Al día siguiente camino por la calle Church con mi nueva capa gris ribeteada de pelo. Cuando paso por delante de la confitería, la señora Winfield se detiene para alabarla y preguntarme por padre. Exclama lo mucho que debemos de añorarle, y asiento sin explicar que últimamente vivir con padre es como vivir con un fantasma estudioso y tremendamente aburrido.
No siempre ha sido así. Antes, después de sus clases en el colegio de chicos, camino de casa, padre nos compraba chocolate y recogía flores silvestres para madre. Los sábados, si madre se encontraba bien y lucía el sol, dábamos largos paseos en el carruaje. La señora O’Hare nos preparaba un almuerzo compuesto de pan, queso fuerte y fresas, y después de comer padre nos leía historias de Odiseo y Hércules y los héroes de la Antigüedad. Lo mismo hacía en invierno, cuando el viento aullaba en las chimeneas y el fuego rugía agradablemente en el salón. A veces hasta hacía las voces de los diferentes personajes.
Pensaba que padre superaría la pena con el tiempo, pero no ha sido así.
Mientras la señora Winfield me habla, examino la calle. Tengo la irritante sensación de que alguien me vigila. ¿Es esa viejecita de marrón una informante de los Hermanos? O puede que lo sea Alex Ralston, que está enganchando su caballo frente a la tienda de ultramarinos. En otras circunstancias calificaría esa sensación de paranoia, pero desde que sé lo de la profecía siento que debemos ir con especial cuidado, como si un mal paso pudiera costarnos muy caro.
Finalmente, la señora Winfield se cansa de cotillear y entra en la confitería. Me entretengo delante de la papelería, contemplando el surtido de tarjetas de visita. Al rato prosigo y subo tranquilamente los peldaños de la librería de los Belastra.
Cuando suena la campanilla de la puerta, la señora Belastra levanta la vista. Está en medio de la tienda, trasladando libros de una caja a los estantes.
—Señorita Cahill, Finn me dijo que la vería por aquí.
—Sí. Pensaba… pensaba que tal vez usted podría ayudarme. Con una investigación.
Sus ojos son como los de Finn, amables pero calculadores. Cambio el peso de un pie al otro, avergonzada por todas las veces que he sido seca con ella. Nunca me he molestado en entablar con ella algo más que una conversación cortés cuando he recogido libros de padre o acompañado a Maura. No porque los Belastra no sean de nuestra clase social —que no lo son—, sino porque no me gusta este lugar. He tirado de los brazos de Maura hasta casi arrancárselos para hacerla salir más deprisa. ¿Y ahora vengo a suplicar la ayuda de la señora Belastra con unos secretos que podrían hacer que nos arrestaran a las dos?
Si me la niega, estará en todo su derecho.
—No sé qué le ha contado Finn —digo, enderezando los hombros—, pero acabo de descubrir el diario de mi madre. En él habla de cosas curiosas, cosas que considero más bien alarmantes. Le agradecería cualquier ayuda que pueda ofrecerme.
Estoy a su merced. No sé qué más hacer. Si Marianne decide no ayudarme, estoy perdida.
—Haré lo que pueda. —No sonríe, pero relaja los hombros—. Apreciaba mucho a tu madre.
—No sabía que eran amigas. No lo supe hasta que tropecé con su diario. La menciona en él. Dice… dice… —Estiro el cuello, mirando hacia el fondo de la tienda.
La señora Belastra capta mi gesto.
—Estamos solas. Finn está arriba. Pensé que preferirías que esta conversación quedara entre nosotras.
—Se lo agradezco.
Titubeo junto a la puerta. El sol que entra por el gran ventanal se refleja en el pequeño rubí que Marianne luce en el dedo anular. Lleva el pelo recogido en un moño apretado que, como el resto de su aspecto, pretende ser práctico más que estético. Tiene patas de gallo y líneas de preocupación permanentes en la frente, pero también líneas de sonreír en torno a la boca. De joven debió de ser muy bella. Tiene la mandíbula cuadrada de Finn, sus labios rojos y carnosos y su bonita nariz respingona.
¿Cuándo empecé a pensar que la nariz de Finn es bonita?
—Mi amistad con tu madre nació por nuestro amor por los libros —me explica Marianne, al tiempo que agita un librito de poesía—. A las dos nos gustaba leer a los poetas románticos. Y cuando Zara vino al pueblo…
—¿También conocía a Zara?
