Menos de un año después intentó cortarse las venas. Cuando el abuelo se enteró, insistió en que su nieta siempre había sido una muchacha corta de alcances y que la enfermedad, no la brujería, era la causa de su parloteo demente. Se la llevó a casa para cuidarla. Las primeras semanas tuvo que ser alimentada como un bebé y no hablaba con nadie. Hoy día apenas sale de casa.
Agarro a Maura del brazo.
—No os mando por gusto. Estoy intentando protegeros. No quiero ver cómo os envían a Harwood. ¡No quiero ver a Tess con cicatrices en las muñecas y la mirada apagada!
—¡Chissst! —susurra Maura, soltándose bruscamente—. Padre podría oírte.
No puedo evitarlo. La posibilidad de que mis hermanas puedan ser enviadas a Harwood para sufrir Dios sabe qué tormento por culpa de alguna negligencia mía me aterra.
Prefiero que me tengan por una arpía.
—Voy a salir —anuncio—. Cuéntale tú a Tess lo de la institutriz si tanta ilusión te hace.
Bajo la amplia escalera de madera muerta de preocupación. Espero que Tess comprenda la amenaza que puede representar una persona nueva en la casa. Si por lo menos pudiera confiar en que mis hermanas serán más cuidadosas, más conscientes de lo que podría sucedernos…
Le prometí a madre que cuidaría de ellas. Ella confiaba en mí, no en la señora Corbett o en la señora O’Hare, ni siquiera en padre. La seguridad de mis hermanas es ahora mi responsabilidad. Pero no me lo ponen fácil. Practican magia en cuanto me doy la vuelta, en cuanto creen que nadie puede verlas. Les entusiasman los entretenimientos y los libros poco convencionales. Y últimamente Maura ha estado rebelándose contra mis normas, cuestionándome cada dos por tres.
Hago todo lo que puedo, pero siempre es demasiado o demasiado poco, o un error.
La cocina huele a canela y a manzana. Una tarta caliente descansa sobre la repisa de la ventana, empañando el cristal con el vaho que escapa de la cruz abierta en el centro de la masa dorada.
Cojo mi capa del perchero que hay junto a la puerta y salgo. El aire es dulce y acre al mismo tiempo, una mezcla del humo procedente de las chimeneas y de las hojas muertas que cubren el suelo. Mi lugar favorito está algo más adelante: un banco de la rosaleda situado debajo de la estatua de Atenea. Allí, rodeadas de altos setos, no se nos puede ver desde la casa, solo desde la ventana que ocupa la esquina este de mi dormitorio.
Lo sé. Lo he comprobado.
Me derrumbo sobre el mármol frío del banco y me aparto la capucha. Mis ojos se posan en una rosa con las puntas marrones y picadas y algunos pétalos desparramados alrededor del tallo. La miro fijamente.
Novo, pienso. Novo.
La rosa no resucita. No experimenta alteración alguna.
No obstante, puedo sentir la magia en mi interior. Está en cada respiración, en cada latido furioso. Sus tenues hilos palpitan y me presionan el pecho. Está incitándome, engatusándome, suplicándome que la deje salir. Me ocurre siempre que me embarga una emoción fuerte, especialmente si llevo días sin permitirme hacer magia.
Pruebo de nuevo. Novo.
Nada. Me dejo caer hacia delante con los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos. Soy una bruja inútil. Con solo doce años Tess puede transformar el jardín entero sin pronunciar en alto una sola palabra. De hecho, seguro que hasta podría hacerlo con los ojos cerrados. Yo tengo dieciséis y no puedo realizar un sencillo conjuro silencioso.
No quiero ser bruja. Si pudiera dejaría de utilizar la magia por completo, pero es imposible. Lo intenté en una ocasión, hace dos años.
Fue en el invierno siguiente a la muerte de madre, durante una visita que nos hicieron la señora Corbett y las esposas de algunos Hermanos. Las mujeres no paraban de repetir entre sollozos lo mucho que lamentaban el fallecimiento de mi pobre madre. Era exasperante. No conocían a mi madre en absoluto; a ella nunca le había gustado ninguna de ellas. No eran más que ovejas bulliciosas y entrometidas.
Pensé en una oveja y de repente mi magia se activó y ahí estaba: una enorme criatura lanuda en un rincón del salón, justo al lado de la señora Corbett. De hecho, le metió el hocico en la manga. La mujer dio un respingo y tuve la certeza de que la había visto. Me preparé para los alaridos, me preparé para ser arrestada y enviada a Harwood.
