Encuentro a Tess en su cuarto, acurrucada en la cama con dosel, leyendo un libro que dobla el grosor de mi brazo. Cuando cierro la puerta tras de mí, se sienta y retira la colcha a un lado. Sus rizos forman una aureola desordenada alrededor de su cabeza.
—¿Qué ocurre? —me pregunta.
—Nada —digo bruscamente—. Va todo bien. ¿Quieres aprender un conjuro nuevo?
—¿Con quién?
—Conmigo, boba.
Sus ojos grises me escrutan como si estuvieran intentando entender dónde está la trampa.
—Tú detestas que hagamos magia.
Me deslizo bajo la gasa verde del dosel para sentarme a su lado.
—No lo detesto, simplemente me preocupa que pueda perjudicarnos. Aunque he estado meditándolo y me pregunto si no deberíamos practicar más y aprender conjuros nuevos. Todavía tendremos que ir con cuidado, pero…
Me interrumpe una mata de pelo en la boca. Tess se ha arrojado a mi cuello aullando de alegría como un cachorro.
—¿Me enseñarás ahora? ¿Dónde está Maura?
Inspiro hondo. La habitación tiene un olor delicioso, a canela y nuez moscada. Me vuelvo hacia el buró de Tess y, cómo no, vislumbro un plato con pan de calabaza recién salido del horno. Hecho por ella, sin duda.
—Elena va a enseñarle, creo.
—¿La hermana Elena? ¿Nuestra institutriz? —exclama—. ¿Cómo…? ¿Qué…?
Para cuando he terminado de contarle lo de Elena y las Hermanas, Tess tiene los ojos como platos.
—¿Sabes? El otro día lo insinuó durante la clase de francés, pero pensé que eran imaginaciones mías. Te juro que no le dije nada sobre nuestra magia.
—No estoy enfadada, no contigo en todo caso. No sé si podemos confiar en ella.
—Tú no confías en nadie —observa Tess, haciendo aparecer el hoyuelo en su mejilla.
—¿Qué opinas tú? ¿Te gusta Elena?
Se lleva un dedo a los labios con gesto pensativo.
—No me disgusta —responde al fin—, pero si ha sido enviada para averiguar si somos brujas y comunicárselo luego a las Hermanas, no estoy segura de que esté pensando en lo que es mejor para nosotras.
Lanzo las manos al aire, feliz de ver respaldadas mis sospechas.
—¡Intenta decirle eso a Maura!
Tess me mira muy seria, y por un momento tengo la sensación de que hemos intercambiado los papeles, que ella es ahora la mayor, la más sensata.
—Kate —suspira, como si me considerara terriblemente tonta—, no podemos decirle eso a Maura. Pensará que estamos celosas.
—¡Sí! —Suelto un gemido y caigo de espaldas sobre la cama—. Piensa que estoy disgustada por lo mucho que congenian Elena y ella.
Tess pone los ojos en blanco.
—La verdad es que es un fastidio. Maura está obsesionada con Elena. Acepta todo lo que dice como si fuera la chica más inteligente del mundo.
Me río y le alboroto el pelo.
—Todas sabemos que la más inteligente eres tú.
—Hablo en serio. Maura ha empezado a adoptar los gestos y la manera de hablar de Elena. Está deseando impresionarla. Aunque supongo que es comprensible. Yo soy la favorita de padre, y tú eras la favorita de madre —dice con toda naturalidad—. Maura también desea ser la favorita de alguien.
En ningún momento se me había ocurrido verlo así.
—¿Cómo puedes ser tan inteligente?
Tess se desploma a mi lado con una risa.
—No se trata de inteligencia. Es cuestión de observar a la gente.
Sea lo que sea, ojalá tuviera yo su talento.
—Hora de aprender —anuncio, sentándome en la cama.
—Un momento. —Tess se incorpora a su vez. Su pelo me hace cosquillas en el brazo—. ¿Dónde has aprendido conjuros nuevos? La señora O’Hare dijo que fuiste a la librería. ¿Encontraste allí algo sobre magia?
La historia de la profecía puede esperar.
—No. Los aprendí de Sachi Ishida.
—¿Sachi Ishida es bruja? —susurra y aúlla Tess.
Me río y le cuento la emboscada que Sachi y Rory me han tendido con el té. A renglón seguido, congrego toda mi energía. Pienso en el ultimátum de Elena y dejo que la rabia alimente mi magia, pero manteniendo esta en un hervor lento y uniforme.
