11

El domingo es el día libre de Lily, por lo que le pido a Tess que me ate el corsé y procedo a vestirme. Hoy luciré uno de mis vestidos nuevos para ir a la iglesia, azul real con puntilla de color crema en los puños y el cuello. La falda acampanada no lleva volantes ni fruslerías, y el fajín, del mismo color que la puntilla, se cierra con un sencillo lazo detrás. Sonrío a mi reflejo en el espejo. Me siento casi bonita. ¿Me encontrará bonita Finn?

La risa de Maura llega flotando por el pasillo. Debe de estar acicalándose con Elena. Últimamente más que maestra y alumna parecen amigas, y su cercanía me pone nerviosa.

Necesito hablar con Elena. Decirle cara a cara lo que sé.

Sus pasos se aproximan, y me obligo a pensar con rapidez. Si pido hablar a solas con Elena solo conseguiré despertar la curiosidad de Maura. Necesito un pretexto. Me quito las horquillas del moño y me suelto el cabello.

Maura asoma la cabeza.

—¿Estás lista? John ya tiene el carruaje en la puerta.

—Casi. Elena, ¿te importaría ayudarme con el pelo? —Esbozo una sonrisa tímida—. Soy un desastre con el moño Pompadour.

Elena parece sorprendida.

—Por supuesto. Enseguida bajamos —le dice a Maura, que se encamina a las escaleras con Tess—. He traído una pila de revistas de moda de New London con instrucciones detalladas. Puedo dejártelas si quieres.

—Sería estupendo, gracias.

Estoy sentada frente al espejo del tocador. Elena está detrás de mí, cepillándome el pelo y cardándome la coronilla. Nuestras miradas se cruzan en el espejo. Lleva los rizos negros recogidos en un moño, con excepción de algunos tirabuzones perfectos que le enmarcan la cara. Mi pelo solo se riza con planchas y horas de esfuerzo.

—¿Querías hablarme de algo? —me pregunta con cautela.

Será mejor que vaya al grano.

—Sé que eres bruja.

No titubea ni un segundo; sus manos permanecen concentradas en mi pelo.

—¿Cuándo lo averiguaste?

—Eso no importa. No has sido sincera con nosotras. No has venido a parar aquí por casualidad. Has sido enviada para espiarnos.

—Para espiaros no. He sido enviada para protegeros. Ya teníamos la confirmación de que una de vosotras era bruja, pero las Hermanas deseaban…

Me vuelvo bruscamente hacia ella.

—¿Confirmación? ¿De quién? —Siempre he sabido que los Hermanos tienen espías en Chatham. ¿También los tienen las Hermanas? ¿Hay otras brujas en el pueblo aparte de Maura, Tess y yo?

Elena se sienta en el sofá, disponiendo las faldas de su vestido azul marino elegantemente alrededor de sus pies.

—No me está permitido decirlo, pero puedo asegurarte que no se trata de alguien malintencionado. Fui enviada aquí para averiguar cuál de vosotras podía hacer magia y, para mi sorpresa, descubrí que las tres podíais. Es un caso de lo más extraño.

Mi primera reacción es negarlo, pero Elena alza una mano para adelantarse a mi protesta.

—Maura me lo ha contado. No te enfades con ella, por favor. Sé que te has esforzado mucho por mantener el secreto, y has hecho un buen trabajo.

No lo bastante bueno, al parecer. Me calmo ligeramente.

—E imagino que se lo has contado a las Hermanas.

—Todavía no. También debo averiguar qué clase de magia sois capaces de hacer. Por ejemplo, magia mental. —Elena ladea la cabeza—. Maura dice que ella nunca lo ha intentado. ¿Lo has intentado tú?

—Cielo santo, no. Bastante tengo ya con ser bruja. Eso es lo último que querría. —Reafirmada por mi verdad a medias, me vuelvo de nuevo hacia el espejo.

—¿No te gusta ser bruja? —Elena arruga su frente tersa y morena como si hubiera dicho algo deplorable—. ¿Por qué?

—¿Por qué debería gustarme? —Frunzo el entrecejo y me pongo los pendientes de zafiro de madre.

—Maura dice que te tomas los sermones de los Hermanos demasiado en serio, que crees que la magia es algo malo.

Maura habla demasiado.

