18

¿Qué parece? ¿Decepcionado? Su mirada resulta inescrutable a través de las gafas. La única pista son las arrugas de la frente, el ceño entre las cejas.

—Y no me lo has contado —dice.

—No.

—¿Por qué?

¿Cómo puedo explicarlo? Finn me tiene por una muchacha fuerte y valiente, pero no lo soy. No soy ni la mitad de fuerte y valiente de lo que me gustaría. A veces me siento asustada e insegura. Ahora mismo soy un revoltijo de emociones, estoy desesperada y enfadada, y resentida por ser la que tenga que poner solución a todo esto. Si le confesara eso, ¿qué sentiría entonces por mí?

No quiero renunciar a Finn, pero decirle lo que siento por él, la importancia que ha adquirido para mí en las últimas semanas…

No estoy segura de tener el valor…

—Pensé que quizá lo sospechaste cuando vine a consultar el registro —respondo con un hilo de voz.

Menea la cabeza.

—Pensé que una de tus hermanas, tal vez…

—Las tres lo somos. Pero no somos unas brujas cualesquiera. Somos la clave de una profecía. Supongo… supongo que lo has oído.

Se encoge de hombros.

—Estabas gritando.

Miro a Marianne, que está observándonos con evidente curiosidad. Me pregunto cuánto ha deducido.

—Ya no sé qué hacer. —La voz me sale débil, vencida—. Las Hermanas me obligarán a marcharme a New London. La profecía dice que una de nosotras será la llave o bien para un segundo Terror o bien para la vuelta al poder de las brujas, y piensan que esa bruja soy yo. Las Hermanas son todas brujas en realidad, y yo tendré que irme de Chatham para siempre y…

Se me quiebra la voz. Hundo la cara en las manos para contener las lágrimas. Respiro profundamente en un esfuerzo por recuperar el control.

Noto que una mano se posa en mi hombro y me da la vuelta. Miro entre mis dedos. Finn está mirándome fijamente, y sus ojos rebosan compasión. Compasión y algo más, algo que me hace sentir que puedo llorar delante de él, gritar e incluso arrojar cosas. Que eso no afectaría lo más mínimo la opinión que tiene de mí. Me envuelve en un abrazo ahí mismo, delante de su madre.

Él es más valiente que yo.

Sollozo en el algodón áspero de su camisa gris.

—No quiero perderte, pero tampoco quiero perder a mis hermanas.

—Lo sé. —Me frota la espalda. Me acurruco en su pecho y cierro los ojos, sintiéndome fortalecida frente al mundo.

Su madre tose.

—Finn, ¿puedo hablar un momento a solas con Kate?

Las manos de Finn descienden por mi espalda. Me pregunto si le cuesta tanto despegarse como a mí.

—Claro. —Se aparta sin apenas volverse hacia Marianne—. Estaré arriba.

Aguardamos a que Finn haya cerrado la puerta de la escalera que conduce a la vivienda. Marianne me mira por encima de las gafas, y me siento como una colegiala recalcitrante que no ha hecho los deberes. Seguro que ya ha comprendido que hay algo entre Finn y yo. Ha sido tan amable conmigo, y ahora me odiará.

—Lo siento —digo.

Marianne deja las gafas sobre el mostrador y me escruta con la mirada.

—¿Qué sientes?

—Seguro que detesta que su hijo se vea implicado en todo esto.

—Es cierto que complica un poco las cosas, pero no elegimos a quién amamos.

—Oh… Él… bueno… él no ha… —tartamudeo.

—No ha dicho las palabras, pero conozco a mi hijo. He visto cómo te miraba.

—¿Cómo? —Me detesto por querer interrogarla.

—Como si estuviera dispuesto a matar por ti.

Pienso en la pistola que Finn lleva atada a la pantorrilla, en el día que dijo que haría lo que fuera por mantener a Clara y a su madre a salvo. Aquello me dejó intrigada, porque no eran palabras propias del hijo tímido de una librera. Ahora me aterra. Pese a que los hombres no son castigados tan severamente como las mujeres, por rebelarse contra los Hermanos o por delitos graves como el asesinato son enviados a los barcos prisión.

—Puedo cuidar de mí misma. De las tres. Aunque soy consciente de que he cometido errores, mis hermanas son para mí lo más importante del mundo. Haría cualquier cosa por ellas.