—Agito —digo, y el viejo oso de peluche de Tess, Cíclope, se eleva en el aire—. Desino. —Y se desploma sobre los almohadones como una cometa sin viento.
Tess me mira con los ojos abiertos de par en par.
Yo también estoy sorprendida. No esperaba que me saliera al primer intento.
—¿Has aprendido eso hoy mismo? —me pregunta.
—Sí. —Contengo la respiración mientras espero que me diga que es imposible, que me llame embustera.
—¡Es fantástico! —Empieza a dar brincos sobre la cama—. ¿Puedo probar?
—Desde luego. Pero…
—Ten cuidado —decimos a la vez. Me río. ¿Tan previsible soy?
Tess se concentra en la cara plácida y tuerta de Cíclope. Hace años perdió uno de sus ojos de botón negro, pero Tess se negó a que la señora O’Hare lo reemplazara. Decía que lo hacía más interesante, y pasó a llamarle Cíclope en lugar de Bernabé.
Inspira hondo y suelta lentamente el aire.
—Agito —dice, pero no ocurre nada. Contrae el rostro y prueba de nuevo. Su expresión es idéntica a la de padre cuando está traduciendo un párrafo difícil.
—Es más difícil que las ilusiones —le explico—. Has de poner toda tu energía. De regreso a casa tenía la sensación de que podría dormir durante días.
Tess hace un mohín.
—En ti parecía tan fácil.
—No lo es. He tardado una hora en mover una taza. Rory me ha contado que a ella le llevó semanas.
—Entonces tendré que seguir practicando. —Desde este ángulo su mandíbula tiene la misma forma que la mía. Afilada y obstinada.
—Practiquemos juntas. Tú puedes ayudarme con mis conjuros silenciosos, y yo te ayudaré con la animación. ¡En unas semanas seremos las brujas más hábiles de Nueva Inglaterra!
Tess sonríe.
—Tú nunca haces las cosas a medias, ¿verdad?
Supongo que no.
Al día siguiente por la tarde, después de las clases, Tess y yo nos encerramos en el estudio de padre para seguir practicando. Supongo que estoy siendo algo arriesgada al quebrantar la norma establecida por madre de no hacer magia dentro de casa, pero ahora que padre está ausente y que la mitad de los habitantes de la casa son brujas, ya no se me antoja tan peligroso.
Tess se sienta en la butaca de cuero de padre, frente al escritorio, yo me estiro en el sofá granate y nos turnamos en intentar levantar diferentes objetos: pisapapeles, plumas, sellos, barritas de lacre. Las dos hacemos grandes progresos. Yo consigo media docena de conjuros silenciosos bajo las instrucciones de Tess, y ella logra levantar quince centímetros del suelo el ejemplar de Las metamorfosis de padre.
Tess está encantada con nuestra evolución, aunque debo reconocer que la rapidez de la misma me inquieta. Tanto ella como yo hemos aprendido a mover objetos mucho antes que Sachi y Rory. Ni siquiera los conjuros silenciosos me parecen ya tan difíciles. Siempre me he tenido por una bruja mediocre; sin embargo, ahora me pregunto si mi falta de progreso se debía, más que a la falta de talento, a la falta de interés.
Quizá sea por la diferencia de edad, pero el caso es que entre nosotras no hay envidias, no hay sensación de rivalidad. También ayuda el hecho de que aunque Tess sea mucho mejor alumna que yo, mejor en piano y mejor en ajedrez, estemos igualadas en lo que a magia se refiere. De hecho, es divertido. Me siento culpable por haber tardado tanto —hasta sentir la amenaza de Elena— en valorar más a Tess, en empezar a verla como a una amiga y no únicamente como a mi hermana pequeña.
Un golpeteo en la puerta nos interrumpe.
—Señorita Kate, el señor McLeod ha venido a verla.
—Enseguida voy, Lily.
Tess se acerca bailando hasta el sofá y me pincha con la pluma estilográfica que acaba de elevar hasta el techo.
—¿Vas a casarte con Paul? Lily y la señora O’Hare estaban cuchicheando sobre ello en la cocina cuando creían que no las oía.
Aparto la pluma de un manotazo.
—No lo sé. ¿Qué decían?
Tess mordisquea la punta de la pluma.
—Piensan que tendrás que casarte. Pero ellas no saben lo de las Hermanas, quiénes son en realidad.
