Regresamos en silencio. Paul se detiene junto a la puerta de la cocina y se apoya en la pared de listones blancos. Parece un apuesto caballero de ciudad, con su abrigo gris y su cuidado corte de pelo. Tras contemplar las clemátides blancas que trepan por el enrejado, se vuelve muy serio hacia mí.
—Creo que te he dejado bien claros mis sentimientos. No sé qué más puedo hacer.
Coloco una mano indecisa en su brazo.
—Nada —murmuro—. Has estado… has estado fantástico. Solo necesito tiempo para pensar.
Paul enreda sus dedos en los míos.
—Yo estoy dispuesto a darte el tiempo que necesites, pero no los Hermanos.
Hundo los hombros mientras lo veo caminar hacia el granero. Sigo ahí cuando sale sobre su semental castaño y se dirige a su casa cabalgando campo a través. Me dice adiós con la mano y yo hago otro tanto.
Debería entrar en casa y contar a mis hermanas lo de su proposición de matrimonio. Dejarme abrazar y felicitar, dejar que la señora O’Hare chille y que Tess me haga una tarta de manzana para después de cenar. Fingir por un día que soy una chica normal que va a casarse con un buen hombre. Tess se llevaría un disgusto, aunque me perdonaría. Maura, me atrevería a decir, estaría encantada de tenerme colocada y fuera de su camino.
Pero ¿qué haría Elena? ¿Insistiría en comprobar de inmediato si soy capaz de hacer magia mental? Si lo hiciera descubriría al instante que lo soy, y entonces ¿qué? Sospecho que me enviaría directamente a las Hermanas.
Me llevo las manos a la cara para contener las lágrimas. No es eso lo que deseo. No deseo ir a las Hermanas. No deseo casarme con Paul. Deseo…
A Finn. Deseo a Finn.
Vacilo, pero solo un minuto. Luego, rezando por qué no se haya ido aún, cruzo corriendo el jardín. Los setos no me dejan ver, por lo que no estoy segura de qué dirección ha tomado. Sigo mi instinto por los tortuosos senderos hasta que salgo al claro.
No se ha ido. Está en la glorieta. En los últimos días ha montado la baranda. Está con las manos aferradas al hierro, mirando hacia el pueblo. Viste ropa de trabajo: pantalón marrón de pana, botas, tirantes y una camisa de color chocolate que hace juego con sus ojos.
Mis zapatos se hunden en la hierba mojada, tengo el bajo del vestido empapado y el barro se me pega a las faldas. Siento que la tierra tira de mí, frenando mi avance.
Irrumpo en la glorieta dejando marcas de barro en el suelo de madera. Huele a serrín, y a tierra mojada y a gusanos. Noto una punzada en el costado; estoy jadeando por la carrera. El viento me arranca la capucha y el cabello cae libremente sobre mis hombros.
—Finn —digo, recogiéndome el pelo detrás de las orejas.
Se da la vuelta. Ojalá fuera como Tess, ojalá supiera interpretar a la gente, pero soy incapaz de leer la expresión de su cara.
—Quería explicarte lo que… lo que has visto —tartamudeo.
Empuña una escoba y se pone a barrer los montones de serrín.
—No me debe ninguna explicación, señorita Cahill.
Oh. Me encojo al oír la frialdad en su voz. Aunque no sé qué esperaba exactamente, por lo menos esperaba que le importara. Acaba de verme en brazos de otro hombre, y no de un hombre cualquiera, sino de alguien que estoy casi segura que no es de su agrado. ¡He besado a otro! Finn no lo ha visto, pero si yo lo viera con otra mujer… Me entra fiebre solo de pensarlo. No es posible que crea que voy por ahí dejando que los hombres me hagan el amor.
No debería besar a otro hombre. Lo siento con una certeza dolorosa. Algo pasó entre nosotros en aquel cuarto oscuro, algo en cierto modo sagrado. Me pongo colorada al recordar sus labios en los míos, sus manos, suaves como plumas, en mi cintura. Tiene que haber significado algo para él, lo recuerde o no.
—Quería aclarar las cosas —digo, sonrojándome.
—Si desea que presente mi renuncia, lo haré. Sin rencor. —Sigue barriendo, sigue arañando furiosamente el suelo con la escoba sin molestarse en mirarme.
No había pensado en su trabajo. ¿Acaso teme que no sea apropiado que siga trabajando aquí después de lo que sucedió entre nosotros? ¿Que padre le despediría si lo descubriera?
¿Significa eso que recuerda?