Una sonrisa tira de sus labios.
—Lo que se dejaba conocer. Zara era una persona reservada. Muy valiente. Imprudente, dirían algunos, en lo que a su propia seguridad se refiere. Sus investigaciones eran su pasión. Finn me contó que viniste a leer el registro para averiguar qué le ocurrió.
Reparo en los tablones relucientes del suelo. La tienda huele a cera y limones, como si Marianne hubiera estado haciendo la limpieza de otoño.
Si Zara era tan importante para madre, ¿por qué nunca la mencionó? ¿Temía asustarnos con las historias de las chicas recluidas en Harwood?
—No supe que tenía una madrina hasta que leí el diario. No recuerdo nada de ella.
—No debías de tener más que seis años cuando se la llevaron. Ese último año Zara viajaba mucho, y cuando estaba en el pueblo los Hermanos la vigilaban de cerca. Era cuestión de tiempo. Tu madre y ella se veían a veces aquí, pero Zara temía arrojar sospechas sobre Anna.
«Anna». Hacía tanto que no oía el nombre de pila de mi madre. Contengo una intensa oleada de añoranza.
—Y usted, ¿por qué mantuvo la amistad con Zara si era tan peligroso?
Marianne sonríe como si fuera una pregunta razonable, no impertinente.
—Hay cosas por las que merece la pena correr riesgos, ¿no te parece? Yo creo que nadie tiene derecho a decidir por mí lo que debo leer o quiénes han de ser mis amigos. Me produce placer saber que puedo burlar a la Hermandad de alguna manera. Y pensaba que el trabajo de Zara era importante. Estudiaba los oráculos de Perséfone y ese último año estaba investigando una profecía que, de concretarse, podría cambiar el curso de la historia.
Me muerdo el labio.
—Mi madre habla de la profecía en su diario, aunque no demasiado. ¿Qué… qué sabe de ella? —pregunto, rezando por qué madre no se hubiera equivocado al confiar en Marianne.
Asiente de inmediato.
—Algunas cosas. Tengo algo que podría ayudarte. Siéntate a la mesa del fondo y te llevaré algunos libros.
Me dirijo a la mesa donde consulté el registro de los juicios. Las gafas de Marianne descansan en ella, junto a una taza de té frío y una nota escrita con su cuidada letra.
¿Es Marianne una bruja o únicamente una erudita y una proveedora de libros? ¿Sabe Finn lo metida que está su madre en el estudio de la magia? Otras mujeres han sido asesinadas por menos.
Llega portando dos paquetes envueltos con estopillas. Cuando los abre, dentro hay dos manuscritos. Escrito con elaboradas letras azules, el primero se titula La trágica caída de las Hijas de Perséfone. El segundo está muy dañado por el agua, con las esquinas del ángulo inferior derecho manchadas y la tinta ilegible en algunas zonas. Se titula Los oráculos de Perséfone. Debajo del título, con letras pequeñas, aparece el nombre Z. Roth.
Mis dedos acarician las palabras. Cuando las Hijas de Perséfone crearon las leyes, la educación estaba al alcance de todo el mundo. Chicas como Tess tenían permitido estudiar matemáticas y filosofía con los chicos, y algunas se convirtieron en eruditas de gran renombre. Ahora las chicas tienen vetada la entrada en los colegios del pueblo; el deseo de aprender algo más que labores de aguja de la propia institutriz se considera sospechoso. Los textos escritos por mujeres, brujas o no, han sido prohibidos y quemados.
—¿Zara escribió esto? —Siento una punzada de orgullo por tener una madrina tan progresista.
Marianne se pone las gafas. Así se parece aún más a Finn.
—Sí. Su investigación sobre la última profecía es lo que tenía tan preocupada a Anna.
La miro expectante. Marianne, no obstante, se limita a abrir Los oráculos de Perséfone y volverlo hacia mí.
—Debes leerlo tú misma. Las palabras tienen más significado así.
Me inclino y leo la sección que me ha señalado.
En el momento de escribir esto, la autora sospecha que solo quedan unos pocos centenares de brujas con vida en Nueva Inglaterra. Todas las sacerdotisas de los templos del país murieron en el verano de 1780. A principios del siglo XIX, un elevado número de mujeres sospechosas de brujería fueron quemadas y decapitadas.