—Y ella piensa que la magia es un juego. ¿Tienes idea de cuántas veces padre y los sirvientes han estado a punto de ver algo que Maura habría sido incapaz de explicar? Es un milagro que no nos hayan descubierto aún.

—Estoy segura de que gracias a tus esfuerzos. —Elena gira el anillo de plata que luce en el dedo, el símbolo de su matrimonio con el Señor—. Las Hermanas podrían ayudarte, Kate. Sé lo mucho que quieres a tus hermanas. Nosotras podríamos ayudarte a velar por su seguridad. Tienes que dejarte ayudar. Puede que las tres estéis corriendo un peligro mayor del que imaginas.

—¿Por la profecía? —En cuanto las palabras salen de mi boca quiero morderme la lengua.

—¿Cómo sabes lo de la profecía? —Un ligero arqueo de cejas, esa es la única muestra de su asombro. Sería una excelente jugadora de cartas.

—Me lo contó mi madre. Estaba preocupada porque… En fin, porque somos tres. —Juego con el tapete blanco de encaje que cubre el tocador.

—Has de saber, Kate, que los Hermanos están al corriente de la profecía. Encontraron un texto que hablaba de ella en la casa de una bruja a la que arrestaron. —Elena arruga el entrecejo—. ¿No has notado que los últimos tres años han estado adoptando medidas enérgicas contra las chicas? Sobre todo contra los tríos de hermanas. ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que dirijan su atención a vosotras?

Las Dolamore. Y aquellas chicas de Vermont. Me pregunto cuántos tríos de hermanas quedan en Chatham. En Nueva Inglaterra. No es raro encontrar familias de seis o siete hijos, especialmente en las granjas de los alrededores, pero ¿cuántas de ellas tienen tres niñas?

—¡Kate! —grita Maura desde abajo—. ¡Date prisa o llegaremos tarde!

—¡Ya voy! —grito a mi vez.

—Lamento no haber sido más sincera contigo —se disculpa Elena—. Es preciso que entiendas que la profecía y la verdadera naturaleza de las Hermanas son secretos de vital importancia. No los compartimos con cualquiera.

Me muerdo el labio.

—¿Lo sabe Maura?

Ahí está otra vez, ese arqueo de cejas casi imperceptible. Se levanta.

—¿No se lo has contado tú? —dice.

—Todavía no. Me gustaría contárselo a ella y a Tess personalmente.

—Lo entiendo. —Elena se inclina sobre mi pelo para enderezar una horquilla. Reprimo el impulso de apartarme—. Te ruego que lo medites. El convento de New London es precioso, y muy seguro. Aunque no seáis las tres hermanas de la profecía, seríais recibidas con los brazos abiertos. Y si lo sois, no existe un lugar en el mundo más seguro para vosotras.

Me levanto, impaciente por crear distancia entre nosotras. Mi confianza es más difícil de ganar que la de Maura.

—¿Por qué crees que somos nosotras?

Sonríe.

—Digamos simplemente que tengo una fuerte corazonada de que una de vosotras es capaz de hacer magia mental. Tu madre podía, ¿no es cierto? Incluso entre las Hermanas constituye un fenómeno inusual. Puede que no tengáis esa capacidad y puede que sí, pero las que la tienen aprenden deprisa. Me gustaría intentar enseñaros. A las tres.

—No. —Retrocedo hacia la puerta—. ¡No quiero que les enseñes eso a mis hermanas!

Elena es unos centímetros más baja que yo, pero me mira de una manera que me hace sentir como una niña testaruda.

—Kate, es cierto que la magia mental tiene efectos secundarios indeseables si se utiliza con excesiva frecuencia, pero si se practica de una forma responsable, no es en sí misma peor que cualquier otro tipo de magia. Eso son paranoias de los Hermanos. La magia mental puede ayudar a proteger a una bruja de aquellas personas que quieren hacerle daño. Tus hermanas tienen derecho a saber de lo que son capaces. Eso podría salvarlas algún día.

—¡Katherine Anna Cahill! —chilla Maura—. ¡Vamos a llegar tarde!

Elena ríe.

—Piensa en lo que te he dicho, Kate. Sé que estás acostumbrada a hacer las cosas sola, pero ya no es necesario. Estamos aquí para ayudar.