Maura me salvó con un conjuro evanesco. La hizo desaparecer.
La señora Corbett no vio la oveja. Nadie la vio.
Desde entonces nunca he intentado reprimir mi magia. Practico con moderación, a regañadientes, para no perder el control, pero sigo las normas que madre elaboró para nosotras. Solo podemos hacer magia en la rosaleda. Solo podemos hablar de ella en susurros y detrás de puertas cerradas. Nunca debemos olvidar lo peligrosa que puede ser, ni lo perversa, en manos de alguien sin escrúpulos. Madre me decía esas cosas —con vehemencia e insistencia— sentada justamente aquí, en el banco donde ahora me encuentro, mientras yo la escuchaba sentada a sus pies en la hierba.
Ojalá madre estuviera aquí. La necesito. No solo para que nos diga cómo ocultar nuestra magia a padre, a los Hermanos, a la institutriz y a todos nuestros vecinos, sino para que nos enseñe a ser brujas y señoritas, y a crecer sin perder lo mejor de nosotras mismas.
Pero madre no está aquí, y yo sí. Me corresponde a mí encontrar la manera de reparar nuestra reputación. Visitaré a las esposas de los Hermanos. Compraré vestidos más modernos. Sonreiré y asentiré con la cabeza. Haré cuanto esté en mi mano para asegurarme de que la nueva institutriz piense que somos unas muchachas corrientes, unas cabezas huecas que no constituyen una amenaza para nadie.
Cuando madre falleció no me derrumbé. No puedo derrumbarme ahora.
—Novo —susurro, mirando entre mis manos, y la rosa recupera su lozanía.
Empieza a oscurecer en el jardín de rosas, las estatuas se elevan como espectros a mi espalda. Me levanto de mala gana y echo a andar hacia la casa, una vivienda de campo de dos plantas que los abuelos de padre construyeron cuando decidieron afincarse aquí. A Maura le gustaría vivir en una de las casas nuevas del pueblo, con una torrecilla, una terraza en la azotea y volutas sobre las puertas, pero a mí me gusta nuestra casa tal como es: sólida y segura. Es cierto que la pintura blanca está algo desconchada, que uno de los postigos de la segunda planta cuelga en un ángulo extraño, que al empinado tejado le faltan algunas tejas desde la gran tormenta de agosto, pero John ha estado muy ocupado últimamente. El chico de los Carruther nos dejó en mitad del verano. ¿Qué importa si tiene un aspecto un poco destartalado? De todos modos, nadie nos visita.
Al doblar el seto del jardín choco con alguien.
Sobresaltada, me tambaleo hacia atrás. Con excepción de John, nuestro hombre para todo, raras veces encuentro a alguien aquí. Me gusta así. Tess está a gusto en su cocina. Maura prefiere la compañía de los libros a la de las flores. Padre raras veces sale de su estudio, salvo para cenar o dormir. El jardín es mío.
Siento una punzada de irritación contra este intruso.
Alarga un brazo para impedirme caer, soltando el libro que lleva en la mano, y es entonces cuando lo reconozco: Finn Belastra. Enfrascado en un libro, naturalmente, aunque ignoro cómo se las apaña para leer en la penumbra. Debe de tener ojos de gato.
—Lo siento, señorita Cahill. —Se sube las gafas con el dedo índice. Tiene las mejillas salpicadas de pecas color canela, y su cara ha madurado desde la última vez que lo vi. Antes era un muchacho flaco y larguirucho. Ahora… no.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto secamente. ¿Y vestido de ese modo? No soy una persona dada a las formalidades, pero Finn lleva un viejo pantalón de pana marrón con tirantes y una camisa de trabajo arremangada hasta los codos.
Se quita el sombrero, y su abundante pelo cobrizo sale disparado en todas direcciones.
—Soy el nuevo jardinero.
Tiene que estar bromeando. Aunque es cierto que acarrea un cubo repleto de hierbajos.
—Oh —digo al fin.
Ignoro qué más estaría bien decir. «Bienvenido» sería una hipocresía. No necesitamos más desconocidos merodeando por la casa. Después de la muerte de madre convencí a padre de que podíamos arreglárnoslas solo con la señora O’Hare, John y Lily. Padre accedió a dejarme las decisiones relacionadas con el gobierno de la casa, pero se empeña en contratar a un jardinero detrás de otro. Su último proyecto es la construcción de una glorieta junto al estanque con vistas al cementerio.