El Gran Templo de Perséfone fue incendiado hasta sus cimientos en el amanecer del 10 de enero de 1780. Las puertas del templo se cerraron con barrotes desde el exterior a fin de impedir la estampida. Algunas sacerdotisas saltaron desde el tejado para evitar ser consumidas por el fuego.
El Libro de las Profecías quedó reducido a cenizas y con él los archivos con las obras de los oráculos de los últimos siglos. Se rumoreaba, sin embargo, que una última profecía había sido anunciada, una profecía que daba esperanzas a las sacerdotisas condenadas a muerte. Dicha profecía vaticina que antes de la llegada del siglo XX tres hermanas —todas ellas brujas— alcanzarán la mayoría de edad. Una de ellas, dotada del poder de la magia mental, será la bruja más poderosa de los últimos siglos, capaz de impulsar una nueva era dorada para la magia o un segundo Terror. Esta familia estará bendecida y también maldita, pues una de las hermanas…
El texto termina bruscamente ahí. La tinta del ángulo inferior derecho de la página está corrida y resulta ilegible.
—¿Una de las hermanas qué? —pregunto, levantando la vista inmediatamente.
—Me temo que no lo sé —dice Marianne—. Zara escondió el manuscrito en el tejado del porche de la casa de huéspedes Coste antes de ser arrestada. Por fortuna, los Hermanos no lo encontraron. Por desgracia, una parte fue dañada antes de que me fuera posible rescatarlo.
—Pero necesito saberlo. Mi madre estaba preocupada… temía que fuéramos las hermanas de la profecía —susurro.
—Lo sé. —Marianne arruga la frente—. Creo que Anna conocía el resto de la profecía, pero no lo compartió conmigo. Tampoco Zara. Es cierto que era amiga de ambas, pero eso no significa que conociera todos sus secretos.
Hundo las uñas en las palmas.
—Tiene que ser un error.
—Hasta el momento los oráculos nunca se han equivocado. Puedes leer sobre las demás profecías en…
—¡Me traen sin cuidado las demás profecías! —Me levanto con tal vehemencia que derribo la silla—. Esta… esta en concreto no puede estar refiriéndose a nosotras. Tiene que haber otras hermanas que puedan… que sean… —Ni siquiera ahora soy capaz de reconocerlo, de pronunciar las palabras en voz alta.
—¿Puede una de vosotras hacer magia mental? —me pregunta Marianne.
Clavo la mirada en la alfombra roja desplegada bajo la mesa. Marianne interpreta mi silencio como lo que es, un reconocimiento de culpa.
—Cielo santo —susurra.
—Pero eso no significa que tengamos que ser las hermanas de la profecía. Tal vez haya otras hermanas que puedan…
Marianne posa una mano en mi hombro.
—Lo dudo. Incluso descartando la magia mental, nunca he oído hablar de tres brujas en una misma generación, ni siquiera en los viejos tiempos. —Antes del Terror, quiere decir—. Y ahora… Tú misma acabas de leerlo. Todas las sacerdotisas fueron asesinadas y hubo cazas de brujas hasta principios de este siglo. Algunas brujas eligieron no casarse y no tener hijos. En cuanto a las que sí se casaron y tuvieron descendencia, son muy raros los casos en que más de una hija muestre poderes. Tres brujas en una misma generación es algo sumamente valioso.
—¿Valioso? —barboteo—. ¡No tiene nada de valioso! ¡Es horrible!
—Sé que no pediste cargar con esta responsabilidad, pero podrías tener la oportunidad de cambiar la historia, de devolver a las mujeres su poder. ¿Te contó Anna algo más?
—¿Se refiere a algún consejo sobre lo que debo hacer, sobre cómo mantener a Tess y a Maura a salvo? ¿Algo útil? —Me desplomo sobre una columna de estantes—. No. Mi ceremonia de intenciones está cerca, y no sé qué hacer. Supongo que no me quedará más remedio que casarme.
Marianne respira hondo.
—Deberías conocer todas tus opciones. Siéntate, Kate, tengo algo que contarte.
Me siento y mis dedos golpetean la superficie de la mesa a un ritmo nervioso.
—He observado que no has mencionado a las Hermanas.
