15

—¿Qué opinas? —me pregunta Maura, dando vueltas en el recibidor. Lleva otro vestido nuevo. Este es de color verde jade ribeteado de rosa, y Elena le ha prestado los zapatos verdes de terciopelo con los que ha estado soñando desde que nuestra institutriz entró en esta casa.

—Estás preciosa. ¿De dónde has sacado esos pendientes? —le pregunto mientras dispongo un ramo de rosas rojas en el jarrón de cristal tallado de la abuela.

—Me los ha dejado Elena. ¿No son divinos? Elena es muy generosa —asegura, jugueteando con una lágrima de jade.

—Sé que la admiras, pero ¿no crees que estás llevando las cosas un poco lejos?

El pelo de Maura está recogido en un bonito moño Pompadour con algunos zarcillos sueltos delante de las orejas, exactamente como el de Elena. Su sonrisa se desvanece.

—No puedes decir simplemente que estoy bonita y dejarlo ahí, ¿verdad? Has de encontrar algo que criticar. A ti lo que te pasa es que tienes envidia.

Ay, Señor.

—¿Envidia de qué? —Retrocedo para admirar mi obra.

Maura se lleva las manos a las caderas.

—De que sea más bonita que tú.

Me miro en el espejo combado que pende sobre la mesa del recibidor: ojos grises, mentón afilado, cabello rubio rojizo, recogido en el moño trenzado que ha acabado por gustarme. No soy una belleza, soy más bien corriente, pero a Finn le gusto. Su recuerdo dibuja una sonrisa en mis labios y me ruboriza las mejillas.

—Tú eres mucho más bonita —reconozco—. Nunca lo he negado.

—Y mejor bruja —añade Maura—. Lo que ocurrió ayer en el jardín fue casualidad.

—Probablemente. —Introduzco otra rosa en el jarrón—. Ignoro qué lo provocó.

—Si llego a ser yo la que hace estallar el jardín, me lo estarías recordando durante semanas. Pero como fuiste tú, está perdonado, fue sin querer. —La voz de Maura rezuma resentimiento.

Qué momento para tener esta conversación. La señora O’Hare y Lily están en la cocina retirando las cortezas de los sándwiches de pepino y berro y disponiendo los bizcochitos de Tess en fuentes. Falta un cuarto de hora para que lleguen nuestras invitadas.

—Fue sin querer —insisto—. Sé muy bien el peligro que representó. ¡Jamás habría hecho algo así a propósito!

—Elena piensa que es muy extraño que tu magia tuviera tanta fuerza. —Maura me mira con suspicacia.

—Elena es una entrometida que…

—No te permito que hables mal de ella, Kate. Elena es mi amiga y una excelente profesora. Ya he aprendido a hacer conjuros sanadores. Agradezco tener cerca por una vez a alguien que me estimule. A ella le gusto.

Pongo los ojos en blanco.

—A mí también me gustas. Eres mi hermana, Maura. Te quiero.

—¡No es lo mismo! Tú no me tratas como una persona. Siempre te muestras displicente conmigo. Ni siquiera ahora me estás prestando la debida atención. —Dejo de trajinar con las flores para mirarla fijamente—. Y cuando me prestas atención, es para reñirme. Nunca me dejas practicar magia pese a lo mucho que sabes que me gusta. Y tampoco quieres que ingrese en las Hermanas. ¡Preferirías que me casara con un viejo horrible al que no quiero antes que verme feliz!

La empujo por el recibidor, para alejarnos de la cocina y de oídos ajenos.

—Eso no es verdad. Por supuesto que quiero que seas feliz.

—Entonces, demuéstramelo. —Los ojos azules de Maura me miran, calculadores—. No necesito tu permiso, pero me gustaría tu bendición. Dame tu bendición para ingresar en las Hermanas.

¿Es esto obra de Elena? No puedo darle mi bendición. No sin conocer todo el contenido de la profecía. Si las Hermanas constituyeran nuestra mejor opción, si fuera tan sencillo, madre me lo habría dicho.

—¿Realmente es lo que quieres?

Maura asiente con vehemencia.

—Sí. Ya no soy ninguna niña, Kate. Sé lo que quiero. Quiero estudiar magia en New London.

—¿Qué me dices del matrimonio? ¿De los hijos? ¿Estarías dispuesta a renunciar a eso?

Baja la vista y juguetea con la pulsera de oro de su muñeca.

—No quiero casarme.