—Pero necesitas el empleo —señalo. El trabajo en la librería ha bajado considerablemente.
Finn arroja la escoba al suelo, desparramando unas de sus cuidadas pilas. Toso cuando una nube de serrín se eleva en el aire.
—No necesito su caridad. Si a su prometido le molesta tenerme trabajando en su casa… —Respira hondo—. Le debo una disculpa, señorita Cahill.
Entre nosotros hay apenas un metro, pero se me antoja ancho e infranqueable como un océano.
—Siento un gran respeto y admiración por usted —prosigue Finn—. Nunca pretendí darle a entender lo contrario. Era evidente que estaba angustiada y le aseguro que no fue mi intención aprovecharme de su situación. Fue una… una pérdida de juicio momentánea. No sé qué me pasó, pero le aseguro que no volverá a ocurrir.
Mis ojos se van abriendo a medida que asimilo sus palabras. Finn recuerda haberme besado. Está disculpándose por haberme besado.
—¿No? —barboteo, presa de un extraño abatimiento.
—No. —Se atusa el pelo, dejando varios mechones apuntando hacia arriba—. Mi conducta fue imperdonable, pero le aseguro que asumo toda la culpa. Mi respeto por usted no ha menguado lo más mínimo. Me dejé llevar y no debería haberlo hecho. Sabiendo que estaba prácticamente prometida a otro hombre, fue un comportamiento de lo más reprobable por mi parte.
Alzo el mentón y doy un paso al frente.
—¿Te dejaste llevar? ¿Por una pérdida de juicio momentánea? —digo imitando su voz almidonada—. ¡Me besaste!
Finn se frota el mentón.
—Eh… sí. No era mi intención faltarle al respeto. Espero que no piense ni por un momento que su reputación se ha visto dañada.
—¿«Mi reputación»? ¿«Dañada»? —Me abalanzo sobre él y lo empujo con ambas manos. Finn retrocede a trompicones hasta la baranda—. ¡No soy una florecilla delicada! Yo también estuve allí. ¡Yo también te besé! ¡Si hay alguna culpa que asumir, me corresponde la mitad!
Finn me agarra por las muñecas.
—Kate —dice, y me alegro de que haya abandonado la tontería del «Señorita Cahill»—, te pido disculpas si te he ofendido, pero no acabo de entender qué parte de mi conducta es el problema.
Recuerdo el anhelo de sus manos deslizándose por mi espalda, la presión de su cuerpo contra el mío.
—¡Que te disculpes por haberme besado! ¡Que digas que fue una pérdida de juicio momentánea! La verdad, a mí me pareció que te gustaba…
La presión de sus manos se suaviza.
—¿Quieres que te diga que… que me gustó?
—Sería mucho mejor que disculparte —espeto—. ¿Cómo crees que me hace sentir eso?
Me observa detenidamente.
—No tengo la menor idea.
Bajo la cabeza y siento que mi enfado se desvanece. Hago ademán de retroceder, pero sus manos me retienen con una fuerza inesperada.
—Es humillante, eso es lo que es. Corro como una demente hasta aquí para decirte que lo que has visto entre Paul y yo no es lo que piensas, que no he aceptado su proposición, y tú vas y te comportas como si te hubiera horrorizado besarme…
Finn me tapa la boca.
—¿McLeod te ha propuesto matrimonio y no has aceptado?
Niego con la cabeza, presa de un nerviosismo repentino.
—Le he dicho que necesitaba tiempo para pensar.
Finn da un paso atrás y empieza a maldecir de una forma sumamente creativa. Aguardo a que termine, retorciéndome las manos y mordiéndome el labio inferior.
—Kate, lo siento. —Su voz es ahora queda, aterciopelada—. Me… me gustó besarte.
Me quedo parada.
—¿Te gustó?
El aire entre nosotros parece cargado. Finn esboza una sonrisa lenta, deliberada, y me pregunto cómo he podido en algún momento estar tan ciega como para no reparar en lo guapo que es.
—Mucho.
—Has dicho que fue una pérdida de juicio. —Necesito saber.
—Interpreté mal tus sentimientos. Huiste de la tienda como si te persiguieran los lobos del infierno —observa.
Porque no estaba segura de que recordara el beso. Mi felicidad se tambalea. Si lo descubriera, ¿qué pensaría de mí?
—Tu madre estaba en la tienda —digo—. Y los Hermanos estaban vigilando.
Sus ojos me perforan.
—Has estado evitándome desde entonces —prosigue—. Prácticamente no has salido de casa.
