Prólogo

Principios de octubre de 2001

Después de la lluvia el paisaje tomaba un trazo grueso y los colores del bosque se volvían más contundentes. El limpiaparabrisas seguía batiendo de derecha a izquierda con menos desesperación que al salir de Barcelona, una hora antes. Por delante quedaban las montañas que ahora, mientras anochecía, no eran más que un volumen oscuro a lo lejos. El joven conducía con precaución, pendiente de la carretera que se estrechaba curva tras curva a medida que ganaba altura; los mojones de cemento que delimitaban la trazada no parecían una protección muy sólida contra el enorme barranco que se abría a su derecha. De vez en cuando miraba por el retrovisor interior y le preguntaba al niño si se mareaba. El chico, medio adormilado, negaba con la cabeza, pero tenía el rostro pálido y pegaba continuamente la frente al cristal de la ventanilla.

—No queda mucho —dijo el joven para animarle.

—Espero que no vomite; la tapicería es nueva.

La voz ronca de Zinóviev devolvió la atención del conductor a la carretera.

—Sólo tiene seis años.

Zinóviev se encogió de hombros, alargó su enorme mano tatuada con una araña, parecida a la que le cubría media cara, y encendió un cigarrillo con el mechero del salpicadero.

—La tapicería sólo tiene tres y todavía la estoy pagando.

La mirada del joven se desvió fugazmente hacia el teléfono móvil que estaba en la bandeja. Por precaución lo había silenciado, pero estaba demasiado cerca de Zinóviev. Si la pantalla se iluminaba, Zinóviev lo vería.

La carretera terminaba en un sendero que se abría hacia el valle, rodeado de árboles. Llamaban a aquel paraje «el lago», pero en realidad se trataba de una pequeña presa que alimentaba una central eléctrica construida en los años cuarenta. En verano acudían los turistas dispuestos a pasar un día en plena naturaleza. Con los años habían mejorado algo los accesos, construido un pequeño hotel con tejados de pizarra y fachada de piedra, una zona de columpios y una cafetería. Pero en octubre la caseta del guarda forestal permanecía cerrada, no había excursionistas a los que atender en el pequeño módulo prefabricado con un anuncio de Coca-Cola, y las sillas de plástico amontonadas junto a la puerta enrejada de la cafetería dibujaban una instantánea de tristeza.

El joven detuvo el coche tan cerca de la orilla que los neumáticos delanteros besaron suavemente el agua. Apagó el motor. En el lado norte, había un cercado con maquinaria pesada y unos grandes carteles del ministerio de Fomento. Iban a desecar el lago para construir una urbanización de lujo. En el plano del proyecto se anunciaban unas casas adosadas con piscina bordeando un gran campo de golf. Ya habían empezado a desbrozar y balizar el bosque de los márgenes y los troncos se apilaban sin orden entre hierros y montañas de hormigón y arena. No se oía nada fuera del ulular del viento sacudiendo los abetos de la orilla y el batir intermitente de un portón mal cerrado en una de las ventanas del hotel. La lluvia caía sobre el lago deshaciéndose en suaves ondas. Parecía todo irreal.

Zinóviev abrió la puerta. Cuando el joven quiso hacer lo mismo, éste lo detuvo.

—Tú espera aquí.

—Será mejor que te acompañe. El chico sólo confía en mí.

—He dicho que esperes aquí.

Zinóviev abrió la portezuela trasera y le pidió al niño que saliera. Trató de ser amable pero no estaba acostumbrado a esa clase de sutilezas. Además, su voz y su rostro tatuado inspiraban miedo y el crío se puso a llorar.

—No pasará nada. Ve con él —le animó el joven, forzando una sonrisa.

Observó cómo Zinóviev lo tomaba de la mano y se alejaba hacia la superficie gris del lago. El niño volvió la cara hacia el coche y el joven le saludó con confianza. A través del parpadeo del parabrisas entrevió la pasarela de madera y el mirador. Casi había oscurecido totalmente. Desobedeciendo la orden de Zinóviev salió del coche y se acercó. La hojarasca crujía bajo sus pies y la humedad que traspasaba la suela del calzado no tardó en empaparle. Cuando llegó al borde del mirador vio la espalda ancha y musculosa de Zinóviev. Tenía las manos en los bolsillos y una espiral de humo azulado flotaba sobre el hombro. Se volvió lentamente y observó con disgusto al joven.