Meneo la cabeza.
—¿No correríamos más peligro aún en el convento?
—Menos del que imaginas. Las Hermanas… Kate, las Hermanas son brujas.
La miro boquiabierta.
—¿Todas?
Marianne asiente con la cabeza.
—Desde sus comienzos. Son las Hijas de Perséfone reconvertidas. Es un secreto muy importante, un secreto celosamente guardado.
—Pero entonces… debe de haber más brujas de las que Zara creía, ¿no? —pregunto esperanzada. Si hay más brujas, puede que nosotras, después de todo, no seamos las tres hermanas.
—No. Las Hermanas suman unas pocas docenas, y puede que tengan cincuenta alumnas. Algunas chicas reciben su formación mágica y regresan al mundo exterior. Otras se quedan en el convento y se convierten en miembros plenos de la orden.
—¡Un momento! —exclamo cuando caigo en la cuenta de algo que casi me tira al suelo—. Eso significa que nuestra institutriz, Elena Robichaud, es bruja.
—Seguramente. —Marianne se inclina sobre la mesa como si temiera que fuera a desmayarme del impacto—. Imagino que ha sido enviada para comprobar si vosotras tres sois las hermanas de la profecía.
Pienso en Elena riendo con Maura en el salón, paseando del brazo con ella por el jardín.
—Entonces es una espía.
Marianne posa su mano en mi hombro y me lo estrecha con sus dedos largos, como si quisiera tranquilizarme.
—Así es, pero las Hermanas harán lo posible por enseñaros y guiaros. Querrán manteneros a salvo de los Hermanos a toda costa.
Me muerdo el labio.
—¿Cómo averiguaron que mis hermanas y yo éramos brujas? Vamos con mucho tiento.
—Cuando Anna estudiaba en el colegio del convento, las Hermanas le hacían utilizar su magia mental contra los enemigos. Imagino que cualquier hija de Anna habría despertado su interés. Y el hecho de que seáis tres… —Marianne se quita lentamente las gafas y me escruta con sus ojos castaños—. Llevo tiempo queriendo hablar contigo y tus hermanas, pero estaba esperando el momento oportuno. Los Hermanos me tienen por una excéntrica, y temía que mi interés por vosotras os perjudicara. Pero quiero que sepas que haré lo que esté en mi mano para ayudaros. No lo dudes ni un segundo.
Los ojos se me llenan de lágrimas. Marianne estaba al corriente de la magia mental de mi madre y ahora lo está de la mía, y así y todo quiere ser nuestra amiga.
—Gracias, significa mucho para mí —digo en un susurro.
Arriba se abre una puerta, y por la escalera descienden unas pisadas. Es Finn. Va desarreglado, en mangas de camisa y botas, con el pelo apuntando hacia arriba.
—¿Kate? Me ha parecido oírte.
—Finn —su madre le lanza una mirada reprobadora—, estamos en medio de una…
—¿Qué ocurre?
Hago un esfuerzo por tranquilizarme.
—Nada. Todo va estupendamente.
—¿Te importaría dejarnos solas un momento? —le ruega su madre, y Finn se encamina obedientemente hacia el frente de la librería. Marianne recoge el libro de Zara y me lo tiende—. Sé que todo esto te tiene abrumada, Kate. Si tú y tus hermanas sois las de la profecía, representa una gran responsabilidad. Y un gran peligro. Puede que situarlo en el contexto de las demás profecías de los oráculos te ayude. Anna creía…
La campanilla de la puerta la interrumpe.
—¡Mamá! —Clara entra corriendo—. ¡El hermano Ishida y el hermano Winfield vienen hacia aquí!
Me levanto de un salto. Marianne ya está envolviendo los libros y plantándomelos en los brazos.
—¿Qué hago con ellos? —pregunto, presa del pánico.
—Al armario —me ordena Finn a mi espalda.
—¿Qué?
—Kate, no tengo tiempo para discutir contigo. ¡Métete en el maldito armario!
No sabía que Finn tuviera esa voz. Me propina un empujón no demasiado delicado, y echo a andar a trompicones. Abre la puerta que hay junto a la que sube al piso, la del armario del que ayer sacó el registro. Dentro hay una estantería altísima con algunos libros de contabilidad forrados en piel. ¿Pretende que nos escondamos aquí dentro? No parece un lugar muy seguro.