—Y tú no has venido a verme. —El dolor me atraviesa como un cuchillo—. Estabas aquí y no has venido a verme. Ni siquiera me saludaste en la iglesia.
Finn menea la cabeza.
—Por lo visto hemos estado malinterpretando nuestros respectivos comportamientos. Os vi a ti y a McLeod juntos en el oficio y pensé… Me he comportado como un idiota. ¿Me permites que me erija como único responsable?
Una sonrisa tira de mis labios.
—Te concedo el título de tonto del reino.
—Gracias. Entonces, para que no haya más malentendidos, ¿no te sientes comprometida?
Los Hermanos nos enseñan que lujuria y maldad van de la mano. La falta de modestia es un rasgo indeseable en una mujer. Las mujeres deben ser recatadas además de serviles.
No debe darnos placer besar a un hombre.
Pero yo no siento que estuviera mal. Al contrario, dejar que Finn me besara —y responder a su beso— me parece que fue de lo más adecuado.
—No —respondo lentamente, alzando los ojos hacia él—. No me siento comprometida.
Finn se limita a mirarme, pero es una mirada que me estremece como una caricia.
—McLeod. No le has dicho que no.
—Tampoco le he dicho que sí —remarco.
Desliza un dedo por la curva de mi mejilla. ¿Puede notar la vehemencia de mi pulso? Sus ojos no abandonan ni un momento los míos. Apenas me roza, pero me cuesta respirar, y mi lengua sale disparada para humedecerme los labios.
He de hacer un gran esfuerzo para no agarrarle por el cuello de la camisa y acercar su boca a la mía.
Finn deja escapar una risa ronca.
—¿Quieres que te ponga en otra situación comprometida?
—Sí. —¿Estoy siendo demasiado franca?—. No veo por qué debería fingir que no me gusta… —titubeo, el rostro me arde— ser besada… por ti. Me gusta, y mucho.
Sonríe, aunque da un paso atrás.
—Me alegro, porque me encantaría besarte de nuevo. No ahora, no aquí, donde podemos ser vistos. Pero pronto. Y sin prisas.
Miro a mi alrededor y descubro, sorprendida, que seguimos en la glorieta, en medio de las tierras de mi padre. Me había olvidado por completo de dónde estábamos.
—Supongo que nuestro comportamiento está siendo algo escandaloso.
Finn enarca una ceja.
—Eso parece. La señora de la casa coqueteando con el jardinero. Creo que tu padre tendría algo que decir al respecto.
Esbozo una sonrisa lentamente.
—No te preocupes por él. Sé manejarle.
—No me cabe la menor duda. Eres una mujer de armas tomar. —Ríe, pese a que enseguida recupera la seriedad—. Kate, yo no puedo… con mi familia… Ahora soy el responsable de mi madre y de Clara. La librería a duras penas consigue mantenerse a flote. La gente no se atreve a entrar con los Hermanos vigilándonos día y noche. Me temo que no cejarán hasta que encuentren un pretexto para cerrarnos el negocio. No puedo hacerte ninguna promesa.
Alzo el mentón.
—No te la he pedido.
—No, pero la necesitarás, y pronto. Si no de mí, de otro hombre. —Baja la mirada hasta sus botas marrones—. Si apenas consigo mantenernos a nosotros tres, no digamos… Será mejor que te hable sin rodeos. Kate, no puedo permitirme una esposa. Entendería que aceptaras a McLeod. Lo odiaría, pero podemos hacer ver que esta conversación no ha tenido lugar. No me decepcionarías.
—Yo sí —replico—. Me decepcionaría a mí misma por casarme con un hombre por su dinero cuando deseo a otro.
Deseo a Finn. Con todas mis fuerzas. Nunca he deseado tanto algo.
Sin embargo, lo nuestro no puede ser. ¿Qué voy a hacer? Ahora que sé lo que siento, ¿cómo puedo conformarme con otra cosa?
—No puedo pedirte que me esperes. Ignoro hasta qué punto mejorará mi situación, si es que mejora. Y aunque mejore, la vida conmigo sería muy diferente de la vida a la que estás acostumbrada. Mi madre y Clara se hacen sus vestidos. No tienen servicio, ellas mismas cocinan y limpian la casa. —Finn tiene el entrecejo fruncido—. Serías la esposa de un tendero en lugar de la hija de un caballero. La señora Ishida no invita a mi madre y a Clara a sus meriendas.