—Te he dicho que esperes en el coche.

—No tenemos que hacerlo, seguro que hay otro modo.

Zinóviev se quitó el cigarrillo de la boca y sopló en la pavesa.

—Ya está hecho —dijo, caminando hacia el coche.

El joven se acercó a la orilla. El agua tranquila del lago emitía un destello de latón. «Ven», le decía aquella oscuridad. «Ven, olvidémoslo todo».

El niño flotaba boca abajo, como una estrella de mar, y las gotas de lluvia, millones de ellas, borraban su cuerpo, que, poco a poco, empezó a hundirse.

Ocho meses después, Zinóviev se concentraba sólo en su respiración. Le gustaba salir a correr por las mañanas, ocho o diez kilómetros a buen ritmo, motivándose por la música (aquella mañana, El cascanueces de Tchaikovsky) que escuchaba a través de los auriculares. Mientras corría le venían a la cabeza pensamientos imposibles de traducir en frases precisas. Pensaba en todos los hombres que podría haber sido, de no ser quien era.

La culpa de todo era de las arañas. El temor más escondido de Zinóviev tenía sus raíces en un sótano de la infancia: una bodega fría y repleta de telarañas. Las arañas, pequeñas y diminutas, colonizaban aquella oscuridad por millares. Las podía sentir en la oscuridad trepando por las piernas, en los brazos, en el cuello, en la boca. Era inútil debatirse para quitárselas de encima, tanteaban la piel con sus patas como si fueran dedos peludos que quisieran envolverlo en sus trampas de seda viscosa. Si no hubiera existido aquel sótano, probablemente él habría sido otro hombre. Había aprendido a vencer esos temores, a convertir el miedo en fortaleza. Tatuarse esas arañas era una declaración de intenciones: lo que no te mata te endurece.

El último tramo de carrera era el más exigente. Al adivinar la casa entre la bruma apretó los dientes y aceleró el ritmo. Detrás de la cerca oyó el ladrido ronco y familiar de Lionel, su dogo argentino.

—No está mal, nada mal —se dijo, recuperando el resuello al tiempo que detenía su cronómetro de muñeca. El latido desbocado del corazón se fue calmando hasta recuperar una cadencia pausada. Abrió la portezuela de la finca y le lanzó una patada amistosa a Lionel. El dogo todavía andaba un poco renqueante. Aquel maldito american stanford casi le había arrancado el cuarto trasero a mordiscos en la última pelea. Zinóviev le acarició la cabeza cuadrada, de potentes mandíbulas. Debería deshacerse de él. ¿Para qué demonios servía un perro de pelea que ya no podía pelear? Pero le tenía cariño.

—¿Qué me dices, viejo guerrero? ¿Hemos tenido visitantes hoy?

Caminó hasta la entrada y se sentó en el escalón buscando en la riñonera el paquete de cigarrillos. Le encantaba fumarse uno incluso antes de que las pulsaciones hubieran vuelto a su ritmo normal. El tabaco penetraba en los pulmones como un alud. Enjugó el sudor con la manga de la sudadera y lanzó una pesada bocanada de humo. Había sido una buena idea alquilar aquella casa. Aislada y tranquila, en medio de una estampa bucólica y pastoril. Incluso desde el mirador de la colina era difícil adivinar su existencia, rodeada de frondosos pinares. Y si algún despistado se acercaba a la cerca, Lionel sabría disuadirlo para que continuase su camino sin detenerse. Y si con eso no bastaba, bueno, entonces tendría que recurrir a la Glock que escondía detrás del televisor.

Se quitó las zapatillas embarradas y caminó sobre el suelo de madera crujiente. La chimenea estaba encendida y el calor se filtraba bajo los calcetines húmedos. Encendió el televisor y sonrió al ver el canal de dibujos animados. Estaba aprendiendo inglés con las series de Disney, pero la verdad era que aquel ratón gigante le gustaba de verdad. Le causaba extrañeza pensar, cada vez que lo miraba, que alguna vez él también había tenido ocho años. De eso hacía ya mucho tiempo. Demasiado. Apartó la mirada del plasma y fue a la cocina a prepararse un batido de proteínas y carbohidratos. Seguía oyéndose la televisión.

Y por encima del volumen, de repente, escuchó el gruñido sordo del perro. Retrocedió sobre sus pasos y echó un vistazo. Había olvidado cerrar la puerta. El perro gruñía con el lomo erizado y con las patas asentadas en el suelo, mirando hacia la cerca. Zinóviev inspiró con fuerza.