Pero Finn corre la estantería como si no pesara nada. Detrás hay una puerta angosta construida a treinta centímetros del suelo. Se agacha y tras cruzarla me hace señas para que le siga. Nerviosa, introduzco la cabeza en un cuarto diminuto. Parece una carbonera. Finn apenas tiene espacio para permanecer derecho. Las paredes de piedra están forradas de pilas de libros, y la verdad es que parece un hogar idóneo para las arañas.
—Deprisa. —Finn me ofrece una mano para ayudarme a salvar el umbral, pero lo hago sola.
La señora Belastra le tiende una vela, y Clara me arroja la capa y cierra raudamente la puerta. Oigo el roce de la madera en la pared cuando devuelven la estantería a su lugar. Con sumo sigilo, dejo los manuscritos sobre una pila de libros.
Justo cuando la puerta del armario se cierra, oigo el tintineo de la campanilla de la puerta de la librería. Los pasos pesados de unas botas masculinas. La voz inconfundible del hermano Ishida saludando a la señora Belastra.
Apenas he conseguido familiarizarme con el espacio cuando Finn apaga la vela y nos sume en la oscuridad. En mis prisas por evitar la húmeda pared, mi pie tropieza con algo. Otra pila de libros. Pierdo el equilibrio y agito los brazos como un molino. Si derribo los libros estamos perdidos.
Finn me agarra y me aprieta contra sí.
El hermano Ishida está pidiendo a la señora Belastra una relación de sus últimos clientes. Presa del pánico, repaso mentalmente todas nuestras compras. Solo libros de lingüística y obras de carácter académico. Darán por sentado que he estado aquí en nombre de padre.
—¿Ningún cliente en estos momentos, señora Belastra?
—No. Últimamente, por una razón o por otra, el negocio anda flojo —responde, y puedo oír su sonrisa irónica.
—¿No ha entrado la señorita Cahill hace un rato? No la hemos visto salir.
—Se ha marchado por la parte de atrás. Quería ver mis rosas.
Finn me coge la mano.
En otras circunstancias la habría retirado. No me asusto fácilmente. Finn ya debería saberlo.
Pero ahora mismo estoy asustada, por lo que enredo mis dedos en los suyos. Tiene la mano más caliente que yo, y callos bajo las yemas. ¿Son fruto del martillo y las palas que ha estado manejando en nuestro jardín?
El corazón se me para cuando la primera puerta del armario se abre y esos pasos pesados avanzan en nuestra dirección. Contengo la respiración, y los pulmones forcejean en mi pecho. A mi lado, Finn permanece inmóvil como una estatua. Solo oigo los latidos veloces e irregulares de mi corazón.
Pero los pasos se alejan al fin y la puerta se cierra tras ellos.
No es hasta que noto el gusto a sal cuando me percato de que las lágrimas corren por mi cara como un río silencioso, goteando por el mentón hasta el frío suelo de piedra.
Finn todavía tiene asida mi mano. La suelta y me retira una lágrima con la yema suave de su pulgar.
¿Cómo sabía que estaba llorando? No puedo verle en la oscuridad y, además, yo nunca lloro.
Desliza el pulgar por mi barbilla y lo detiene en la curva de mi labio inferior.
—Tranquila —dice. Lo tengo tan cerca que su aliento cálido me hace cosquillas en el cuello.
Me vuelvo y acurruco mi rostro caliente en el fresco algodón de su camisa. Huele a un día lluvioso de primavera y a libros viejos. Sus manos avanzan por mi espalda y se detienen titubeantes, como si estuvieran esperando ser apartadas.
Es la primera vez que estoy tan cerca de un hombre. Algo vibra en lo más hondo de mi ser, agitando todo mi cuerpo. Se parece mucho al tirón de la magia, pero no es magia; esto es algo muy distinto, algo entre Finn y yo y este momento.
Sus manos se vuelven más firmes. Una se instala en la parte baja de mi espalda y su peso me quema a través del vestido y el corsé, incluso de la camisola. Mi piel tiembla bajo su contacto. Debería apartarme.
Debería, pero no voy a hacerlo.
Deseo su mano en mi espalda.
Si pudiera verle la cara, ¿tendría pensamientos tan osados?
Mis manos trepan por su pecho. Mi boca busca su boca.