¡Como si la opinión de la señora Ishida me importara! Como si fuera eso lo único que se interpone entre nosotros. Mi alianza con los Belastra haría que los Hermanos volvieran su afilada mirada hacia toda mi familia. Y si descubrieran lo que podemos hacer, lo que yo puedo hacer…
La profecía decía que si caía en las manos equivocadas, se produciría un segundo Terror. ¿Cuántas chicas inocentes serían asesinadas? Ni siquiera sé si las Hermanas se salvarían de una segunda limpieza. ¿Sobreviviría alguna bruja? ¿Se extinguirían?
Me desplomo contra la baranda de la glorieta. Por mucho que desee a Finn, lo nuestro es imposible.
Repara en mi silencio.
—Lo siento. —Su bello rostro está contraído por la angustia—. Si pudiera te daría mucho más. Te daría la luna.
—No te preocupes —digo quedamente, conteniendo las lágrimas. Hora de cambiar de tema—. Hablando de meriendas, mañana por la tarde Maura y yo ofreceremos nuestra primera merienda. Me gustaría que tu madre y Clara vinieran, si no tienen otro compromiso, claro.
Finn me mira con gesto dudoso.
—Mi madre y Clara no suelen recibir invitaciones.
—Hasta hace poco tampoco las recibíamos nosotras.
—Vuestro caso es diferente, y lo sabes. —Contemplo el estanque y el cementerio que descansa al otro lado. Finn suelta un suspiro—. No me enorgullece demasiado decir esto, pero, aunque es cierto que tu padre dirige un negocio, ante todo es un caballero y un erudito. Mi madre tiene una librería y es una intelectual. Las esposas de los Hermanos no la consideran su igual porque es tendera, y las de los tenderos piensan que se cree demasiado buena para ellas.
—En esta merienda yo seré la anfitriona. Tu madre y Clara serán más que bienvenidas.
—En ese caso les transmitiré la invitación. Te agradezco el detalle. —Finn se lleva mi mano a los labios y suelta un soplo de aire caliente—. Todo lo que he dicho es verdad, Kate. Te quiero, pero no puedo darte lo que necesitas.
—¿Qué pasa si te necesito a ti? —susurro.
Nuestros cuerpos se inclinan como dos árboles en medio de una ventisca. Pese a que llevaba días ansiando ver a Finn, ahora que lo tengo delante no me basta. No estoy segura de quién da el primer paso. Los centímetros que nos separan desaparecen cuando me sumerjo en sus brazos y mi boca encuentra la suya.
Tiernos y vehementes a un tiempo, sus labios saben a lluvia y a té. Desliza las manos por debajo de mi capa. Con una me rodea la cintura, y con la otra, la nuca para afianzar la unión de nuestras bocas. Le acaricio el pecho, sintiendo los músculos bajo las yemas de mis dedos. Sus labios recorren mi mandíbula y se detienen justo debajo de la oreja. Cuando me atrapa el lóbulo entre los dientes, ahogo un gemido. Mi mano se aferra al cuello de su camisa, y Finn reclama mis labios para otro beso ardiente.
Cuando finalmente me aparto, buscando aire, siento los labios hinchados y la barbilla enrojecida por el roce de su barba incipiente. Estamos todavía abrazados, sus manos siguen en mi cintura.
—Debería comportarme como un caballero, pero me temo que en tu presencia pierdo la cabeza —dice con sus labios a pocos centímetros de los míos.
—No me importa —replico.
—Lo he notado. —Sonríe—. Pero es hora de que vuelvas a casa. Si te quedas aquí tendré que besarte hasta perder el sentido y seguro que acaba viéndonos alguien. No pongas esa cara. No deseo dejarte ir.
—Y yo no deseo marcharme. —Sin embargo, tiene razón. Le doy un beso fugaz en los labios, sorprendiendo a ambos con mi audacia, y me alejo de la glorieta riendo.
Rebosante de felicidad, regreso rauda por los jardines. El viento sopla con su brío otoñal, y el cielo tiene un color gris plomizo. Gotas de lluvia fresca me salpican la cara. Esto no está bien. Debería haber petirrojos construyendo nidos en lugar de gansos emigrando hacia el sur. Las punzantes dalias deberían estar asomando su morro verde por la tierra. Por lo general adoro el esplendor agridulce del otoño, pero hoy, por primera vez en mucho tiempo, no hay espacio para la pena dentro de mí.
Quiero primavera y quiero sol.
—Mis pobres florecillas —me descubro susurrando como una tonta a las flores. ¿Es posible que el amor me haya convertido ya en una boba soñadora?