—¿Crees…? —Dejo a un lado mis dudas. Si eso es lo que Tess desea, lo que Maura desea, tendré que aceptarlo—. ¿Quieres ir a New London y estudiar con las Hermanas? No podrás unirte oficialmente a ellas hasta que tengas edad para declarar tu intención, pero Elena dice que en el colegio de las Hermanas aceptan a chicas a partir de diez años. Cuenta que la biblioteca es increíble y que te dejarían leer lo que tú quisieras.
—Elena me ha hablado de la biblioteca, y la verdad es que suena muy tentadora —confiesa Tess. Sonrío con tirantez. ¿Conque eso hizo Elena? Tess, no obstante, menea la cabeza—. Aun así, creo que prefiero quedarme en casa y estudiar con padre, y hacer pan con la señora O’Hare y dar paseos por el jardín. Elena hace que New London parezca muy divertido, pero a mí me parece un lugar con demasiada gente y ruido.
—Todavía tienes algunos años para decidirlo —señalo, aunque no estoy segura de que sea así. Si somos las tres hermanas de la profecía, ¿le permitirán las Hermanas vivir en casa hasta los diecisiete?—. Padre solo está preocupado por Maura y por mí. Bueno, sobre todo por mí.
—Espera a que le llegue el turno a Maura —dice Tess—. Ya sabes la facilidad con la que cambia de parecer. Aunque ingrese en las Hermanas, es muy probable que una vez en New London decida que quiere casarse con un marinero. Por lo menos contigo sabemos que cuando tomas una decisión la mantienes.
—Yo quiero quedarme en Chatham, y más aún si tú estás aquí —confieso—. Aunque he de encontrar la manera. Podría intentar persuadir a Paul de que se quede conmigo en Chatham, pero…
Tess se abraza a mi cintura.
—¿Crees que lo haría? No quiero que te vayas, Kate. Me sentiría muy sola sin ti.
La estrecho con fuerza.
—Yo tampoco quiero irme.
—Pero puede que te veas obligada a hacerlo. —Se aparta y me mira acongojada—. Si te conviertes en su esposa, tendrás que vivir donde él quiera.
Tess tiene razón. Si mi marido quisiera, podría empaquetarme y enviarme a la otra punta del mundo. Tendría tanto derecho a opinar como un escabel.
—¿Realmente ves a Paul capaz de sacarme de aquí a gritos y tirones? Porque eso es lo que tendría que hacer para separarme de ti.
Tess sonríe, y su hoyuelo se acentúa.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Sin embargo, siento una punzada de remordimiento. No sé si puedo mantener esa promesa. Aunque consiguiera convencer a Paul para que nos quedáramos en Chatham, dudo mucho que las Hermanas me permitan casarme si descubren que puedo hacer magia mental. Elena habló de que las mujeres debían recuperar su independencia, pero ¿qué hay de la mía?
Mi rabia aumenta. Una cosa es que yo decida renunciar al matrimonio para ingresar en las Hermanas y trabajar por su causa. No he descartado esa opción. Pero no quiero que se me obligue a nada. Por muy segura y bonita que sea, una jaula siempre es una jaula.
Paul aguarda en el salón, aunque no se ha quitado el abrigo. Se levanta y me tiende un ramo de rosas blancas. Entierro la cara en las flores y aspiro su perfume.
—Gracias, son preciosas.
Sonríe. Le ha bajado la rojez del sol, y sus ojos verdes brillan sobre su piel tostada.
—No son tus favoritas, lo sé, pero el jardín de mi madre está anémico comparado con el tuyo.
Un chico listo. Las flores y los elogios a mi jardín son la forma más segura de llegar a mi corazón, y él lo sabe.
—¿Llevas mucho tiempo esperando? Estaba estudiando con Tess.
—No te preocupes. Maura ha pasado por aquí y me ha hecho compañía unos minutos. —Paul se apoya en el piano—. Tus hermanas están convirtiéndose en unas señoritas. Aún recuerdo cuando Tess gateaba y teníamos que vigilarla para que no se metiera tierra en la boca.
—Realmente tenía un talento especial para hincarle el diente a cuanto encontraba a su paso. Creo que en una ocasión se comió medio gusano. —Reí al recordar el asco que le dio a la señora O’Hare encontrar la otra mitad todavía retorciéndose en la mano de Tess.
Paul asiente.
—Seguramente lo hizo con fines científicos.
—Seguramente. Ya de bebé era muy curiosa.