—Eres una mujer admirable, Kate. —Marianne me sonríe—. Eres fuerte y capaz y…

—¿«Capaz»? —Río sin ganas—. En absoluto. Lo he hecho todo mal. Estoy muy enfadada con mi madre. Sé que es algo horrible porque está muerta y no puede defenderse, ¡pero guardaba demasiados secretos! —Golpeo la mesa con el puño. Un dolor agudo me sube por el brazo—. ¡Me pidió que cuidara de mis hermanas y luego me puso un montón de piedras en el camino!

Marianne toma mi puño entre sus manos antes de que vuelva a golpear el mostrador.

—Anna era mi amiga, pero es cierto que te exigió un esfuerzo demasiado grande, Kate. Ocultárselo todo a tu padre, a tus hermanas, a todo el mundo… Es un milagro que eso no te haya destrozado.

—No, puedo hacerlo. Tengo que hacerlo. —Retrocedo y miro por el ventanal a los vecinos que pasan camino de sus recados, ajenos a mi dolor.

—Sin embargo, no tienes que hacerlo sola —señala Marianne con dulzura—. Ser fuerte implica saber cuándo pedir ayuda, cuándo compartir las cosas en lugar de guardártelas.

Hago una inspiración profunda. Tinta, pergamino y polvo. Suelto el aire.

Tiene razón. No sé qué hacer. No quiero ser el peón de las Hermanas. Por eso estoy aquí.

—¿Me ayudará? —pregunto quedamente—. Por favor.

Marianne me sonríe de nuevo.

—¿Amas a mi hijo, Kate? ¿Quieres casarte con él?

Asiento.

—En ese caso veamos si podemos encontrar la manera.

Da unas palmaditas en el otro taburete y me subo.

—Maura quiere ingresar en las Hermanas. Elena me ha dicho que serían capaces de hacerle daño con tal de llegar hasta mí. Si es mi libertad a cambio de la suya, ¿qué otra cosa puedo hacer? Si me someto a sus deseos velarán por la seguridad de Maura y Tess.

Marianne arruga el entrecejo.

—¿Cómo sabes que cumplirán su parte? Podrían romper el trato la próxima vez que te negaras a hacer lo que te pidieran. Las Hermanas son tan duras con la insubordinación como los Hermanos, Kate. ¿Por qué crees que permitieron que los Hermanos arrestaran a Zara?

Reprimo un grito.

—¿Podrían haberla salvado?

El rostro de Marianne se contrae de dolor.

—Sí. Pero Zara criticaba abiertamente a las Hermanas. No estaba de acuerdo con algunos de sus métodos y se lo hacía saber. Por eso dejó el convento para convertirse en institutriz. Eso le confería cierta libertad y le permitía vivir más cerca de Anna. Me temo que a las Hermanas no les hacía ninguna gracia que dos de sus brujas más poderosas se negaran a contribuir a la causa.

—Valoro lo que están intentando conseguir, pero no quiero entregarles mi poder. —Sacudo la cabeza y acurruco mi mano dolorida contra mi pecho—. Tampoco quiero entregarles a mis hermanas.

—¿Y deseas sinceramente casarte con Finn? ¿No lo estás utilizando como un último recurso contra las Hermanas?

La miro sin titubear.

—Nunca he estado tan segura de algo.

Marianne asiente y se pellizca el caballete de la nariz como si quisiera ahuyentar un dolor de cabeza.

—¿Te importa pedirle que baje? Se me ha ocurrido una idea, aunque me temo que seremos necesarias las dos para convencerle.

Subo al piso y entro. La sala es pequeña pero acogedora, y en la chimenea arde un fuego. Hay un jarrón de cristal con crisantemos en un extremo de la mesa, una cesta de calcetines por zurcir junto a la silla y pilas de libros por todas partes. De la cocina sale un delicioso olor a rosbif. Me ruge el estómago.

Finn está repantigado en el sofá, mirando el suelo en lugar del libro que sostiene entre las manos. Cuando entro se levanta de un salto.

—¿Me enseñas el libro? —le pido.

Me lo tiende. Una colección de ensayos.

La magia tira de mí, vigorizada por mi nerviosismo.

Commuto —digo, y el libro es reemplazado por un ramo de frondosos crisantemos amarillos—. Soy bruja —añado. Estoy cansada de sentir vergüenza por haber nacido bruja y mujer. He hecho con eso lo mejor que he podido, para bien o para mal.

Alzo la vista. Pese a las palabras tranquilizadoras de Marianne, todavía espero miedo. Enfado. En lugar de eso, Finn toma los crisantemos, los estudia desde todos los ángulos y suelta un silbido.