De repente el pánico se adueña de mí. Me detengo bruscamente y me aferro al muro bajo del jardín. Amo a Finn, pero no puedo tenerlo. Es una irresponsabilidad fingir que sí puedo. Eso solo conseguirá rompernos el corazón.
Mi ánimo oscila peligrosamente. Advierto que la magia sube rauda hacia mi garganta y trato en vano de sofocarla. Impotente, cierro los ojos cuando la magia explota y sale disparada por mi boca y por las yemas de mis dedos.
La primavera irrumpe desafiante en el jardín. La hierba se tiñe de verde esmeralda. Los setos se encogen. Las flores regresan a la tierra, con excepción de los difuntos tulipanes, que brotan de nuevo.
El sol golpea mi rostro aterrado.
—¡Reverto!
El conjuro no funciona. No siento poder alguno.
Se ha agotado. Estoy vacía.
Hacía años que no me ocurría una cosa así.
Desesperada por comprobar el alcance del desastre, echo a correr por el camino. Esto es muy diferente de la vez que Tess convirtió en primavera un pedacito de jardín. En esta ocasión la primavera lo abarca todo. El manzano que hay junto al granero rebosa de flores rosas. El rastrojo del trigo cortado ondea alto y dorado en la ladera. Rezo para que no se haya extendido hasta la glorieta y los campos del otro lado.
Abro bruscamente la puerta de la cocina e irrumpo en ella.
Tess está asomada al horno.
—¿Qué ocurre, Kate?
—Necesito tu ayuda —resoplo.
No hace preguntas. Salimos corriendo al jardín, Tess deslumbrada por el repentino sol.
—Hace un minuto estaba lloviendo… Oh. —Gira sobre sus talones, contemplando la frondosa vegetación, y cierra los ojos. Al rato vuelve a abrirlos—. ¿Tú has hecho esto? ¿Tú sola? Es una magia demasiado fuerte, no puedo traspasarla.
Estoy demasiado preocupada para ofenderme.
—¡Arréglalo! —le aúllo.
Se toma unos instantes para concentrarse.
—¡Reverto!
El conjuro no funciona. Tess me mira contrariada. Me entra el pánico.
¿Y si John lo ve? ¿Y si Finn lo ve? No puedo modificar su memoria otra vez. Me niego a hacerlo.
—Tess, tenemos que hacer algo. ¡Hay tulipanes!
—Lo arreglaremos las dos juntas.
Nos damos las manos. Noto una chispa de poder cuando pronunciamos al unísono la palabra latina. El cielo recupera su gris plomizo en el momento en que la puerta de la cocina se abre.
Maura sale corriendo, seguida de Elena.
—Tess, ¿qué has hecho? —pregunta.
Tess lanza las manos al aire.
—¡No he sido yo, ha sido Kate!
Maura tirita en el frío viento de octubre y se abraza el torso.
—Era una magia muy fuerte. He intentado arreglarlo desde la ventana y no he podido.
—Yo tampoco —dice Tess.
Elena se mantiene a cierta distancia, la mirada entornada y las faldas ondeando al viento.
—Yo tampoco.
Me estremezco. Sé lo que está pensando.
—Ha ocurrido únicamente porque estaba disgustada. No pretendía lanzar ningún conjuro. Estaba pensando en la primavera cuando de repente… —Me subo la capucha mientras busco las palabras adecuadas— la magia ha estallado.
Elena asiente con la cabeza.
—¿Qué has estado haciendo justo antes?
—Nada —miento—. Pasear por el jardín.
Me mira de arriba abajo. Me pregunto si estoy muy desarreglada.
—¿No estabas con Paul?
¿Tengo aspecto de haber sido besada? ¿Puede verlo Elena? Me encojo en mi capa y contengo el impulso de tocarme los labios.
—No.
—No me importa tu idilio, me importa la magia. Dime la verdad, ¿estabas con Paul hace un momento? —insiste Elena.
—¡No! Y si así fuera, ¿por qué debería influir en mi magia?
—Paul se ha ido hace mucho rato —interviene Tess, apartándose la lluvia de las mejillas—. Lo he visto marcharse por la ventana de la cocina.
—Qué interesante. En ese caso ignoro qué puede haberlo provocado. —Elena aprieta los labios. Sabe que no estoy siendo plenamente sincera, pero jamás le hablaré de Finn. Por mucho que haya conseguido meterse en nuestra familia, no es mi amiga.
He de encontrar tiempo para ir a ver a Marianne. Necesito su consejo. Es la única persona en la que confío.
Solo espero que no me odie por haber metido en esto a su hijo.