El hermano Sutton dirige hoy la catequesis. Es alto, con una piel de color nuez y el pelo crespo muy corto. Posee una voz rica y melodiosa, y sonríe y gesticula cuando habla, como un actor en el teatro ahora extinto. Si no estuviera sermoneándonos sobre la maldad de la magia mental, casi sería un placer escucharle. Me inquieta que el tema haya surgido dos semanas seguidas. Esta vez Hana Ito le ha preguntado por qué una chica querría hacer algo tan malvado.

—Puede que esta clase de magia parezca al principio inofensiva. Imagine que está correteando con su hermano por la casa y derriba el jarrón chino de su abuela. No es algo propio de una señorita, pero son cosas que pasan. —El hermano Sutton sonríe, consintiendo nuestros defectos infantiles. Sus ojos castaños son cálidos—. Digamos que su abuela ha fallecido, y el jarrón constituye un recuerdo inestimable de su persona. Usted teme que a su madre se le parta el corazón y que, además, la castigue, de modo que miente y dice que ha sido su hermano quien lo ha roto. En lugar de mentir, lo cual está muy mal (nunca deben mentir a sus padres), una bruja podría optar por hacer magia mental y borrar por completo de la mente de su madre el recuerdo de ese jarrón. Eso le evitaría a ella el castigo y a su madre el dolor. Puede que hasta se convenza de que es un acto noble.

Contemplo el banco que tengo delante, la mata de rizos rubios que rebota cada vez que Elinor Evans asiente, y el sentimiento de culpa me asalta. Madre me enseñó a hacer magia mental los meses previos a su muerte y me permitió practicarla con ella. Todavía recuerdo la expresión de su cara cuando comprendió que poseía ese don, la mezcla de miedo y orgullo.

Los Hermanos se comportan como si la magia mental fuera tan corriente como el aire, como si hubiera brujas practicándola por todas partes y tuviéramos que ir con cuatro ojos. Pero si he de creer a Elena, se trata de un don fuera de lo común. Si solo quedamos algunos cientos de brujas, ¿cuántas de nosotras lo poseemos? ¿Treinta? ¿Diez? ¿Menos? Madre. Zara. Elena. Yo.

—Tal vez piense que borrar un recuerdo pequeño no es tan malo, pero lo es —insiste el hermano Sutton—. ¿Y si su abuela le regaló ese jarrón a su madre como preciado regalo de bodas? ¿Y si se lo dejó en el lecho de muerte, junto con sus últimas palabras de amor y consejo maternales? ¿Qué pasa si esos recuerdos desaparecen también? La magia mental nunca es noble, chicas. Es siempre un acto egoísta y malvado.

Yo he modificado ya los recuerdos de dos personas. En ambas ocasiones me convencí de que tenía buenas razones para hacerlo. Pero al protegernos a nosotras he perjudicado a tales personas. ¿Y si la idea de padre de enviarme interna al colegio estaba ligada a sus recuerdos de cuando yo era un bebé, de mis primeras palabras o pasos, de algún momento especial que compartió con mi madre junto a mi cuna?

Y Finn. No puedo saber qué recuerdos borré junto con el de las plumas. Podría ser uno de sus días de caza con su difunto padre, o su libro favorito, o cualquier otro recuerdo que guardara con especial cariño. Aun así no puedo evitar suplicar: por favor, por favor, que recuerde nuestro beso.

Yo soy mala de muchas maneras.

—¿Kate? —Maura me propina un codazo. El sermón ha terminado, y las chicas ya están desperezándose, levantándose, trasladándose a su banco de siempre para esperar a sus familias—. Elena y yo vamos a dar una vuelta por la sala para estirar las piernas. ¿Quieres acompañarnos?

—No, gracias. —Me levanto para dejarlas salir y vuelvo a sentarme con la mirada clavada al frente. Deseo volverme y buscar a Finn, pero no lo haré. No soy tan insensata, y tengo cosas más importantes de las que preocuparme.

Sachi y Rory detienen su paseo al alcanzar mi banco.

—¡Buenos días, señorita Cahill! —trina Sachi.

—¿Le importa que nos sentemos con ustedes para el oficio? —me pregunta Rory.

No puedo negarme, y en cualquier caso tampoco esperan una respuesta. Rory se apretuja contra mí, invadiendo el espacio con su falda amarilla de tafetán. Sachi se oprime junto a ella. Me alegro de que padre no esté aquí, no cabría. Pero ¿por qué quieren sentarse con nosotras? Normalmente se sientan con la señora Ishida y los Winfield en los bancos de delante. Tess me mira extrañada, si bien se desplaza para hacerles sitio.