—Se pasó un año diciendo solamente «¿Por qué?», y tú le dabas razones ridículas. —Paul ladea graciosamente la cabeza, imitando a Tess, y afina la voz. Siempre ha sido un gran imitador—. «¿Por qué los caballos tienen cuatro patas?». «¿Por qué la nieve no es azul?». «¿Por qué?». «¿Por qué?».
Me río mientras deslizo una mano por la tapa del piano.
—¿Cómo iba a saber yo por qué los abejorros podían volar y Tess no? Aparte de por las alas, claro.
Paul me aparta un mechón del rostro.
—Estás preciosa cuando te ríes.
La sonrisa desaparece de mi cara. ¿Cómo hemos pasado de la remembranza al coqueteo?
—¿Tan fea estoy normalmente?
—Yo siempre te encuentro bonita —dice, acariciándome la mejilla—. Aunque te preocupas demasiado. Si pudiera, te liberaría de algunos de tus problemas.
Ojalá fuera tan fácil. Me aparto con una sonrisa tirante.
—Me las apaño bien.
—Lo sé, Kate, no era una crítica. Pero me gustaría ayudarte. Pase lo que pase, puedes contar conmigo —me asegura con una seriedad inusitada. Luego sonríe—. ¿Damos un paseo?
Miro nerviosa por la ventana. Ha llovido esta mañana, si bien ahora un viento fresco azota los árboles y dispersa los nubarrones. Llevo todo el día metida en casa. Me apetece mucho salir, pero ¿y si nos encontramos con Finn?
—Déjame adivinar —dice Paul—. Hace demasiado frío. Tienes miedo de pillar un resfriado.
Le propino un manotazo suave en el brazo.
—¡En absoluto!
—Has pasado demasiado tiempo con la señorita Ishida. Acabarás convirtiéndote en una flor delicada —bromea.
Si Paul supiera. Rory convirtió un botón del corpiño de Sachi en un ciempiés, y Sachi apenas pestañeó. Sachi Ishida es mucho más dura de lo que la gente cree.
—Tonterías. —Río—. Me encantará dar un paseo.
Me echo la capa a los hombros y llamo a Lily. Ya en el jardín, mis nervios se estiran como una cinta fina. El viento me zarandea las faldas y amenaza con arrancarme la capucha. Me descubro buscando el sonido de un martillo en la glorieta, pero no oigo nada. Puede que Finn no esté. Puede que su madre le necesitara hoy en casa. Siento una profunda decepción. La verdad es que he acabado por anhelar su presencia.
Vuelvo la cara al cielo y me deleito con la brisa que me azota las mejillas. Por lo menos no he permanecido encerrada en casa.
—Entremos aquí, donde hay menos viento. —Paul tira de mí hacia el jardín de rosas de madre—. Lily, ¿te importaría dejarnos solos un momento?
No me dan la oportunidad de protestar. Lily se aleja como una flecha, muerta de risa, y caigo en la cuenta de que lo han planeado.
Paul lo ha planeado.
De repente no me siento preparada para pedirle que se quede en Chatham.
—Kate —dice, como si estuviera degustando el sabor de mi nombre en su lengua. Tiene el porte erguido, las espaldas anchas—, sé que este es tu lugar preferido, por eso quería decírtelo aquí.
Abro la boca, pero levanta una mano para silenciarme.
—Escúchame solo un minuto. Te quiero, Kate. Siempre te he querido, desde que aceptaste el desafío de caminar sobre la valla de la pocilga. —Sonríe—. ¿Sabías que hoy el cielo tiene el color de tus ojos?
—Paul… —«Calla», quiero decirle. «No lo hagas, por favor».
Paul, sin embargo, prosigue.
—Sé que esto es poco convencional, que todavía no he tenido ocasión de hablar con tu padre, pero he pensado que preferirías que te lo pidiera a ti primero. No puedo imaginarme a tu padre oponiéndose a algo que te haga feliz. Creo que yo puedo hacerte feliz, Kate, y sería un gran honor para mí, es decir, me harías muy feliz, si aceptaras ser mi esposa.
Turbada, clavo la mirada en el suelo. Paul sería un buen marido para mí. Sería mi compañero, no mi amo. Me hace reír. Es guapo. Y le quiero.