Madre adoraba los jardines. Padre no lo ha dicho, pero creo que los conserva por ella. Él nunca sale a pasear.
—¿Sabes algo de jardinería? —le pregunto sin molestarme en ocultar mi escepticismo. No se me ocurre nadie menos adecuado para el trabajo. Los demás jardineros fueron chicos musculosos de las granjas circundantes, no hijos de libreros pálidos e intelectuales.
—Estoy aprendiendo —responde, al tiempo que me tiende el libro. Es una enciclopedia de plantas.
Poca confianza me inspira eso. Yo he estado desherbando arriates, plantando bulbos. Me gusta. Es más, no necesito un libro que me diga cómo debo hacerlo. Me pasé años observando a madre y a John. Espero que a Finn no le dé por pontificar sobre nuevos métodos de irrigación y las condiciones óptimas de la tierra. De niño era el sabelotodo más insufrible de las catequesis dominicales.
Finn columpia el cubo por el asa. Sus antebrazos son todo músculo y nervio.
—Su padre se enteró de que buscaba trabajo y tuvo la amabilidad de ofrecerme este puesto. Últimamente la librería no va muy bien.
La solidaridad es una característica típica de padre, por lo menos cuando esta guarda relación con los libros. Jamás le he oído oponerse a las cazas de brujas de los Hermanos, pero empalidece cuando oye hablar de censura.
Me meto las manos en los bolsillos de la capa.
—¿Os han… os han cerrado la librería?
—Todavía no. —Finn endereza los hombros, los cuales han ganado robustez desde la última vez que le vi. O, por lo menos, que me fijé en él. ¿Cuánto hacía que no le miraba detenidamente? Se ha puesto increíblemente guapo; no puede haber ocurrido de un día para otro.
—¡Cuánto me alegro!
A Finn parece sorprenderle que me importe, pero madre adoraba esa librería. Era una gran lectora. Como Maura y Tess. Como padre.
Titubeo, pues siento que debería decir algo más.
—No me asesines las flores —murmuro, deslizando una mano protectora por un arbusto de rosas de té.
Finn sonríe.
—Lo procuraré. Buenas noches, señorita Cahill.
Frunzo el entrecejo.
—Buenas noches, señor Belastra.
Mi humor no mejora en la cena.
La sopa de pescado de la señora O’Hare está tan mala como esperaba: salada y sin condimentar. La mujer es un ama de llaves excelente, pero una cocinera pésima. Unto mantequilla fresca en gruesas rebanadas de pan e ignoro el cuenco que tengo delante. Tess mira fijamente la sopa de padre, y un segundo después padre declara que está deliciosa.
La fulmino con la mirada hasta que Maura me propina una patada por debajo de la mesa.
Se la devuelvo más fuerte, y Maura da un respingo. El pan de mi boca se transforma en ceniza picante. Me atraganto y busco mi vaso de agua.
—¿Estás bien, Kate? —pregunta padre, levantando la vista de su fantástica sopa.
—Sí —acierto a balbucear.
Maura me obsequia con una sonrisa angelical. Sabe que no responderé con magia, nunca lo hago, pero tengo que hacer un gran esfuerzo para no levantarme y propinarle una bofetada.
—Supongo que ya estáis todas al corriente de lo de la nueva institutriz. —Padre preside la mesa de caoba con Tess y Maura a un lado y yo al otro. Ahora soy la señora de la casa y debería sentarme a la cabecera, pero sigo viéndolo como el lugar de madre.
Tess y Maura asienten, y padre continúa:
—Llegará el lunes. Yo me quedaré hasta el jueves para instalarla, pero después de eso me ausentaré varias semanas. Puede que no vuelva hasta la festividad de Todos los Santos.
Tess suelta la cuchara con un fuerte estruendo.
—¡Eso es más de un mes! ¿Y Ovidio? —Han estado leyendo juntos Las metamorfosis. Está censurada por los Hermanos (demasiados dioses y sucesos extraños), pero padre tiene un ejemplar escondido.
Se me encoge el corazón. Cuando, tras la muerte de madre, se hizo evidente que padre no tendría hijos varones, empezó a leer con Tess y a enseñarle sus adoradas lenguas muertas. Ella devora sus lecciones como un gatito hambriento, encantada con cualquier migaja de saber o afecto que padre le arroja.