—Es increíble. Tú eres increíble. Aunque los Hermanos se pasan el día hablando de magia, nunca había visto hacerla.

—Puedo… puedo hacer más cosas —tartamudeo. Me concentro en la taza de té que descansa en la mesita—. ¡Agito!

La taza de té cruza flotando la habitación y aterriza en mis manos.

—Señor —susurra Finn—. ¿Qué más?

—Magia mental, pero solo la he utilizado para proteger a mis hermanas. —Contemplo su rostro pecoso y sonriente. Se lo contaré todo salvo lo que le hice a él. Y si encontramos la manera de hacer que esto funcione, dedicaré el resto de mi vida a compensarle por ello—. ¿Te… te asusta?

—No. Confío en ti, Kate. —Me envuelve en un abrazo tierno y al mismo tiempo apasionado.

—Llevaba semanas queriendo contártelo, desde que me enseñaste el registro y hablaste de cómo protegerías a tu madre y a Clara. Quería contártelo todo. Me… me alegro de que ya lo sepas.

Finn sonríe.

—Yo también. Te amo, amo todo tu ser. Amo tu terquedad y tu irritabilidad y tu brujería y tu valentía.

Río a través de las lágrimas de agradecimiento que inundan mis ojos.

—¿Amas mi terquedad?

—Y tu risa. Y tu mentón afilado. Y tu precioso cabello. —Me recoge un mechón descarriado detrás de la oreja.

—Yo no tengo el pelo bonito. El de Maura… —Me interrumpo. He de aprender a aceptar cumplidos sin compararme con mis hermanas—. Yo también te amo. Quiero casarme contigo.

Finn retrocede.

—Yo también, más que nada en este mundo, aunque no sé cómo… Haría lo que hiciera falta para protegerte, pero si nos casamos los Hermanos te tendrán aún más vigilada. Y la gente hablará. Estarás casándote con alguien de clase social más baja.

—¡No digas eso! Sería un honor para mí ser parte de tu familia. No tienes ni idea de lo amable que ha sido tu madre conmigo. Más amable de lo que merezco.

Finn cubre mi boca con un beso largo y embriagador, y mis brazos se enroscan alrededor de su cuello.

—Si te ha enviado aquí arriba sola, debo entender que no está preocupada por mi virtud.

—No. De hecho… —Me tomo un segundo para recuperar el aliento antes de rodearle la cintura—. Tu madre quiere vernos abajo. Dice que tiene una idea.

Marianne está sentada detrás del mostrador con los ojos enrojecidos. Mueve la mano para restar importancia a la inquietud de Finn.

—Hoy termina un sueño y comienza otro —declara, girando el anillo de rubí en su dedo.

Finn y yo estamos en medio de la librería, detrás de una estantería para escapar de las miradas de los transeúntes que se asoman al escaparate. Finn me tiene asida la mano.

—No es momento de hablar en clave, madre.

Marianne sonríe.

—Hoy es el último día que la librería Belastra abre al público. No nos ha ido mal con ella, pero creo que ha llegado la hora de cerrar sus puertas.

—¿Qué? Ni hablar. —Finn me suelta la mano y avanza unos pasos—. No puedes tomar esa decisión sin hablarlo primero conmigo.

—Técnicamente, cariño, sí puedo, soy la propietaria —replica Marianne con un tono desenfadado.

—¿Por qué ahora? ¿Qué tiene eso que ver con…? —De repente mira a su madre como si hubiera comprendido algo—. No puedes hablar en serio.

—Tan en serio como un cementerio —asegura Marianne al tiempo que se levanta y le da una palmada en el hombro—. Puedes hacer lo que te apetezca, pero ya no puedes trabajar como librero.

—No entiendo nada —confieso, sintiéndome como una boba.

Finn se revuelve el pelo.

—Mi madre quiere que me una a los Hermanos. —Se vuelve hacia mí y se recuesta en el mostrador—. El hermano Ishida vino anoche a proponerme que ingresara en la Hermandad, y para hacer más atractiva la propuesta me ofreció el puesto de profesor de latín en la escuela secundaria. El viejo puesto de tu padre. La oferta lleva como condición que ocupe el lugar del hermano Elliott en el consejo.

—Ni hablar. —Meneo la cabeza—. Es… Vosotros amáis esta tienda. No podéis renunciar a ella por mí.