Debería aceptar. Debería aceptar y preguntarle a continuación si estaría dispuesto a considerar la posibilidad de vivir en Chatham, al menos nuestros primeros años de casados, solo hasta que Tess contrajera matrimonio, hasta que estuviera a salvo. Pero no puedo pedirle a Paul que renuncie a su trabajo y cambie su vida por un compromiso que quizá me vea obligada a romper. No es justo para él.
Ni para mí. Pienso en la conversación que tuve con Maura en el carruaje. No siento mariposas en el estómago cuando Paul pronuncia mi nombre, ni cuando me acaricia la mano. No le echo de menos los días que no viene a verme. Sea lo que sea estar enamorada, no creo que lo que siento por él sea eso.
No puedo decirle que sí. Todavía no. Tal vez en unas semanas encuentre la manera de quitarme de encima a Elena y a las Hermanas. Tal vez cuando haya olvidado la forma en que me hacen sentir los besos de Finn, lo muy tentada que estuve de contarle lo de la magia, pueda decirle que sí con la conciencia tranquila.
—Paul, yo… —¿Cómo puedo rechazarle sin hacerle daño?
Pero en el instante en que levanto la vista, lo sabe. Aprieta la mandíbula de esa manera tan suya y se mete las manos en los bolsillos.
—He precipitado las cosas. Tenía miedo de llegar tarde, aunque ahora veo que necesitas más tiempo.
Me inunda una oleada de alivio.
—Así es —digo, mirándole finalmente a los ojos.
—Tampoco me estás rechazando. —Sus ojos me observan inquietos, vulnerables.
—No —le aseguro—. No te estoy rechazando.
—Bien. —Me mira moviendo las cejas—. ¿Me permites que intente convencerte?
¿Cómo? ¿Piensa plantearme la posibilidad de abrir un estudio de arquitectura en Chatham? Mi lado pragmático forcejea con las ridículas ideas que tiene Maura sobre el romanticismo.
—Desde luego. —Sonrío, ladeando la cabeza con una coquetería digna de Sachi—. ¿En qué estás pensando?
Paul desliza un brazo por mi cintura y me atrae hacia sí. Sus labios descienden y buscan con urgencia los míos. Mi cuerpo responde. Me siento deseada. Me abrazo a su cuello y mi boca tiembla tímidamente contra su boca. Cuando toma mi labio inferior entre los suyos, me embarga una sensación de calor. Me aprieto contra su cuerpo. Besar es agradable.
Pero al mismo tiempo que esa idea cruza mi mente, me estoy apartando de él. Estoy recordando un beso que me pareció más que agradable. Me pareció perfecto.
Paul da un paso atrás. Está sonriendo.
—¿Te ha gustado? —me pregunta—. ¿No sientes la necesidad de abofetearme por mi atrevimiento?
—No. —Bajo la mirada hasta sus botas—. Creo que podré perdonarte.
—Bien —dice—. Entonces no estás segura de querer casarte conmigo, pero te gusta besarme, ¿sí?
—¿Tenemos que hablar de eso ahora? —protesto, cohibida.
¿Cómo debe responder una señorita a una pregunta como esa? Paul es guapo, y lo sabe. En otra vida, en una vida donde yo no fuera una bruja y no necesitara la librería de los Belastra y los secretos que esconde, tal vez este hubiera sido mi primer beso. Tal vez hubiera sido suficiente.
—Lo interpretaré como un sí —dice, envalentonándose—. ¿Te preocupa mudarte a la ciudad? Sé que echarás de menos tus flores, pero New London posee unos parques inmensos. Podríamos salir a pasear todas las tardes a mi regreso del trabajo. Y podría llevarte a los astilleros para ver entrar los barcos. Me encantaría enseñarte New London, Kate. Es un lugar fantástico.
Su tono es apremiante, apasionado. No hay duda de que adora la ciudad. No va a cambiar de parecer. Y yo no voy a pedirle que lo haga.
—Mis hermanas —contesto, buscando desesperadamente una excusa—. Las cosas han cambiado desde la muerte de mi madre. Me siento responsable de ellas. Me preocupa irme a vivir tan lejos. No se trata de unas pocas horas. Si algo les sucediera y yo no estuviera aquí…
Paul me mira desconcertado.
—Pero Maura me ha contado que tiene intención de ingresar en las Hermanas. Si lo hace estará en New London.
¿Eso le ha contado?
—Te olvidas de Tess. Todavía es muy pequeña, y padre ya no está nunca en casa. ¿Cómo voy a dejarla aquí, al cuidado de una institutriz y una cocinera?