Nuestras narices chocan en la oscuridad, pero Finn ladea la cabeza hasta que sus labios encuentran los míos. Los roza suavemente, tanteando, probando. Aguarda, pero yo solo me aprieto aún más contra él, y Finn lo interpreta como la invitación que es. Sus besos se vuelven más audaces. Los dedos de mis pies se enroscan, mis manos se aferran a la tela de su camisa, en mi vientre estallan fuegos artificiales.
Sus labios exploran la línea de mi mandíbula y descienden hasta la curva de mi garganta.
—Finn. —Suspiro. Mi voz nunca ha sonado así.
Enredo los dedos en su pelo y atraigo su boca hacia la mía.
Ligeras como plumas, sus manos me acarician la espalda, las caderas, se aferran al fajín de mi cintura para estrecharme con más fuerza. Mi cuerpo arde con cada una de sus caricias.
Nunca me he parado a pensar mucho en el acto de besar. Nunca he tenido motivos. Pero esto… esto es maravilloso. Disparatado y voraz y maravilloso. Podría pasarme horas así.
La puerta del armario se abre bruscamente, y Clara anuncia:
—¡Se han ido! —Y nos separamos de golpe, los dos jadeantes, como si hubiéramos participado en una carrera.
Algo suave cruje bajo mis pies y bajo la vista.
Hay plumas. Plumas blancas desparramadas por toda la habitación, encima de los libros, enredadas en los cabellos de Finn, atrapadas en mis faldas, cubriendo el suelo como una alfombra.
Oh, no.
Hace un momento no había plumas aquí.
Finn se agacha y recoge una pluma del tamaño de su mano. Eso significa que él también puede verlas.
No era mi intención, pero he pensado en plumas blancas y aquí están.
Cierro fuertemente los ojos. ¿Por qué ahora? Jamás he hecho aparecer algo de la nada con excepción de aquella oveja.
Evanesco. Te lo ruego, Señor. Evanesco.
Pero las plumas no desaparecen.
Naturalmente que no. Por lo visto hoy he agotado mi reserva de buena fortuna.
—¿Qué demonios? —farfulla Finn, y aunque no puedo ver su rostro en la oscuridad, sé que el espacio entre sus cejas forma una V invertida—. Kate, ¿ves lo mismo que…?
—Evanesco —barboteo, y esta vez las plumas desaparecen.
Finn observa boquiabierto su mano vacía.
¿Qué he hecho?
Creo que puedo confiar en Finn, lo creo. No obstante, ¿también con esto? Si fuera únicamente mi secreto…
Pero no lo es. También lo es de mis hermanas.
«Seréis perseguidas por quienes desearán utilizaros para sus fines. Debéis tener mucho, mucho cuidado. No podéis confiar a nadie vuestro secreto».
Miro a Finn de hito en hito, agradeciendo que no pueda verme la cara.
—¡Dedisco! —digo, pronunciando detenidamente cada sílaba. Solo quiero que olvide la magia y las plumas. Ni más ni menos que eso.
Pero mi magia no siempre es tan precisa.
—¿Finn? ¿Kate? —Marianne Belastra abre la puerta secreta—. ¿Ocurre algo?
Finn parpadea, deslumbrado por la luz.
—No —dice.
—No —digo.
—Será mejor que te vayas a casa, Kate —me aconseja la señora Belastra—. Te daré un libro de jardinería por si los Hermanos deciden indagar. Ya leerás el manuscrito en otro momento.
—Sí —respondo, aturdida. No puedo dejar de mirar a Finn, de buscar en su rostro algún indicio de lo que recuerda. No me está mirando. Eso es bueno; no le horroriza que sea una bruja. Pero ¿qué recuerda exactamente?
He borrado nuestro beso junto con las plumas.
—Gracias, señora Belastra. —Me cuesta hablar a través del nudo que se me ha formado en la garganta—. Lamento haberle causado problemas.
Me dirijo hacia la puerta, pero Marianne me detiene por el codo y señala la parte de atrás.
—Por ahí, Kate. Estarán vigilando la puerta principal.
Asiento y avanzo a trompicones por el laberinto de libros. Claro. ¿En qué estaría pensando?
En Finn. Solo estoy pensando en Finn.
No me atrevo a mirarle a la cara, y menos aún a decirle adiós.