Padre clava la mirada en un espacio vacío de la pared.
—Lamento tener que postergar nuestras lecciones.
No lo lamenta, en el fondo no. Maura tiene razón; a padre solo le importan sus libros y su negocio. La indignación crece dentro de mí. ¿Es consciente siquiera de lo mucho que Tess lo adora? Padre no está aquí para verla deambular tristemente por la casa cada vez que él se ausenta. Es a mí a quien le toca levantarle el ánimo, entretenerla con teatro improvisado y clases de magia en el jardín. Siempre a mí.
—¿Nos enseñará algo interesante la institutriz? —pregunta Tess—. ¿O solo tonterías como dibujo y francés?
Padre carraspea.
—Eh… supongo que lo segundo. Vuestro plan de estudios no incluirá nada que no haya sido aprobado por la Hermandad. Sé que no es a lo que estás acostumbrada, pero dibujo y francés… son habilidades muy útiles para una señorita, Teresa.
Tess suspira y juega con la cuchara. Ya habla con fluidez francés, latín y griego. Padre ha prometido enseñarle alemán.
—¿No te sentirás solo? —Maura camina hasta el aparador y le sirve una copa de oporto de la licorera de cristal—. ¿Tanto tiempo fuera de casa?
Padre tose. ¿Ha estado tosiendo más últimamente? Él dice que es solo por el cambio de estación, pero tiene la cara tan cansada como los ojos.
—Estaré muy ocupado, todo el día con reuniones.
—¿No te gustaría un poco de compañía? ¿Alguien con quien compartir las comidas? —Maura esboza una sonrisa cautivadora. Se parece mucho a madre cuando sonríe—. Trabajas mucho. Podría acompañarte y cuidar de ti. Me encantaría conocer New London.
Tess y yo nos revolvemos en nuestro asiento. Maura es plenamente consciente de que padre nunca aceptará algo así. Si no sabe qué hacer con nosotras en casa, no digamos en New London.
—No, no, estaré perfectamente. Además, no dispondría de tiempo para cuidar de ti como es debido. New London no es lugar para una señorita sin carabina. Es mucho mejor que te quedes aquí con tus hermanas. —Ajeno a la cara de decepción de Maura, se lleva una cucharada de sopa a la boca—. Volviendo a la institutriz, la hermana Elena ha sido recomendada encarecidamente por la señora Corbett. Fue institutriz de Regina.
«Y Regina se casó con un gran partido». Padre no lo dice, pero queda flotando en el aire, pesado como la niebla vespertina. ¿Es eso lo que desea para nosotras? Regina Corbett es una boba que siempre sonríe, y su marido, un hombre religioso, rico y de buena familia. Seguro que la Hermandad lo tendrá en cuenta la próxima vez que se produzca una vacante. El consejo municipal está integrado por doce miembros de edades que van desde el viejo hermano Elliott, el abuelo de Brenna, hasta el atractivo hermano Malcolm, de veinte años, quien contrajo matrimonio el otoño pasado.
El hermano Ishida, presidente del consejo, informa al Consejo Nacional de New London dos veces al año. Aun así, por lo general el Consejo Nacional no interviene en los asuntos de las poblaciones pequeñas. Están más interesados en la inminente amenaza de otra guerra con Indochina, que ha colonizado la mitad occidental de América, o con España, que ha ocupado el sur. Es del hermano Ishida y del consejo de Chatham de quien debemos recelar. Si descubrieran que somos brujas, toda su amabilidad fraternal se esfumaría en un abrir y cerrar de ojos. Jóvenes o viejos, a todos les une su fervor por mantener Nueva Inglaterra a salvo de las brujas.
No me casaría con un miembro de la Hermandad ni por todo el dinero de sus arcas.
—Recuerdo a la institutriz de Regina —dice Maura. Está desmenuzando el pan en lugar de comérselo—. Es joven. Y muy bonita.
Hurgo en mi memoria, pero no encuentro su cara. Probablemente la viéramos en los oficios religiosos o en la calle, aunque solo estuvo en el pueblo tres meses, hasta que Regina se casó.
—He visto al otro miembro nuevo del personal —anuncio—. ¿Finn Belastra?
—Ah, sí. —Padre menea la cabeza—. El otro día pasé por la librería y hablé con su madre. Marianne me contó que los Hermanos les han espantado la mitad de la clientela. Están impacientes por encontrar algo prohibido para cerrarles el negocio, imagino. ¡Es una vergüenza que la gente tenga miedo a los libros!
