17

Me retiro a la seguridad de mi cuarto con la carta de madre hecha una bola en mi mano. Abro las cortinas y me siento en su viejo sofá de terciopelo para aspirar el suave aroma a agua de rosas que aún lo impregna. Contemplo la salida del sol, salmón y rosa, por el filo de la colina. Escucho el trino de los pájaros y los sonidos de la casa al despertarse. Medito sobre lo que debo hacer.

Las Hermanas harán lo que sea mejor para las Hijas de Perséfone, no lo que sea mejor para las muchachas Cahill. La carta de madre lo deja bien claro. Sin embargo, ¿cómo puedo mantener a mis hermanas y a mí alejadas de sus garras?

No quiero que las chicas de Nueva Inglaterra crezcan asustadas e impotentes, pero mi promesa a madre es mi principal prioridad. Ante todo he de mantener a salvo a mis hermanas.

Cuando bajo a desayunar encuentro a Elena merodeando en el recibidor. Me sonríe de oreja a oreja.

—Te estaba esperando.

—¿Por qué? —pregunto secamente.

—Es hora de que me digas la verdad, Kate. ¿Puedes hacer magia mental?

Reprimo el deseo de recular y me estiro cuan alta soy.

—Ya te lo he dicho, no lo sé.

Elena me mira fijamente a los ojos.

—No te creo.

La fulmino con la mirada.

—¿Me estás llamando embustera?

Elude la pregunta jugueteando con su pendiente de jade. Hoy lleva un vestido rosa festoneado de verde menta.

—Creo que estás asustada. No fui capaz de romper tu hechizo en el jardín, y tampoco tus hermanas. Una bruja tan poderosa sería recibida con los brazos abiertos en el convento de las Hermanas. Eres demasiado poderosa para malgastar tu talento de ese modo.

—Lo que ocurrió en el jardín fue pura casualidad. —Evito sus ojos clavando los míos en el espejo dorado que cuelga sobre la mesa del recibidor. Estoy pálida y tengo unas ojeras enormes.

—¿En serio? —Elena posa una mano en mi brazo. Su piel tersa y morena contrasta con el celeste de mi vestido.

—Sé que una de vosotras puede hacer magia mental, Kate.

Me aparto con el pretexto de retocarme el pelo.

—No veo de dónde has sacado esa idea.

—Tu padre tiene algunas lagunas en la memoria ciertamente interesantes.

Me quedo paralizada. ¿Cómo puede saberlo?

—Mi madre podía hacer magia mental.

—Pero esas lagunas son de después de su muerte. No parece recordar en absoluto el consejo de la señora Corbett de enviarte al colegio de las Hermanas. Qué curioso. ¿Quién habría utilizado esa magia oscura para que no os separaran?

La señora Corbett, la vieja arpía. No sé por qué me sorprendo. Aún debería estar agradecida de que no nos haya entregado a los Hermanos.

—Tess tenía entonces… ¿Diez años? —prosigue Elena—. Demasiado joven para que su magia se hubiera manifestado. Eso os deja a Maura y a ti, y si Maura supiera que puede hacer magia mental, me lo habría contado. De modo que solo quedas tú. —El reflejo de Elena me observa desde el espejo—. Tengo una obligación para con las Hermanas. No creo que sea a Maura a quien quieren, pero si no cooperas conmigo, me atrevo a decir que ella sí lo hará. Está deseando ir a New London. Se marcharía hoy mismo si se lo propusiera, especialmente si se enterara de los muchos secretos que le ocultas. Le he tomado mucho cariño a Maura, no me gustaría que saliera malparada. Por desgracia, las Hermanas que dirigen el convento defienden algunas ideas algo maquiavélicas. No le infligirían un daño irreparable, pero no dudarían en utilizarla como cebo.

Me vuelvo hacia ella con el corazón latiéndome como un tambor. Se acabó.

—Deja en paz a Maura. Es a mí a quien quieres.

Elena afila la mirada.

—Necesitaré que me lo demuestres. No puedo confiar en ti, Kate. Creo que estarías dispuesta a mentirme incluso en esto.