—Si te enamoraras de un hombre, podrías cambiar de opinión —señalo, pensando en Finn. No es nada nuevo. He estado pensando en él todo el día, en momentos de silencio sueltos: mientras Elena me corregía los ejercicios de francés, mientras sacaba puntos a los bordados de mis fundas de almohada, mientras la señora O’Hare me regañaba por no terminarme el desayuno. En cuestión de semanas, Finn se ha convertido en el centro de mis ensoñaciones.

—No es lo que quiero —asegura Maura desde el pie de la escalera, deslizando un dedo por la madera curva de la barandilla.

—Tampoco yo creía desearlo, pero he cambiado de parecer.

Arruga el entrecejo.

—De modo que piensas casarte con Paul. ¿Has meditado siquiera la posibilidad de ingresar en las Hermanas? Estás decidida a mantenernos unidas, pero solo de la manera que tú elijas. ¡Me harías renunciar a mis sueños sin ningún sacrificio por tu parte!

—No he dicho que vaya a… —protesto, aunque Maura ya está subiendo la escalera con paso firme, presumiblemente rumbo al cuarto de Elena. Me siento en el primer peldaño y entierro la cabeza en las manos.

Oigo un frufrú de faldas a mi espalda.

—Disculpa —dice Elena pasando por mi lado—. ¿Has discutido con Maura? Está en su cuarto dando golpes a las puertas.

Levanto la vista. Elena está retocando mis rosas.

—¿Te importaría dejar las rosas tranquilas? —gruño antes de dirigirme a la cocina—. No te necesitamos aquí. ¡Estábamos muy bien antes de que llegaras!

La señora Corbett es la primera invitada en llegar. La hago pasar al salón una vez que Lily le ha recogido la capa. La mujer aposenta su voluminoso cuerpo en el sofá de color crema, y le sirvo una taza de té y unos bizcochitos de limón con semillas de amapola hechos por Tess.

—¿Cómo les va con nuestra querida Elena? —me pregunta—. Confío en que se estén esforzando por hacerla sentir como en casa.

—Oh, se ha convertido en una presencia indispensable. No hubiéramos sido capaces de organizar todo esto sin ella.

Es cierto. Elena ha elegido nuestros vestidos, ha decidido el menú, nos ha enseñado las reglas de protocolo y nos ha indicado en qué casas dejar tarjetas de visita con nuestros nombres acompañadas de una invitación. Debería estarle agradecida, pero solo ha conseguido que la deteste aún más.

—Sabía que sería la institutriz idónea. «Las señoritas Cahill son menos sofisticadas que sus anteriores alumnas», le dije, «pero más necesitadas». Y ya se nota la diferencia. Se las ve muy elegantes en la iglesia, y fíjese lo arreglada que va hoy. —La señora Corbett levanta la vista ante la llegada de las Winfield. ¡Habla como si antes de Elena fuéramos en pantalones!—. Es maravilloso el cambio que ha generado en las tres. Denle unas semanas más, y no habrá quién las reconozca.

—Eh… gracias. —La sonrisa pegada a mi cara no flaquea.

¿Dónde está Maura? Es ella la que piensa que Elena colgó la luna en el cielo, es ella la que tendría que estar aquí poniéndola por las nubes. Pero no, Tess y ella están sirviendo té y limonada a las demás invitadas mientras yo me he quedado atrapada en el sofá con esta vieja sargenta.

—Me alegra oír que las cosas van bien. No imaginas lo mucho que me disgustaría tener que preocupar a su padre con un informe desfavorable —continúa.

Me rechinan los dientes. Sería muy propio de la señora Corbett escribir a padre para chivarse.

—Tess ha escrito a nuestro padre, y me atrevo a decir que se mostrará encantado con nuestros progresos. Tenía usted razón, señora Corbett, había llegado el momento de que Maura y yo saliéramos de casa. De hecho, tendríamos que haberlo hecho hace tiempo. No sé en qué estaría pensando. Todo el mundo ha sido muy amable con nosotras, especialmente la señora Ishida. A Maura y a mí nos hizo mucha ilusión su invitación. —Estoy pecando de jactanciosa, pero no puedo evitarlo. He oído que las esposas de los Hermanos nunca invitan a la señora Corbett a sus recepciones.

—Ya. —La señora Corbett pestañea lentamente, como una lagartija al sol—. He observado que usted y la señorita Ishida se han hecho muy buenas amigas.

—Sachi es maravillosa. La he adoptado como modelo de lo que debería ser una auténtica señorita. —Lanzo una mirada desesperada hacia la puerta, ansiando que Sachi aparezca para rescatarme.

—Su padre no podría desear una compañía mejor. La señorita Ishida es una muchacha intachable —conviene la señora Corbett, si bien sus ojos me recorren como arañas desconfiadas, como si estuvieran deseando encontrar algún defecto.