—¿Qué pasa Lio…?

El primer disparo hizo añicos el pecho del animal, que saltó en el aire con un gemido gutural, para caer a plomo de lado. Un disparo grueso, de escopeta recortada, hecho casi a bocajarro. Zinóviev corrió hacia el televisor para coger la Glock. No se dio cuenta de que Mickey le acababa de regalar un ramo de rosas a Minnie. Alcanzó la pistola a tiempo de volverse. De no haber dudado habría logrado apuntar con garantías. Pero durante unas décimas de segundo se quedó quieto, con la boca abierta en forma de queja asombrada.

—¿Tú?

Al otro lado sólo recibió una mirada fría. Una mirada que no dejaba lugar a dudas de lo que iba a ocurrir a continuación. Cuando Zinóviev quiso reaccionar, ya había recibido el impacto de la culata de la escopeta en plena frente.

¿Cuántos finales puede tener un hombre? Todos los que sea capaz de imaginar. Y las peores premoniciones pasaron por la mente de Zinóviev cuando abrió los ojos para encontrarse con una capucha de lana aplastándole el rostro. La lana se le metía en la boca y le ahogaba. La capucha apestaba a sudor. Notó un fuerte dolor en los hombros y las manos. Lo habían desnudado y esposado en una postura antinatural a un poste o una viga. Las muñecas soportaban todo el peso de su cuerpo y los pies apenas rozaban el suelo húmedo. Colgado como una longaniza, podía notar las roturas de las fibras musculares y el metal de las esposas serrándole la carne de las muñecas.

—No deberías haberle matado. Sólo era un niño inofensivo.

Aquella voz en la nuca de Zinóviev tensó su cuerpo como una barra atravesándole las vértebras. Comenzó a sudar y a temblar. Lo peor siempre puede empeorar. Se estremeció al sentir algo frío y punzante rozando su espalda. Un cuchillo.

—¿A cuántos has inoculado tu veneno antes? ¿Los paralizas primero para que no puedan moverse mientras les haces de todo?

«Contrólate. Contrólate. Sólo quiere asustarte». A esa idea se aferraba Zinóviev. El primer tajo de machete le sacó de su error. Fue rápido, entre las costillas. Apretó los dientes. «No grites. Sólo es dolor».

—Los inocentes no le tienen miedo a los monstruos, ¿lo sabías? Los niños no le tienen miedo a la maldad.

Zinóviev notó el filo del machete descendiendo por la clavícula, hacia el pezón.

—Querría que esto durase mucho. Hazme el favor de no morirte enseguida.

Zinóviev comprendió que su muerte iba a ser atroz, como si volviera al sótano de la infancia y las arañas estuvieran esperándole. Millones de ellas.

Aguantó cuanto pudo. Pero al fin lanzó un alarido que nadie podía oír.

Laura observaba los trozos de madera varados en la arena, las botellas de plástico y la basura entre la que hurgaban las gaviotas con ese frenesí de los buitres entre la carroña. El oleaje de la noche anterior había arrastrado todo tipo de porquerías hasta la orilla. No era una imagen muy bucólica pero a ella le gustaba aquella desnudez del paisaje, la prefería al bullicio del verano con sus sombrillas, las avionetas con publicidad sobrevolando como moscardones molestos su terraza.

Volvió la cabeza hacia el dormitorio y vio que él continuaba durmiendo enredado entre las sábanas. Se sentó a los pies de la cama y lo estuvo observando unos minutos. ¿Le había dicho su nombre? Probablemente, pero lo había olvidado antes de aprenderlo.

Las cosas no encajaban todavía con nitidez en su cabeza: había estado bebiendo hasta muy tarde la noche anterior, él se había acercado directamente, como esos depredadores que saben olfatear a su presa entre toda la manada con un simple vistazo. Lo último que recordaba era que habían follado en un cajero automático. Él le había roto el broche del sujetador y le había mordido un pezón. Luego habían seguido en el taxi, hasta aquí. En la mesita de noche quedaban restos de cocaína. También estaba la alianza. Siempre se la quitaba cuando se acostaba con otros. No tenía por qué hacerlo; al fin y al cabo, Luis la había dejado, pero todavía no se había acostumbrado a su ausencia.