Aprieto los puños.

—Finges ser su amiga, pero en el fondo te trae sin cuidado. Lo único que te importa son las malditas Hermanas.

Elena levanta una mano tensa, como si deseara abofetearme.

—No soy yo, sino tú, la que la está poniendo en peligro. Si te prestaras a cooperar…

Las uñas me abren lunas crecientes en las palmas.

—¿Qué quieres que haga?

Elena esboza una sonrisa triunfal.

—Podrías empezar por reunirte conmigo esta tarde para una clase de magia mental. A las dos y media en la rosaleda.

—A las dos y media —convengo mientras la maldigo por dentro—. Y si te demuestro que puedo hacerla, ¿dejarás a Maura y a Tess fuera de esto?

—Sí, siempre y cuando dependa de mí —acepta con cautela, como siempre—. Si demuestras que eres la hermana de la profecía y aceptas ingresar en las Hermanas y desempeñar tu papel en la profecía, nos ocuparemos de la seguridad de Maura y Tess.

No es exactamente una promesa, pero es preferible a nada.

—De acuerdo —digo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Le digo a la señora O’Hare que no me apetece desayunar. No soy capaz de ver la expresión petulante de Elena sin que me entren ganas de lanzarle un plato a la cabeza. Cojo una manzana de la cocina antes de salir por la puerta de atrás. El aire del otoño cruje como la manzana al morderla. Las hojas caídas cubren el camino y crepitan bajo mis botas.

Me detengo junto a un arriate de rosas blancas. La tierra necesita una escarda. Oigo el martilleo procedente de la glorieta, pero me digo que es demasiado temprano para tratarse de Finn. Hundo los hombros. Quizá sea mejor así.

Renunciar a él sería un sacrificio enorme. ¿Es eso lo que predijo Brenna? Es mucho más de lo que madre me pidió jamás. Sé que una vida con él también requeriría sacrificios: aprender a cocinar, coser, dar la vuelta a los vestidos. Pero si pudiera estar con él, vivir en el piso atestado de los Belastra sería maravilloso. Podría ver a mis hermanas, practicar magia con Sachi y Rory, visitar mi jardín cuando necesitara alejarme del pueblo y sus lenguas chismosas.

New London está muy lejos.

Aunque si eso garantiza la seguridad de mis hermanas, lo que yo quiera no importa.

Me arrodillo, rodeo con los dedos el tallo de un hierbajo rebelde y tiro de él. Cinco minutos después una pila entera descansa a mi lado. El arriate tiene ahora mucho mejor aspecto, y yo me siento mucho más tranquila. Observo el siguiente arriate: rosas granates, delante de la fuente de Cupido, echando nuevos brotes. También estas necesitan atención. Me acerco, tarareando para mí, y procedo a aplanar la tierra.

Una sombra se cierne sobre mí.

—¿Arrebatándome el trabajo delante de mis narices?

El corazón se me acelera al oír su voz.

—Puedes ayudarme si quieres.

Finn se arrodilla a mi lado manteniendo una distancia prudente. Se nos puede ver desde la ventana de la cocina.

—¿No te molesta la compañía?

Le sonrío, embelesada. Sonrío a sus labios rojos, a sus pecas, a sus ojos castaños.

—La tuya no.

—Te encanta esto, ¿verdad? —me pregunta, señalando las flores—. No solo el bello resultado final, sino el trabajo.

—Sí. —La señora O’Hare está todo el día regañándome. Siempre me olvido los guantes y se queja de que me estropeo las manos y me entra tierra en las uñas. Personalmente, no entiendo qué daño puede hacer un poco de tierra—. Me llena de satisfacción dejar las cosas mejor que cuando las empecé. Y no me gusta encerrarme en casa.

—Entiendo. —Finn desliza la yema de su pulgar por mi mejilla—. Eres preciosa. Constituye una negligencia por mi parte no habértelo dicho más a menudo. Como una Pomona moderna. O como Venus, diosa de los jardines y la fertilidad antes de convertirse en diosa del amor.