¿Estoy exagerando? Tal vez debería mostrarme un poco menos aduladora.

La señora Corbett contempla los retratos familiares colgados sobre la chimenea.

—¿Ha tomado alguna decisión sobre su intención? La vi hablar con Paul McLeod en la iglesia. Los McLeod son una buena familia. Muy respetada.

Paul. Casi no he pensado en él en todo el día.

—Aún no he decidido nada —murmuro.

—¡Kate! —Sachi irrumpe en el salón con una peineta de brillantes en el pelo y un vestido turquesa—. Buenas tardes, señora Corbett. Está fantástica. Nos disculpa, ¿verdad?

Me lleva al recibidor y rompe a reír.

—¡Menuda cara! Parece que te estén arrancando las pestañas.

Ceñuda, me apoyo en la barandilla de la escalera con cara de pocos amigos.

—La señora Corbett es una vieja entrometida.

Sachi le lanza una mirada por encima del hombro.

—Nunca me ha caído bien, siempre vestida de negro como un ave carroñera. A mí me parece que exagera con el luto. Su marido murió hace cuatro años. Y todo el día que si Regina esto, Regina lo otro. Regina Corbett es una…

—Cabeza hueca —declaro con regocijo.

—Exacto. —Interrumpimos la conversación para saludar a la señora Ralston y la señora Malcolm cuando Maura las hace pasar al comedor—. ¿Has encontrado ya algún libro para nosotras?

—No he podido escaparme, pero le he pedido a la señora Belastra que me traiga uno.

Sachi enarca las cejas.

—¿La has invitado a tu casa? ¿Hoy?

—Sí. ¿Por qué? —Reprimo el impulso de defenderme.

—Es una tendera, Kate.

—Eso es esnobismo.

—No, es un hecho. —Sachi se inclina para oler las rosas—. Las demás damas le harán el vacío. Todo el mundo cuchicheará a sus espaldas, y la mujer se sentirá fatal. ¿Has invitado a Angeline Kosmoski y a su madre? ¿O a Elinor Evans?

La hija de la modista y la hija de la confitera.

—No.

—Naturalmente que no, y Marianne Belastra es menos respetable que esas mujeres. Ya sabes que los Hermanos la tienen tomada con ella. Mi padre detesta la idea de que toda esa información descanse en su librería al alcance de cualquiera.

—La gente seguiría comprando libros sin los Belastra. Se los harían traer de New London.

—La gente con dinero, quizá. Y los libros tendrían que pasar por la oficina de correos. Padre tiene un informante allí. El viejo Carruthers le informa sobre el material prohibido.

—¿Carruthers revisa el correo de la gente? —Abro los ojos de par en par, desviándome momentáneamente del tema—. ¡Imagina la de chismes que debe conocer!

Sachi se vuelve hacia el salón, donde su madre, rodeada de admiradoras, está agitando briosamente su abanico de seda verde.

—Lo que quiero decir es que es arriesgado. Una cosa es que te pases por la librería, pues la gente dará por sentado que vas por encargo de tu padre, y otra muy distinta que te relaciones socialmente con la señora Belastra. La gente hablará.

Pese a que no me gusta, soy lo bastante pragmática para reconocer una verdad cuando la oigo. Es justamente lo que me estaba advirtiendo Finn. Un matrimonio por amor será romántico en las novelas de Maura, pero no aquí. No tratándose de una familia con dos elementos en contra: su pobreza y su empeño en ir en contra de los Hermanos.

Si me casara con Finn pondría a mis hermanas en peligro.

Así y todo, ¿soy lo bastante fuerte para renunciar a él?

Llevo todo el día dando vueltas a este problema como si fuera una ecuación matemática. Ojalá fuera posible, aunque no creo que pueda casarme con él por mucho que lo desee. Por mucho que le desee. Me ruborizo por dentro. Nunca antes he pensado en lo que acontece entre un marido y su esposa. No puedo evitar preguntarme cómo sería compartir el lecho con Finn.

Sachi me propina un codazo.

—Qué mirada tan misteriosa. Cuenta.

Descubierta, vacilo. Necesito consejo. Las dos veces que he perdido el control de mi magia últimamente han sido por Finn. Por besar a Finn, concretamente. ¿Es normal que la magia reaccione de esa manera? Eso solo podría saberlo otra bruja, y está claro que no puedo preguntárselo a Elena. Pero tampoco a Sachi, por lo menos no aquí, con medio pueblo yendo y viniendo.

Bajo la voz.