—¿Tiene algún compromiso después de la iglesia? —me pregunta Rory. Sus mejillas tienen un rubor sospechoso, pese a la postura de los Hermanos contra las mujeres que se maquillan—. ¿Le gustaría tomar el té con nosotras en mi casa?

Digo que no con la cabeza, sorprendida por la repentina atención. Nos conocemos desde niñas, ¿por qué se muestran de súbito tan interesadas en mí? ¿Se debe únicamente a que ahora poseo vestidos nuevos y la atención de un hombre?

—Acepte, por favor —insiste Sachi agitando sus gruesas y negras pestañas—. Hay algo de lo que nos gustaría hablarle.

Su tono es grave y bastante misterioso. No me atrevo a decir que no.

—De acuerdo.

—Estupendo. No traiga a su hermana. Solo nosotras tres. Será una reunión íntima.

Cuando Maura y Elena regresan, les sorprende verme sentada con Sachi y Rory, pero tienen la cortesía de no hacer comentarios. Intrigada y preocupada por la invitación de Rory, apenas presto atención al sermón. Finalmente llega el momento de que Cristina suba al estrado y anuncie su intención de contraer matrimonio con Matthew. Las ceremonias de intenciones pueden ser odiosas, especialmente cuando se trata de enlaces impuestos por los Hermanos o por los padres de la chica. Hoy no es el caso. Cristina está preciosa con sus rubios cabellos recogidos en elaborados tirabuzones, y sus ojos azul lavanda brillan cuando miran a Matthew, que se halla sentado detrás de su padre, en el segundo banco. Cristina promete servirle fielmente el resto de su vida, y la sonrisa de Matthew llena de luz la insulsa iglesia de madera. La congregación en pleno manifiesta abiertamente su apoyo.

¿Estaré yo ahí, dentro de unas semanas, anunciando mi compromiso con Paul?

Mi determinación flaquea cuando pienso en las promesas de Elena. Las Hermanas podrían acogernos a las tres en el convento de New London. Se asegurarían de que estuviéramos a salvo. Pero ¿qué esperarían a cambio de nosotras?

Susurro a Maura que tomaré el té en casa de Rory y que nos veremos en casa. Seguidamente me veo rodeada por un enjambre de chicas del pueblo que se han acercado a saludar a Sachi y Rory y, por último, a mí.

Rose Collier, emocionada por el compromiso de su hermano con su mejor amiga, comenta la ilusión que les hace a Cristina y a ella asistir a nuestra merienda del martes. Rose enlaza su brazo con el mío como si fuéramos íntimas y he de hacer un gran esfuerzo para no retirarlo. Dos semanas atrás oí como ella y Cristina se reían de mí frente a la tienda de moda. Estaban burlándose de mi viejo vestido de cuadritos azules y de la forma anticuada en que me trenzaba el pelo. Rose comentó que nunca encontraría marido con semejante aspecto de amargada, y Cristina conjeturó que me creía demasiado buena para los chicos del pueblo.

Ahora me adoran simplemente porque Sachi me ha señalado como su nueva favorita. Porque he dejado que Elena me peine y me vista como una muñeca. Porque sonrío pese a considerarlas unas cabezas huecas.

Para cuando Paul me rescata, me duele la cara de tanto sonreír. Desliza mi mano en la curva de su codo y me saca de la iglesia. Las miradas nos siguen, y los susurros asombrados de los vecinos me inundan los oídos.

—Menudo gentío. ¿Puedo acompañarla a casa, señorita? —me pregunta.

—Gracias, pero voy a tomar el té con Sachi y Rory. —Ellas ya se han marchado, Rory guiñándome un ojo y Sachi prometiéndome que enviarán a la doncella a comprar bollitos de mantequilla.

—Pensaba que las grandes meriendas de la señora Ishida tenían lugar los miércoles.

—Esta vez solamente será un té en casa de Ror… ¿Cómo es posible que lo recuerdes? —Río al tiempo que me recojo las faldas para no arrollar las flores que bordean la acera.

—El miércoles pasado no estabas en casa cuando fui a verte por la tarde. Lily me contó dónde estabas, y gozo de una memoria excelente cuando se trata de mi chica favorita. —Paul sonríe.