Alargó el pie y zarandeó la pantorrilla del bello durmiente. Él no se inmutó, más allá de un leve gemido de bebé que le estaba babeando las sábanas. Olía a esperma seco. A juzgar por los arañazos que le recorrían la espalda debía de haber sido un buen polvo. Lástima no acordarse de nada.

—Oye, Adonis: seguro que tienes un lugar donde seguir roncando y yo tengo cosas que hacer. —Él esbozó una sonrisa sin abrir los ojos y alargó la mano tratando de asir a Laura por la muñeca, pero ella se desembarazó de sus dedos inciertos. Con un error por noche era suficiente. Decidió darle una prórroga mientras se duchaba. Se encerró en el baño, abrió el grifo de la ducha y se quitó la camiseta y las bragas frente al espejo. Tenía un aspecto lamentable, y no era sólo porque a partir de cierta edad los excesos pasaran factura con más crueldad que a los veinte. La forma en que sus ojos la miraban era la de una derrota mucho más devastadora que el sexo con desconocidos, el abuso del alcohol o de las drogas.

—¿Puedo pasar? Me estoy meando.

Laura abrió la puerta del baño y se hizo a un lado. Observó la erección del pene y no sintió deseo alguno, sólo una leve náusea.

—Siéntate para mear. No quiero que riegues el váter con tu manguera.

Qué extrañeza compartir la intimidad de la higiene, el baño, las excreciones con otro hombre que no fuera Luis. Cuando se fueron a vivir juntos le resultó chocante esa manía suya de encerrarse por dentro en el baño cuando tenía que defecar. A ella no le importaba verle sentado con los calzoncillos por la pantorrilla, algo que a él le molestaba, como si esa faceta suya no fuera compatible con los fines de semana de esquí, las cenas en restaurantes caros, las veladas en el Liceo o su manera de hacerle el amor en el catamarán amarrado en la bahía de Cadaqués. Luis nunca entendió que no necesitaba ser el hombre perfecto para que ella le amase. De hecho, ahora estaba segura de que eran sus flaquezas, precisamente, las que le habían mantenido junto a él todos aquellos años.

El desconocido comprendió que los ojos grises de Laura no le miraban a él. Era hora de recoger la ropa y largarse antes de que la amargura que empezaba a asomar en aquellos bonitos labios se convirtiera en algo mucho peor.

—Me visto y me largo.

—Ésa es la idea.

Laura se metió en la ducha y corrió la cortinilla de flores. Apenas cabía en el rectángulo con gresite en el suelo y sin embargo se las habían apañado la noche anterior para entrar los dos. Sus cuatro manos estaban grabadas en la baldosa. Con un nudo de náusea en el estómago, borró aquellas huellas y abrió el grifo.

Salió del baño con la esperanza de estar sola. El desconocido se había vestido, pero seguía allí. La ropa de noche, camisa negra brillante y ceñida y pantalones de piel con marca paquete, resultaba incongruente a la luz del día. Estaba husmeando en el rincón del salón que Laura utilizaba como despacho.

—Anoche no me dijiste que eras policía. —Entre los libros había una fotografía enmarcada con el uniforme de gala de la subinspectora Laura Gil y en una esquina del marco colgaba una condecoración al mérito policial.

—Supongo que no dije muchas cosas —respondió Laura, molesta porque aquel tipo anduviera entre sus cosas.

—Y tampoco mencionaste que estás casada —añadió, señalando su retrato de boda.

El tiempo verbal se clavó en la piel de Laura como algo dañino. Casi sonrió al reconocerse tan jóvenes los dos. Luis con su esmoquin y la pajarita de terciopelo, y ella con un bonito vestido de tul sin velo pero con una hermosa y larga cola. Eran otros tiempos.

—Tendrías que marcharte. Ahora.

El desconocido asintió un tanto decepcionado. Hizo ademán de acariciar el cuello todavía húmedo de Laura, pero ella le contuvo con una mirada sin resquicios. No había nada que hacer. El tipo chasqueó los labios, no estrictamente decepcionado, sino más bien un poco herido en su orgullo. Tensó el bíceps bajo la camisa y ensanchó el pecho como si pretendiera demostrar lo que ella se iba a perder. Se dirigió a la puerta, pero antes de marcharse le regaló una ojeada irónica.

—Deberías buscar ayuda, subinspectora. Follas como si fueras una mantis. No te veo muy centrada, y se supone que la gente como tú protege a la gente como yo. Como ciudadano, eso me preocupa.