—La librería ya está fuera de la ecuación —nos recuerda Marianne—. Además, Clara y yo estaríamos mucho más seguras si Finn fuera miembro de la Hermandad. Soy demasiado vieja para que me envíen a la cárcel, y no parece que los Hermanos vayan a aflojar. Si Finn muestra la suficiente severidad para cerrarle el negocio a su madre, adelante, esa es la clase de hombre que buscan. Y nunca sospecharán que su esposa es bruja.

—Mi madre tiene razón —dice Finn—. Y con mi salario de profesor podría mantener a una esposa. No sería gran cosa, pero…

—Eso me trae sin cuidado —le interrumpo—. No quiero que acabes detestándote. Es demasiado. Tendrías que arrestar a chicas como yo, separarlas de sus familias y encerrarlas en Harwood. La mayoría no son brujas de verdad, Finn. Y aunque lo sean, no está bien. Tú sabes que no está bien.

Finn me toma de la mano.

—No me haría ninguna gracia, Kate. De hecho, lo odiaría, pero si eso garantiza tu seguridad… —Se le apaga la voz—. Tú te sacrificarías por proteger a tus hermanas. Déjame hacer esto por ti. Por nosotros.

Me muerdo el labio. Me parece un precio excesivo. Debería negarme.

Debería, pero no voy a hacerlo.

—¿Qué les impide a las Hermanas enviarme a New London mañana mismo? —señalo—. Una vez que Elena confirme que puedo hacer magia mental, dudo mucho que me deje quedarme en el pueblo otros dos meses.

—Los Hermanos se toman la ceremonia de intenciones muy en serio —dice Marianne—. Es un compromiso ante el Señor casi tan importante como los votos matrimoniales. Aunque no es lo habitual, a veces a las chicas se les mete algo entre ceja y ceja, y solicitan un permiso especial para adelantar la ceremonia. Los Hermanos están tan acostumbrados a que las chicas no acaben de decidirse que se muestran encantados de concederlo. —Me mira con una sonrisa resuelta—. Podrías anunciar tu compromiso con Finn antes de lo estipulado. Digamos… ¿mañana?

—Y si soy tan importante para las Hermanas como ellas aseguran, no querrán arriesgarse a que atraiga la atención de la Hermandad rompiendo mi intención. —Busco la mirada de Finn—. ¿Estás completamente seguro?

Apoya su frente en la mía, acaparando todo mi campo de visión.

—Sí.

Cierro los ojos y dejo que su fuerza me calme. Luego me vuelvo hacia su madre.

—¿Marianne?

—Los padres solo quieren que sus hijos sean felices. De hecho… —Se quita el anillo de rubí—. Creo que este anillo debería ser ahora tuyo. Es la sortija de compromiso que me regaló Richard.

—No puedo… —protesto.

Pero Finn la acepta y la sostiene en la palma de su mano. Me mira directamente a los ojos, y su mirada es una auténtica carta de amor. Cuando habla, su voz suena ronca.

—¿Quieres casarte conmigo, Kate?

Callo, y la pregunta queda flotando en el aire. Jamás me he sentido tan aceptada —por quien soy, no por quien desearía ser—, tan amada y respetada como en este momento. La decisión es mía.

—Sí —susurro.

Finn desliza el sencillo aro de oro en mi dedo anular, y cuando lo giro, el rubí centellea con la luz del sol. Se inclina y posa sus labios en los míos para sellar la promesa.

—Estoy deseando hacerte mi esposa.

—Kate Belastra —pruebo, y pese a la solemnidad del momento, pese a saber el precio que tendrá que pagar, no puedo evitar una sonrisa—. Katherine Anna Belas…

Me interrumpe un grito. Un grito interminable, un aullido que me eriza la piel.

Finn corre hasta la ventana para ver la calle. Cuando se vuelve su expresión es de angustia.

—Los guardias están realizando otro arresto —dice.

La mujer vuelve a gritar. Esta vez el grito se ve sofocado de cuajo por un golpe contundente.

Marianne palidece.

—¿Quién es? —pregunta.

Finn arruga la frente. Muy pronto él será cómplice de arrestos parecidos.

—Brenna Elliott.

Se me cae el alma a los pies.

—Tengo que verla.

Marianne abre la puerta y sale de la tienda. Se detiene en los escalones, apretando con fuerza la barandilla de hierro.

Brenna se encuentra en la acera de enfrente, encogida sobre los adoquines. Debajo de la capa, el dobladillo de su vestido amarillo está manchado de barro. Sobre su mejilla enrojecida por las lágrimas resalta la huella blanca de una mano. Mientras la observo, se acercan dos guardias descomunales de los Hermanos. Brenna retrocede gateando y cae en la alcantarilla.