Se ha afeitado la barba y el bigote, y tiene las mejillas y la punta de la nariz enrojecidas, como si hubiera pasado tiempo al aire libre.

—Me estás observando —señala en voz baja.

Su rostro me resulta ahora familiar, como el del muchacho con el que solía jugar.

—Te ha dado el sol.

—He estado reparando el granero —explica— y construyendo un cobertizo detrás de la casa. Tengo los hombros como gambas. El roce del traje me está matando.

Admiro sus hombros anchos. Le tiemblan los labios cuando adivina lo que estoy pensando.

—También me he afeitado —me remarca.

—Lo he notado. Me gustas con la cara afeitada —digo, y caigo en la cuenta de lo posesivas que suenan mis palabras.

—Comprendo que los bigotes hagan cosquillas. —Sonríe, y cuando capto el significado de su comentario desvío la mirada hacia los crisantemos. ¿Qué sentiría si besara a Paul? ¿Sentiría lo mismo que con Finn? Imagino que Paul tiene más experiencia con las chicas, pero no puedo imaginar nada más placentero que el beso en el armario. Noto que me sube un calor al recordar los labios de Finn sobre mis labios, sus manos en mi cintura.

—Kate —me susurra Paul—, te has sonrojado.

Sus ojos verdes me escudriñan, llenos de… ¿lujuria? ¿Amor?

—He… he de irme —balbuceo. ¿Qué demonios hago pensando en besar a dos hombres diferentes en el espacio de dos días?

—¿Puedo acompañarte a casa de los Elliott? —se ofrece.

—No, gracias, no está lejos. —Me recojo las faldas y me abro camino entre la gente. Justo cuando me dispongo a doblar por la calle Oxford noto un estremecimiento en la nuca. Titubeo y recorro con la vista el césped que tengo a mi espalda.

La mirada de Finn se cruza con la mía durante unos segundos. Está debajo de un arce, hablando con Matthew Collier. Tiene el pelo apuntando hacia arriba.

No sonríe ni da muestras de haberme visto.

El alma se me cae a los pies. ¿He borrado nuestro beso de su memoria?

¿O lo recuerda y, ahora que me ha visto coquetear con Paul, lo lamenta?

A cuatro manzanas, en una callecita flanqueada de casas adosadas de aspecto destartalado, Sachi Ishida está en el jardín delantero de la vivienda de los Elliott, girando una rosa roja entre los dedos pulgar e índice. Rory está columpiándose sobre la verja de hierro forjado mientras ríe.

—¡Kate Cahill! —exclama Sachi—. Justo la persona a la que estábamos esperando.

—Temíamos que se echara atrás. —Rory salta de la verja—. Dicen por ahí que es usted una chica problemática.

Me quedo inmóvil sobre la acera desierta. He hecho magia y he contado mentiras. He leído libros prohibidos. He besado a un hombre y me ha gustado. Pero Sachi Ishida no puede saber esas cosas, ¿o sí?

Su mirada sagaz me alarma más que las de todos los Hermanos juntos. No me costó nada engañar a su padre, pero Sachi me mira como si hubiera penetrado en los engranajes de mi mente y descubierto todos los secretos de mi corazón imperfecto.

Rory me abre la verja. Al ver mi titubeo suelta una risita aguda y entrecortada. Me percato de que sus ojos son como los de su prima Brenna. No tan huecos, pero tampoco normales del todo.

Entro en el jardín invadido de hierbajos y dientes de león.

—Tenemos que hablar, señorita Cahill —dice Sachi—. ¡Ay! —Arroja la rosa al suelo con una mueca de dolor. En su dedo índice asoma una gota de sangre.

Rory se aleja arrugando la nariz.

—¡Puaj!

—No seas criatura —le espeta Sachi. Estoy esperando que saque un pañuelo, pero en lugar de eso cierra la mano con fuerza. Un instante después levanta el dedo para inspeccionarlo.

Ni sangre. Ni pinchazo. Ni siquiera una marca que indique que en algún momento estuvo ahí.

Sachi Ishida acaba de hacer magia.

Aquí, en el jardín. Delante de Rory y de mí.

¿Se ha curado a sí misma? Ni siquiera he oído hablar nunca de esa clase de magia.

Sachi sonríe. Está preciosa, como un cuadro, con su vestido rosa y encajes en cada volante.