—No puedo contártelo aquí.

Se inclina hacia mí. Huele a polvos y a verbena amarilla.

Retrocedo hacia la barandilla de la escalera, sonrojada.

—Últimamente me cuesta controlar mi magia. En determinadas situaciones. Con determinada compañía.

Sachi se alisa el cabello.

—¿Qué clase de compañía?

—Hombres. Bueno, un hombre —me corrijo.

—Fascinante. Traeré a Rory, es su especialidad —dice riendo.

—¿Es necesario? Preferiría que esto quedara entre tú y yo. —Miro nerviosa hacia la miríada de damas reunidas en el salón bebiendo té y mordisqueando los bizcochitos de limón con semillas de amapola que ha hecho Tess. Destacando con su vestido naranja, Rory salta de un grupo a otro como un tigre inquieto.

—Lo entiendo, pero yo no soy ninguna experta. ¿Quieres ayuda o no? Si tiene que ver con un hombre, Rory lo sabrá.

—Quiero ayuda, pero Rory… no sé, es un poco veleidosa. ¿Puedo confiar en ella?

Sachi frunce la boca.

—¿Confías en mí? —Asiento—. Entonces, te doy mi palabra de que puedes confiar en Rory. ¿Podrías reunirte con nosotras el viernes por la noche?

No soy una cobarde, pero no me atrae la idea de adentrarme sola en el pueblo por la noche.

—¿No podríamos vernos mañana en casa de Rory?

Sachi esboza una sonrisa tímida cuando la señora Collier y Rose cruzan la puerta.

—La señora Elliott ha despedido a Elizabeth, y la chica nueva es una entrometida. Nos desharemos de ella, pero aún tardaremos unos días en tener la casa para nosotras. Si quieres esperar…

—No. —No puedo permitirme tener otro percance con mi magia. Y no soporto la idea de evitar a Finn mucho tiempo—. Cuanto antes mejor.

—Podríamos vernos en algún lugar de tu propiedad. Si no te da miedo salir después de que anochezca, claro —añade con una sonrisita de suficiencia.

Con Elena rondando por todas partes como un espíritu, ya no puedo fiarme de la rosaleda. Existe un lugar que podría servir. No es un lugar que me guste frecuentar, ni siquiera a plena luz del día, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

—Al otro lado del estanque hay un cementerio. Nos veremos allí el viernes por la noche. Si venís campo a través, nadie podrá veros desde la casa.

A Sachi le tiemblan los labios.

—La hora de las brujas en un cementerio. El lugar perfecto para nuestro primer aquelarre.

Media hora después Rose Collier está consiguiendo matarme de aburrimiento. Igual que la señora Ishida utiliza el adjetivo «adorable» para cualquier cosa, para Rose todo es «ideal»: mi vestido, el pan de calabaza de Tess, el papel de las paredes del salón. Pronto pasamos a hablar del tiempo. Hace un día radiante para octubre en Nueva Inglaterra, típico del veranillo de San Martín. Nunca he visto un cielo tan azul. Y, oh, sí, me alegro de que se me ocurriera servir limonada además de té.

Estoy distraída observando el zumbido de una mosca común que golpea la ventana cuando Rose suelta un murmullo de desaprobación.

—¿No debería hacer su entrega por la cocina?

Marianne Belastra se halla en la puerta, vacilando y tan incómoda como predijo Sachi. Lleva un vestido de cuello alto de color óxido con las mangas rectas y un polisón pasado de moda. No le favorece ni el color ni el corte.

—Mira, ha venido con su patito feo. Mamá dice que esa criatura crece más deprisa que un hierbajo. Debería darle vergüenza pasearse en público enseñando los tobillos. ¿Qué clase de madre permitiría algo así? Pero supongo que a la señora Belastra le trae sin cuidado todo menos los libros.

Rose habla con un tono de lástima fingido. Es evidente que espera de mí una reacción similar, pero el corazón se me encoge cuando veo a Clara seguir torpemente a su madre con un pichi marrón demasiado infantil y demasiado corto.

Me vuelvo hacia Tess. Está en el comedor sirviendo té con suma diligencia, dando conversación a las matronas con total naturalidad y actuando como si encontrara sus chismorreos tan fascinantes como Ovidio. Tess es una chica bonita, sin las incómodas penas de crecimiento de Clara, pero apenas unas semanas atrás también habría parecido extraña y poco elegante. Las lecciones de Elena le han dado desenvoltura, sus instrucciones en la tienda de modas han hecho que de patitos feos nos transformáramos en cisnes. Pese a sus defectos, Elena nos ha enseñado a no llamar la atención.