Me sostiene la mirada un instante, lo suficientemente largo para ruborizarme, y luego se pone a desenmarañar la enredadera que trepa por los rosales. Me siento sobre los talones y observo la suavidad con la que sus dedos separan las hojas.

Es tan cautivador… Cuando estoy con él solo quiero olvidarme de profecías, obligaciones y hermanas. Quiero ser una chica normal enamorada.

Me siento en el borde de la fuente y deslizo las manos por el agua fría que tengo detrás.

—¿Qué te gusta a ti? —pregunto.

—¿Qué? —Finn ladea la cabeza como un periquito.

—A mí me gusta la jardinería, a Tess la repostería, a Maura… —Maura sueña con escapar. Sacudo la cabeza, negándome a perderme por ese derrotero—. Si no tuvieras que trabajar aquí ni en la librería, ¿cómo pasarías tu tiempo?

Se detiene a meditarlo.

—Encerrado en casa, probablemente. Antes de la muerte de mi padre había planeado ir a la universidad. No hay mucho mercado para los eruditos independientes en los tiempos que corren, pero me gustaría hacer mi propia traducción de los mitos. Orfeo y Eurídice es uno de mis favoritos. Baucis y Filemón. Todas las hazañas de Apolo…

Conozco esas historias; son las mismas que Tess ha estado estudiando con padre.

—Puedes hacer tus traducciones de todos modos, ¿no? —pregunto a la vez que recojo una hoja de la fuente.

—Eso intento, pero es difícil encontrar el tiempo.

—Lo siento —digo, recordando que no soy la única que ha sufrido una pérdida—. Lo de tu padre. Debió de ser terrible.

—Falleció de manera repentina. No puedo saber si eso fue mejor o peor. Mi madre se ha mantenido firme como una roca, por nosotros, aunque sé que ella se ha llevado el golpe más duro. Yo intento ayudarla en lo que puedo.

—Estoy segura de que eres de gran ayuda.

Finn se atusa los cabellos ya revueltos. ¿Se molesta siquiera en peinarlos por la mañana?

—Tal vez, pero me gustaría poder hacer más.

Me embarga un poderoso impulso protector. Sé que ya tengo suficientes preocupaciones; sin embargo, por lo que sea también deseo asumir las suyas.

—Quiero saber qué te preocupa. Quiero conocerte, saberlo todo de ti. Cuál es tu flor favorita, tu comida favorita, tu libro favorito.

Finn sonríe.

—Hay tiempo de sobra para eso.

¡No lo hay! Apenas dispongo de tiempo. Una vez que Elena confirme que puedo hacer magia mental, ¿aguardará hasta mi ceremonia de intenciones? ¿Podré volver a verle antes de que me envíen a New London?

El corazón se me encoge de dolor. Me inclino hacia delante y sigo arrancando los desventurados hierbajos. Una ramita del rosal se parte bajo mis manos negligentes. La arranco y la arrojo lejos.

—Kate, ¿he dicho algo que te haya molestado? —Finn se levanta y me mira titubeante.

—No. El problema no eres tú. —Me tiembla un músculo del párpado. Lo aplasto con el dorso de la mano.

Puede que las Hermanas no sean, después de todo, tan horribles. Nos protegerán de los Hermanos. No nos enviarán a la cárcel ni al manicomio. Quieren ayudar a las chicas como nosotras. ¿Realmente puedo reprocharles su inflexibilidad? Yo haría lo que fuera por proteger a Maura y a Tess, aunque eso perjudicara a otras personas. Las Hermanas sienten lo mismo, solo que su esfera es mucho más amplia.

Podría llegar a disculpar sus métodos si no los emplearan con mi familia.

El futuro que deseo se halla delante de mí, con la frente fruncida y la preocupación reflejada en la mirada.

—¿Qué ocurre entonces? Cuéntamelo.

—No puedo. —Me levanto.

—Si hay algo que te hace infeliz quiero saberlo. Por favor.