—Como he dicho, señorita Cahill, creo que es hora de que hablemos. Sospecho que tenemos en común más de lo que usted y yo creíamos.

La miro petrificada.

—No sé de qué me habla.

Sachi Ishida, ¿bruja? ¿La hija del presidente del consejo? Imposible.

Sin embargo, no existe otra explicación para lo que acabo de presenciar.

—La madre de Rory está indispuesta. Aquí estaremos tranquilas —explica Sachi, encaminándose hacia el porche. No puedo evitar seguirla.

Vista de cerca, la casa de los Elliott resulta todavía más destartalada de lo que aparenta desde la calle. Los marcos azules de las ventanas están agrietados, y la pintura, desconchada. El suelo del porche tiene un tablón roto, y los otros parecen dispuestos a ceder en cualquier momento bajo mis pies. Siento una punzada de lástima por Rory Elliott.

Y sin embargo la chica más popular del pueblo entra sin llamar y cuelga su capa como si estuviese en su casa. La sala de estar de los Elliott no es espaciosa y elegante como la de la señora Ishida. Está limpia, aunque trillada; las alfombras tienen zonas completamente peladas, y el papel de rayas de las paredes está descolorido y anticuado. Aun así, es más acogedora.

Sachi se sienta en una butaca de cuero marrón. Yo tomo asiento en la butaca de enfrente. Llama a la criada y le encarga té y bollitos de mantequilla, mientras que Rory revolotea por la sala como una mariposa alegre e inquieta poniendo orden.

Mi mente sigue dando vueltas. Sachi se comporta siempre de manera impecable, y el hermano Ishida es la severidad personificada. Me cuesta imaginar a su hija haciendo magia delante de sus narices.

—Hemos estado observándote —dice Sachi al fin.

Me levanto de un salto, esperando que unos hombres con capas negras irrumpan en la sala.

—Rory y yo —aclara—. Señor, qué tensa estás. Siéntate.

La butaca de cuero agrietado que tengo a mi espalda sale disparada hacia delante y me golpea las piernas.

Sachi la ha movido. Antes estaba a treinta centímetros de mí. Sachi la ha movido.

No me siento. Doy dos zancadas y me cierno amenazadoramente sobre ella.

—¿Cómo lo has hecho?

No parece intimidada.

—¿Cómo crees? Con magia.

Madre nunca me enseñó a mover objetos. Ni a curarme un corte o un arañazo. Ni, en realidad, a hacer aparecer cosas como hice involuntariamente con la oveja y las plumas.

Estoy empezando a pensar que hay muchas cosas que madre no me enseñó.

Y ahora estoy aquí, en esta habitación, con otra bruja, una bruja que da la casualidad de que es la hija del hombre más importante del pueblo, y me hallo en clara desventaja.

—Kate, no me hagas perder el tiempo. —Sachi agita sus cabellos negros y brillantes—. No soy una informante de mi padre, si ese es tu miedo.

Me sonrojo.

—No tengo miedo. ¿Qué crees que podrías contarle?

—Vamos, nos beneficia a las dos sincerarnos mutuamente. Yo soy bruja y tengo la firme sospecha de que tú también lo eres.

Uno las yemas de los dedos fingiendo desenfado.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Hace unas semanas Rory le pisó el bajo de la falda a tu hermana Maura en la iglesia. Yo estaba a su lado y oí el desgarro y vi el roto en el canesú, y un segundo después ya no estaba. Había desaparecido como por arte de… magia. Y la forma en que Maura se volvió y te miró… —Sachi ríe. Es cierto que Maura me miró, probablemente porque temía que fuera a asesinar a Tess por hacer magia en la iglesia—. Maura sabe que eres bruja, ¿verdad? Además, tu madrina también lo era, oí a mi madre decírtelo. No me fue muy difícil sumar dos más dos. ¿Quién daría a un bebé una bruja por madrina a menos que el bebé también tuviera probabilidades de serlo? —Sachi sonríe triunfalmente mientras Rory nos mira a una y a otra como si estuviéramos jugando un partido de tenis.

Alzo el mentón.

—¿Y si estuvieras equivocada?

—Sería mi palabra contra la tuya, Kate, y mi padre es presidente del consejo. —Sachi sonríe con suficiencia—. Pero si estuviera equivocada, te habrías desmayado, o me habrías insultado, o habrías salido corriendo por la puerta, despavorida, ¿no te parece? Una buena chica lo haría.