Poco importa que la gente tenga miedo a las chicas. Le interrumpo antes de que tome carrerilla.
—Entiendo, pero ¿sabe algo de jardinería?
—Es un joven muy inteligente. Habría sido un gran estudioso —asegura padre, lo que en realidad no responde mi pregunta.
Nos cuenta que, antes de que su padre muriera, Finn tenía previsto ir a la universidad, y que es una pena que no pueda hacerlo. Estoy segura de que a Finn le encantaría saber que su madre va escampando sus asuntos por todo el pueblo.
Cuando padre regresa al tema de la importancia de aprender, mis respuestas son educadas. Creo que está intentando animarnos a favor de la institutriz, pero soy la única que escucha. Maura ha deslizado furtivamente una novela en su regazo. Tess se entretiene haciendo titilar una de las velas de la pared. La fulmino con la mirada, y se detiene con una sonrisa contrita. Meneo la cabeza y aparto mi tarta de manzana. Se me ha ido el apetito.
Después de cenar somos libres de hacer lo que nos apetezca. Cuando padre está de viaje, a veces convencemos a la señora O’Hare para que se sume a nuestros juegos. A menudo jugamos al ajedrez o las damas, aunque Tess gana siempre en ambas cosas, y Maura es muy mala perdedora. Esta noche padre regresa a su estudio. Maura sube a su cuarto sin abrir apenas la boca. Tess y yo nos quedamos solas en el comedor.
Sigo a mi hermana pequeña hasta el salón. Se sienta frente al piano y desliza elegantemente los dedos por las teclas. De nosotras tres, Tess es la única con paciencia suficiente para desarrollar una habilidad.
Me quito los zapatos y me tumbo en el sofá de color crema. La sonata de Tess me envuelve. Antes interpretaba alegres canciones populares, y Maura cantaba acompañada de su mandolina. Arrimábamos los muebles a la pared y la señora O’Hare bailaba conmigo por toda la estancia. Ahora las canciones populares están prohibidas, así como la danza y el teatro, y todo lo que huela a la era previa a los Hermanos, cuando las brujas ostentaban el poder.
Los dedos de Tess titubean hasta detenerse.
—¿Todavía estás enfadada conmigo?
—No. Sí.
Si no la disciplino yo, ¿quién lo hará? Padre no sabe lo de la magia y no debe enterarse. Madre estaba convencida de que él no sería lo bastante fuerte para soportarlo. Mencionaba la fragilidad de su pecho, la tos que parecía debilitarlo un poco más cada año. Pero había algo más, aunque no fuera capaz de decirlo abiertamente. Padre se queja de la censura de los Hermanos y esconde libros en compartimentos secretos repartidos por toda la casa, pero es una forma de rebelión fácil. Creo que madre no le creía lo bastante fuerte para plantarles cara si se tratara de algo que importara de verdad. Como nosotras.
Pese a todo, le quería, aunque no entiendo qué clase de matrimonio podía ser ese, francamente.
Me incorporo y me abrazo las rodillas.
—No puedes hacer magia donde te apetezca, Tess. Lo sabes muy bien. No soportaría que te ocurriera algo.
Tess parece muy joven con su pichi rosa y las dos trenzas hasta la cintura. Ahora que ha cumplido doce años me insiste en que le permita recogerse el pelo y alargarse las faldas. Imagino que la institutriz me aconsejará que le deje hacerlo. No puedo impedir que crezca.
—Lo sé —dice—. Yo tampoco. Que te ocurriera algo a ti, quiero decir.
Contemplo los cuadros colgados sobre la chimenea. Hay uno de padre cuando era niño, con sus padres y un cachorro de perro cobrador dormitando a sus pies. Al lado está el retrato de nosotros cinco: padre, madre, Maura, Tess y yo. Tess es aún un bebé con un pelo muy claro que le brota por toda la cabeza como pelusa de diente de león. Madre la mira con ternura, como una Virgen meciendo a su retoño. Entre Maura y Tess había perdido un bebé, el primero de los cinco enterrados en el cementerio familiar.
—Esa institutriz vivirá con nosotras, comerá con nosotras, estará pendiente de cada uno de nuestros movimientos. Aunque pienses que tu magia puede servir para ayudar a alguien, a padre o incluso a Maura o a mí…
Tess se vuelve hacia mí.