Nadie se levanta para recibir a las Belastra. Las tazas de té se detienen en el aire al tiempo que los murmullos se deslizan por la estancia como serpientes de cascabel. Clara baja la cabeza con el rostro enrojecido bajo las pecas y la mirada torturada. Es evidente que preferiría estar en otro lugar. En cualquier otro lugar.

Y yo pensando que les estaba haciendo un favor.

—Señora Belastra, gracias por haber venido. —Mi voz suena alta y clara como las campanas de la iglesia—. Es un placer para nosotras tenerlas aquí. ¿Les apetece una taza de té? Clara, te presento a mi hermana Tess. Tiene tu edad.

Siento que las aceleradas palabras se me atascan en la lengua, pero creo que he hecho una actuación aceptable. Clara es la hermana de Finn. No puedo permitir que permanezca indefensa mientras esas mujeres estúpidas la rechazan e insultan.

Como si fueran nuestras invitadas de honor, hago pasar a las Belastra al comedor, les sirvo té y las animo a probar los dulces de Tess. Me gustaría llevarme a Marianne aparte y pedirle consejo, pero no puedo ser vista cuchicheando con ella. Y dado que la magia es un tema prohibido, no sé de qué otra cosa hablar con la madre de Finn. Me asalta un miedo irracional a que pueda leerme la mente y descubrir que he tenido pensamientos lujuriosos sobre su hijo.

Por fortuna, Tess está mucho menos incómoda que yo y asume al instante el control de la situación.

—¿Le gusta la repostería, señorita Belastra? Estos bizcochitos de semillas de amapolas los he hecho yo.

La lista de Tess. Le lanzo una mirada de admiración. Sabe que la familia Belastra no puede permitirse una criada y que estando la señora Belastra todo el día en la librería es muy probable que a Clara le toque cocinar casi siempre. Reconocer que ella también pasa tiempo en la cocina las coloca en una situación equiparable. Clara le confiesa un percance con una masa de hojaldre, y al poco rato están riendo y charlando como cotorras.

Ojalá tuviera yo la habilidad de Tess. Le pregunto a Marianne cómo va el negocio y me habla de que está esperando un envío de cuentos morales para niños aprobados por la Hermandad. Cuando le pregunto qué está leyendo actualmente —pregunta que Tess adora—, me habla con entusiasmo de un poeta francés al que acaba de descubrir.

Jugueteo con las rosas de la mesa y me vuelvo hacia el salón. Maura está junto al piano hablando animadamente con Cristina Winfield y otras chicas del pueblo, y Sachi y Rory están cuchicheando en el diván. Hasta ahí todo normal, pero la señora Corbett y algunas esposas de los Hermanos están reunidas alrededor del sofá y me pregunto de qué estarán hablando. ¿Hemos hecho algo mal? ¿Está todo a la altura?

—Esta merienda es para vosotras como una fiesta de presentación en sociedad, ¿no es cierto? —me pregunta Marianne, sacándome de mi ensimismamiento—. Deberías volver con tus invitadas de verdad.

Levanto bruscamente la vista, avergonzada de que me haya pillado en Babia.

—Usted y Clara son nuestras invitadas tanto como las demás.

—Ha sido todo un detalle que nos invitaras, Kate, pero eres una chica sensata. Relacionarte con mi familia no te beneficiará lo más mínimo. Tienes que comprenderlo.

Lo comprendo, pero cuando pienso en su hijo mi sensatez sale volando por la ventana.

¿Le ha hablado Finn de nosotros? Solo de pensarlo me entran escalofríos. Pese a que Marianne y mi madre eran amigas, eso no significa que le hiciera gracia que su hijo se casara con una bruja.

Tiene el tono juicioso de Finn. «No me enorgullece demasiado decir esto». La diferencia de clase social importa. No a mí, quizá, pero sí a los demás. Aunque las muchachas Cahill tenemos nuestros secretos, el dinero nos ayuda a mantenerlos ocultos. No tenemos que vivir en el pueblo mismo. No dependemos de las compras de nuestros vecinos para subsistir. Padre no aprobará la censura de los Hermanos, pero mantiene con ellos una buena relación, y los Hermanos no se dedican a irrumpir en nuestra casa buscando libros prohibidos. Pese a que no es una situación ideal, es más fácil para nosotras que para Clara Belastra.

—Estaré bien —me asegura Marianne, interpretando mal mi silencio—. Hace tiempo que hice las paces con mi lugar en este pueblo. Ve y disfruta de tu merienda.

La vergüenza crece dentro de mí, pero obedezco.