Laura reprimió los deseos de acercarse y doblar aquel cuerpo musculoso con una patada en los cojones.

—Si follo como una mantis deberías darme las gracias por no haberte arrancado la cabeza. En cuanto a ti, deberías seguir practicando. Hay ejercicios para contener la eyaculación precoz, ¿sabes?

Cuando se quedó sola abrió el armario en busca de algo limpio que ponerse. La ropa de Luis había desaparecido, polos y camisas de verano, los pantalones bermudas que se ponía los fines de semana, los mocasines y las chancletas. Las perchas de plástico eran una metáfora de los espacios que Laura no sabía cómo llenar. Se colocó una camiseta de manga larga de los Nirvana y encima un jersey de damasco con el cuello de pico y puso un compacto en el reproductor. El principio de la sinfonía Patética sonó como un virus apoderándose del aire.

Llamaron a la puerta.

—¿Y ahora qué quiere ese imbécil?

Fue hasta la puerta dispuesta a demostrarle a aquel tipo lo desagradable que podía ponerse cuando le tocaban los ovarios, pero se topó de frente con un rostro muy distinto al que esperaba encontrar.

—Me acabo de cruzar con un energúmeno. Bajaba los escalones escupiendo insultos que ni siquiera tú querrías escuchar. No sé lo que le has hecho o dejado de hacer, pero estaba muy cabreado.

Alcázar estaba apoyado en la pared y sonreía con su habitual gesto irónico. Laura frunció el ceño, contrariada.

—Sólo es un gilipollas más. ¿Qué haces aquí?

Alcázar le caía bien. Su gran mostacho gris de mariscal que no se había retocado en cincuenta años le inspiraba confianza, aunque tenía la desagradable costumbre de atraparlo y chuparlo con el labio inferior cuando se quedaba pensativo. Al torcer la boca, el mostacho se movía como una cortina, de derecha a izquierda, de modo que nunca dejaba ver del todo los dientes.

—¿No me vas a invitar a pasar? —preguntó Alcázar, alzando la mirada por encima del hombro de su alumna más aventajada. Al fondo vio la ropa tirada en el suelo. También los restos de cocaína sobre el cristal de una mesita y las botellas vacías.

—No me pillas en un buen momento.

Alcázar asintió, sacando un palillo y llevándoselo a los dientes.

—Con esa música que escuchas no me extraña. ¿Cómo se llama? ¿Invitación al suicidio?

Laura negó con la cabeza.

—Deberías probar a escuchar algo que no fueran boleros y rancheras. ¿Podrías dejar de hurgarte las encías con eso? Es desagradable.

—Todo yo soy molesto y desagradable. Por eso me van a jubilar. Es lo que somos los viejos. Puntos negros y nubarrones en el horizonte de los jóvenes y sus vanas ilusiones.

—No seas cínico. No quería decir eso.

Alcázar guardó el palillo.

—He visto un chiringuito al otro lado de la cala. Hay ofertas para desayunar.

—No tengo hambre —protestó Laura, pero Alcázar la interrumpió con el dedo índice en alto. Solía utilizar aquel gesto para imponerse en comisaría cuando las discusiones se prolongaban hasta irritarlo. Alzaba el dedo índice y allí terminaba la democracia.

—He reservado mantel, velas y flores. Te espero en la playa, en cinco minutos.

El viento zarandeaba un toldo descolorido. El interior del chiringuito olía a aparejos y a pescado en malas condiciones. No había nadie, excepto el dueño, un tipo de aspecto aburrido que leía el periódico apoyando un codo en la barra. Cuando los vio entrar, no pareció muy contento. Alcázar pidió café. Laura no pidió nada, le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto. A pesar de que se había lavado los dientes como si quisiera arrancárselos, el sabor del Cointreau permanecía obstinadamente al fondo de la garganta. Alcázar pidió por ella: un bocadillo de queso y una Coca-Cola light.

Desde la mesa podía verse una porción de playa y las rocas del acantilado. Las gaviotas sobrevolaban las corrientes de aire. A veces se quedaban flotando ingrávidas, otras plegaban las alas y se lanzaban en vuelo rasante sobre la cresta de las olas grises.

—¿Cómo has encontrado este sitio? Es deprimente —lanzó Alcázar. Él era hombre de ciudades, multitudes, olores a gasolina y polución.

A Laura le gustaba el mar porque podía desaparecer en el horizonte con sólo mirarlo.