—¿Lo dices por lo que ocurrió en el oficio de la semana pasada?
—No, pero es un buen ejemplo. —El domingo pasado, al salir de la iglesia, alguien le pisó la falda a Maura, y la tela del corpiño (demasiado estrecho, hay que admitirlo) se rasgó, dejando al descubierto el corsé. La situación habría sido terriblemente bochornosa si Tess no hubiera pensado con rapidez y lanzado un conjuro renovo.
—Habría sido humillante para Maura —replica.
—No le habría pasado nada por un poco de humillación en público. La habríamos subido al carruaje para protegerla de las miradas, y la gente lo habría olvidado en unos días. Si alguien hubiera visto lo que hiciste…
—Habría pensado que la tela no llegó a romperse —insiste Tess—. Fue muy rápido. Habría pensado que los ojos le estaban jugando una mala pasada.
—¿Eso crees? —No estoy tan segura—. Hace tiempo que los Hermanos se lanzan sobre todo lo que huela a magia. Además, no pensarían que eres tú, sino Maura. Sé que tu intención era ayudar, pero podría haber terminado muy mal.
Tess juega con la puntilla de su muñeca.
—Tienes razón, Kate —susurra—. Lo siento.
—Brenna Elliott. Gwen Foucart. Betsy Reed. Marguerite Dolamore.
Recito los nombres como la tabla de multiplicar que nos enseñó padre. Son las cuatro chicas a las que los Hermanos arrestaron el año pasado. Gwen y Betsy fueron condenadas a trabajar en el barco prisión que fondea frente a la costa de New London. Las condiciones allí son horribles; trabajo agotador y comida escasa. Hay ratas, he oído, y enfermedades, y muchas chicas no sobreviven. Pero a Marguerite nadie sabe qué le ocurrió. Desapareció antes del juicio, se la llevaron en mitad de la noche.
—¿Te gustaría que le ocurriera eso a Maura? ¿O a ti? —Me muestro implacable. Tengo que hacerlo.
—No, no, en absoluto. —Las mejillas sonrosadas de Tess han perdido el color—. No volveré a hacerlo.
—¿Y tendrás más cuidado en casa? ¿Se acabó la magia mientras cenamos?
—Sí, aunque me gustaría que pudiéramos contarle a padre la verdad sobre nosotras. Tal vez así pasaría más tiempo en casa. Cuidaría más de nosotras. A este paso no llegaré a ningún lado con mis lecciones.
Contemplo las flores doradas de la alfombra. Hay tanta esperanza en la voz de Tess. Quiere un padre normal, alguien con quien poder contar para que la proteja.
Pero nosotras no somos muchachas normales. Si padre se enterara de que entré en su mente, de que me impuse y en el proceso destruí a saber qué otros recuerdos, ¿sería capaz de perdonarme?
Quiero pensar que sí, que acabaría entendiéndolo. Pero no me ha dado ninguna razón para creer que lucharía por nosotras.
Eso significa que he de luchar con doble ahínco. Descanso el mentón en las rodillas.
—No sabemos cuál sería su reacción, Tess. No podemos arriesgarnos.
Tess retuerce las manos sobre el regazo.
—No entiendo por qué madre no confiaba en él —dice al fin—. Ojalá yo pudiera confiar en él. Ojalá madre estuviera aquí.
Se vuelve hacia el piano para buscar consuelo en su sonata. Recojo la correspondencia de la mesita del té. Hay algunas facturas para padre, una carta de su hermana y —para mi sorpresa— una carta sin matasellos, escrita con una letra historiada que no me resulta familiar, dirigida a la señorita Katherine Cahill. ¿Quién me escribiría a mí? Voy retrasada con la correspondencia del lado de la familia de padre, y madre no tiene parientes vivos.
Querida Kate:
No me conoces, pero tu madre y yo fuimos muy buenas amigas en otros tiempos. Ahora Anna se ha ido, y yo, que debería estar ahí para aconsejarte en su ausencia, no puedo ofrecerte más ayuda que esta: busca el diario de tu madre. Contiene las respuestas que buscas. Las tres corréis un gran peligro.
Afectuosamente,
Z. R.
La carta resbala por mis dedos y cae al suelo. Tess sigue tocando ajena a mi pánico.
No conozco a Z.R., pero ella nos conoce a nosotras. ¿Conoce también nuestros secretos?