La gente se apiña a su alrededor.

—¡Bruja! ¡Bruja! —dicen sus gritos, unos fuertes y burlones, otros quedos e inyectados de odio.

Un niño le arroja una piedra y le atina en medio de la frente. Un hilo se sangre resbala por su rostro. Uno de los guardias la agarra bruscamente por el brazo. Brenna grita, y la maraña que forma su pelo castaño le cae sobre la cara ensangrentada. El guardia la abofetea de nuevo, y Brenna calla.

La levantan uno por cada lado. Brenna tiembla como un árbol joven en medio de una tormenta.

El hermano Ishida da un paso al frente.

—Esta chica está loca y será trasladada al manicomio de Harwood sin más demora.

Brenna se balancea, gimiendo como un animal herido.

—¡No! —Rory echa a correr por la calle, deslumbrante en su vestido rojo. Ni siquiera se ha detenido a ponerse una capa—. ¡Brenna!

Sachi sale disparada hacia Rory y tira de ella para sumergirla de nuevo en la multitud.

El hermano Ishida se gira hacia el grupo congregado en la calle.

—La señorita Elliott cree que puede ver el futuro. ¿No es acaso una osadía que una mujer débil se crea capaz de hacer el trabajo del Señor? A instancias de su abuelo le permitimos regresar junto a su familia. Creímos que se había curado, pero nuestra indulgencia no se ha visto recompensada. Por el bien de nuestra comunidad, hemos decidido enviar a esta alma maldita de vuelta al manicomio.

Giro sobre mis talones y entro de nuevo en la librería. No puedo continuar presenciando la horrible escena.

Finn me sigue, cierra la puerta tras de sí y me lleva detrás de la primera estantería para abrazarme. Aunque no lloro, tiemblo de miedo.

—Conmigo estás a salvo —dice una y otra vez, acariciándome la espalda—. Conmigo estás a salvo. Jamás permitiré que te hagan una cosa así.

No estoy segura de a quién de los dos está intentando consolar.

Son más de las dos cuando me marcho de la librería. Voy a llegar tarde a mi cita con Elena. Me disculpo con John por haberle tenido esperando en el carruaje y de regreso a casa repaso el plan que Marianne y yo hemos concebido. Explicaré a Elena lo horrible que ha sido todo, el pánico de Brenna. No me será difícil mostrar mi congoja. Le diré que estoy demasiado afectada para recibir hoy la clase de magia. Por muy leal que Elena sea a las Hermanas, seguro que no querrá que una bruja asustada y dispersa haga estragos con su memoria. Le prometeré que mañana, después de la iglesia, cooperaré.

Para entonces habré anunciado mi compromiso con Finn —el actual candidato de los Hermanos— y ya será tarde para que Elena pueda obligarme a ingresar en las Hermanas.

Después de apaciguarla iré a ver a Maura y a Tess. Les hablaré de la profecía y les enseñaré el diario y la carta de madre. Aunque se enfadarán conmigo por no habérselo contado antes, dadas las advertencias de madre, lo entenderán. Es preciso que lo entiendan. Puede que Maura no me crea a mí, pero seguro que creerá a madre. Comprobará que las Hermanas no están pensando en lo que es mejor para nosotras, verá que tenemos que permanecer juntas en Chatham y protegernos mutuamente.

Por último, les hablaré de Finn. Espero que se alegren por mí.

El corazón se me llena de gozo cuando el carruaje se detiene en la entrada. La casa sigue ahí, blanca, con su tejado a dos aguas, rodeada de arces que se despojan de su piel estival. Mi hogar. Quiero coger la tierra a puñados y besarla. No tendré que irme de aquí después de todo. No muy lejos, cuando menos.

Irrumpo en la rosaleda, lista para presentar mis excusas a Elena.

Pero no está.

Caramba. Entro corriendo en casa. No encuentro a nadie en el salón. Tess está leyendo en el estudio de padre. En la habitación de Elena tampoco hay nadie. Por una vez que la busco, ni rastro de ella.

Presa de la irritación, abro la puerta de Maura sin llamar.

—Maura, ¿has…?

Me detengo en seco. Maura y Elena están sentadas, muy juntas, en el banco de madera de la ventana. Tienen las faldas enredadas, el rosa peonía de Elena y el crema de Maura, formando una espuma de seda y puntillas.

Maura tiene la mano sobre la curva de la mejilla de Elena. Sus labios sobre los labios de Elena.