—Es un sitio tan bueno como cualquier otro. ¿Para qué has venido, para cerciorarte de que no hago ninguna tontería?

El dueño del chiringuito trajo las consumiciones y las dejó en la mesa sin demasiado miramiento. Alcázar entrelazó los dedos sobre la mesa, como si fuese a bendecir el bocadillo de queso que Laura no pensaba probar.

—Zinóviev está muerto. Más que muerto, diría yo. Lo han machacado a base de bien antes de cargárselo.

Laura palideció. Arrancó la costra del pan sin prestar atención a su gesto.

—¿Cómo ha sido?

—Desagradable. Muy desagradable. Lo han despellejado vivo, tira a tira. Le han cortado los cojones y se los han hecho tragar.

—No puedo decir que lo sienta. De hecho, me están entrando ganas de ponerme a gritar como una loca de alegría.

La mirada de escepticismo de Alcázar incomodó a Laura, como cuando era novata y su jefe le ofrecía un caramelo del frasco de cristal que había encima de la mesa. Detestaba aquellos caramelos, casi siempre rancios, que se quedaban pegados al envoltorio, pero si Alcázar asentía levemente, no le quedaba más remedio que sonreír, meterse uno en la boca y aguantarlo debajo de la lengua hasta que salía del despacho y disimuladamente lo escupía en la mano. El amargor le duraba días. Pero al volver al despacho siempre aceptaba otro.

—¿Qué esperabas que dijera? Ese hijo de puta mató a mi hijo.

—No tenemos pruebas de eso. Nunca las tuvimos. —Sus palabras le resultaron penosas y obscenas.

Laura apretó las mandíbulas y observó a su jefe durante unos segundos con expresión inescrutable.

—Pero los dos sabemos que lo hizo.

—Lo que uno sabe importa poco si no tiene pruebas para demostrarlo.

—Las pruebas no te importaban hace unas décadas.

Alcázar soportó el golpe con entereza. Apuró el café con calma, manchando el filo del mostacho.

—Los tiempos han cambiado. Ya no estamos en los años setenta.

Laura temblaba como si le hubiese dado un ataque repentino de malaria.

—Por supuesto; lo tuyo era asustar a niños. A ésos no te costaba mucho sacarles una confesión, ¿verdad?

Alcázar le sostuvo la mirada.

—Se supone que la democracia se inventó para que tipos como yo no pudieran seguir haciendo lo que hacíamos. Tú, mejor que nadie, deberías saberlo.

Se produjo un tenso silencio entre ambos, Alcázar estaba visiblemente incómodo.

—Lo siento —dijo Laura con mirada ausente, hacia la playa. Vio a su hijo de seis años corriendo por la orilla y a Luis detrás de él. Vio otro tiempo que había estado ahí hasta hacía sólo ocho meses, y que había desaparecido como si jamás hubiese existido.

—¿Has venido a detenerme?

Alcázar cogió aire y lo soltó de golpe, como cuando uno decide meterse en un barreño de agua gélida. Sin titubeos.

—Quiero que me digas si has sido tú. Puedo ayudarte, pero necesito saberlo.

Laura se desembarazó suavemente de la mirada de su jefe.

—Entiendo que sospeches. Lo entiendo perfectamente —murmuró.

—Me parece que no lo entiendes. Zinóviev tenía las muñecas esposadas a una viga. Con unos grilletes policiales. Los tuyos. También tenía una fotografía de tu hijo Roberto incrustada en el corazón con una pistola de clavos.

Laura se estremeció y clavó las uñas en el mantel de papel, como si pudiera hacerlo en los ojos negros de Zinóviev y de ese modo arrancárselos de dentro, sacarlos de sus pesadillas. Le costó levantarse y tuvo que aferrarse a la mesa.

—Si crees que he sido yo, ya sabes lo que tienes que hacer.

—No hagas tonterías, Laura.

—¿Vas a detenerme?

—Yo no, pero a estas horas ya debe de haber una patrulla en la puerta de tu apartamento.

Ella lo miró como si toda la vida se le hubiera escapado y sólo el aire sustentase su cuerpo vacío.

—No pienso ir a la cárcel.

Alcázar encogió el mostacho.

—Pues creo que vas a tener que empezar a pensarlo. No te voy a impedir salir por esa puerta. Yo no he estado aquí, ¿entiendes?

Sí. Le entendía perfectamente.