—Podría visitarnos siempre que quisieras. —Paul toma mi mano enguantada—. Kate, me gusta que estés tan entregada a tus hermanas, pero ¿hay algo más que te esté impidiendo aceptar? Dime la verdad.
Clavo la vista en los pétalos de rosa que el viento ha esparcido por los adoquines.
—No —miento—. Nada más.
Paul observa detenidamente mi semblante, buscando la verdad.
—¿Estás segura? ¿No es… no es por Belastra?
—¿Qué? —Aparto bruscamente la mano—. ¡No!
—Te conozco, Kate. Puedes negarlo hasta la saciedad, pero la forma en que le miras…
—¿Cómo le miro? —¿He estado telegrafiando mis sentimientos por todo el pueblo? ¿Lo sabe ya todo el mundo?
—Como si te fascinara.
—¡No sé de qué me hablas!
—Kate, por lo menos muéstrame el respeto suficiente para no mentirme en la cara.
Giro sobre mis talones para darle la espalda. No sabía que se pudiera sentir tanta vergüenza. Estoy tentada de intentar desaparecer.
Paul posa una mano en mi hombro.
—Tranquila, lo entiendo. No me gusta, pero lo entiendo.
Le miro inquisitivamente por encima del hombro.
—En la ciudad tuve una suerte de idilio fallido —me confiesa.
—¿Te enamoraste de alguien? —No estoy segura de lo que siento por Paul, aunque he de reconocer que no me gusta la idea de que cortejara a otra chica.
Me doy la vuelta.
—Eso pensaba entonces. Se llamaba Penélope, una chica muy recatada y bonita. La conocí en la fiesta de un compañero. Después de cenar tocó el piano y cantó para nosotros. Tenía voz de ángel.
Me imagino a Penélope con el cabello como el trigo maduro y unos ojos azules grandes e inocentes. La clase de chica cuya máxima preocupación en la vida son los lazos del pelo o un dobladillo descosido. La odio.
Escondo un mechón de pelo descarriado bajo la capucha con más vehemencia de la necesaria.
—¿Qué ocurrió?
—La visité unas cuantas veces, la acompañé a su casa después de la iglesia en una o dos ocasiones y estuve a punto de proponerle matrimonio. Entonces anunció su intención de casarse con otro. Me quedé destrozado y bebí hasta perder el conocimiento, pero la verdad es que fue lo mejor que pudo ocurrirme.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices? —Quiero arrancarle los ojos a esa chica por hacerle daño.
—Éramos muy diferentes. Cuando no cantaba estaba callada como un ratón. No abría la boca. Sus rubores eran cautivadores, pero una vez pasada la novedad, me habría vuelto loco de aburrimiento.
Me muerdo el labio.
—¿Cómo sabes que no te ocurriría conmigo?
—Porque tú y yo somos iguales. Queremos aventuras, no noches tranquilas en casa frente al fuego. Si me dejaras, podría hacerte feliz. —Su tono se vuelve grave. Toma mis manos entre las suyas—. Prométeme únicamente que no te casarás con otro. ¿Puedes prometerme eso? ¿Aunque sea por nuestra vieja amistad?
Le estrecho las manos, agradeciendo su comprensión.
—Claro. Te lo prometo.
—Bien. —Me atrae de nuevo hacia sí, pero esta vez se limita a abrazarme. Acurruco la cabeza debajo de su mentón. Huele a pino y a caballos y a cuero. Es una sensación reconfortante. Me permito hundirme en su abrazo.
Detrás de nosotros suena un ruido metálico. Nos separamos, sobresaltados.
Finn. Lleva un cubo de hierbajos en una mano y está recogiendo su pala con la otra. Cuando nuestras miradas se encuentran, se aleja con paso raudo, pese al esguince de tobillo.
Mi corazón se detiene y un segundo después empieza a galopar.
Por insensato que pueda parecer, quiero ir tras él.
Pero no puedo. Si lo hiciera, no sería mejor que esa Penélope. Paul acaba de proponerme matrimonio. No puedo echar a correr detrás de otro hombre, y aún menos de un hombre que puede que ni siquiera me desee.
Paul me desea; ha sido claro como el agua. Me quiere, y es mi mejor amigo. Dejo a un lado lo que yo deseo.
Observamos la silueta de Finn hasta que esta desaparece tras los setos. Pese al desasosiego que siente mi corazón, me vuelvo hacia Paul con una sonrisa.
—¿Volvemos a casa?