Es cierto.

Sachi Ishida no tiene nada de cabeza hueca. Es mucho más astuta de lo que pensaba.

Estoy impresionada.

La doncella llega portando una bandeja de plata con una tetera y una fuente de bollitos de mantequilla con arándanos.

—Gracias, Elizabeth. Yo misma serviré —dice Sachi.

Aguardo a que la criada se vaya para hablar, e incluso entonces mi voz no es más que un susurro.

—De acuerdo. ¿Y si tuvieras razón? ¿Si fuera… eso que dices?

Sachi me tiende una taza de té —solo, como a mí me gusta— con una pequeña telaraña de grietas alrededor del asa.

—En ese caso podríamos unir nuestros conocimientos. He oído que has estado visitando la librería. Todo el mundo comenta que esconde libros sobre magia y sobre la historia de la brujería. Mi padre no ha conseguido dar con ellos, pero está seguro de que existen. Quiero saber qué contienen. La señora Belastra se niega a mostrármelos, pero puede que a ti te deje verlos.

Bebo un sorbo de té mientras observo a Sachi por encima del canto de la taza.

—¿Le has hablado a alguien de tus sospechas?

—No. Yo no haría una cosa así. En serio.

—Entonces ¿no me estás haciendo chantaje?

Sachi deja la taza con un golpe seco.

—¡No! Yo también puedo serte útil, ¿sabes? Padre confía en mí. A Rory y a mí nos tiene por unas bobas. Entiendo que pases tanto tiempo metida en tu casa si vives con el temor de que te descubran, pero tiene que ser de lo más tedioso. Yo puedo convertirte en la segunda chica más popular del pueblo. O en la tercera, después de Rory. —Pone los ojos en blanco para indicarme la pobre opinión que tiene de las chicas del pueblo y sus limitaciones—. Si te conviertes en mi amiga, mi padre no sospechará de ti.

Me vuelvo hacia Rory, que está mordisqueando un bollo. Se ha quitado las horquillas, y ahora el pelo le cae ondulado sobre los hombros. ¿Por qué estamos teniendo esta conversación delante de ella?

—No —espeta Sachi, derribando de un manotazo la botellita que Rory tiene en la mano y haciéndola rodar por la mesa de palisandro—. ¿Quieres ser como ella, ebria a las doce del mediodía?

Rory se hunde en el sofá.

—No —se lamenta—. Pero tampoco quería nada de esto, ¿no es cierto?

—¿Tú no serás también bruja?

—¿Cómo que no? —Rory aprieta la mandíbula, resaltando sus pronunciadas paletas, y clava la mirada en la botella—. Evanesco —dice, y la botella desaparece.

—Buen trabajo —aplaude Sachi.

Sin duda, esta es la tarde más extraña de mi vida.

Por lo visto, mis hermanas y yo no somos las únicas brujas del pueblo.

—La bebida… embota la magia —explica Rory—. Yo no siento la magia en mí todo el tiempo.

—Tú sientes muy poco en general, lo cual es un problema —señala Sachi—. Has de andarte con ojo. El hermano Winfield está deseando encontrar una razón para que Nils deje de verte.

Rory cae despatarrada en el sofá y se aparta las voluminosas faldas de un puntapié. La alfombra se cubre de migas.

—Me da igual.

—Necesitamos a Nils. Te ayuda a mantener las apariencias —replica pacientemente Sachi, como si fuera la centésima vez que se lo dice. Es el mismo tono que yo utilizo con Tess y Maura.

Pienso en la forma en que Rory está siempre sonriendo y tocando a Nils.

—¿Es solo para aparentar? ¿No estás enamorada de él?

Rory suelta su risa entrecortada.

—Señor, no. Nils es tonto de remate. Aunque también es muy guapo, ¿verdad?

Arrugo el entrecejo, y Sachi me mira con dureza.

—¿He de suponer que tú nunca has utilizado a nadie o mentido para mantener tu secreto a salvo?

Sí lo he hecho. Y volveré a hacerlo.

—De acuerdo —digo—, tienes razón. Soy bruja.

Es peligroso pronunciar esas palabras en voz alta. Lo siento como un momento crucial.

Sachi sonríe.

—Demuéstralo.