Lo miro, lo miro de verdad, más allá de las pecas y el cabello alborotado y sus magníficos besos. Finn es un hombre inteligente y competente educado por una madre inteligente y competente. Le gusto tal como soy, no solo la chica sonriente que atrapaba pececillos con las manos y trepaba a los árboles, sino la chica terca e irascible que puedo ser a veces. Creo que seguiría gustándole —seguiría amándome— aunque supiera lo de mi magia.

Pero ¿y si descubriera que he hecho magia con él? Clavo los ojos en los adoquines bajo mis pies. Es imperdonable.

No soy digna de Finn.

Me sacudo la tierra del vestido.

—Debo irme. Hoy no soy buena compañía.

Observa con patente desconcierto cómo me alejo, y no se lo reprocho. Recorridos unos metros, grita:

—¡Las azucenas, creo! Y una buena tarta de manzana. Y Las metamorfosis.

No puedo evitar una sonrisa cuando respondo:

—¡Las rosas rojas, las fresas y Los relatos del pirata LeFevre!

La señora O’Hare me regaña al verme entrar en la cocina.

—¡Señorita Kate, lávate esas manos antes de tocar nada! Y quítate las botas antes de llenarme el suelo de tierra. Veo que has vuelto a jugar en el fango.

—He estado trabajando en el jardín —la corrijo mientras me desabrocho los botas—. Las rosas me necesitan.

—Pensaba que habíamos contratado a Finn Belastra para cuidar de ellas.

—El señor Belastra tiene mucho trabajo. —Me inclino sobre el fregadero para ocultar mi rubor y procedo a enjabonarme las manos—. Con la glorieta.

La señora O’Hare carraspea y me limpia una mancha de la mejilla.

—Puede que ahora te des aires de señorita, pero sigues siendo la niña que adoraba chapotear en el barro, ¿no es cierto?

—Supongo que sí. —Le doy un abrazo tierno y fugaz. Huele a tostadas con mantequilla, su tentempié de media mañana desde que la conozco.

—Bah —rezonga, pero está sonriendo—. ¿Y eso por qué?

—Por ser usted. Por estar siempre aquí, con nosotras —contesto, y se ruboriza de placer.

La señora O’Hare debe de tener ya sus buenos años; siempre ha tenido el pelo gris y arrugas en la cara. A veces, cuando llueve y su rodilla izquierda, la mala, protesta, se acerca la butaca al fuego de la cocina y anuncia que es día de costura. No muestra otros síntomas de decadencia, de lo cual me alegro, porque no sé qué haríamos sin ella. Si me voy Tess la necesitará más que nunca.

Maura asoma la cabeza. Lleva un vestido sencillo de color crema con fajín rojo y el pelo recogido en una larga trenza. Parece una chiquilla.

—Bien —declara, pese a que su sonrisa denota cierto nerviosismo—. Contigo quería hablar, Kate. Es importante. ¿Puedes subir?

La sigo hasta su cuarto mientras el miedo se cierne sobre mí como una sombra. Maura cierra la puerta tras de sí y me invita a sentarme en el asiento de la ventana.

—Sé que no te gustará lo que voy a decirte, de modo que iré al grano. Esta tarde voy a escribir a padre. He tomado la decisión de ingresar en las Hermanas.

No puede. No sin conocer la profecía y lo que vaticina. Me muerdo el labio, debatiéndome entre lo que mi hermana necesita saber y lo que mi madre me pidió que hiciera.

—¡Maura, aún dispones de un año entero antes de tener que declarar tu intención!

Se da la vuelta y me hace señas para que le rehaga el lazo de la cintura.

—¿Y por qué debería esperar?

—¿A qué viene tanta prisa? ¿Tantas ganas tienes de perder de vista a tu familia?

—Tendré una familia nueva. Docenas de hermanas. —Sonríe.

Mi corazón herido sufre una sacudida. Tiro del lazo con vehemencia.

—Ya tienes hermanas.

—Lo sé, no pretendía… —Maura admira su reflejo en el espejo antes de volverse hacia mí—. Sé que últimamente hemos discutido más de lo normal, Kate, pero te echaré de menos.

—Y aun así estás dispuesta a dejarnos sin meditarlo siquiera. Así, sin más. —Chasqueo los dedos.

—No. —Maura descorre las cortinas amarillas de la ventana y se sienta a mi lado. Clava la mirada en el camino de entrada y los arces rojos—. Lo he meditado mucho. Madre no nos enseñó ni la mitad de lo que hubiera debido y no hemos practicado lo bastante. Iré retrasada para mi edad, pero la magia es parte de nuestro legado. Quiero aprender más cosas sobre ella.

—¡No puedes irte! —insisto—. Padre no te dejará.

Maura pone los ojos en blanco. Puede convencer a padre, y las dos lo sabemos.

—Tal vez a padre le sorprenda mi repentino fervor religioso, pero no se opondrá. Valorará lo generosas y académicas que son las Hermanas.

—Le diré la verdad —la amenazo, poniéndome en pie—. Le diré lo que son en realidad.

—No correrías ese riesgo. Reconozco que padre se muestra rebelde en lo que a sus libros concierne, pero si descubre que todas sus hijas son brujas le dará un ataque. Puede que su salud no resista el golpe.

Me imagino llamando a la puerta del despacho de padre. Sentándome en una de sus butacas de cuero. Inclinándome hacia delante, abriendo la boca y diciéndole que Maura es bruja. Que Tess y yo somos brujas. ¿Y luego qué? Madre le quería, pero no hay duda de que pensaba que no podría soportarlo.

—No puedes impedírmelo, así que es preferible que aceptes mi decisión. Te escribiré. No podré contarte mucho en mis cartas, no sea que la correspondencia esté intervenida, pero podrás venir a verme cuando quieras. Espero que lo hagas. Puede que una vez que veas lo feliz que soy allí… —Maura se levanta y toma mis manos entre las suyas—. Te echaré de menos.

Tiene razón, no puedo impedírselo. No está dispuesta a escuchar nada de lo que tenga que decirle. No me queda más opción que actuar a sus espaldas, y eso significa llegar a un trato con Elena.

—Yo también te echaré de menos —digo con sinceridad—. Muchísimo.

Maura me abraza con fuerza.

—Gracias. Temía que… Me alegro tanto de que hayas decidido apoyarme. Eres la mejor hermana del mundo, Kate, en serio.

—De nada —murmuro, sintiéndome como una traidora.

Una hora después irrumpo en la librería de los Belastra. Marianne está sentada en su taburete, detrás del mostrador, con las gafas de leer sobre la punta de su respingona nariz. Se las sube con el dedo índice. El gesto me recuerda desgarradoramente a Finn.

—¿Tiene clientes? —pregunto.

Niega con la cabeza y cierra el libro.

—No, pero…

—He encontrado esto —la interrumpo, sacando del bolsillo la carta arrugada de madre—. Me la dejó mi madre. Es el resto de la profecía. Dice que solo dos hermanas sobrevivirán para ver la llegada del siglo XX, porque una hermana matará a otra. Mi madre quiere que encuentre la manera de impedir que eso ocurra. Cree que se avecina una guerra y que debido a mi don me hallaré en el centro de la misma. No sé cómo voy a evitarlo. Las Hermanas ya están amenazando a Maura para llegar a mí. Son despiadadas. ¿Sabía usted eso? —Me acerco con paso firme y arrojo la carta sobre el mostrador—. ¡Porque debo decir que me parece un descuido por parte de mi madre no contármelo antes de morir y dejarme a cargo de todo!

Prácticamente estoy gritando, por lo que no me sorprendo cuando los ojos de Marianne se abren como platos. Pero no me está mirando a mí. Está mirando por encima de mi hombro.

Trago saliva. Tengo la desagradable sensación de que hay alguien detrás de mí, en el laberinto de estanterías. Y si no es un cliente…

Me vuelvo despacio.

Es Finn, blanco como la leche.

—Kate, ¿de qué estás hablando?

El corazón se me para.

Finn no debería estar aquí. No debería haber escuchado esto.

El silencio entre los dos se prolonga.

No puedo seguir mintiéndole.

—Soy bruja.